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lunes, 10 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 19

DESPERTARON con el viernes, diez de marzo, asomándose por la ventana del dormitorio. Notando en sus cuerpos el descanso reparador que les había brindado la noche. Habían dormido plácidamente y a pierna suelta. De modo que sonrientes una hora y pico larga después abandonaron la casa. Ella, en dirección al trabajo y él, a la comisaría de policía.  Primero, es lo primero; se dijo Neville, mientras caminaba a buen ritmo hacia el antiguo edificio que albergaba la comisaría. En otra época, tienda y almacén de muebles. Una vez en la comisaría, no fueron pocos los policías que le saludaron. El prestigio de Neville y la memoria de sus carreras en según qué ambientes siempre le favorecía el trato. Le contó a uno de los más veteranos del lugar qué era lo que en aquella mañana de invierno le había llevado hasta allí. Le enseñó la invitación para la boda y con una lupa le mostró lo que Margaret y él habían averiguado y deducido. En ningún momento pensó que aquel viejo policía que tantísimas cosas había visto y oído se reiría de él.  No lo pensó, no porque era un tipo sereno y de mente clara, lo pensó porque estaba completamente convencido de la relación que tenían todos los hechos entre sí, unos con otros. A los tres cuartos de hora de haber entrado en la comisaría, y veinte minutos después, de tomarse el café que el veterano policía le ofreció, Neville, salió del edificio y desanduvo los pasos andados hasta llegar a su casa. Cuando se sentó en la butaca de su estudio frente al ventanal que daba al jardín trasero sonrió ampliamente. Había ocultado la sonrisa hasta encontrarse en lugar seguro, como si por el camino se la pudieran robar. Tenía otra historia para contarle a Margaret. Lo haría en la cena de esa noche, postergando la que tenía guardada en la manga para otra velada. La de ese día no podía esperar, porque todo lo que tenía a contar, lo sabía de manera extraoficial. Exultante se levantó y fue a prepararse un té, y (aunque él ni siquiera reparó en ello) dio un saltito de alegría. El resto de la jornada no hizo mucha mella en Neville. De ese día su memoria sólo recordaría la visita a la comisaría y la formidable impresión que le causó a Margaret durante la cena. Por lo demás, nada molestó su rutina. Nada sucedió digno de reseñar. Pero llegó la noche primero con el atardecer, y luego, con la luna llena alumbrando la oscuridad; y en la cocina, Neville hizo lo mismo. La alumbró con sus palabras, sus gestos y su voz. Iluminando a su vez los ojos de Margaret, su interés y su admiración. Estaba Margaret acabando de preparar la crema de zanahorias y el tartar de atún que iba a servir para cenar, cuando vio a Neville asegurarse de que tanto la puerta de la cocina, como la ventana estaban bien cerradas. “¿Qué haces?“, le preguntó extrañada. “Asegurarme de que están completamente cerradas. No quiero que nadie escuche lo que tengo que contarte", le respondió él. “¿Quién nos va a escuchar, si desde hace años vivimos solos? ¿Recuerdas que nuestros tres polluelos abandonaron el nido hace mucho pero que mucho tiempo?”, le advirtió Margaret. “Claro que lo recuerdo. Pero nunca se sabe", le respondió Neville, y Margaret sonrió para sus adentros, pensando en lo mucho que a él le gustaba exagerar. “Atiende,  Margaret “, le pidió  Neville  con una voz más grave de lo habitual. “Toda tuya, piloto“, le indicó Margaret. “Todo. Absolutamente todo lo que voy a contarte a continuación es extraoficial. Con lo cual no podrás contárselo a nadie, ni reconocer en un futuro que lo sabías de antemano. ¿Lo has entendido?”, le confió Neville adoptando una actitud sumamente críptica. Margaret comenzó a desternillarse de tal forma que tuvo que sujetarse el estómago con las manos. “No te rías “, le ordenó  Neville. “¿Y si sigo riéndome que va a pasar, piloto?”, le preguntó a Neville con descaro. “Te castigaré. Te dejaré sin sexo, que es peor", le aclaró Neville. “Ni pensarlo. Ni en broma. De ninguna de las maneras", le contestó Margaret para satisfacción de Neville. “Un poco de seriedad, Margaret. Un poco de seriedad”, le pidió Neville a Margaret mirándola a los ojos, entretanto intentaba controlar su propia risa, que de escapársele retumbaría mucho más allá de las paredes de la cocina. Margaret siguiéndole el juego: obedeció, se enderezó e hizo el tremendo esfuerzo de esconder la risa tras los dientes y los labios. Comprobó que no podía hablar. No se atrevía. Le era completamente imposible. Si lo hacía perdería de nuevo la compostura. De manera que asintió con la cabeza para que Neville continuase. Y, Neville, continuó. “Esta mañana en mi visita a la comisaría, me han hecho partícipe extraoficialmente de que bastantes cámaras de vigilancia tienen grabados a los tres: Aldo, la mecanógrafa del coro y la puta. En distintos puntos y en diferentes días. Hablando y discutiendo acaloradamente entre ellos. En una de las grabaciones la mecanógrafa tira del pelo de la chica con intención de arrastrarla por el suelo, lo que le resultó imposible porque la diferencia de estatura y de edad no se lo permitió. Por otra parte, localizaron el automóvil del atropello. Tienen arrestado al conductor. Éste les confesó estar a sueldo del notario y la mecanógrafa. Les dijo que le habían contratado para atropellarla por un buen pellizco. El asesino confeso ha emplazado a la policía a acudir el domingo doce a la boda. La pareja de tortolitos le dio indicaciones para que se mezclase con la gente en el convite. Allí le pagarán lo acordado. Así que el domingo le dejarán ir, y la policía los detendrá por asesinato al cogerlos pagándole al conductor asesino. Según la información que han ido obteniendo (la nuestra, también, Margaret) tienen una idea muy clara sobre el motivo del asesinato. Creen firmemente que la boda y la adquisición de la casa por parte del notario, como regalo para la novia, molestó lo suficiente a la prostituta. Entonces amenazó al notario con hacerle chantaje con unas cintas de video y sacar su relación clandestina a la luz. Hacerla pública. Y adiós reputación. Todo muy simple, muy rupestre. El notario quiso comprar su silencio, pero la mecanógrafa se negó y creyó más  conveniente deshacerse del problema para siempre. Conclusión: la puta está muerta y los asesinos se van de boda”, le explicó Neville a Margaret casi sin aliento, notando una sensación extrañísima dentro de sí al reparar en que lo narrado no era el argumento de una serie de televisión, sino un hecho absolutamente espantoso ideado y llevado a cabo por dos personas que habían estado allí, en su propia casa. “Qué horror. Ciertamente no están en sus cabales como tú muy bien presumiste", exclamó Margaret. Oír la voz de  Margaret que sentada frente a él le miraba admirada, fue un bálsamo que mitigó hasta borrar la sensación extraña parecida a la zozobra que por un momento le había invadido. “Debemos ir a la boda. Ahora sí que no quiero perder detalle”, le indicó Margaret a Neville. “¿No estás espantada?”, le  preguntó  él.  “No. Estoy admirada. Gracias a ti tenemos toda esa información. Admirada porque intuiste que ninguno de los dos era trigo limpio. Porque no te equivocaste. Y ahora gracias a la confianza que te tiene la policía y todo aquel que te conoce, y a tu magnífico proceder, somos unos privilegiados  y podemos ver en vivo como se resuelve un crimen“, le aclaró Margaret. “Lo siento muchísimo, pero eso no va a ser posible. No podemos ir a la boda. Al menos, yo no puedo ir conociendo como conozco de antemano el desenlace. Cuando Aldo nos contó sus intenciones, me asqueó de tal manera que deseé con todas mis fuerzas que le estallase en la cara. La idea, básicamente, era que las dos mujeres aceptasen su proposición, y que Aldo se viese en la obligación de tener que decirles la verdad. No imaginé mayor vergüenza para él. Mayor lección. Sin embargo, la magnitud que ha tomado su feo asunto era inimaginable. Y me produce un enorme bochorno. Le conozco desde niño. Sé que es un tipo capaz de todo. Nunca he esperado nada bueno de él. Pero aun así no soy capaz de regodearme. No voy a plantarme en su convite de boda para ver cómo le arrestan. No voy a hacer más leña del árbol caído. No es correcto. No está bien”, le explicó Neville a Margaret. “Me parece muy bien, Neville”, le contestó  Margaret, y tomó el rostro de su marido entre sus manos y le besó en la frente, los párpados, la nariz y la boca. Así, por ese orden. Amaba a Neville y su forma de ser. Era un buen hombre. Ni aparentaba serlo; ni presumía de ello, sin serlo. Él lo era. Era justo, honesto y responsable. Para Margaret esas tres características (y no otras) eran las que definían a una persona  buena. Jamás, ni una sola vez, había visto en Neville a un hombre ruin, mezquino, necio, o traidor; en cambio, al hombre bueno lo veía todos los días sin tener que esforzarse. Y, éso, a ella le producía una enorme admiración. La enamoraba. “Ya se encargará Samuel de darnos todos los detalles”, agregó Margaret, como consuelo. Ante la comprensión mostrada por Margaret, Neville se sintió infinitamente agradecido, se levantó y la estrechó entre sus brazos. Le gustaba abrazarla, también a sus hijos. Pensaba que los humanos todavía no habían sido capaces (y no creía que lo lograsen en un futuro) de inventar el sustituto del abrazo. Algo que provocase tanto bienestar, que reconfortase en esa medida y fuese tan natural. La abrazó y Margaret a él. Terminaron de cenar a la luz de la lámpara. Y, para no irse a la cama, pensando que la velada no había tenido su dosis de humor, se descubrieron observando el relato (que el policía le narró a Neville) como un guión cinematográfico, y ese giro modificó el cariz de la noche. Imaginar, por ejemplo, a la mecanógrafa del coro tirando del cabello de la puta para arrastrarla por los suelos. A los novios apurados por el devenir de los acontecimientos, intuyendo que podían inesperadamente perder el uno y la otra la respetabilidad y sus objetivos. O el modo en que la avaricia de ella y la maldad de él, habían congeniado lo suficiente, para actuar como una sola persona dando al traste con todo, les hizo, por fin, reír. Recogieron la cocina en silencio,  y al acabar, entrelazados se fueron a acostar. “Afortunadamente somos gente de bien”, le dijo Neville mientras se desvestía. “Recuerda, mi amor, que cada uno se fabrica su propia suerte”, le contestó Margaret mientras se plantaba frente a él, para que llegado el turno la desvistiese también a ella. Algo que siempre la excitaba. Al hacerlo, al desvestirla, al rozar con los dedos su piel: el deseo, el amor y la madrugada cayó sobre sus cuerpos. Y, ellos, se sintieron completos y en paz. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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viernes, 7 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 18

A LA NOCHE SIGUIENTE, la del nueve de marzo, mientras Margaret disponía la cena en los platos de una de sus vajillas preferidas (la que Neville le regaló por su antepenúltimo cumpleaños) vio en el rostro de su marido al hombre travieso que nunca dejaría de ser, y supo que estaba a las puertas de otra historia; por ello, le dijo para satisfacción de Neville: “¿Qué hay de nuevo, mi amor?” Y Neville con aires de conspirador, deslizó entre los platos, un sobre del tamaño de una cuartilla de color azul desgastado con un ribete plateado y dos palomas impresas en relieve, en cuyo pico llevaban una rama de buganvilla de color rosa. Margaret le miró y rio. “¿Qué es esto? ¿Qué es esta vulgaridad?”, le preguntó. “Ábrelo. Lo encontré ayer en nuestro buzón. Anoche no te lo mostré porque tenía mejores planes para ti”, le dijo Neville mientras sonreía divertido y le ponía ojitos a Margaret. Ella volvió a reír y abrió el sobre. “¡Qué manera de llamar la atención! ¡Qué mal gusto!", exclamó. El sobre contenía una tarjeta como las que se envían para felicitar las navidades, pero en vez de a Santa Claus, Margaret se encontró con una fotografía en la que estaba la mecanógrafa del coro y Aldo haciéndose arrumacos, rodeados por un grupo de gente que aplaudía. En el interior con letra de tamaño y grafía ostentosas se les invitaba a participar en la celebración el domingo doce de marzo. Primero, a la ceremonia en la parroquia; y luego, al banquete en el jardín de la casa de la mecanógrafa en la urbanización El Robledal. “Al parecer la casa ya es suya, y es evidente, que mintió cuando te dijo que no necesitaba mucha parafernalia para casarse. Son realmente ridículos. Creía que la edad es impedimento suficiente para no perder el norte. Pero ya veo que no”, le indicó Margaret e hizo una mueca de verdadero desagrado. “Ya ves. Se puede perder”, le contestó Neville. “¿Y para qué nos han invitado?”, preguntó Margaret. “Para hacer bulto", le respondió Neville. Al punto se miraron y comenzaron a reírse en un principio flojito hasta desternillarse. “Más, mi amor”, le dijo ella. “Más, preciosa mía ”, le contestó él. “Ayer supuse que el sobre lo había depositado el cartero mientras atropellaban a la puta, pero hoy me he dado cuenta de que no está  franqueado. Lo que indica que alguien que no es del servicio postal lo dejó mientras atropellaban a la chica, ya que el buzón estaba vacío cuando me fui a caminar”, le explicó Neville. “Interesante”, le dijo Margaret, mientras pinchaba con el tenedor una de las setas del risotto que había cocinado para cenar. “Y, mira. Observa atentamente la fotografía de la tarjeta”, le ordenó Neville mientras le ofrecía la lupa que tenía siempre a mano en su escritorio. Margaret le miró completamente entregada a él, y le arrebató la lupa, como si de golpe se hubiese convertido en el objeto más valioso (de entre todos los objetos) para el desenlace de la velada. Neville la observó con deleite. Pensó en lo hermosa que sería siempre. En lo mucho que adoraba el rictus de su rostro cuando se concentraba. En cómo la deseaba cuando se mordía el labio inferior con sus pequeños dientes y se enredaba los dedos en el cabello hasta despeinarse del todo. Al cabo de unos segundos, Margaret levantó la vista, apartó la lupa de la fotografía, le miró de nuevo y le dio varios golpecitos con el dedo en el hombro. “Qué grande eres, piloto. La puta está en la fotografía", le dijo Margaret con orgullo. “Y si te fijas bien, la gente que les rodea son todos integrantes del coro, salvo esa chica. Fíjate, seguro los conoces de vista. Llevan cien o doscientos años cantando en él. Incluso está Adelaida Whitaker. Pero ella, ¿qué diantres hace la puta en la foto? ¿A Santo de qué?”, le indicó  Neville; y Margaret, cogió de nuevo la lupa y volvió a mirar detenidamente la fotografía. “Creo que uno de esos dos: Aldo o la mecanógrafa son el asesino. O los dos”, le dijo Margaret a Neville sorprendiéndolo a más no poder.  Él  se la quedó mirando de hito a hito y con cara de intrigado, le preguntó: “¿Por qué  eres tan perfecta?” Margaret rio, e imperceptiblemente se ruborizó. “No soy perfecta. Sólo ha sido una corazonada”, le aclaró a Neville. “Eres perfecta para mí. Siempre lo has sido. Siempre lo serás“, le confesó su marido. “Volvamos al caso, compinche", le sugirió Neville sonriendo feliz y enamorado. Besando la mano de su esposa y vertiendo más vino en las copas. “Creo que contrataron a alguien para que hiciese el trabajo sucio. Es decir, atropellar a la chica mientras ellos repartían en persona las invitaciones”, opinó Margaret riendo porque acababa de descubrir que aquello de conjeturar basándose en pruebas como los detectives le gustaba. “Para de ese modo tener una coartada. Bien, Margaret. Muy bien. Yo también lo he pensado”, le indicó Neville. “Sí, y lo que es más horrible: a poder ser, verlo con sus propios ojos“, concluyó  Margaret a partes iguales horrorizada y escandalizada. “No me gustó el modo de mirar de la mecanógrafa. Me asustó. ¿Recuerdas que te lo dije? La intuí capaz de cualquier crueldad”, recordó  Neville. “Lo recuerdo”, le contestó Margaret; y a continuación, presa de la emoción, sintiendo como la euforia de la intriga y del descubrimiento recorría su cuerpo como la sangre, le preguntó: “¿Iremos a la boda para recoger más pistas?” “No. Ni soñarlo. No quiero ponernos en peligro. No deseo estar en el punto de mira de esos dos locos. Presumí en su día que ninguno de los dos estaba en sus cabales. Y esto ya es el colmo. Es harina de otro costal. Iré a la policía. Les contaré todo lo que sé. Lo que hemos descubierto, y que ellos se encarguen", sentenció Neville. “¡Aguafiestas!”, le dijo Margaret disgustada. “Noooo. No soy ningún aguafiestas. Es sensatez. Además la boda será un espanto", le comunicó Neville a  Margaret. “Por eso hay que ir", le replicó ella. “Al único lugar que hay que ir es a la comisaría de policía. Ley y orden, Margaret. Ley y orden", le indicó él. “Sí, jefe", le respondió Margaret riendo, y un Neville entre satisfecho y preocupado le sonrío bobaliconamente. “Por celos o por dinero. ¿A qué sí, Neville? ¿A qué seguramente lo han hecho por eso?”, sugirió ella. “Efectivamente. O por los dos", le contestó él. “Se nos da bien lo de resolver misterios”, musitó ella complacida. Neville rio. Acabaron de cenar repasando los detalles del caso sin un bostezo, y sin un segundo, en que no se encontrasen francamente bien y entretenidos. La primera historia de las que Neville guardaba en la manga cumplió con creces sus expectativas. Le restaba una segunda. ¿Pero sería la última?, se preguntó Neville; pues pensó que últimamente las historias parecían brotar a cada paso que daba. Deseó que no acabasen. A su modo había encontrado un filón. Le encantaba tener toda la atención de Margaret sobre él, en cada una de las cenas, y que las conversaciones habituales (la mayoría bastante insustanciales) hubiesen derivado en aquella especie de teatros de la vida sólo para dos, en los que la atmósfera de intimidad y, también, complicidad que surgía era una auténtica delicia. La intención que Neville llevaba consigo, cuando se acostó junto a Margaret y la atrajo hacia sí, era contársela a la noche siguiente. Mientras besaba el lóbulo de la oreja de su esposa y parte del cuello, de la nuca y del hombro, reparó sorprendido en que mentalmente estaba estructurando la historia para contársela lo mejor posible. Se sintió orgulloso de sí mismo, y sin apenas darse cuenta (ninguno de los dos) ambos cerraron los ojos y se quedaron profundamente dormidos. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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miércoles, 5 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 17

PARA ALEGRÍA DE NEVILLE el mes de febrero terminó con una sucesión de jornadas que transcurrieron apaciblemente; sin visitas inesperadas, ni fenómenos anormales. Se abocó con placer y en silencio a su rutina, se sumergió en ella como el experimentado buzo se sumerge en mitad del océano. Caminó. Trabajó en sus memorias. Leyó tres novelas. Hizo el amor con Margaret cada tarde. Durmió en la noche tranquilamente con ella acostada en el hueco de su cuerpo. Amaneció con la nariz hundida en su cuello, oliendo su piel. Vio no pocas películas y capítulos de series en distintas plataformas. Realizó unas cuantas videollamadas con cada uno de sus hijos. Celebró con entusiasmo y gratitud el cumpleaños de su hija. Planificó las vacaciones de verano. Cuantificó los daños que el invierno estaba provocando en cada uno de los jardines, e intentó ponerle remedio. Pergeñó un borrador sobre los valores destinado a las conferencias de la fundación, y olvidó el mundo en general como era costumbre en él. Y, así y asá, marzo se instauró en los calendarios como el mes vigente. Y, con el octavo día del tercer mes del año, regresaron a su vida los disparates (como él comenzó a llamarles). Fue en la mañana del primer miércoles de marzo; entretanto él caminaba a paso ligero (observando fascinado como el sol libraba su propia batalla con el gris del cielo para convertirlo en un color más alegre) cuando en su casa el cartero depositó en el buzón la invitación de la boda entre el notario y la mecanógrafa del coro, al mismo tiempo que un niño de estatura pequeña y cuerpo liviano se colaba a hurtadillas en el cobertizo de su jardín trasero, y a unos metros de la verja de su jardín delantero (en la calle) un coche que se dio a la fuga, atropelló a una joven de falda corta y tacón de aguja matándola en el acto. Demasiados asuntos para una sola jornada, pensó Neville, al recapitular para descubrírselos a Margaret uno a uno durante la cena. A lo largo de la mañana había bregado con todo, lo mejor que había sabido. Manteniendo su preciada calma y su claridad de mente: habló con la policía, resolvió no romper la invitación a la boda hasta mostrársela a  Margaret, y descubrió al crío, le dio de comer y lo devolvió a su casa. Lo tenía todo en orden pasadas las cuatro de la tarde cuando tiró del lazo de la bata de Margaret y la desnudó para él. Se sentía bien. El orden que había impuesto al caos que había sido la jornada, lo llenó de un ímpetu y de un control que satisfizo el deseo de su esposa hasta hacerla gritar de placer. Siempre serían los mismos locos amantes de siempre, pensó ella al acabar. Ella también se sintió muy bien y tuvo ganas de más. Tuvieron más hasta que la tarde noche les rindió. Se ducharon juntos como siempre que podían. Ella lavó con mimo el cabello rizado de su marido y él la embadurnó de espuma, de besos y de amor. Como Margaret no había tenido tiempo de cocinar todavía, ejecutó una cena fría básicamente de exquisiteces gourmet y de un buen vino, mientras Neville disponía la mesa. Justo se sentaron Neville le dijo: “La puta está muerta".  “Perdona, ¿ qué acabas de decir?”, le respondió Margaret. “Qué la puta está muerta", volvió a decir. “¿Qué puta?”, le preguntó Margaret desconcertada. “La puta. La prostituta de la función. La chica a la que Aldo se agarraba como si fuese un salvavidas la noche de San Valentín “, le aclaró. “¿Qué? ¿Entonces sí que era prostituta? ¿Acertamos? ¿Y cómo es que lo sabes? ¿Cómo te has enterado? ¿Quién te ha dado esa información?”, la batería de preguntas que salió de la boca de Margaret le dio la medida a Neville de hasta que punto la había intrigado, de modo que se lo explicó detalladamente: “De nadie. Sí, sí que era puta. No nos equivocamos.  Sé que está muerta porque he visto su cadáver con mis propios ojos. La he reconocido enseguida. No estaba desfigurada y vestía igual que en aquella noche.” “Pero, ¡por el amor de Dios, Neville! ¿Qué clase de broma es esta?”, alcanzó a decir Margaret. “No es ninguna broma, preciosa mía. Esta mañana frente al ultramarinos de Samuel la ha atropellado un coche que se ha dado a la fuga. Al regresar de caminar me he encontrado con que la policía había cortado la calle al tráfico, entonces he visto su cadáver. Samuel me ha dicho que no creía que el atropello fuese intencionado, que no pensaba que pudiese tener enemigos, que es una habitual del centro de día para gente mayor, que alterna con hombres con andador, que se mean encima muy probablemente. Que seguro es adicta a algo, y por ello, tiene todo tipo de clientela con tal de sacarse unos cuartos. Ha sido muy desagradable, Margaret. Realmente desagradable. Mientras hablaba con Samuel un policía nos ha preguntado si la conocíamos. Samuel le ha relatado lo que te acabo de contar; y yo, le he dicho, que sólo la había visto una vez  (ya sabes) la noche de San Valentín a las puertas del restaurant ‘A tus pies' abrazada al notario. Al oírlo, Samuel, ha asentido. Seguidamente, le ha aclarado al policía, que era una fija para el notario y tres tipos más, igual de mayores: el director de la sucursal bancaria de la Avenida La Frontera, el podólogo del centro médico de la Cruz Roja y el presentador del tiempo de la cadena local. ¡Qué asco, Margaret! El policía ha tomado nota y ha seguido interrogando a los viandantes. La muerte se la habrá provocado el golpe, pues no tenía heridas externas. Estaba en plena calle tendida como si se hubiese echado a descansar. Horripilante. Me ha parecido horripilante. No me he quedado a ver como levantaban el cadáver. Nunca he sido muy de novela negra. He entrado en casa, convencido no sé exactamente por qué de que el atropello no ha sido fortuito. Quizás porque soy de la opinión de que ese tipo de gente siempre acaba mal, o tal vez, por la información que Samuel le ha dado al policía. La de cosas qué sabe Samuel, ¿no crees?” “Sí que lo creo. El ultramarinos es un no parar de gente y la gente habla. Por uno que no sabe una cosa hay tres que sí la saben. Pero, ¿y tú? Es rara la noche en que en la cena no me cuentas una historia cada una más estrambótica que la anterior. Tu relato de hoy es horroroso. Pobre chica, morir de ese modo", observó Margaret realmente impresionada de igual manera por lo trágico del hecho, como por la vis cómica que tenía su marido. Una comicidad que aunque le constaba que siempre había tenido, desde que se había jubilado iba a más. Su forma de narrarle cualquier asunto acompañada de bastante teatralidad, siempre provocaba en ella un desternille difícil de ocultar. Mientras pensaba seriamente en ello, Margaret oyó como Neville le contestó: “No sé si es más horrible morir de esa manera o vivir tal como vivía. Para vivir sin bragas y con cualquiera, un día tras otro, un año tras otro, casi es preferible que te atropellen.” “Santo Dios, Neville, eres un bárbaro”, le indicó  Margaret. “Ajá. No voy a contradecirte. En esto no, y puedes desternillarte. Tienes mi permiso. No finjas. No te consideraré cruel, sólo es que estás loca por mí y por mi forma de contarte las cosas, preciosa mía". Margaret sonrió. En sus labios se dibujó una sonrisa que tardó poquísimo en convertirse en risa. “Te amo, piloto", le dijo a Neville. “Y yo a ti, más que a mi vida”, le respondió él. Ambos sabían que esa era su verdad. La verdad en mayúsculas de su vida en común. Se besaron. Neville tuvo ganas de contarle que la mañana había dado para mucho más, que las historias disparatadas de esa jornada no habían finalizado con el atropello de la puta, pero prefirió callar. Se las reservó para las noches siguientes. Satisfecho con lo que conseguía provocar en Margaret, como un avezado jugador de póker se guardó las historias como ases en la manga. Volvió a besarla. Antes de recoger la cocina, la ayudó a preparar la comida del día siguiente. Hablaron de esto y de aquello. También de sus hijos. De la compañera de Margaret (la laboriosa Betsy) a la que merecidamente habían ascendido a jefa de compras. Del apartamento al que se había mudado su antiguo y querido vecino  (el entrañable Timothy) al que pronto tendrían que visitar. “Tengo ganas de desnudarte aquí mismo", le dijo Neville de repente. Margaret le miró, como sólo ella en todo el planeta le miraba, y le preguntó: “¿Qué te lo impide, piloto?” 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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lunes, 3 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 16

Realmente le entristeció, que la maldad y el egoísmo de Aldo hubiese llevado a la mujer a cuestionarse su propia rectitud moral. “Debo resultarle patética”, le sugirió la mujer. “¡Por Dios! Señora, no. Y mil veces, no. El único ser patético que hay en esta historia es el tipo que la molestó", le espetó Neville a punto de enfadarse, y a continuación, su pensamiento se deslizó veloz hacia la mecanógrafa del coro y una pregunta recayó sobre sus hombros: ¿Ella también le resultaba patética? Frente a él, la extraña de la mañana de lluvia, cerró de nuevo los ojos y se apretó los párpados con los dedos para evitar que una lágrima, probablemente la primera de muchas, brotase de ellos, y se puso en pie: “Ya le he robado mucho tiempo. Muchísimas gracias por todo. Me ha hecho bien confiarle mi atribulado presente. Le enviaré por mensajero a mediados de marzo (cuando tenga dispuesto por completo el calendario) un dossier de la fundación y las fechas en las que deberá impartir las conferencias.” “Perfecto", le respondió Neville. “Un último favor, ¿puede darme un abrazo?”, le pidió la mujer. “Por supuesto”, le contestó el hombre. Bastante incómodo, abrazó a la desconocida del mismo modo en que abrazaba a su hija. Quiso en el abrazo trasladarle seguridad, quitarle los miedos, arroparla y alejarla de todo mal y de todos los demonios y monstruos. “¿Cómo se llama?”, le preguntó Neville sin soltarla. “Evelyn”, le respondió ella. “Confíe en el tiempo, Evelyn. Todo irá bien", le dijo apiadándose de ella, sin mentirle, soltándola con ternura. Una llorosa mujer con una tibia sonrisa aflorándole en los labios se despidió de él. Si bien antes, se disculpó por haber olvidado por completo no presentarse formalmente con su nombre. Neville le restó importancia y no dejó que se marchase sin prestarle un paraguas. Llovía a mares cuando Evelyn se desdibujó más allá de la verja del jardín delantero. Neville cerró la puerta tras de sí y regresó al estudio. Recogió las tazas en la bandeja y se dirigió a la cocina. Mientras fregaba lo utilizado, pensó en que aquella muchacha  se había  equivocado de extremo a extremo. Hubiese tenido que romper el cheque. La libertad de espíritu y conciencia; lo reconfortante que es saberse una persona  íntegra, honrada, buena; el poder seguir mirándote en el espejo de hito a hito; el que la brújula que son los principios siga marcando invariablemente la dirección correcta; no hay dinero que lo pueda pagar. Le invadió una profunda lástima. Los errores humanos, lo evitable, provocaba en él un intenso sentimiento de pena. Sintió la urgente necesidad de salir a caminar bajo la lluvia, pero como se lo impedía la prudencia y el recuerdo del crac de su cóndilo femoral externo al impactar en el hormigón de una calle poco transitada; salió al jardín trasero, y se sentó en el porche a ver la lluvia caer. Pues como Margaret le solía decir al oído: la vida que uno encuentra después siempre es mucho más valiosa. El resto de la jornada para Neville transcurrió apaciblemente por los raíles de la cotidianidad. No fue hasta el segundo plato de la cena cuando le contó a Margaret lo acontecido en la mañana. Le hizo un relato esta vez sin ningún tipo de teatralidad. Aun así la situación no quedó exenta de cierto aire cómico. Tal vez por las palabras que escogió como introducción, o quizás, porque Neville (en alguna hora entre la comida y la cena) había decidido hablarle a Margaret de Adelaida Whitaker. El caso es que mientras comenzaban a dar cuenta del rape en salsa americana que Margaret había cocinado como segundo, Neville le dijo: “Hoy ha venido la otra. Se ha presentado en nuestra puerta la segunda candidata. La profesora de instituto. Evelyn.” “¡¿Qué?!”, le respondió Margaret, realmente sorprendida. “Tal como te lo digo. Ha estado un par de horas sentada en nuestro estudio", le indicó Neville. “Esto ya es preocupante. Tanto ir y venir. Tanta mujer confesándote sus pecados “, bromeó Margaret, a la que le estaba resultando difícil aguantar la risa, y si lo hacía era porque Neville estaba serio. “¿Qué pasa? ¿Qué te preocupa, piloto?”, le preguntó Margaret a su marido. “Le dio nuestra dirección, las señas, Adelaida Whitaker”, le confesó Neville utilizando un tono misterioso. “¿Y dónde está el problema?”, le dijo Margaret. Neville carraspeó, se limpió los labios con la servilleta, la dobló con una parsimonia exasperante, y fijó su mirada en la de Margaret: “Llevo medio tonto enamorado de Adelaida Whitaker desde los ocho años, y no me gusta que ella piense en mí. Me pone nervioso. Muy nervioso.” “¿Y qué si ella piensa en ti o habla de ti con terceros? Que estás como enamorado de Adelaida Whitaker lo sé desde años ha, porque siempre que nos cruzamos con ella, se te arrebolan las mejillas, empiezas a sudar, apartas la mirada y te quedas mudo. Pero si no te sale ni la voz, Neville”, le indicó Margaret. “¿Lo sabías y no has hecho nada en estos años para aliviar mi sufrimiento?”, le espetó Neville, enfadado. “No me desternilles, Neville", le dijo Margaret tronchándose de risa. “No te rías. Es preocupante”, le dijo Neville. “¿Qué es preocupante?”, le preguntó  ella.  “Lo que me ocurre cuando tropiezo con ella”, le confesó  él. “No es preocupante. Es lógico. Los hombres jamás dejáis de ser niños grandes y ella fue tu primer amor. Si a eso le añades que fue un amor no resuelto, pues inevitablemente se ha quedado dentro de ti”, le explicó una sonriente y comprensiva Margaret. El suspiro de alivio que dio Neville se oyó a kilómetros de distancia. Margaret volvió a reír. “Piloto, tu secreto está a salvo conmigo”, le aclaró ella. “¿Crees que ella me lo nota?”, le preguntó Neville a su esposa. “Probablemente, sí. Pero tranquilo que no va a proponerte nada, si eso también te preocupa. Conoces a su esposo. Ambos le conocemos", le respondió  Margaret. “¡¿Qué?!”, exclamó Neville. “Tu novia en sueños hará unos diez años que se casó con el dueño de la joyería ubicada al lado de la iglesia de Santa Dorotea”, le anunció Margaret. “¿El que también es dueño de la tienda de antigüedades ‘Cien fuegos'?”, le preguntó Neville. “El mismo. Al final formalizaron lo que era un secreto a voces. Tengo entendido que desde que ella tenía dieciséis o diecisiete años es su amante. Deben ser muy felices porque acaban de adoptar un niño, un huerfanito de nombre raro. Niño no se qué. Se colaba por el agujero donde la gente deja comida y ropa para los más necesitados en la iglesia, cuando el coro ensayaba bajo la batuta de Adelaida Whitaker; y al final, ella se encariñó de él. Será como un nieto para los dos. Algo que les distraerá en la vejez”, le contó Margaret, y Neville oyó como cada parte de su mente sufría una reestructuración para la que pensaba no estar preparado, pero reparó en tan sólo unos minutos en que sí lo estaba, y comprobó como su corazón latía diferente a como lo había hecho siempre: ligero, aliviado, libre. Sin nada que lo pudiese perturbar asomándose por el horizonte. “¿La tal Evelyn es la chica que vimos con Aldo, la noche de San Valentín, a las puertas del restaurant ‘A tus pies?”, le preguntó Margaret cambiando de tema, recuperando lo acontecido ese veinte de febrero. “No. Ni por asomo", contestó Neville alejándose de sus cavilaciones, notándose en sintonía con el presente, sin distracción alguna en la cocina de su hogar. “Entonces, ¿la prostituta sigue ostentando el papel de prostituta en esta función?”, dijo Margaret. “Hasta que se demuestre lo contrario, sí. ¿En qué mundo vivo, Margaret, que no me entero ni de la misa la mitad?”, le preguntó Neville a su esposa. “En uno mucho más noble, interesante, brillante y enriquecedor que el resto de los mortales, Neville. El tuyo, piloto. En ese que por fortuna el destino me dio a conocer; y tú, permiso para entrar y quedarme, mi amor “, le respondió Margaret. Él sonrió, sonrió profundamente desde el corazón. La amaba. La amó ya en el primer día de su historia en que en un aparcamiento ella le reconoció y le felicitó con desparpajo por la carrera del fin de semana anterior. La amó ya en el segundo día de su historia en que por casualidad se volvieron a encontrar en el mismo aparcamiento; y ella, sin detenerse le saludó tocándose el ala del sombrero como si fuese un vaquero, y se dirigió a él por vez primera con aquella palabra que formaría parte de su futura intimidad: “Piloto”. La amó ya en el tercer día de su historia en que en el mismo aparcamiento se volvieron a encontrar antes de que la mañana se convirtiese en jornada. Esa vez de manera intencionada por parte de él, puesto que Neville había averiguado donde trabajaba y estaba esperando a que llegase. “¿Sabes que vas a casarte conmigo, no?”, le indicó al verla un eufórico  y desvergonzado Neville. Más seguro de sí mismo de lo que lo había estado nunca. Al oírle ella se acercó a él y cuando casi que sus cuerpos se tocaban, le dijo: “Hoy no, tengo mucho lío”. Ante la sorprendente respuesta de ella, él silbó. De sus labios salió un auténtico silbido masculino de satisfacción. Existía tanta electricidad entre ellos, tanta atracción, que bien hubiesen podido iluminar una buena parte del mundo. “Entonces, mañana”, le indicó él, pegándosela a su cuerpo. “Ya lo creo que sí, piloto”, le respondió ella. Al día siguiente se casaron. Testigos de la boda improvisada fueron uno de los pinches de la cocina en la que por aquel entonces trabajaba Margaret y el mejor amigo de Neville, el mecánico de la escudería. Se casaron en una capilla al amparo de un sol radiante, sin conocerse, por instinto, como dos salvajes, por atracción. Desde ese punto construyeron una vida juntos y una familia bien avenida. Nunca se han arrepentido ninguno de los dos. Tantísimos años después siguen siendo los mismos. Se aman con la misma honesta pasión. En lo que restó de cena, Neville, le narró el relato de aquella desconocida que como una intrusa se había colado en la existencia de los dos (un día de lluvia) y acabó de contarle sus vicisitudes. “Debió romper el cheque. Es algo de lo que se arrepentirá toda la vida. Y si se descuida con ese tipo de donaciones le prorrogarán la presidencia por lo siglos de los siglos", le dio por respuesta Margaret a Neville mientras compartían el helado que acompañaba el postre. “¿A qué sí?”, le dijo él. “Tal cual", sentenció ella. 



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viernes, 30 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 15

“Se la explico: la fundación tiene poco más de tres años y en ella se imparten seminarios, clases, charlas alejadas de la ideología woke, de la izquierda radical. Formamos a las futuras personas del mañana en todo lo concerniente a ser persona. Historia, religión, valores, familia y patria. Nuestro objetivo es que acaben convirtiéndose en personas de bien, de provecho y poco manipulables con valores, principios y una personalidad bien definida. En este semestre ampliamos el ciclo de conferencias sobre valores. Y para impartirlas nos fijamos en ciertas personas, nos reunimos con ellas, y lo primero que hacemos, es preguntarles cuán de importante son o  han sido los valores en su trayectoria profesional, en qué medida los creen indispensables. Si la persona en cuestión piensa que han sido esenciales, se convierte si así lo desea en conferenciante. Tendrá que impartir seis charlas convenientemente remuneradas durante un semestre a diversos grupos de niños en edades diferentes y de procedencias distintas”, le explicó la mujer. “Realmente interesante", le respondió Neville. “¿Cree que podría ser uno de nuestros conferenciantes?”, le preguntó la presidenta semestral. “¿Tendría que preguntarme primero si soy un tipo con principios y si fundamento la totalidad de mi existencia tanto profesional como personal en unos valores y en unos principios inamovibles?”, le indicó el expiloto de automóviles. “Intuyo que sí, pero dígamelo usted", le contestó la mujer. “Totalmente”, le aclaró con orgullo Neville, como si ése fuese su mayor logro en la vida. “Entonces,  ¿puedo contar con usted?”, le preguntó la mujer. “Sólo si acepta mi remuneración como donación para la fundación”, le propuso Neville. “Sin problema “, le contestó la mujer. A lo que añadió: “Ojalá más gente poseyese su nobleza y fuese de trato fácil como lo es usted.” “¿Por qué? ¿Le dan muchos disgustos?”, le preguntó Neville. “Si yo le contase. Aunque dicen que no hay mal que por bien no venga", le indicó ella y luego suspiró hondamente. Cerró los ojos y dos segundos después los volvió abrir. “¿Le ocurre algo?”, le dijo Neville. “¿Sabe cuando una situación de tan anómala que le resulta, acaba haciéndote dudar de la decisión que has tomado al respecto?”, le comentó ella. “Sí. Forma parte de vivir”, le respondió Neville, a lo que agregó: “Si desea contarme algo como se cuenta a los desconocidos puede hacerlo. Huyo de dar consejos, pero me gusta escuchar. Soy buen oyente. Afuera no para de llover y aquí se está bien.” “Realmente es muy amable. Si no le importa le tomo la palabra. Voy a contarle algo que no he contado a nadie porque me enfurece”, le confesó ella. “Cuente", le dijo él. “Hace unas tardes, se presentó en mi despacho de la fundación un hombrecito al que yo reconocí sólo de cruzarme por las calles del lugar. Pensé que venía a algo relacionado con la fundación,  pero no. Para mi sorpresa y sin muchos preámbulos me propuso matrimonio. Creí no haberle oído bien y le pedí que lo repitiera. Lo repitió. Le pregunté que cómo se atrevía a proponerme algo así, si no nos conocíamos de nada. Me respondió que sabía que soy viuda (mi marido falleció hace tres años a resultas de una penosa enfermedad)  y era obvio, que necesitaba un hombre a mi lado. Me enfureció tanto que le lancé un pisapapeles de acero. Por fortuna, no le di. Le hubiese hecho una buena brecha. A continuación, le expulsé del despacho y del edificio. Me hervía la sangre. ¿Por qué diantres por lo común los hombres creen saber lo que necesita o no una mujer, y ni siquiera se avergüenzan al verbalizarlo? ¿Por qué dan por sentado que las mujeres les dirán a todo que sí, y para mayor oprobio se sentirán incluso agradecidas, como si se tratase de un gran favor? No tardó ni cinco minutos en regresar, con cara de contrariado como si mi respuesta no hubiese sido lo suficientemente clara. Me preguntó que si podía regresar a la tarde siguiente que igual me lo había pensado mejor. Le dije: ‘No hay nada qué pensar. Si vuelve por aquí llamaré a la policía’. Entonces se produjo en él un cambio. Reinterpretó su papel, y me dijo: ‘No hay razón para montar un escándalo. Igual me he equivocado y no he escogido el momento o las palabras adecuadas. Perdone mi estupidez. Usted es muy atractiva, y está sola, y yo también estoy solo, la trataría como a una reina. Por dinero no es. No sé, pero en mi cabeza todo encaja. En fin, qué se le va hacer. No es fácil asumir que le digan que no. Su rechazo me dejará secuelas. Soy un hombre respetable y no me gustaría que esta situación trascendiera. Debo arreglarlo. Sí, voy a subsanar la mala impresión que le he podido dar.’ A continuación, se puso la mano en el bolsillo interior del abrigo, sacó una chequera y extendió un cheque que dejó sobre la mesa, y se fue, diciéndome: ‘Si me hace el favor no le cuente a nadie este episodio’. Atónita me quedé sentada durante un buen rato, pensando en que aquel sinvergüenza que realmente me había ofendido hasta hacerme enfurecer, pretendía comprar mi silencio. Debió pasar una media hora hasta que tomé el cheque en mis manos. La cantidad era considerable. De seis ceros. Llevo preguntándome desde ese momento el motivo por el que no rompí el cheque. Con él me fui directamente a contabilidad para que lo administrasen como una donación. Allí me enteré de que el emisor era notario. Añoré mi vida anterior, en la que sólo era profesora de instituto. ¿En qué clase de persona me he convertido? Pero, ¡por el amor de Dios, si presido una fundación cuya piedra angular son los valores! ¿Se da cuenta de que yo no podría impartir las conferencias por las que le he venido a buscar? No soy digna de ellas, ni de los inocentes oídos que las escuchan,  ni de la fundación que presido”, le explicó la mujer, y miró a su alrededor como si no recordase donde se encontraba. Seguidamente fijó la vista en Neville.  “En primer lugar, lamento la pérdida de su marido. En segundo, y en lo referente al hecho que me ha narrado, me entristece que el capricho de un desconocido la esté atormentando de esta manera. La vida es dura, muy dura, y muy compleja, y en ocasiones nos lleva a extremos poco comprensibles. Ignoro si para ponernos a prueba o directamente para burlarse de nosotros en nuestra propia cara. Es realmente complicado mantener el equilibrio que nos salvaguarda de sucumbir a esa fracción de segundo diabólica, tan breve como cambiar el peso de un pie a otro, en que podemos dar un puntapié a nuestros principios, como si ya no fuéramos nosotros mismos, como si hubiésemos perdido la chaveta, y que nos avergonzará el resto de la existencia. Al menos, secretamente. Mi opinión (que no consejo) es que debe atenerse a la decisión que tomó. Lo hizo, estoy seguro, porque pensó que era lo más conveniente. Aténgase a la decisión. Viva con ella. Aprenda a vivir con ella. No se la reproche. Olvide si lo hizo por venganza, por rabia, o por lo que fuese”, le contestó Neville, pensando que había tenido toda la mañana delante suyo sin saberlo a Evelyn. Se alegraba, aunque fuese en contra de lo que él había imaginado, deseado y previsto para el feo asunto de Aldo, de que la mujer le hubiese dicho que no. No se la merecía ni en sueños. Y se alegró todavía más de que al notario su atrevimiento no le hubiese salido gratis. Había pagado un buen precio. Como le conocía, sabía que a su bolsillo le dolería de por vida. En buena medida le había estallado en la cara y le había dado de lleno. 



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miércoles, 28 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 14

CUATRO DÍAS DESPUÉS, el lunes veinte de febrero, como si alguien se hubiese dejado la leche en el cazo y no pudiese esperar, a primera hora de la mañana, cuando Margaret se fue a trabajar y Neville planificaba su jornada, llamaron al timbre. Al abrir en lo primero que detuvo la mirada Neville fue en la forma de las nubes y en cómo se estaba oscureciendo el cielo. “Acabará lloviendo y adiós caminata. Si bien es verdad que caminar bajo la lluvia me entusiasma, debo ser prudente ”, dijo Neville, sin reparar en que había hablado en voz alta. “En mi época de estudiante tenía la costumbre de salir a correr cuando llovía. Pero con la edad sólo de pensarlo me da ganas de salir corriendo hacia el interior de una cafetería y sentarme a esperar que escampe. Con un poco de pilates en el gimnasio tengo más que suficiente “, oyó Neville decir a una voz desconocida. Entonces apartó la vista de las nubes y la posó sobre la voz. Su dueña era la extraña que había llamado a su puerta cuando estaba a punto de llover, el primer día de la semana, como si nadie tuviese nada mejor que hacer. “Perdone, ¿nos conocemos?”, le preguntó Neville con la esperanza de que fuese una vendedora de seguros a la que despachar rápidamente, para de ese modo regresar cuanto antes a su rutina. “Personalmente, no nos conocemos. Pero me habló de usted y me dio su dirección, Adelaida Whitaker. Pensó que podría interesarle el proyecto Valores, que podríamos colaborar juntos", le explicó la mujer. “¿Quiénes?”, alcanzó a decir Neville que de repente empezó a sentir muchísimo calor. “Usted y la Fundación Personas que tengo el honor de presidir este semestre”, le respondió la mujer. “¿Desea pasar?”, le preguntó Neville,  temiendo caer en redondo si permanecía un minuto más de pie en el exterior. “Sí, por favor“, contestó la mujer. Entraron, subieron el tramo de escaleras, recorrieron el largo pasillo hasta la puerta del apartamento. Una vez dentro, Neville condujo a la mujer hasta el estudio, la invitó a quitarse el abrigo (esta sí que llevaba) y a sentarse, y luego se sentó él. Su manera serena de ser y el interior de su hogar borraron todo rastro del nerviosismo que le producía la sola mención del nombre de la cantante de góspel. Observó atentamente a la mujer. Iba pulcramente vestida. Ropa clásica de buen corte. Nada de mal gusto. Era guapa. De estatura media, cuerpo lozano y melena larga sin teñir, recogida en una trenza. Superaba los cuarenta pero todavía le faltaba un buen trecho para llegar a los cincuenta. “Voy a preparar té y café, con un poco de bizcocho. Discúlpeme. He sido un maleducado “, le dijo Neville. “Es muy amable", le contestó la mujer, gratamente impresionada por los modales de aquel hombre mayor, blanco, todavía atractivo, que antes de acabar el año había cumplido los sesenta y siete según Adelaida Whitaker. Ésta le había indicado que ambos cumplían años en noviembre con dos días de diferencia. Lo sabía porque de pequeños iban al mismo colegio. Cuando Neville regresó al estudio con la  bandeja de siempre en la que había dispuesto de nuevo: la tetera con forma de elefante que habían comprado en la India, la pequeña cafetera de porcelana que le regalaron a Margaret sus compañeros de cocina, el azucarero y dos tazas a juego, dos cucharillas y dos servilletas de hilo, dos platos de postre con sus tenedores y el pie de tarta bajo cuya campana de cristal lucían los cortes perfectos de un bizcocho esta vez de coco y zanahoria, tuvo la sensación de estar dentro de una película que se repetía. Pero como variación a lo vivido en aquel mismo estudio cuatro días antes con otra desconocida, la del día de hoy estaba despierta, bien despierta. Le sonrío nada más verle entrar y le ayudó con la bandeja. “Qué espléndido. Apenas he tomado un café solo para desayunar. Le confieso que tengo un poco de hambre. El bizcocho tiene una pinta deliciosa. Me figuro que lo habrá preparado su mujer. Gran cocinera, tengo entendido. Este estudio es encantador. Sin duda, es un buen lugar”, le dijo a Neville mientras con el brazo abarcaba parte de la estancia señalándola. “Lo es", contestó Neville. “No se preocupe por el hambre, los bizcochos de Margaret son de lo mejor para no desfallecer a mitad de la jornada. Y, disculpe que insista, pero para no conocernos sabe  bastante de mi esposa y de mí”, le indicó  Neville. “Bueno, usted es uno de los hombres más notables del lugar, y su esposa también. Sin conocerles personalmente, la gente les conoce. Yo no soy una excepción", le explicó la mujer. “Entiendo", le dijo Neville. “¿Le he molestado?”, le preguntó la mujer. “No. Para nada. ¿En qué puedo ayudarla? Usted me dirá, me ha comentado que es la presidenta semestral de la Fundación Personas. Me va a tener que perdonar pero no conozco su labor ”, admitió  Neville. 



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lunes, 26 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 13

La mañana se había esfumado, y siendo como eran las doce y media del mediodía, se dirigió a la cocina a descubrir la maravilla con la que Margaret le daría de comer sin estar. Pensó en Margaret, en cómo disfrutaría y metería baza entre frases al contarle lo que había sucedido esa mañana en su apartamento. Porque sinceramente Neville se había quedado de una pieza con el relato. La mujer superó todas las expectativas desde el momento en que se quedó dormida hasta decirle que tenía un conocido en el registro de la propiedad. Tuvo un ataque de risa al recordarlo de nuevo, mientras destapaba la fuente que Margaret le había preparado. Empezó a salivar cuando vio que se trataba de un guiso de pavo, con patatas, beicon y champiñones con un poco de pimentón dulce. Puso a tostar pan, entretanto preparaba la mesa. Lo que más le había llamado la atención fue comprobar como la mujer no buscaba su consejo, sólo había buscado en él, un confesor. Una persona desconocida, pero que a la vez fuese digna de su confianza para colmar la necesidad que sentía de desembuchar (quizás por un cargo de conciencia que no deseaba admitir) y que en vez de amonestarla, la bendijese. Y Neville así lo había hecho. Puesto que unas horas antes había decidido no hacer nada, solamente quedarse observando. Al llevarse el guiso a la boca, saborear semejante delicia y levantar la vista al cielo, pensó que del mismo modo como él había encontrado con Margaret la horma de su zapato; salvando las distancias, Aldo la acababa de encontrar con la mecanógrafa del coro. Ni él, ni ella, dudaban a la hora de utilizar a otro en su propio beneficio. Fregando los platos se detuvo en cómo le había mentido descaradamente al felicitarla, del mismo modo como había mentido a Adelaida Whitaker cuando le dijo que no había visto a ningún crío. En las dos ocasiones, lo había hecho para que la situación no fuese a más, para cortarla de raíz. De no haber tenido tomada la decisión de antemano de no hacer nada, o de haber tenido estima por la mujer que se había atrincherado en su estudio, la hubiese advertido de que nada es gratis. De que cada decisión que tomamos está totalmente ligada a una contrapartida, de ahí la importancia de no sentirnos libres de responsabilidad. De que el peor de los negocios es el de creernos más listos que el propio destino y hacerle trampas y tomar atajos, porque al final nos aguarda la mano invisible que nos tiende siempre (cual cobrador implacable) la factura a pagar. De que lo de entender el amor como una transacción comercial es de cabezas de chorlito. Puesto que, ¿qué hay del amor? ¿Cómo se puede faltarle tanto al respeto? ¿En qué mente cabe sustituir el alma, la mirada de los ojos del amor, la risa brotando en el rostro del amado, la piel con piel, la secreta complicidad por algo material? Cuando se sentó en el escritorio a trabajar unas horas en sus memorias, aunque satisfecho por como se estaba desarrollando el feo asunto de Aldo, se encontraba francamente asqueado por la falta de sentido común, honradez, amor y fe que atisbaba cada vez que le echaba un ojo a la humanidad. No sabía que esperar de la mecanógrafa cuando la vio aporreando su puerta, pero sinceramente, esperaba un poco más de dignidad, una visión de la existencia más elevada, un poco más de no sé qué. Si había llegado a esa edad manteniéndose firme en su propósito de no casarse, ¿por qué rendirse a las puertas de abandonar este barrio? Al menos llevar el propósito hasta el final de sus días. ¿Avaricia? ¿Ambición? ¿Egoísmo? Desesperación, no era. Ignoraba la respuesta. Pero sí que sabía que le había decepcionado como un ser perteneciente a la raza humana. La vida le había enseñado que lo que no se puede perder de vista nunca son los nobles propósitos que se posee. Uno debe convertirlos en hechos, llevarlos a cabo, empeñarse en ello, dejarse la piel si es necesario para ser consecuente, para que nadie pueda decir que no hiciste, te implicaste y te comprometiste suficiente. Lo peor que le puede pasar a una persona es que cuando sus hijos sean tan adultos, es decir, superen los cincuenta, para que con facilidad puedan comparar su propia existencia con la de sus padres, piensen de éstos que en su día no pusieron toda la carne en el asador. Era cierto que la mecanógrafa del coro no tenía hijos, pero existe dentro de nosotros ese hijo oculto que es el niño que fuimos con sus anhelos, sueños e ilusiones con el que la lealtad debe ser eterna, y también existe la conciencia y el poder dormir tranquilos. Está ese hacer las cosas bien, lo correcto, aunque nadie te esté mirando. Le costó entrar en sus memorias pero entró. Pudo trabajar concentradamente sobre una hora y media hasta que Margaret llegó, y con ella el amor y todo lo que a Neville le hacía feliz. Muy feliz. Fue con el primer plato de la cena cuando Neville golpeó con el cuchillo la copa de cristal. “¿Qué pasa?”, le dijo Margaret. “Preciosa mía, estoy en disposición de asegurar que en la próxima hora te vas a entretener de lo lindo. Es más, reirás y disfrutarás cual niña en su cumpleaños. Incluso, puede que no des crédito a lo que a tus oídos llega", le indicó Neville. “¿De que estás hablando, piloto?, le preguntó una Margaret desconcertada. “Confía en mí“, le respondió él sin poder disimular la risa. “Confío, mi amor”, le respondió ella. “Atiéndeme", le ordenó Neville mientras vertía vino en las copas y le guiñaba el ojo. “Atiendo, piloto”, le dijo Margaret sin dejar de comer la rica sopa de pescado que había preparado como primero. “Regresaba de encargar el marco…”, empezó a decir Neville, y con esas cuatro palabras comenzó la función. Margaret intuyó por la sonrisa de su marido que asistiría  a una cena con espectáculo e inmediatamente se relajó. Se dejó llevar por la voz de Neville, por el brillo de su mirada, por la locuacidad de su narración, por la efusión de sus gestos, por el relato en sí. Se deleitó con su belleza serena y con su manera tan peculiar de contar las cosas al detalle. Estaba disfrutando tal como él había pronosticado. Reía por lo absurdo y de asombro. Le interrumpía más que nada para que volviese a repetir tal o cual pasaje, y perpleja volvía a desternillarse. Con cada una de sus risas Neville la amaba más y se enamoraba de nuevo. Secretamente medía la calidad de su amor por la risa que era capaz de provocar en ella. Secretamente se enfurecía sólo de pensar que ella pudiese reírse de ese modo con otro hombre. Secretamente sabía que enfermaría hasta morir si eso sucediese. Cuando sesenta minutos después Neville se puso en pie y saludó como los comediantes a su preciosa mujer, Margaret estaba realmente sorprendida. “Qué mal está la gente. Y con que facilidad desprecian el amor. Lo hacen como si no tuviese valor”, concluyó Margaret para satisfacción de Neville. “Están fatal", le respondió Neville. La miró a los ojos. Se hablaron sin hablar. Se habían reído muchísimo en esa noche y a lo largo de toda una vida juntos. Recogieron la mesa, fregaron los platos mientras se rozaban con sus cuerpos de siempre. Más viejos y cansados, puede. Pero los de siempre. En alguna parte de su mente ellos tenían (aun pasasen los años) la misma edad que cuando se conocieron. Neville le besó cada centímetro del rostro y la nuca. Margaret le besó en los labios y en el cuello que era su debilidad. Apagaron la luz de la cocina, las del apartamento. Se fueron acostar. Se buscaron y se encontraron bajo las sábanas. 



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viernes, 23 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 12

“Bien. De manera inesperada hace dos días, concretamente, en la tarde del catorce el Señor Notario me propuso matrimonio. He estado valorando la conveniencia de responderle afirmativamente en estas últimas horas y, aunque si bien, tengo la decisión tomada, deseaba hablar con usted. A mi parecer usted es el hombre más respetable y de mundo del lugar. No se lo digo para halagarle. Es lo que siempre he pensado, porque es evidente. El Señor Notario no deja de ser un provinciano por mucho notario que sea”, le dijo la mujer a Neville, y cuando éste fue hablar, ella le hizo una señal con la mano, deteniéndolo y prosiguió. “Nunca he tenido intención de casarme, porque los hombres jamás me han gustado lo suficiente para encima tener que rendirles cuentas y lavarles la ropa. Esta no es la primera vez que me lo piden. En épocas anteriores, alguna lejana ya, ha sido algo que me han propuesto en tres o cuatro ocasiones. Será que siempre he dado la impresión de mujer dócil para nada problemática y con un empleo estable, que sin ganar mucho, es dinero honrado. Sinceramente los motivos que ha llevado a unos y a otros a pedirme en matrimonio los desconozco, pero en cada una de las ocasiones mi respuesta ha sido: no. Un tajante, no. Pero la petición del notario me ha hecho dudar. Me gusta mi existencia tal cual. No me apetece para nada compartir una vivienda con otro ser. Pero es que el Señor Notario me ha ofrecido como regalo de boda una casa unifamiliar en propiedad. A mi nombre. La que yo quiera, que por dinero no es, me dijo. Ya ve usted. Siempre he vivido de alquiler. Sin embargo, en unos meses me jubilo y aunque tengo bastante ahorrado, temo no llegar. No tener suficiente. No deseo sufrir penurias cuando más vulnerable me encuentre”, le explicó la mujer a Neville, y cuando parecía que ya había terminado de hablar, tomó impulso de nuevo: “Le pregunté: ¿qué tipo de relación tendríamos? Me contestó que él sólo deseaba llegar a casa y tener una mujer con la que conversar y con la que pasear por la calle. Lo que viene a ser compañía en la vejez. En lo referente a actos impúdicos (así de ridículamente el Señor Notario se refirió al sexo) me indicó que hay profesionales que se ocupan de ello. Que no tenía de que preocuparme. O sea, Señor Neville, que se va de putas y me lo suelta en plena cara. Sin más. El caso es que  sopesando unas cosas y las otras, ayer por la tarde decidí que sí. No sé si conoce la urbanización El Robledal. Siempre me han gustado esas viviendas. Hace aproximadamente un mes, una de ellas quedó vacía por mudanza. Tiene ciento treinta metros en una sola planta. Un hermoso jardín la rodea, incluso tiene porche. Esta misma mañana, mientras yo converso con usted el Señor Notario va a formalizar el trato, a comprarla. Mañana por la mañana pondrá la escritura a mi nombre. Y el domingo siguiente al día en que yo esté del todo segura, en que sepa que no hay marcha atrás, que la casa es mía, completamente mía (tengo un conocido en el registro de la propiedad): nos casaremos en una boda íntima que se oficiará en la parroquia”, le dijo la mujer. Y calló. Al fin se quedó callada, con un rictus en su rostro alerta, con las manos sobre la falda jugueteando con la tela, que denotaban tensión como si estuviese esperando la tanda de penaltis o el veredicto de un juicio televisado. “Si esa es su voluntad, si la situación que me ha narrado la hace feliz. Yo sólo puedo desearle lo mejor, Selena. Vaya por delante mi más sincera felicitación,  aunque no nos conozcamos de nada", le dijo Neville. Al oír aquellas palabras, la mujer sonrió ampliamente, se levantó del sillón visiblemente satisfecha, le tendió la mano a Neville y se despidió de él: “Le estoy muy agradecida por haberme hecho el favor de escucharme tan atentamente. Ahora si me disculpa tengo una boda que preparar. A mi edad no necesito mucha parafernalia, pero una boda es una boda". “Ha sido muy interesante. Y tiene usted razón: una boda es una boda. No se casa uno todos los días “, le contestó  Neville mientras acompañaba a la mujer hasta la verja que separaba el jardincito delantero de la acera. Una vez allí, volvieron a estrecharse la mano y los dos se perdieron mutuamente de vista, al atender al camión de bomberos que acababa de pasar a una velocidad prohibitiva. Al cerrar la puerta tras de sí y entrar de nuevo en el estudio, Neville, miró el reloj y vio que era tardísimo. 



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miércoles, 21 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 11

EL JUEVES, DIECISÉIS DE FEBRERO, resultó ser una jornada entretenida desde primera hora, que puso a prueba la templanza de Neville. Sobre las diez de la mañana, cuando regresaba a casa de escoger y encargar un marco ligero y moderno para el lienzo que Margaret le había regalado dos días antes, se encontró llamando a la puerta de su domicilio a la mecanógrafa del coro. Neville reconoció su silueta al entrar en su jardincito delantero y verla aporreando su puerta, en lo alto de los tres escalones que elevaban la construcción. “Buenos días. ¿Puedo ayudarla en algo?”, le preguntó sin estar sorprendido, pensando que lo que fuese aquello, había comenzado a rodar. “¡Oh, oh, oh! No le había visto. Perdone el descaro, pero deseaba tanto hablar con usted”, le respondió ella, volteándose hacia él. Neville constató que era bastante mayor que Aldo o al menos lo aparentaba; ya fuera por el corte de pelo a lo paje de muy mal gusto que la afeaba o por el traje de franela que vestía que aunque bien cortado, era más antiguo que las ruedas de los carros y que llevaba puesto extrañamente sin abrigo. “Usted me dirá. ¿Desea pasar? No son días para permanecer mucho rato en la calle, ¿no cree?”, apuntó  Neville mientras abría la puerta y empujaba con suavidad a la mujer hacia el interior. “Es muy amable. Si no es mucha molestia. Lo preferiría”, le respondió la mecanógrafa. Vio como ella no le quitaba ojo a la disposición del edificio. Subieron un tramo de escaleras y recorrieron el larguísimo pasillo (por el que sus hijos de pequeños jugaban a las carreras emulando a su padre) cuya pared escondía tras de sí uno de los apartamentos arquitectónicamente más  vanguardistas del lugar, hasta llegar a la puerta principal que estaba al fondo y que daba al distribuidor de la casa y al estudio de Neville. Un calorcito reconfortante les abrazó al entrar y el olor de uno de los riquísimos  bizcochos de almendra y manzana de Margaret les abrió el apetito. “¡Qué a gustito!”, exclamó la mujer sin poderlo evitar . “Siéntese. Voy en un santiamén a preparar té y café con un poco de bizcocho. ¿Le apetece?”, le dijo Neville sin esperar su respuesta, pensando en cómo no le iba a apetecer si tenía que estar muerta de frío. No sabía qué pensar sobre alguien que en febrero no lleva al menos un plumas finito. A ver si va a resultar que tampoco está en sus cabales, pensó mientras llenaba de agua el hervidor. Cuando regresó al estudio con una bandeja en que llevaba la tetera con forma de elefante que habían comprado en la India, una pequeña cafetera de porcelana que le regalaron a Margaret sus compañeros de cocina, un azucarero y dos tazas a juego, dos cucharillas y dos servilletas de hilo, dos platos de postre con sus tenedores y un pie de tarta bajo cuya campana de cristal estaban los cortes del bizcocho, se encontró con la mecanógrafa durmiendo profundamente en el sillón en el que había tomado asiento. Pensó en no despertarla. Y lo hizo. No la despertó. Cuando tres cuartos  de hora después volvió en sí, Neville, le dijo: “Discúlpeme, pero no recuerdo su nombre”. “Selena. Selena. Mi nombre es Selena. ¡Santo Dios! Me he quedado dormida. Qué vergüenza. No es excusa,  pero es que llevo varias noches durmiendo francamente mal”, le explicó a Neville con las mejillas rojas  como un tomate. “No pasa nada. ¿Prefiere té o café, Selena? Lo que sea se lo preparo de nuevo. Me temo que éstos ya se han enfriado ”, le comentó Neville, levantándose de su butaca. “Café con un poquito de leche, si no es mucha molestia”, le pidió la mujer. Al regresar de nuevo, por fortuna, se la encontró despierta. Le tendió la taza de café con un poquito de leche y le sirvió el bizcocho en un plato de postre. Ella se tomó su tiempo, degustó el café y paladeó el sabroso bizcocho. Neville no dio en ningún momento muestras de impaciencia. Mientras la observaba tuvo la descacharrante idea de que estaba asistiendo a una obra de teatro sentado en el escenario, ni en el palco ni en la platea, en el mismísimo escenario junto a los actores que la representaban. Al acabar, se limpió con la servilleta, la dobló, la dejó con cuidado debajo del plato de postre en el que no había dejado ni una miguita, carraspeó, levantó los ojos y los clavó en los de Neville. Su forma de mirar le asustó un poco. No se la esperaba. De hecho, había imaginado entretanto daba cuenta del bizcocho, que tendría una mirada dulce, incluso tierna, y lo que en verdad encontró le hizo sentir un escalofrío. Igual es una vieja bruja. Un arpía, pensó. “Usted me dirá”, le indicó, invitándola educadamente a hablar de una vez por todas. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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lunes, 19 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 10

A LA MAÑANA SIGUIENTE  con la resaca del amor pegada en la piel  despertaron más tarde de lo previsto. Margaret tuvo que correr para no llegar tarde al trabajo mientras Neville como oso perezoso remoloneaba entre las sábanas. Antes de abrir los ojos rememoró una de sus viejas carreras. Palmo a palmo revisitó todo el circuito de Le Mans. La conciencia de los límites había sido siempre su estrategia cuando se subía a un automóvil. De los límites tanto suyos, como de la máquina que pilotaba. Esa era la única vía para realizar una vuelta perfecta. Aprendió que aplicar eso mismo a la vida en general, al día a día, resultaba ser un buen plan. Te llevaba por lo general a ser un buen hombre. Quien conoce los límites no suele extralimitarse, porque en la mayoría de los casos posee unos principios que le impiden hacerlo. Pensó en Aldo mientras se daba una ducha rápida y se vestía. Interrumpió el curso de sus pensamientos durante el  desayuno con Margaret. Y tras ayudarla a ponerse el abrigo, besarla, cerrar la puerta de la calle, y quedarse solo en casa, se dio permiso para reanudar de nuevo sus cavilaciones. No se engañaba acerca de lo que pensaba sobre Aldo. Su reputación no coincidía básicamente con lo que Neville conocía de él. En algunas ocasiones la visión que el conjunto de unos individuos tiene sobre uno está muy lejos de la verdad. En el caso de Aldo probablemente ocurría eso. Lo de ser notario iba parejo a un aura de respetabilidad que Aldo en realidad no poseía. Neville conocía no de primera mano, pero sí por fuentes fiables de las que difícilmente podía dudar, que la mayor parte del patrimonio que poseía Aldo no lo había obtenido lícitamente de su labor como notario, ni su viudez había sido tan triste como pretendía hacer creer. Por ello, cada vez que llamaba al timbre de su casa con el cuento de sentirse observado por miles de ojos, Neville sabía que lo que escondía era el miedo a ser descubierto. Estaba convencido de que la idea de casarse de nuevo estaba ligada a acrecentar su respetabilidad. Lo de la chica de veintiocho años de la noche anterior o había sido un desliz o tenía una explicación que él desconocía a esa hora de la mañana del quince de febrero. Cada una de las veces en que a Neville le habían hablado sobre las andanzas secretas de Aldo, se recordaba a sí mismo que en verdad no eran amigos. No les unía la amistad que surge de las afinidades, de entender la vida de la misma manera, de compartir una forma de estar en el mundo, de la libre elección. Ellos sólo se conocían desde niños. Por esa razón podía ver en él, con mayor facilidad, lo que ocultaba al resto. También porque al contrario de Aldo, Neville era un tipo sereno que le gustaba observar más que hablar. Prefería ser dueño de su silencio a esclavo de sus palabras. Y Aldo era bastante bocazas con tal de presumir. Procedían del mismo entorno, de una infancia compartida en la calle Desesperanza. No eran pobres. Sin embargo, habían aprendido desde temprana edad, que debían estar agradecidos por tener un plato en la mesa en cada comida. La casa de uno estaba a sólo dos casas de la del otro. Si la madre de Neville tenía en los bajos de su casa una tienda de miel y mermeladas; los padres de Aldo, en la parte de atrás de la suya, arreglaban zapatos como anteriormente lo habían hecho sus abuelos. Neville sin esforzarse mucho, sentado esa mañana en su butaca de lectura, podía recordar el momento exacto en el que comprendió que su vecino Aldo usaría todas las martingalas necesarias para medrar en la vida. Supo que ascendería sin importarle el cómo, porque se percató muy pronto de que Aldo carecía de principios. Si podía sacar provecho de una situación no dudaba en utilizar o traicionar a quien fuese, también al propio Neville. A esa altura de la vida sabía que Aldo era lo contrario a él. No tenía conciencia de los límites. No tenía principios. No era un buen hombre, ni le importaba serlo, sólo aparentarlo. Realizar dos propuestas de matrimonio a la vez a dos mujeres distintas era una falta de respeto, era burlarse de ellas y de su dignidad, era extralimitarse, era algo que sólo podía llevar a cabo una persona como Aldo. En el instante en que (sin reservas ni cautela alguna) les explicó sus intenciones, Neville no sólo sintió sorpresa, también un profundo asco. Por eso, le costaba no entrometerse. Había incluso pensado en advertirlas. En llamarles la atención sobre el egoísmo y la maldad de Aldo. Pero no fue hasta esa mañana cuando realmente supo qué hacer. No haría nada. Al revés de lo que creía él no tendría que hacer nada. Sentado en el estudio de su hogar en esa mañana posterior a la celebración de San Valentín, veía lo que no había visto en los días anteriores.  Vio lo que acabaría sucediendo. La certeza era absoluta. No le resultó extraño verlo con tantísima claridad. Lo que había presenciado en la noche anterior en la calle de los restaurantes le llevó a saberlo. Era cuestión de horas: las dos le dirían que sí. Aceptarían su propuesta. Ellas mismas colocarían al notario en una situación de la que sólo podía salir mal parado. A Aldo le estallaría en la cara. Neville estaba convencido de ello. No sabía si por imprudente, por un exceso de confianza o de ego, o porque había perdido en cierto modo el juicio, o puesto que sencillamente se lo merecía.  Pero lo cierto es que le estallaría. Y él estaría allí en silencio observando. 



LOS INQUIETOS 

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viernes, 16 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 9

ENGALANADOS  como en la última Nochevieja, sobre las ocho y cuarto de la tarde del catorce de febrero, Margaret y Neville dejaron atrás su hogar. Cogidos de la mano, caminaron hasta la calle de los restaurantes donde se encontraba el mejor restaurant del lugar, al que ellos se dirigían. Neville se sentía enorme, puesto que había acertado de lleno al regalarle la lámpara. A Margaret en verdad le había gustado. Enseguida encontró el sitio ideal para colocarla: el alféizar interior de la ventana de la cocina, al lado de la mesa, donde juntos desayunaban y cenaban. Estaría a la vista de los dos. Entre ambos. Iluminando sus conversaciones. Para Neville que Margaret decidiese situar la lámpara en la cocina, que era la estancia predilecta de ella, fue motivo de orgullo. Conocía a su mujer. Sabía qué regalarle. Sabía cómo hacerla feliz. Para mayor gozo y sorpresa, ella le había regalado el lienzo de un artista local que dos semanas atrás subastaron en línea y por el que él había pujado. La puja de Neville había sido irrisoria en comparación a la que finalmente se adjudicó el cuadro. Ese día ignoraba que quien había pujado con una cantidad que él entendió como desorbitada era Margaret. Cambió totalmente de opinión al tener el lienzo en sus manos y saber que era suyo. Valoró muchísimo la determinación de Margaret por hacerse con la pintura para que sólo él la tuviese. Comprendió que ni siquiera el paso del tiempo desalentaba a su mujer cuando se proponía bajar la luna para él. Pensarlo le colmó de una alegría sin igual. Además ese mismo día en su buzón postal había encontrado el ejemplar de la revista ‘7.000 RPM’. El año de suscripción había comenzado a correr. Se sintió bien, muy bien, durante toda la jornada; y en esa hora, andando por la calle con su esposa se sentía incluso mejor. En el momento en que accedieron a la calle de los restaurantes hasta un alienígena hubiese averiguado que esa tarde noche era de celebración. El movimiento, las luces, los andares cómplices, agarrados y confiados de los viandantes daban a entender que la velada era asunto de dos. Tal vez, ellos, por ese motivo, por estar el romance en el aire anduvieron alegremente, sin evitar sentirse festivos en exceso. De refilón, por el rabillo del ojo, unas veces él; otras, ella: observaban el interior de los otros restaurantes al pasar por delante. El suyo estaba al fondo de la calle. Se sentían a gusto. Despreocupados. Delante del ventanal del restaurant  ‘Manzanitas y canciones' , Neville, frenó en seco y atrajo a su mujer hacia él como un yoyó. “¿Qué te pasa?”, le preguntó Margaret. Neville no le contestó, hizo muecas con tal de llamarle la atención. Pero al ver que ella no le entendía, le susurró: “Mira dentro. En la segunda mesa de la izquierda. Miraaaa” Margaret, por fin, miró y vio. Sacudió a su marido para que se apartasen del ventanal antes de ser vistos, husmeando. Salieron pitando como chiquillos. “Vaya, vaya”, dijo Margaret. En ‘Manzanitas y canciones' disfrutaba de una velada romántica, Aldo con la mecanógrafa del coro. “Vaya, vaya”, repitió Neville. “Podría haberse lucido más, escogiendo otro restaurant. Siempre ha sido bastante tacaño”, acabó por decir. “No seas malo”, le indicó Margaret. “No soy malo. Y te prometo que hago de tripas corazón para no entrometerme. Pero, es cruel  no comentar una situación así. Es, incluso, antinatural”, dictaminó Neville, al valorar la postura a adoptar ante lo que habían visto. Margaret rio con ganas. “¿Crees que están celebrando el sí de ella a la propuesta?”, le preguntó a Margaret. “Ni idea”, le respondió. “Creo que en la cena se lo propondrá. Ella se sonrojará porque se sentirá ridícula, azorada y halagada a la vez. Y, después, se levantará, se acercará a él y le dará el bofetón que se merece”, comentó Neville relatando la escena que acababa de imaginar. “No le dará ningún bofetón. Le dirá que se lo tiene que pensar, que una decisión así no se puede tomar al tuntún. Él lo comprenderá y se sentirá enternecido y maravillosamente bien. Se marcharán del restaurant cogidos del brazo. Secretamente felices por la oportunidad que les da la vida a esa edad”, le dijo Margaret. “Ah, ¿sí?”, exclamó Neville, complacido de que su mujer entrase en el juego de imaginar. ”Sí, piloto“, le contestó  ella. “Nos vamos a divertir, tú y yo”, Neville le dijo al oído a Margaret mientras tiraba de sus braguitas y la acariciaba allí donde sólo él podía llegar, aprovechando que estaban en su restaurant quitándose los abrigos en el guardarropa repleto de prendas pero sin nadie ojo avizor. Dos horas después, cuando abandonaron el local abrazados, rebosantes de ternura, a puntito de abandonarse a la pasión, ansiosos por llegar a una casa vacía totalmente suya, fue Margaret la que frenó en seco, clavándole a Neville  el codo en el costado. “¡Mira!”, le indicó señalando la acera de enfrente sin poder ocultar ni el asombro ni la risa. Neville abrió los ojos a más no poder: del restaurant ‘A tus pies' salía Aldo muy agarrado a una mujer de no más de veintiocho años. Mucho más joven, alta e impresionante que Aldo. “¡Ver para creer!”, dijo Neville, sin dejar de parpadear. “¿Quién es? ¿La otra? ¿La del instituto? ¿En serio? ¡Pero si tiene doscientos años menos que él! ¿Tú la conoces?”, le preguntó a Margaret. “No. No la conozco. Pero si lo es, no imaginé  que fuese tan joven”, le respondió. “Yo tampoco. ¡Espera! ¿No será que ante la negativa de sus pretendidas o a que la espera se le está haciendo demasiado larga habrá comprado la compañía de una chica?”, le sugirió a su esposa. “¿A qué te refieres, Neville? ¿Crees que tu viejo amigo está paseándose por la calle, en este preciso momento, abrazado a una prostituta cuando hace sólo unas horas estaba cenando con otra mujer a la vista de todos ? ¿Tu amigo, el que pierde los papeles por sentirse constantemente observado como un pez en una pecera, el respetabilísimo notario, al que no se le ha conocido relación alguna desde que enviudó hace treinta años?”, le preguntó Margaret a su esposo, muy seriamente, mirándolo a los ojos. “Exactamente “, le contestó él. “¡Ay, Neville, es todo tan posible!”, le dijo ella. Muertos de la risa, se abalanzaron el uno sobre el otro, y así siguieron, ebrios de felicidad hasta llegar a casa y durante buena parte de la madrugada.



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miércoles, 14 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 8

Un sol dorado y brillante como moneda de oro recién acuñada, le dio la bienvenida; y aunque, le hizo entrecerrar los ojos, le calentó el espíritu y modificó su andar perezoso de ese día por un caminar más ágil. Pensó en ir a la búsqueda de Aldo para en última instancia hacerle entrar en razón, pero al plantearse la situación oyó en su interior la voz de Margaret instándole a no entrometerse. Decidió no hacerlo al menos en esa mañana. Aplazó la intromisión. Pondría toda su voluntad en alejarse del tema. Sin embargo, se conocía. Sabía que le costaría horrores no meterse en el asunto. Pensando en esto y en aquello, un niño arremetió contra él. Más bien, quedó encajado en su cuerpo como un balón en un tejado. Neville aguantó sin caerse. Satisfecho por no haber perdido el equilibrio y enfadado por los modales del niño, lo tomó de la capucha del abrigo, tiró de él, y le preguntó: “¿Adónde crees que vas corriendo de ese modo sin ni siquiera mirar al frente?” El niño lo miró de hito a hito, le sacó la lengua y salió de su campo de visión, más rápidamente de lo que él solía salir de boxes en las carreras. “¡Será posible!”, gritó. Cuarenta o cincuenta segundos después, sin verla venir, cogiéndolo totalmente desprevenido, Adelaida  Whitaker, se plantó frente a él y a pocos centímetros de su rostro, le preguntó: “¿Neville, ha visto a Niño Blas? Creo que ha vuelto a tomarme el pelo. No sé muy bien cómo. El caso es que lo he perdido de vista. Ha salido disparado hacia alguna parte. ¿Lo ha visto?” ”No. No. No. ¡Caramba, no!”, le respondió como pudo Neville. Maldiciendo a la nieve por no seguir cayendo hasta sepultarlos a todos. Sesenta o setenta segundos después volvió en sí. Adelaida Whitaker ya no estaba delante de él, ni a su lado. Sintió que se le acababa de parar el corazón. Casi que gritó que le trajesen un desfibrilador. Él mismo se lo aplicaría en su propio pecho. Se puso la mano sobre el corazón. Lo golpeó.  Oyó con la punta de los dedos como le respondía tímidamente. Respiró. Buscó con la mirada un banco donde sentarse. Vio una cafetería. A paso lento fue hacia ella. Entró y se sentó en una de las mesas. Agradeció que estuviese bastante concurrida. Deseaba sentirse anónimo. Que nadie reparase en él. Quiso ser camaleón para camuflarse; y por una fracción de segundo, borracho para beber y olvidar. Pidió un vaso de agua, un café y una porción doble de la tarta de arándanos y queso que había visto al entrar. “Nunca la he tenido tan cerca. Con su bello rostro tan pegado al mío”, se dijo a sí mismo. Acarició de nuevo su corazón. Siempre había tenido claro que quería morir de un infarto, acostado en la cama del dormitorio que compartía con su esposa, una tarde de agosto (mientras la ventana permanecía abierta) durante una tormenta que azotaba fuertemente el exterior. Furia y pasión. Silencio y paz. “Cada vez hay más posibilidades. Cada vez está más cerca", le dijo a su viejo y valiente corazón. Al rato de sentirse recuperado regresó a casa sin notar apenas que caminaba. Flotaba. Medio enamorado y tonto de remate, pensó. “Es bochornoso, Neville. A tu edad", se dijo. Tuvo ganas de abofetearse. Al entrar en su domicilio se miró en el espejo. Al encontrarse con sus propios ojos, se preguntó: si ella, si a Adelaida Whitaker, le resultaba atractivo. Al oír lo que acababa de pensar, se dio un sonoro bofetón. Se marcó los dedos en la cara y se prometió no salir más a la calle en lo que quedaba de mes. Entonces recordó que en tres días sería San Valentín, y como cada año, invitaba a Margaret a cenar. Se dio otro bofetón, esa vez, por imbécil. En unas horas regresaría del trabajo y él se moriría de ganas de entrar en ella como cada tarde. Su fortuna era que podía hacerlo. Desde que se conocieron ella había puesto su cuerpo y toda su esencia a su disposición. Se abría a él; y él, hacía con ella lo que le venía en gana. “La fortuna es que puedes hacerlo. Realmente, eres imbécil Neville”, le dijo al tipo del espejo. Se excitó sólo de pensar todo lo que durante una existencia en común habían hecho juntos.



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lunes, 12 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 7

LA NOCHE CAYÓ PROVISTA de una buena reserva de nieve. Su hijo les anunció que a la mañana siguiente se iría de excursión dos o tres días, a no ser que nevase muchísimo durante la madrugada y quedasen incomunicados. Neville (en un principio) no supo si rezar para quedarse incomunicado o para todo lo contrario. Al final rezó para que nevase a más no poder. Su casa era el refugio. Amaba a su mujer, y su hijo mediano siempre era la más entretenida de las compañías. En cambio, afuera, habitaban los locos y los lee pensamientos. Quedarse aislado el seis de febrero le pareció un inmejorable plan. Dios atendió a sus plegarias. Cuando descorrió las cortinas el miércoles siete de febrero sólo vio nieve, nieve y más nieve. No había signos de vida pululando más allá del cristal. Aplaudió y dio uno de sus típicos saltitos. Estaba radiante cuando entró en la cocina a desayunar. Margaret canturreaba y se deslizaba por la cocina como la bailarina por el teatro en mitad de la función del ‘Cascanueces’ la víspera de Nochebuena. Estaba en su escenario. Cómoda y segura de sí misma. La rodeó por la espalda, la pegó a sí, la abrazó ardorosamente y le besó la nuca. Los dos oyeron como su hijo estaba a punto de entrar en segundos. Se despegaron con delicadeza y sirvieron un copioso desayuno del que disfrutaron animadamente. Ninguno estaba molesto por tener que quedarse forzosamente en casa. Resignados o conformes la sociedad tras la pandemia del año dos mil veinte era así. Lo de permanecer entre cuatro paredes no se hacía raro. Real e injustamente era algo que ya no sólo se debía a la dureza de los inviernos. En menor o mayor medida, más  o menos a disgusto, ¿quién no estaba hecho a la costumbre de ver recortadas sus libertades? Además como la despensa de su hogar era el mercado de abastos de una excelente cocinera (de la que surtían materias primas de todo tipo y enlatados gourmet) y la cocinera estaba desayunando frente a ellos sabían que no pasarían hambre. Padre e hijo conocían de sobra que los siguientes días no serían en absoluto una tortura, sino al revés, en cada comida y en cada cena se chuparían los dedos. De manera que a lo largo de cuatro días, mientras Margaret cocinaba e ideaba recetas nuevas; ellos dos, ordenaron el sótano e hicieron reparaciones varias. Tareas a las que dedicaban sus esfuerzos siempre que se quedaban incomunicados. Tocaba a quien tocaba. En una suerte de lotería en aquella casa: quien quedaba atrapado tenía que arremangarse. Disfrutaron como niños del encierro forzado. A los tres les fue bien la desconexión. El hijo pudo dormir a pierna suelta sin atender al despertador, que buena falta le hacía. La madre cocinó y cocinó, a ritmo lento, que era como en verdad le gustaba cocinar. Y el padre recobró el equilibrio al no ser asaltado inesperadamente por voluntades y caprichos externos a él. Cada uno por razones diversas agradeció el parón. POR ELLO, cuando el once de febrero a primera hora descubrieron que no nevaba en abundancia, que las calles estaban transitables y que la rutina se imponía, sintieron ser objeto de burla de un aguafiestas. Después de desayunar con menos alegría que en las mañanas anteriores: el hijo, se despidió de los padres, y puso rumbo a su residencia habitual a unos cientos de kilómetros al norte; Margaret, besó en la boca a su marido, y caminó con brío hacia el trabajo, notando en cada músculo el anticipo de la adrenalina que empapa las cocinas profesionales; y Neville, con el sabor de su mujer en los labios, se quedó desganado mirando a través del ventanal. Tuvo que obligarse a salir de casa, a no prolongar más el aislamiento, a volver a caminar evitando los resbalones. 




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