«Porque la naturaleza será mi anclaje.
Y
nadie me hará daño.»
—Robert W. Service—
Con tres días seguidos alojados en el
Bombay Peggy’s advertimos como nuestras existencia necesitaba ya de la calma de
un lugar sosegado a poder ser con cortinas opacas en las ventanas y sin ajetreo
cuando anochece sin anochecer y la noche cae sin caer. Pensamos que la mejor
opción era la pensión que acababan de abrir nuestros amigos Ben y Susan situada
en la confluencia del río Yukon y Klondike y que resultaba ser un lugar
formidable para tal fin. Alquilamos una de las habitaciones de su Bed and Breakfast, porque era lo idóneo
para nosotros y también lo correcto, justo y respetuoso hacia ellos. Ben y
Susan, nuestros amigos queridos de Yukon, estaban de estreno después de tres
años de obras. Acababan de inaugurar un Bed
and Breakfast en Dawson City después de haber reformado una vieja casa en
la que como en todos los edificios del lugar el permafrost había causado
estragos en la construcción. De modo que desde hacía unas semanas su domicilio
familiar era también una pequeña pensión de tres dormitorios con una salita de
estar en cada uno en la que servían los desayunos. En esa primavera, Ben y
Susan, habían mudado dejando atrás una clase de vida por otra, convirtiéndose
en hospederos, en la misma época en que los osos polares mudan su pelaje,
reemplazando su abrigo blanco de invierno por el abrigo negro de verano
mientras se dirigen desde el Ártico a las Montañas Rocosas de Canadá para
pasar el verano en sus valles. Alberto y yo nos preguntamos: ¿si es inevitable
la muda en cada uno de nosotros? ¿Si mudar es lo mejor que nos puede pasar? ¿Si
todos en mayor o menor medida dejamos atrás algo cada vez que llega a nuestra
vida una primavera? ¿Y si acaso hay algo sí somos capaces de identificarlo,
ponerle nombre y nombrarlo en voz alta? ¿O si por el contrario, aunque llegue la primavera, no hay nada en
nuestra existencia de lo que nos sea menester desprendernos para llegar al verano? Intentamos responder a esas cuestiones que habían surgido al
cruzar la puerta de la nueva pensión y también hablamos, obviamente, de la muda
de nuestros anfitriones, mientras nos instalábamos en la habitación Azafrán, la
única para dos personas. Una estancia de tan bonita, sorprendente e inesperada
por esos pagos. Era evidente que Ben y Susan habían hecho un enorme trabajo
y también un gran esfuerzo en la reconversión del lugar. Recordamos cómo era el
lugar antes de pasar ellos por allí y no podíamos no pensar que Ben y Susan
a nuestros ojos tenían las hechuras de los héroes de la frontera. De hecho,
eran héroes de la frontera. Habían dejado una vida moderna y convencional en
Vancouver y se habían convertido de la noche a la mañana en unos aventureros,
emulando consciente o inconscientemente a los antiguos pioneros. No
les había llevado hasta Dawson City la fiebre del oro pero sí muy probablemente su
fervor por Robert W. Service, el poeta, como quizás a nosotros nos había
llevado hasta allí la naturaleza en su estado más libre y salvaje. Tras
habernos instalado y frente a unas tazas de café tostado en el propio Yukon y
unos panecillos de agujero de bala recién hechos, en la cocina del
Bed and Breakfast, Ben y Susan dejaron de ser hospederos para ser simplemente
Ben y Susan. Nuestros amigos. Los antiguos Ben y Susan. Nos reconfortó comprobar cómo sin esforzarse mucho podían volver a ser los mismos durante al
menos una hora y alejar de su presente los quebraderos de cabeza propios de
tener que sacar a flote, sí o sí, un negocio. Aun así observamos cómo se les tensaba el rostro cuando a sus oídos les llegaban los pasos de los otros huéspedes. Un huésped satisfecho es siempre dos huéspedes futuros. Creo que para ellos el único comentario relevante de la jornada o tal vez de todos los meses que habían quedado atrás
fue el que hizo Alberto cuando les dijo abarcando con su mano toda la estancia y por ende
toda la casa: «Esta es una de esas maravillas por las que vivir vale la pena.
Buen trabajo». Al oír la opinión de mi marido, respiraron aliviados, fortalecidos, se miraron a los ojos y sonrieron, y no sonrieron ni de
compromiso ni falsamente, lo hicieron de corazón. El trabajo había sido duro y más teniendo en cuenta que la obra la habían acometido ellos mismos, a mano, un día tras otro. Todo el proyecto resultaba brutal y en los ojos del otro era donde encontraban
siempre el asidero y la paz. La opinión de Alberto, su parecer tenía el valor
para Ben y Susan de la honestidad. Esa es la garantía de tratar y vivir con
él. Brindamos con un licor que Ben sacó
de uno de los armarios, del que nos confesó que más valía no saber de qué estaba
hecho. Brindamos por todo lo vivido, tanto lo bueno como lo malo, por las mudas y por lo que llega a nuestra
vida gracias a ellas. Después nos dispusimos a preparar una barbacoa al estilo
de Yukon, al estilo de los héroes de la frontera, para celebrar la amistad, el
amor, la vida. Y, volvimos a brindar, por aquella tierra, por la vida libre y
en plena naturaleza. «¡Para hacer de mi cuerpo un templo puro. En donde habito
sereno. Para cuidar de las cosas que deben soportar lo sencillo, dulce y
limpio. Para expulsar la envidia y el odio y la rabia. Para respirar sin
alarma. Porque la naturaleza será mi anclaje. Y nadie me hará daño!», clamó a
la noche sin luna, al sol de la noche, Susan.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz