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jueves, 30 de agosto de 2018

DISPARARLE A LA SOLEDAD



«Vivimos igual que soñamos, solos.»
―Joseph Conrad―



Si en algo están de acuerdo los componentes de las sociedades actuales es en espantar a la soledad y patear el «vivimos igual que soñamos, solos» de Joseph Conrad. Para ello sus miembros actúan de manera homogénea, siguiendo unos parámetros que los hermanan más que cualquier otra condición o factor. Y todo vale para alejarla, puesto que se le tiene verdadero pavor. Hoy en día todo gira, gravita y se posiciona, todo consiste, en no sabernos solos, en dispararle a la soledad. Nos hemos convertido en tejedores de redes en la red, en cosedores de relaciones con hilo de pescar, en miembros activos de un colectivo o dos o varios, pudiendo ser a la vez: veganos, yoguis, naturalistas, lectores, futboleros, con tal de tener la sensación de pertenecer y formar parte de algo que va más allá de nosotros mismos. Incluso el libro que antes su tenencia era de ámbito privado y su lectura era asunto personal, se ha convertido en un vehículo para afianzar nuestra adhesión a un grupo, y raro es encontrar un lector que no comparta sus lecturas.
La realidad es que no sabemos estar solos, pero la razón dista mucho de ser una patología propia del tiempo que vivimos sino más bien es algo inherente a ese tiempo, es el efecto secundario, la consecuencia de la presión y la ansiedad a la que la propia sociedad nos ha sentenciado. La existencia en una sociedad del siglo XXI nos está demandado tantísimo que estar solos y soportarlo se asemeja cada día más a una misión imposible o a un acto suicida. Con lo cual los individuos de la sociedad actual han hecho suyo eso de que las penas compartidas son menos penas, y las alegrías son dobles si se comparten, y el deseo de estar presentes en la vida de los otros y el deseo de que los otros estén presentes en las nuestras, es lo cotidiano. Esa voluntad de estar y de que estén ha hecho que todos pertenezcamos a una gran familia más estable que las tradicionales, porque en estas familias actuales sus miembros saben que se necesitan de una forma muy definida, se necesitan desde la soledad, todos y por igual, lo que es suficiente garantía para seguir en el tiempo más estables que menos.
Es la propia existencia, el hecho de existir, quien demuestra que las relaciones construidas desde la soledad son más duraderas que las que nacen desde otros lugares de nuestro sentir. Es más, la soledad es un buen motivo para que el afecto, el cariño y el amor se den. Y también es la propia existencia quien nos ha mostrado que es más fácil romper una relación estrictamente afectiva por una traición, un engaño, un desplante que romper una relación afianzada desde la soledad, porque sin las formas de amor se puede vivir, en cambio en soledad, no. Comprendemos a poco que observemos nuestro entorno como hoy en día hay más relaciones que nacen para ahuyentar la soledad que las que nacen por afecto, cariño u amor. Estoy refiriéndome tanto a las amistosas como a las sentimentales. Pero son las que surgen de la soledad las que acaban manteniéndose en el tiempo. Y eso es así, eso sucede de ese modo, porque aun habiendo aprendido a nadar como pez en el agua por las redes, por las colectividades, por los grupos sociales, aun siendo expertos estrategas en el arte de pertenecer a esferas dispares de la sociedad a la que pertenecemos hasta camuflarnos y dispararle a la soledad como francotiradores diestros, duchos y veteranos, nada deseamos más que nos rescaten de entre la muchedumbre mediante algún ritual impermeable a la soledad. Por eso, en este mundo que nos ha tocado vivir necesitamos más que en ningún otro tiempo que nos amen, y a ser posible de una manera verdadera y auténtica, porque al fin y al cabo, qué es el amor verdadero y auténtico, sino que alguien nos viva como únicos. Pues sólo así dejamos de confundirnos con las masas, para fundirnos con otro, como individuos, solo así dejamos de existir en los grises para vivir en el color. De modo que, aunque resulte contradictorio o pura paradoja, cuando disparamos a la soledad estamos gritando: amor. Cuando disparamos a la soledad lo que en verdad demandamos en volver a ella, pero con otro ser de la mano. 


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

lunes, 27 de agosto de 2018

Naturaleza sin pausa


La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 



Una foto para el último lunes del mes. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil

domingo, 26 de agosto de 2018

DESPEREZÁNDONOS A LA VIDA



«Tenemos que obligar a la realidad a que responda a 
nuestros sueños, hay que seguir soñando hasta 
abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y 
lo tangible, hasta realizarnos y descubrirnos 
que el paraíso estaba ahí, a la vuelta de todas las esquinas.» 
―Julio Cortázar―


Si siempre alcanzásemos lo justo, lo deseado, nunca llegaríamos a ser hombres y mujeres magníficos, ni tampoco en apariencia completos y en sentimiento, plenos. Si siempre alcanzásemos lo justo, lo deseado, no tendríamos ni idea de a qué se parece la plenitud y sobre todo el esfuerzo y el color y el valor de nuestros sueños, de nuestros deseos y también de nuestros caprichos. Si siempre alcanzásemos lo justo, lo deseado, no nos sería posible: mejorar, ensanchar nuestros propios límites, retarnos, crecer y convertirnos en otra persona cada día. Si siempre alcanzásemos lo justo, lo deseado, al primer intento o con una pasmosa facilidad, en vez de después de mucho trabajo y empeño o nunca, seriamos seres planos. Totalmente planos, sin ningún interés, involucionados. Al no ser así, al tener que enfrentarnos al hecho de que hay que poner de nuestra parte para alcanzar lo justo y lo deseado, nos vemos sin remedio obligados de alguna manera cada día de nuestra vida a buscar el sol, a demostrar constantemente nuestra disposición, voluntad, ingenio, resiliencia y resistencia. El anhelo de acariciar lo justo y lo deseado nos obliga a seguir creciendo incluso peinando canas. La indolencia de lo justo nos aboca a desperezarnos a la vida, abriéndonos como una flor a los sentidos y a los sentimientos para ver qué es lo posible y lo imposible. Por ello, es necesario ver en cada cambio por muy nimio que este sea, en cada variación, en cada improvisación, en cada modificación, en cada recodo del camino, en cada cerrar de ojos para abrirlos después de haber tomado aire para respirar de nuevo, una oportunidad y no un desastre, porque vivir siempre es increíble y es sin duda maravillosamente increíble por lo imperfecto de nuestro existir. Y, ante lo imperfecto, ante esa maleabilidad de la vida, ante esa tendencia por llevarnos la contraria y provocar en nosotros pequeñas hecatombes, es natural que nuestros logros nos llenan de dicha y nuestros “fracasos”, ―nefasto considerarlos como tales, en vez de lo que son: una forma sorprendente e inesperada de obtener habilidades―, nos impelen a levantarnos con todas las fuerzas y a continuar. Las variaciones, los cambios, son el vehículo para que ese desperezarnos a la vida sea posible y son el modo en que las experiencias pasan a formar parte del haber del que extraemos la sabiduría que nos convierte en quienes realmente somos. Si siempre alcanzásemos lo justo, lo deseado, no aprenderíamos que si un día algo acaba, no pasa nada. El mundo no acaba. No aprenderíamos que eso sólo ha sido una etapa pero que tú eres mucho más que una etapa, eres una mujer eterna e infinita, un hombre sin fin. No aprenderíamos que el placer es una sucesión de cuerpos infinitos, y el amor, en algunos momentos del existir también, como algunas tareas son el marco y escenario donde intentamos alcanzar exactamente eso: lo justo y lo deseado. Nuestra estancia en la Tierra es un billete de ida para el único viaje necesario: el del crecimiento. Un billete de ida sin vuelta, que cada cual lo aprovecha, o no, lo mejor que sabe. Si se aprovecha, se acaba averiguando que la vida son etapas que existen precisamente por la imperfección de la vida y que comienzan habitualmente con giros que nos empujan a ese tener que desperezarnos a la vida, por tanto, no nos queda otra que nutrir esos giros de esperanza y de energía positiva. Puesto que crecer es eso, e intentar alcanzar lo justo y lo deseado, también.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

domingo, 12 de agosto de 2018

UN HOMBRE SABE




«Cuando el amor llega así, de esta manera, 
uno no se da ni cuenta, el carutal reverdece, 
el guamanchito florece y la soga se revienta.» 
― Simón Díaz―



Vivir es estar en tránsito hacia algo definitivo que nunca sucede. De ahí la importancia de la caligrafía de los cuerpos, de las voces, de los actos, de los sentimientos. El tránsito quizás sólo es eso: un cúmulo de sentimientos, de sentires que erosiona nuestra existencia mientras agranda nuestra masa corpórea y cerebral, mientras suma párrafos, páginas, capítulos a nuestra historia. Ésa, escrita con caligrafía improvisada siempre, pocas veces al dictado. Por ello es importante saber dónde se está, en que andamos metidos, donde se recala, más que hacia dónde se va. Un hombre sabe que hay mesas de las que si se levanta no podrá volver a sentarse nunca más. El tránsito nunca es definitivo, las decisiones, sí. A veces pasa que se deja de amar algo que se ha amado mucho: una persona, un lugar, un oficio, un hábito. Uno se percata de que ya no está en el mismo plano, ni en la misma secuencia, ni el mismo fotograma. Entonces se levanta y se queda por voluntad y por decisión propia fuera de cámara, y aun así la película y la vida sigue, el tránsito sigue, inmutable. Levantarse e irse o no de las situaciones es nuestra forma de poner los puntos sobre las íes en el misterio que es siempre el tránsito. Es reivindicarse a uno mismo, reivindicar nuestra independencia frente al tránsito, es dejarnos en cueros a nosotros mismos, para de ese modo, intentar estar en el punto de lo que ambicionamos tener y ser, olvidando que el tránsito es oleada, es ráfaga, es sacudida que nunca se detiene, ni siquiera por nosotros y que nos arrastra en un hecho innegociable. No hay independencia frente al tránsito, no hay nada fuera del tránsito, el tránsito es nuestro camino y también el viaje y el destino. Entonces el hombre que ha decidido levantarse o quedarse y así subrayar su poder y su ego y su voz cantante, también su individualidad, en el tránsito, se queda desprovisto de su juego, al amparo de ningún escondite, teniendo que afrontar la realidad tal como es, sin atrezos ni subterfugios. La vida te enseña que cuando quieres deshacerte de algo y especialmente de alguien no hay nada como desmontarle la mentira en la que vive, hacerlo zozobrar en su juego, es decirle a las claras que no vas jugar más a ese terrible juego del que tú has sido cómplice. No hay nada peor para un hombre que encararlo con su verdad. Pero, ¿qué hacer cuando somos nosotros quienes desmotamos nuestras propias engañifas en ese afán por mutar en lo inmutable del tránsito? Levantarse e irse o quedarse enfrentándonos a la verdad en el tránsito, tirar por tierra nuestros propios ardides y martingalas, nos promete una suerte de intensidad, de intrépida aventura en el propio tránsito; quizás por eso, a algunos nos excita el hecho de dar un puntapié en el suelo que pisamos para que el tránsito se desplace hasta límites insospechados. A alguno nos agrada el riesgo, el peligro, somos adictos a la variación; y acertar o no, no es una consecuencia ni un opción, es otra parte más del mismo tránsito. Somos transeúntes del tránsito. Nada más. Transeúntes de nuestro propio tránsito, por tanto, no deberíamos tomarnos tan en serio, y sí, apasionarnos en el vivir y en el confiar en el tránsito. No hay más. Somos minúsculos, una ínfima parte del cero coma tres por cierto que es la vida animal en el planeta. Somos parte de un cero. Somos nada. Seres diminutos en tránsito. Sí, lo somos. Pero también a la vez somos tan grandes, tan inmensos e inabarcables, tan confundibles y volátiles, que sin darnos cuenta, sin ser realmente conscientes de lo que hacemos y somos, transitamos a ciegas la mayor parte del tiempo revestidos de una loca osadía. ¡Panda de chalados!



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz