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jueves, 26 de julio de 2018

DATE DE COMER




«Tenía que decidir ser una persona que prefería 
el pato ahumado al queso en lonchas, y al decidirlo 
se convertía gradualmente en esa persona. 
Lo que el sándwich de queso representaba era 
lo cómodo, y verlo de ese modo fue como pisar un avispero.» 
―Rachel Cusk―



Date de comer: Esa es la primera lección que se nos es entregada, la primera que debería ser aprendida, y aun, si bien nos es dada al nacer, somos incapaces de hacerla nuestra hasta mucho tiempo después sí acaso. Alimentar es el principio del amor. Es la primera forma en que conocemos el amor. Por tanto, alimentar debería ser el eje vertebrador de nuestra vida, porque nos permite poner los pies en la tierra, asumir quiénes somos y sobre todo detenernos en lo vital. Necesitamos detenernos. Necesitamos alimentarnos. Necesitamos detenernos para alimentarnos. Tomarnos el tiempo para alimentar a los otros y alimentarnos a nosotros. Necesitamos volver a hacer las cosas de una en una. Nadie puede ser feliz si no saborea y vive el momento en que algo sucede, tomando conciencia de que no volverá a existir de esa misma forma nunca. Cada momento es irrepetible. Por muy modestos, parcos y fútiles que nos parezcan, todos son irrepetibles y únicos. Y preparar alimento, cocinar, es uno de esos momentos. Hay una parsimonia, un detalle, un orden en el cocinar que eleva el acto a lo trascendental, porque sencillamente, preparar el alimento que has de tomar o que has de ofrecer es estar prorrogando tu vida y la de los otros. Si necesitas alimentarte para vivir al menos hazlo bien. Si es menester alimentarse; si, sí o sí, es algo que debemos hacer pues hagámoslo lo mejor que sepamos y podamos. Porque lo contrario, la indolencia, la pereza, la indulgencia y la autocomplacencia a la hora de alimentarnos y alimentar dan la medida de la clase de personas que somos. Si me quiero a mí misma o a los míos tan poco como para no tomarme en serio el alimento y creo que da lo mismo comer una cosa u otra, si estimo que una comida prefabricada y elaborada en serie me vale, estoy retratándome a mí misma como a alguien de poco valor. Si no doy valor a alimentarme, ―la única condición para mantenerse vivo―, ¿por qué debería vivir? ¿Qué clase de persona soy? Debo confesaros que desde el instante en que esas preguntas se plantaron delante de mí, todo cambió, como también cambió mi percepción y mi concepción sobre cocinar y la cocina. Y lo que nunca debería haber olvidado como la primera lección de amor que recibí al llegar a este mundo, se transformó en un acto no solo de amor, sino también de desentenderme del run run y del trajín del mundo y de los quehaceres cotidianos para concentrarme en algo tan importante, espontáneo, natural y esencial cómo alimentar y alimentarme. Si cocinar es poner orden a una serie de alimentos para conseguir otro, si es una tarea que a mí personalmente me relaja y me destensa, si es el medio para ir prorrogando la vida día a día sobre la faz de la Tierra, también es, o más bien es, para mí y para muchos, el más puro y auténtico modo de dar amor, de ofrecer amor, de hacer el amor y de regalar amor. Por ello, porque hay que ser muy consecuente con la vida que llevamos, mi consejo, lectores míos, para este día de finales de julio es: da alimento, date alimentos, da amor, date amor. Ya que ese será el tiempo mejor empleado, pues el tiempo, las horas, los minutos, los segundos no son oro, son amor. El tiempo verdadero se mide con el amor que nos ha sido dado y con el amor que somos capaces de dar y damos; no hay, mal que nos pese, otra medida que sirva para medir la calidad de nuestra vida.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

martes, 24 de julio de 2018

LOS DESIERTOS DE SONORA


«Sonora es el lugar en el que habita la mayoría 
de mis recuerdos y olvidos. 
El mundo físico al que pertenezco, 
el microcosmos que me pertenece. 
Mi paisaje sentimental.»
―Paty Godoy―



«Te llevaré a cabalgar por los desiertos de Sonora», acaba de susurrarme al oído, mi amor. Es él mi Dios. Sin guía, sin mentor, sin manual de instrucciones, avanzo y me sumerjo por la vida como él me ha enseñado desde la verdad, desde la verdad amo y vivo, desde la verdad voy. Llevo sobre la piel una de sus camisas, preparo el café y beso su boca de hombre auténtico, sin rodeos y sin filtros. Recién acaba de amanecer, recién acabábamos de amanecer. «La única forma de sobrevivir al verano, es agarrarse al amanecer para poder respirar», le digo, sonríe. Nadie me conoce como él. Él que vale un universo la pena. Él que arrastra las palabras al hablar y que se las ofrece al mundo en forma de frases cortas y cortantes, como una limosna, con esa actitud real para nada impostada a lo Clint Eastwood, de tipo duro, de hombre del oeste. Sé que a lo máximo que podemos aspirar como individuos es a que haya al menos una persona sobre la faz de la Tierra que te sepa, que te conozca mejor que tú a ti mismo. Él me sabe. Se lo digo: «Tú me sabes. Yo te sé.» Ese es el verdadero tesoro de dos: saberse y abandonarse al otro sin reservas. De modo que de la mano de quien más y mejor me conoce y de la mano del instinto, ―esa valiosa cualidad que suele acertar más que incluso los argumentos― consigo a veces, no sé ni cómo, mantener el pulso de la vida algo que es menester para no caer en las garras de la insulsez. Pues la existencia es como una narración, en ambas hay que mantener el pulso de la vida, ya que nada hay peor que las existencias y las narraciones que no consiguen mantenerle el pulso ni a la trama, ni a la vida. Porque entonces sólo tienes ganas de gritar por lo exasperante de las horas: «¡Mátame camión!» Si mantener el pulso de la vida para todo ser vivo es fundamental; qué decir para los humanos, y todavía más, para las mujeres. Nos cuesta tanto conjugar nuestro femenino singular, llevarlo a cabo y a buen puerto, son tantas las veces que el femenino singular se asemeja a una odisea, que cuando constatamos que vamos manteniéndolo, apuntalándolo, erigiendo, cuando vemos como poquito a poco se va materializando y dejamos de ser por unas horas: “la mujer de…”, “la madre de…”, “la hija de…”, “la hermana de…”, “la nieta de…” y ese yo, YO en mayúsculas, se alza como algo tangible la vida sabe bonito y completa. Mi marido suele decir que los idiomas forman el carácter de los pueblos, que éste obedece totalmente a cómo se construyen las frases, a cómo se explican sus gentes; pues bien, creo que algo similar pasa con el carácter de las mujeres, éste viene marcado por el empeño que cada una de nosotras le pone a ganarse tercamente un lugar para que su femenino singular tome forma, por tanto, no es extraño que cuanto más maduras y viejas somos: la plenitud vaya en total concordancia al tiempo y  al espacio y al tamaño que durante nuestra vida hemos parcelado, reservado y conseguido para nosotras mismas con determinación e independencia. A un lustro de alcanzar la cincuentena, de sobra sé que ese femenino singular es mi propio desierto de Sonora, sé que nunca seré más la niña que bajaba siempre a buscar la mar por los caminos de tierra a toda velocidad sin saber nunca que iba a encontrar realmente, aun así, no dejo de tener la maldita sensación en la boca de que todo acaba de comenzar, de que todo está acabando de comenzar. Como si lo bueno hubiese llegado ahora y no antes, aunque sé que hay algo cansado en mí, de ese modo lo siento. ¡Malditas, estúpidas, sensaciones heroicas!


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz