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viernes, 30 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 15

“Se la explico: la fundación tiene poco más de tres años y en ella se imparten seminarios, clases, charlas alejadas de la ideología woke, de la izquierda radical. Formamos a las futuras personas del mañana en todo lo concerniente a ser persona. Historia, religión, valores, familia y patria. Nuestro objetivo es que acaben convirtiéndose en personas de bien, de provecho y poco manipulables con valores, principios y una personalidad bien definida. En este semestre ampliamos el ciclo de conferencias sobre valores. Y para impartirlas nos fijamos en ciertas personas, nos reunimos con ellas, y lo primero que hacemos, es preguntarles cuán de importante son o  han sido los valores en su trayectoria profesional, en qué medida los creen indispensables. Si la persona en cuestión piensa que han sido esenciales, se convierte si así lo desea en conferenciante. Tendrá que impartir seis charlas convenientemente remuneradas durante un semestre a diversos grupos de niños en edades diferentes y de procedencias distintas”, le explicó la mujer. “Realmente interesante", le respondió Neville. “¿Cree que podría ser uno de nuestros conferenciantes?”, le preguntó la presidenta semestral. “¿Tendría que preguntarme primero si soy un tipo con principios y si fundamento la totalidad de mi existencia tanto profesional como personal en unos valores y en unos principios inamovibles?”, le indicó el expiloto de automóviles. “Intuyo que sí, pero dígamelo usted", le contestó la mujer. “Totalmente”, le aclaró con orgullo Neville, como si ése fuese su mayor logro en la vida. “Entonces,  ¿puedo contar con usted?”, le preguntó la mujer. “Sólo si acepta mi remuneración como donación para la fundación”, le propuso Neville. “Sin problema “, le contestó la mujer. A lo que añadió: “Ojalá más gente poseyese su nobleza y fuese de trato fácil como lo es usted.” “¿Por qué? ¿Le dan muchos disgustos?”, le preguntó Neville. “Si yo le contase. Aunque dicen que no hay mal que por bien no venga", le indicó ella y luego suspiró hondamente. Cerró los ojos y dos segundos después los volvió abrir. “¿Le ocurre algo?”, le dijo Neville. “¿Sabe cuando una situación de tan anómala que le resulta, acaba haciéndote dudar de la decisión que has tomado al respecto?”, le comentó ella. “Sí. Forma parte de vivir”, le respondió Neville, a lo que agregó: “Si desea contarme algo como se cuenta a los desconocidos puede hacerlo. Huyo de dar consejos, pero me gusta escuchar. Soy buen oyente. Afuera no para de llover y aquí se está bien.” “Realmente es muy amable. Si no le importa le tomo la palabra. Voy a contarle algo que no he contado a nadie porque me enfurece”, le confesó ella. “Cuente", le dijo él. “Hace unas tardes, se presentó en mi despacho de la fundación un hombrecito al que yo reconocí sólo de cruzarme por las calles del lugar. Pensé que venía a algo relacionado con la fundación,  pero no. Para mi sorpresa y sin muchos preámbulos me propuso matrimonio. Creí no haberle oído bien y le pedí que lo repitiera. Lo repitió. Le pregunté que cómo se atrevía a proponerme algo así, si no nos conocíamos de nada. Me respondió que sabía que soy viuda (mi marido falleció hace tres años a resultas de una penosa enfermedad)  y era obvio, que necesitaba un hombre a mi lado. Me enfureció tanto que le lancé un pisapapeles de acero. Por fortuna, no le di. Le hubiese hecho una buena brecha. A continuación, le expulsé del despacho y del edificio. Me hervía la sangre. ¿Por qué diantres por lo común los hombres creen saber lo que necesita o no una mujer, y ni siquiera se avergüenzan al verbalizarlo? ¿Por qué dan por sentado que las mujeres les dirán a todo que sí, y para mayor oprobio se sentirán incluso agradecidas, como si se tratase de un gran favor? No tardó ni cinco minutos en regresar, con cara de contrariado como si mi respuesta no hubiese sido lo suficientemente clara. Me preguntó que si podía regresar a la tarde siguiente que igual me lo había pensado mejor. Le dije: ‘No hay nada qué pensar. Si vuelve por aquí llamaré a la policía’. Entonces se produjo en él un cambio. Reinterpretó su papel, y me dijo: ‘No hay razón para montar un escándalo. Igual me he equivocado y no he escogido el momento o las palabras adecuadas. Perdone mi estupidez. Usted es muy atractiva, y está sola, y yo también estoy solo, la trataría como a una reina. Por dinero no es. No sé, pero en mi cabeza todo encaja. En fin, qué se le va hacer. No es fácil asumir que le digan que no. Su rechazo me dejará secuelas. Soy un hombre respetable y no me gustaría que esta situación trascendiera. Debo arreglarlo. Sí, voy a subsanar la mala impresión que le he podido dar.’ A continuación, se puso la mano en el bolsillo interior del abrigo, sacó una chequera y extendió un cheque que dejó sobre la mesa, y se fue, diciéndome: ‘Si me hace el favor no le cuente a nadie este episodio’. Atónita me quedé sentada durante un buen rato, pensando en que aquel sinvergüenza que realmente me había ofendido hasta hacerme enfurecer, pretendía comprar mi silencio. Debió pasar una media hora hasta que tomé el cheque en mis manos. La cantidad era considerable. De seis ceros. Llevo preguntándome desde ese momento el motivo por el que no rompí el cheque. Con él me fui directamente a contabilidad para que lo administrasen como una donación. Allí me enteré de que el emisor era notario. Añoré mi vida anterior, en la que sólo era profesora de instituto. ¿En qué clase de persona me he convertido? Pero, ¡por el amor de Dios, si presido una fundación cuya piedra angular son los valores! ¿Se da cuenta de que yo no podría impartir las conferencias por las que le he venido a buscar? No soy digna de ellas, ni de los inocentes oídos que las escuchan,  ni de la fundación que presido”, le explicó la mujer, y miró a su alrededor como si no recordase donde se encontraba. Seguidamente fijó la vista en Neville.  “En primer lugar, lamento la pérdida de su marido. En segundo, y en lo referente al hecho que me ha narrado, me entristece que el capricho de un desconocido la esté atormentando de esta manera. La vida es dura, muy dura, y muy compleja, y en ocasiones nos lleva a extremos poco comprensibles. Ignoro si para ponernos a prueba o directamente para burlarse de nosotros en nuestra propia cara. Es realmente complicado mantener el equilibrio que nos salvaguarda de sucumbir a esa fracción de segundo diabólica, tan breve como cambiar el peso de un pie a otro, en que podemos dar un puntapié a nuestros principios, como si ya no fuéramos nosotros mismos, como si hubiésemos perdido la chaveta, y que nos avergonzará el resto de la existencia. Al menos, secretamente. Mi opinión (que no consejo) es que debe atenerse a la decisión que tomó. Lo hizo, estoy seguro, porque pensó que era lo más conveniente. Aténgase a la decisión. Viva con ella. Aprenda a vivir con ella. No se la reproche. Olvide si lo hizo por venganza, por rabia, o por lo que fuese”, le contestó Neville, pensando que había tenido toda la mañana delante suyo sin saberlo a Evelyn. Se alegraba, aunque fuese en contra de lo que él había imaginado, deseado y previsto para el feo asunto de Aldo, de que la mujer le hubiese dicho que no. No se la merecía ni en sueños. Y se alegró todavía más de que al notario su atrevimiento no le hubiese salido gratis. Había pagado un buen precio. Como le conocía, sabía que a su bolsillo le dolería de por vida. En buena medida le había estallado en la cara y le había dado de lleno. 



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miércoles, 28 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 14

CUATRO DÍAS DESPUÉS, el lunes veinte de febrero, como si alguien se hubiese dejado la leche en el cazo y no pudiese esperar, a primera hora de la mañana, cuando Margaret se fue a trabajar y Neville planificaba su jornada, llamaron al timbre. Al abrir en lo primero que detuvo la mirada Neville fue en la forma de las nubes y en cómo se estaba oscureciendo el cielo. “Acabará lloviendo y adiós caminata. Si bien es verdad que caminar bajo la lluvia me entusiasma, debo ser prudente ”, dijo Neville, sin reparar en que había hablado en voz alta. “En mi época de estudiante tenía la costumbre de salir a correr cuando llovía. Pero con la edad sólo de pensarlo me da ganas de salir corriendo hacia el interior de una cafetería y sentarme a esperar que escampe. Con un poco de pilates en el gimnasio tengo más que suficiente “, oyó Neville decir a una voz desconocida. Entonces apartó la vista de las nubes y la posó sobre la voz. Su dueña era la extraña que había llamado a su puerta cuando estaba a punto de llover, el primer día de la semana, como si nadie tuviese nada mejor que hacer. “Perdone, ¿nos conocemos?”, le preguntó Neville con la esperanza de que fuese una vendedora de seguros a la que despachar rápidamente, para de ese modo regresar cuanto antes a su rutina. “Personalmente, no nos conocemos. Pero me habló de usted y me dio su dirección, Adelaida Whitaker. Pensó que podría interesarle el proyecto Valores, que podríamos colaborar juntos", le explicó la mujer. “¿Quiénes?”, alcanzó a decir Neville que de repente empezó a sentir muchísimo calor. “Usted y la Fundación Personas que tengo el honor de presidir este semestre”, le respondió la mujer. “¿Desea pasar?”, le preguntó Neville,  temiendo caer en redondo si permanecía un minuto más de pie en el exterior. “Sí, por favor“, contestó la mujer. Entraron, subieron el tramo de escaleras, recorrieron el largo pasillo hasta la puerta del apartamento. Una vez dentro, Neville condujo a la mujer hasta el estudio, la invitó a quitarse el abrigo (esta sí que llevaba) y a sentarse, y luego se sentó él. Su manera serena de ser y el interior de su hogar borraron todo rastro del nerviosismo que le producía la sola mención del nombre de la cantante de góspel. Observó atentamente a la mujer. Iba pulcramente vestida. Ropa clásica de buen corte. Nada de mal gusto. Era guapa. De estatura media, cuerpo lozano y melena larga sin teñir, recogida en una trenza. Superaba los cuarenta pero todavía le faltaba un buen trecho para llegar a los cincuenta. “Voy a preparar té y café, con un poco de bizcocho. Discúlpeme. He sido un maleducado “, le dijo Neville. “Es muy amable", le contestó la mujer, gratamente impresionada por los modales de aquel hombre mayor, blanco, todavía atractivo, que antes de acabar el año había cumplido los sesenta y siete según Adelaida Whitaker. Ésta le había indicado que ambos cumplían años en noviembre con dos días de diferencia. Lo sabía porque de pequeños iban al mismo colegio. Cuando Neville regresó al estudio con la  bandeja de siempre en la que había dispuesto de nuevo: la tetera con forma de elefante que habían comprado en la India, la pequeña cafetera de porcelana que le regalaron a Margaret sus compañeros de cocina, el azucarero y dos tazas a juego, dos cucharillas y dos servilletas de hilo, dos platos de postre con sus tenedores y el pie de tarta bajo cuya campana de cristal lucían los cortes perfectos de un bizcocho esta vez de coco y zanahoria, tuvo la sensación de estar dentro de una película que se repetía. Pero como variación a lo vivido en aquel mismo estudio cuatro días antes con otra desconocida, la del día de hoy estaba despierta, bien despierta. Le sonrío nada más verle entrar y le ayudó con la bandeja. “Qué espléndido. Apenas he tomado un café solo para desayunar. Le confieso que tengo un poco de hambre. El bizcocho tiene una pinta deliciosa. Me figuro que lo habrá preparado su mujer. Gran cocinera, tengo entendido. Este estudio es encantador. Sin duda, es un buen lugar”, le dijo a Neville mientras con el brazo abarcaba parte de la estancia señalándola. “Lo es", contestó Neville. “No se preocupe por el hambre, los bizcochos de Margaret son de lo mejor para no desfallecer a mitad de la jornada. Y, disculpe que insista, pero para no conocernos sabe  bastante de mi esposa y de mí”, le indicó  Neville. “Bueno, usted es uno de los hombres más notables del lugar, y su esposa también. Sin conocerles personalmente, la gente les conoce. Yo no soy una excepción", le explicó la mujer. “Entiendo", le dijo Neville. “¿Le he molestado?”, le preguntó la mujer. “No. Para nada. ¿En qué puedo ayudarla? Usted me dirá, me ha comentado que es la presidenta semestral de la Fundación Personas. Me va a tener que perdonar pero no conozco su labor ”, admitió  Neville. 



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lunes, 26 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 13

La mañana se había esfumado, y siendo como eran las doce y media del mediodía, se dirigió a la cocina a descubrir la maravilla con la que Margaret le daría de comer sin estar. Pensó en Margaret, en cómo disfrutaría y metería baza entre frases al contarle lo que había sucedido esa mañana en su apartamento. Porque sinceramente Neville se había quedado de una pieza con el relato. La mujer superó todas las expectativas desde el momento en que se quedó dormida hasta decirle que tenía un conocido en el registro de la propiedad. Tuvo un ataque de risa al recordarlo de nuevo, mientras destapaba la fuente que Margaret le había preparado. Empezó a salivar cuando vio que se trataba de un guiso de pavo, con patatas, beicon y champiñones con un poco de pimentón dulce. Puso a tostar pan, entretanto preparaba la mesa. Lo que más le había llamado la atención fue comprobar como la mujer no buscaba su consejo, sólo había buscado en él, un confesor. Una persona desconocida, pero que a la vez fuese digna de su confianza para colmar la necesidad que sentía de desembuchar (quizás por un cargo de conciencia que no deseaba admitir) y que en vez de amonestarla, la bendijese. Y Neville así lo había hecho. Puesto que unas horas antes había decidido no hacer nada, solamente quedarse observando. Al llevarse el guiso a la boca, saborear semejante delicia y levantar la vista al cielo, pensó que del mismo modo como él había encontrado con Margaret la horma de su zapato; salvando las distancias, Aldo la acababa de encontrar con la mecanógrafa del coro. Ni él, ni ella, dudaban a la hora de utilizar a otro en su propio beneficio. Fregando los platos se detuvo en cómo le había mentido descaradamente al felicitarla, del mismo modo como había mentido a Adelaida Whitaker cuando le dijo que no había visto a ningún crío. En las dos ocasiones, lo había hecho para que la situación no fuese a más, para cortarla de raíz. De no haber tenido tomada la decisión de antemano de no hacer nada, o de haber tenido estima por la mujer que se había atrincherado en su estudio, la hubiese advertido de que nada es gratis. De que cada decisión que tomamos está totalmente ligada a una contrapartida, de ahí la importancia de no sentirnos libres de responsabilidad. De que el peor de los negocios es el de creernos más listos que el propio destino y hacerle trampas y tomar atajos, porque al final nos aguarda la mano invisible que nos tiende siempre (cual cobrador implacable) la factura a pagar. De que lo de entender el amor como una transacción comercial es de cabezas de chorlito. Puesto que, ¿qué hay del amor? ¿Cómo se puede faltarle tanto al respeto? ¿En qué mente cabe sustituir el alma, la mirada de los ojos del amor, la risa brotando en el rostro del amado, la piel con piel, la secreta complicidad por algo material? Cuando se sentó en el escritorio a trabajar unas horas en sus memorias, aunque satisfecho por como se estaba desarrollando el feo asunto de Aldo, se encontraba francamente asqueado por la falta de sentido común, honradez, amor y fe que atisbaba cada vez que le echaba un ojo a la humanidad. No sabía que esperar de la mecanógrafa cuando la vio aporreando su puerta, pero sinceramente, esperaba un poco más de dignidad, una visión de la existencia más elevada, un poco más de no sé qué. Si había llegado a esa edad manteniéndose firme en su propósito de no casarse, ¿por qué rendirse a las puertas de abandonar este barrio? Al menos llevar el propósito hasta el final de sus días. ¿Avaricia? ¿Ambición? ¿Egoísmo? Desesperación, no era. Ignoraba la respuesta. Pero sí que sabía que le había decepcionado como un ser perteneciente a la raza humana. La vida le había enseñado que lo que no se puede perder de vista nunca son los nobles propósitos que se posee. Uno debe convertirlos en hechos, llevarlos a cabo, empeñarse en ello, dejarse la piel si es necesario para ser consecuente, para que nadie pueda decir que no hiciste, te implicaste y te comprometiste suficiente. Lo peor que le puede pasar a una persona es que cuando sus hijos sean tan adultos, es decir, superen los cincuenta, para que con facilidad puedan comparar su propia existencia con la de sus padres, piensen de éstos que en su día no pusieron toda la carne en el asador. Era cierto que la mecanógrafa del coro no tenía hijos, pero existe dentro de nosotros ese hijo oculto que es el niño que fuimos con sus anhelos, sueños e ilusiones con el que la lealtad debe ser eterna, y también existe la conciencia y el poder dormir tranquilos. Está ese hacer las cosas bien, lo correcto, aunque nadie te esté mirando. Le costó entrar en sus memorias pero entró. Pudo trabajar concentradamente sobre una hora y media hasta que Margaret llegó, y con ella el amor y todo lo que a Neville le hacía feliz. Muy feliz. Fue con el primer plato de la cena cuando Neville golpeó con el cuchillo la copa de cristal. “¿Qué pasa?”, le dijo Margaret. “Preciosa mía, estoy en disposición de asegurar que en la próxima hora te vas a entretener de lo lindo. Es más, reirás y disfrutarás cual niña en su cumpleaños. Incluso, puede que no des crédito a lo que a tus oídos llega", le indicó Neville. “¿De que estás hablando, piloto?, le preguntó una Margaret desconcertada. “Confía en mí“, le respondió él sin poder disimular la risa. “Confío, mi amor”, le respondió ella. “Atiéndeme", le ordenó Neville mientras vertía vino en las copas y le guiñaba el ojo. “Atiendo, piloto”, le dijo Margaret sin dejar de comer la rica sopa de pescado que había preparado como primero. “Regresaba de encargar el marco…”, empezó a decir Neville, y con esas cuatro palabras comenzó la función. Margaret intuyó por la sonrisa de su marido que asistiría  a una cena con espectáculo e inmediatamente se relajó. Se dejó llevar por la voz de Neville, por el brillo de su mirada, por la locuacidad de su narración, por la efusión de sus gestos, por el relato en sí. Se deleitó con su belleza serena y con su manera tan peculiar de contar las cosas al detalle. Estaba disfrutando tal como él había pronosticado. Reía por lo absurdo y de asombro. Le interrumpía más que nada para que volviese a repetir tal o cual pasaje, y perpleja volvía a desternillarse. Con cada una de sus risas Neville la amaba más y se enamoraba de nuevo. Secretamente medía la calidad de su amor por la risa que era capaz de provocar en ella. Secretamente se enfurecía sólo de pensar que ella pudiese reírse de ese modo con otro hombre. Secretamente sabía que enfermaría hasta morir si eso sucediese. Cuando sesenta minutos después Neville se puso en pie y saludó como los comediantes a su preciosa mujer, Margaret estaba realmente sorprendida. “Qué mal está la gente. Y con que facilidad desprecian el amor. Lo hacen como si no tuviese valor”, concluyó Margaret para satisfacción de Neville. “Están fatal", le respondió Neville. La miró a los ojos. Se hablaron sin hablar. Se habían reído muchísimo en esa noche y a lo largo de toda una vida juntos. Recogieron la mesa, fregaron los platos mientras se rozaban con sus cuerpos de siempre. Más viejos y cansados, puede. Pero los de siempre. En alguna parte de su mente ellos tenían (aun pasasen los años) la misma edad que cuando se conocieron. Neville le besó cada centímetro del rostro y la nuca. Margaret le besó en los labios y en el cuello que era su debilidad. Apagaron la luz de la cocina, las del apartamento. Se fueron acostar. Se buscaron y se encontraron bajo las sábanas. 



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viernes, 23 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 12

“Bien. De manera inesperada hace dos días, concretamente, en la tarde del catorce el Señor Notario me propuso matrimonio. He estado valorando la conveniencia de responderle afirmativamente en estas últimas horas y, aunque si bien, tengo la decisión tomada, deseaba hablar con usted. A mi parecer usted es el hombre más respetable y de mundo del lugar. No se lo digo para halagarle. Es lo que siempre he pensado, porque es evidente. El Señor Notario no deja de ser un provinciano por mucho notario que sea”, le dijo la mujer a Neville, y cuando éste fue hablar, ella le hizo una señal con la mano, deteniéndolo y prosiguió. “Nunca he tenido intención de casarme, porque los hombres jamás me han gustado lo suficiente para encima tener que rendirles cuentas y lavarles la ropa. Esta no es la primera vez que me lo piden. En épocas anteriores, alguna lejana ya, ha sido algo que me han propuesto en tres o cuatro ocasiones. Será que siempre he dado la impresión de mujer dócil para nada problemática y con un empleo estable, que sin ganar mucho, es dinero honrado. Sinceramente los motivos que ha llevado a unos y a otros a pedirme en matrimonio los desconozco, pero en cada una de las ocasiones mi respuesta ha sido: no. Un tajante, no. Pero la petición del notario me ha hecho dudar. Me gusta mi existencia tal cual. No me apetece para nada compartir una vivienda con otro ser. Pero es que el Señor Notario me ha ofrecido como regalo de boda una casa unifamiliar en propiedad. A mi nombre. La que yo quiera, que por dinero no es, me dijo. Ya ve usted. Siempre he vivido de alquiler. Sin embargo, en unos meses me jubilo y aunque tengo bastante ahorrado, temo no llegar. No tener suficiente. No deseo sufrir penurias cuando más vulnerable me encuentre”, le explicó la mujer a Neville, y cuando parecía que ya había terminado de hablar, tomó impulso de nuevo: “Le pregunté: ¿qué tipo de relación tendríamos? Me contestó que él sólo deseaba llegar a casa y tener una mujer con la que conversar y con la que pasear por la calle. Lo que viene a ser compañía en la vejez. En lo referente a actos impúdicos (así de ridículamente el Señor Notario se refirió al sexo) me indicó que hay profesionales que se ocupan de ello. Que no tenía de que preocuparme. O sea, Señor Neville, que se va de putas y me lo suelta en plena cara. Sin más. El caso es que  sopesando unas cosas y las otras, ayer por la tarde decidí que sí. No sé si conoce la urbanización El Robledal. Siempre me han gustado esas viviendas. Hace aproximadamente un mes, una de ellas quedó vacía por mudanza. Tiene ciento treinta metros en una sola planta. Un hermoso jardín la rodea, incluso tiene porche. Esta misma mañana, mientras yo converso con usted el Señor Notario va a formalizar el trato, a comprarla. Mañana por la mañana pondrá la escritura a mi nombre. Y el domingo siguiente al día en que yo esté del todo segura, en que sepa que no hay marcha atrás, que la casa es mía, completamente mía (tengo un conocido en el registro de la propiedad): nos casaremos en una boda íntima que se oficiará en la parroquia”, le dijo la mujer. Y calló. Al fin se quedó callada, con un rictus en su rostro alerta, con las manos sobre la falda jugueteando con la tela, que denotaban tensión como si estuviese esperando la tanda de penaltis o el veredicto de un juicio televisado. “Si esa es su voluntad, si la situación que me ha narrado la hace feliz. Yo sólo puedo desearle lo mejor, Selena. Vaya por delante mi más sincera felicitación,  aunque no nos conozcamos de nada", le dijo Neville. Al oír aquellas palabras, la mujer sonrió ampliamente, se levantó del sillón visiblemente satisfecha, le tendió la mano a Neville y se despidió de él: “Le estoy muy agradecida por haberme hecho el favor de escucharme tan atentamente. Ahora si me disculpa tengo una boda que preparar. A mi edad no necesito mucha parafernalia, pero una boda es una boda". “Ha sido muy interesante. Y tiene usted razón: una boda es una boda. No se casa uno todos los días “, le contestó  Neville mientras acompañaba a la mujer hasta la verja que separaba el jardincito delantero de la acera. Una vez allí, volvieron a estrecharse la mano y los dos se perdieron mutuamente de vista, al atender al camión de bomberos que acababa de pasar a una velocidad prohibitiva. Al cerrar la puerta tras de sí y entrar de nuevo en el estudio, Neville, miró el reloj y vio que era tardísimo. 



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miércoles, 21 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 11

EL JUEVES, DIECISÉIS DE FEBRERO, resultó ser una jornada entretenida desde primera hora, que puso a prueba la templanza de Neville. Sobre las diez de la mañana, cuando regresaba a casa de escoger y encargar un marco ligero y moderno para el lienzo que Margaret le había regalado dos días antes, se encontró llamando a la puerta de su domicilio a la mecanógrafa del coro. Neville reconoció su silueta al entrar en su jardincito delantero y verla aporreando su puerta, en lo alto de los tres escalones que elevaban la construcción. “Buenos días. ¿Puedo ayudarla en algo?”, le preguntó sin estar sorprendido, pensando que lo que fuese aquello, había comenzado a rodar. “¡Oh, oh, oh! No le había visto. Perdone el descaro, pero deseaba tanto hablar con usted”, le respondió ella, volteándose hacia él. Neville constató que era bastante mayor que Aldo o al menos lo aparentaba; ya fuera por el corte de pelo a lo paje de muy mal gusto que la afeaba o por el traje de franela que vestía que aunque bien cortado, era más antiguo que las ruedas de los carros y que llevaba puesto extrañamente sin abrigo. “Usted me dirá. ¿Desea pasar? No son días para permanecer mucho rato en la calle, ¿no cree?”, apuntó  Neville mientras abría la puerta y empujaba con suavidad a la mujer hacia el interior. “Es muy amable. Si no es mucha molestia. Lo preferiría”, le respondió la mecanógrafa. Vio como ella no le quitaba ojo a la disposición del edificio. Subieron un tramo de escaleras y recorrieron el larguísimo pasillo (por el que sus hijos de pequeños jugaban a las carreras emulando a su padre) cuya pared escondía tras de sí uno de los apartamentos arquitectónicamente más  vanguardistas del lugar, hasta llegar a la puerta principal que estaba al fondo y que daba al distribuidor de la casa y al estudio de Neville. Un calorcito reconfortante les abrazó al entrar y el olor de uno de los riquísimos  bizcochos de almendra y manzana de Margaret les abrió el apetito. “¡Qué a gustito!”, exclamó la mujer sin poderlo evitar . “Siéntese. Voy en un santiamén a preparar té y café con un poco de bizcocho. ¿Le apetece?”, le dijo Neville sin esperar su respuesta, pensando en cómo no le iba a apetecer si tenía que estar muerta de frío. No sabía qué pensar sobre alguien que en febrero no lleva al menos un plumas finito. A ver si va a resultar que tampoco está en sus cabales, pensó mientras llenaba de agua el hervidor. Cuando regresó al estudio con una bandeja en que llevaba la tetera con forma de elefante que habían comprado en la India, una pequeña cafetera de porcelana que le regalaron a Margaret sus compañeros de cocina, un azucarero y dos tazas a juego, dos cucharillas y dos servilletas de hilo, dos platos de postre con sus tenedores y un pie de tarta bajo cuya campana de cristal estaban los cortes del bizcocho, se encontró con la mecanógrafa durmiendo profundamente en el sillón en el que había tomado asiento. Pensó en no despertarla. Y lo hizo. No la despertó. Cuando tres cuartos  de hora después volvió en sí, Neville, le dijo: “Discúlpeme, pero no recuerdo su nombre”. “Selena. Selena. Mi nombre es Selena. ¡Santo Dios! Me he quedado dormida. Qué vergüenza. No es excusa,  pero es que llevo varias noches durmiendo francamente mal”, le explicó a Neville con las mejillas rojas  como un tomate. “No pasa nada. ¿Prefiere té o café, Selena? Lo que sea se lo preparo de nuevo. Me temo que éstos ya se han enfriado ”, le comentó Neville, levantándose de su butaca. “Café con un poquito de leche, si no es mucha molestia”, le pidió la mujer. Al regresar de nuevo, por fortuna, se la encontró despierta. Le tendió la taza de café con un poquito de leche y le sirvió el bizcocho en un plato de postre. Ella se tomó su tiempo, degustó el café y paladeó el sabroso bizcocho. Neville no dio en ningún momento muestras de impaciencia. Mientras la observaba tuvo la descacharrante idea de que estaba asistiendo a una obra de teatro sentado en el escenario, ni en el palco ni en la platea, en el mismísimo escenario junto a los actores que la representaban. Al acabar, se limpió con la servilleta, la dobló, la dejó con cuidado debajo del plato de postre en el que no había dejado ni una miguita, carraspeó, levantó los ojos y los clavó en los de Neville. Su forma de mirar le asustó un poco. No se la esperaba. De hecho, había imaginado entretanto daba cuenta del bizcocho, que tendría una mirada dulce, incluso tierna, y lo que en verdad encontró le hizo sentir un escalofrío. Igual es una vieja bruja. Un arpía, pensó. “Usted me dirá”, le indicó, invitándola educadamente a hablar de una vez por todas. 



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lunes, 19 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 10

A LA MAÑANA SIGUIENTE  con la resaca del amor pegada en la piel  despertaron más tarde de lo previsto. Margaret tuvo que correr para no llegar tarde al trabajo mientras Neville como oso perezoso remoloneaba entre las sábanas. Antes de abrir los ojos rememoró una de sus viejas carreras. Palmo a palmo revisitó todo el circuito de Le Mans. La conciencia de los límites había sido siempre su estrategia cuando se subía a un automóvil. De los límites tanto suyos, como de la máquina que pilotaba. Esa era la única vía para realizar una vuelta perfecta. Aprendió que aplicar eso mismo a la vida en general, al día a día, resultaba ser un buen plan. Te llevaba por lo general a ser un buen hombre. Quien conoce los límites no suele extralimitarse, porque en la mayoría de los casos posee unos principios que le impiden hacerlo. Pensó en Aldo mientras se daba una ducha rápida y se vestía. Interrumpió el curso de sus pensamientos durante el  desayuno con Margaret. Y tras ayudarla a ponerse el abrigo, besarla, cerrar la puerta de la calle, y quedarse solo en casa, se dio permiso para reanudar de nuevo sus cavilaciones. No se engañaba acerca de lo que pensaba sobre Aldo. Su reputación no coincidía básicamente con lo que Neville conocía de él. En algunas ocasiones la visión que el conjunto de unos individuos tiene sobre uno está muy lejos de la verdad. En el caso de Aldo probablemente ocurría eso. Lo de ser notario iba parejo a un aura de respetabilidad que Aldo en realidad no poseía. Neville conocía no de primera mano, pero sí por fuentes fiables de las que difícilmente podía dudar, que la mayor parte del patrimonio que poseía Aldo no lo había obtenido lícitamente de su labor como notario, ni su viudez había sido tan triste como pretendía hacer creer. Por ello, cada vez que llamaba al timbre de su casa con el cuento de sentirse observado por miles de ojos, Neville sabía que lo que escondía era el miedo a ser descubierto. Estaba convencido de que la idea de casarse de nuevo estaba ligada a acrecentar su respetabilidad. Lo de la chica de veintiocho años de la noche anterior o había sido un desliz o tenía una explicación que él desconocía a esa hora de la mañana del quince de febrero. Cada una de las veces en que a Neville le habían hablado sobre las andanzas secretas de Aldo, se recordaba a sí mismo que en verdad no eran amigos. No les unía la amistad que surge de las afinidades, de entender la vida de la misma manera, de compartir una forma de estar en el mundo, de la libre elección. Ellos sólo se conocían desde niños. Por esa razón podía ver en él, con mayor facilidad, lo que ocultaba al resto. También porque al contrario de Aldo, Neville era un tipo sereno que le gustaba observar más que hablar. Prefería ser dueño de su silencio a esclavo de sus palabras. Y Aldo era bastante bocazas con tal de presumir. Procedían del mismo entorno, de una infancia compartida en la calle Desesperanza. No eran pobres. Sin embargo, habían aprendido desde temprana edad, que debían estar agradecidos por tener un plato en la mesa en cada comida. La casa de uno estaba a sólo dos casas de la del otro. Si la madre de Neville tenía en los bajos de su casa una tienda de miel y mermeladas; los padres de Aldo, en la parte de atrás de la suya, arreglaban zapatos como anteriormente lo habían hecho sus abuelos. Neville sin esforzarse mucho, sentado esa mañana en su butaca de lectura, podía recordar el momento exacto en el que comprendió que su vecino Aldo usaría todas las martingalas necesarias para medrar en la vida. Supo que ascendería sin importarle el cómo, porque se percató muy pronto de que Aldo carecía de principios. Si podía sacar provecho de una situación no dudaba en utilizar o traicionar a quien fuese, también al propio Neville. A esa altura de la vida sabía que Aldo era lo contrario a él. No tenía conciencia de los límites. No tenía principios. No era un buen hombre, ni le importaba serlo, sólo aparentarlo. Realizar dos propuestas de matrimonio a la vez a dos mujeres distintas era una falta de respeto, era burlarse de ellas y de su dignidad, era extralimitarse, era algo que sólo podía llevar a cabo una persona como Aldo. En el instante en que (sin reservas ni cautela alguna) les explicó sus intenciones, Neville no sólo sintió sorpresa, también un profundo asco. Por eso, le costaba no entrometerse. Había incluso pensado en advertirlas. En llamarles la atención sobre el egoísmo y la maldad de Aldo. Pero no fue hasta esa mañana cuando realmente supo qué hacer. No haría nada. Al revés de lo que creía él no tendría que hacer nada. Sentado en el estudio de su hogar en esa mañana posterior a la celebración de San Valentín, veía lo que no había visto en los días anteriores.  Vio lo que acabaría sucediendo. La certeza era absoluta. No le resultó extraño verlo con tantísima claridad. Lo que había presenciado en la noche anterior en la calle de los restaurantes le llevó a saberlo. Era cuestión de horas: las dos le dirían que sí. Aceptarían su propuesta. Ellas mismas colocarían al notario en una situación de la que sólo podía salir mal parado. A Aldo le estallaría en la cara. Neville estaba convencido de ello. No sabía si por imprudente, por un exceso de confianza o de ego, o porque había perdido en cierto modo el juicio, o puesto que sencillamente se lo merecía.  Pero lo cierto es que le estallaría. Y él estaría allí en silencio observando. 



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viernes, 16 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 9

ENGALANADOS  como en la última Nochevieja, sobre las ocho y cuarto de la tarde del catorce de febrero, Margaret y Neville dejaron atrás su hogar. Cogidos de la mano, caminaron hasta la calle de los restaurantes donde se encontraba el mejor restaurant del lugar, al que ellos se dirigían. Neville se sentía enorme, puesto que había acertado de lleno al regalarle la lámpara. A Margaret en verdad le había gustado. Enseguida encontró el sitio ideal para colocarla: el alféizar interior de la ventana de la cocina, al lado de la mesa, donde juntos desayunaban y cenaban. Estaría a la vista de los dos. Entre ambos. Iluminando sus conversaciones. Para Neville que Margaret decidiese situar la lámpara en la cocina, que era la estancia predilecta de ella, fue motivo de orgullo. Conocía a su mujer. Sabía qué regalarle. Sabía cómo hacerla feliz. Para mayor gozo y sorpresa, ella le había regalado el lienzo de un artista local que dos semanas atrás subastaron en línea y por el que él había pujado. La puja de Neville había sido irrisoria en comparación a la que finalmente se adjudicó el cuadro. Ese día ignoraba que quien había pujado con una cantidad que él entendió como desorbitada era Margaret. Cambió totalmente de opinión al tener el lienzo en sus manos y saber que era suyo. Valoró muchísimo la determinación de Margaret por hacerse con la pintura para que sólo él la tuviese. Comprendió que ni siquiera el paso del tiempo desalentaba a su mujer cuando se proponía bajar la luna para él. Pensarlo le colmó de una alegría sin igual. Además ese mismo día en su buzón postal había encontrado el ejemplar de la revista ‘7.000 RPM’. El año de suscripción había comenzado a correr. Se sintió bien, muy bien, durante toda la jornada; y en esa hora, andando por la calle con su esposa se sentía incluso mejor. En el momento en que accedieron a la calle de los restaurantes hasta un alienígena hubiese averiguado que esa tarde noche era de celebración. El movimiento, las luces, los andares cómplices, agarrados y confiados de los viandantes daban a entender que la velada era asunto de dos. Tal vez, ellos, por ese motivo, por estar el romance en el aire anduvieron alegremente, sin evitar sentirse festivos en exceso. De refilón, por el rabillo del ojo, unas veces él; otras, ella: observaban el interior de los otros restaurantes al pasar por delante. El suyo estaba al fondo de la calle. Se sentían a gusto. Despreocupados. Delante del ventanal del restaurant  ‘Manzanitas y canciones' , Neville, frenó en seco y atrajo a su mujer hacia él como un yoyó. “¿Qué te pasa?”, le preguntó Margaret. Neville no le contestó, hizo muecas con tal de llamarle la atención. Pero al ver que ella no le entendía, le susurró: “Mira dentro. En la segunda mesa de la izquierda. Miraaaa” Margaret, por fin, miró y vio. Sacudió a su marido para que se apartasen del ventanal antes de ser vistos, husmeando. Salieron pitando como chiquillos. “Vaya, vaya”, dijo Margaret. En ‘Manzanitas y canciones' disfrutaba de una velada romántica, Aldo con la mecanógrafa del coro. “Vaya, vaya”, repitió Neville. “Podría haberse lucido más, escogiendo otro restaurant. Siempre ha sido bastante tacaño”, acabó por decir. “No seas malo”, le indicó Margaret. “No soy malo. Y te prometo que hago de tripas corazón para no entrometerme. Pero, es cruel  no comentar una situación así. Es, incluso, antinatural”, dictaminó Neville, al valorar la postura a adoptar ante lo que habían visto. Margaret rio con ganas. “¿Crees que están celebrando el sí de ella a la propuesta?”, le preguntó a Margaret. “Ni idea”, le respondió. “Creo que en la cena se lo propondrá. Ella se sonrojará porque se sentirá ridícula, azorada y halagada a la vez. Y, después, se levantará, se acercará a él y le dará el bofetón que se merece”, comentó Neville relatando la escena que acababa de imaginar. “No le dará ningún bofetón. Le dirá que se lo tiene que pensar, que una decisión así no se puede tomar al tuntún. Él lo comprenderá y se sentirá enternecido y maravillosamente bien. Se marcharán del restaurant cogidos del brazo. Secretamente felices por la oportunidad que les da la vida a esa edad”, le dijo Margaret. “Ah, ¿sí?”, exclamó Neville, complacido de que su mujer entrase en el juego de imaginar. ”Sí, piloto“, le contestó  ella. “Nos vamos a divertir, tú y yo”, Neville le dijo al oído a Margaret mientras tiraba de sus braguitas y la acariciaba allí donde sólo él podía llegar, aprovechando que estaban en su restaurant quitándose los abrigos en el guardarropa repleto de prendas pero sin nadie ojo avizor. Dos horas después, cuando abandonaron el local abrazados, rebosantes de ternura, a puntito de abandonarse a la pasión, ansiosos por llegar a una casa vacía totalmente suya, fue Margaret la que frenó en seco, clavándole a Neville  el codo en el costado. “¡Mira!”, le indicó señalando la acera de enfrente sin poder ocultar ni el asombro ni la risa. Neville abrió los ojos a más no poder: del restaurant ‘A tus pies' salía Aldo muy agarrado a una mujer de no más de veintiocho años. Mucho más joven, alta e impresionante que Aldo. “¡Ver para creer!”, dijo Neville, sin dejar de parpadear. “¿Quién es? ¿La otra? ¿La del instituto? ¿En serio? ¡Pero si tiene doscientos años menos que él! ¿Tú la conoces?”, le preguntó a Margaret. “No. No la conozco. Pero si lo es, no imaginé  que fuese tan joven”, le respondió. “Yo tampoco. ¡Espera! ¿No será que ante la negativa de sus pretendidas o a que la espera se le está haciendo demasiado larga habrá comprado la compañía de una chica?”, le sugirió a su esposa. “¿A qué te refieres, Neville? ¿Crees que tu viejo amigo está paseándose por la calle, en este preciso momento, abrazado a una prostituta cuando hace sólo unas horas estaba cenando con otra mujer a la vista de todos ? ¿Tu amigo, el que pierde los papeles por sentirse constantemente observado como un pez en una pecera, el respetabilísimo notario, al que no se le ha conocido relación alguna desde que enviudó hace treinta años?”, le preguntó Margaret a su esposo, muy seriamente, mirándolo a los ojos. “Exactamente “, le contestó él. “¡Ay, Neville, es todo tan posible!”, le dijo ella. Muertos de la risa, se abalanzaron el uno sobre el otro, y así siguieron, ebrios de felicidad hasta llegar a casa y durante buena parte de la madrugada.



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miércoles, 14 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 8

Un sol dorado y brillante como moneda de oro recién acuñada, le dio la bienvenida; y aunque, le hizo entrecerrar los ojos, le calentó el espíritu y modificó su andar perezoso de ese día por un caminar más ágil. Pensó en ir a la búsqueda de Aldo para en última instancia hacerle entrar en razón, pero al plantearse la situación oyó en su interior la voz de Margaret instándole a no entrometerse. Decidió no hacerlo al menos en esa mañana. Aplazó la intromisión. Pondría toda su voluntad en alejarse del tema. Sin embargo, se conocía. Sabía que le costaría horrores no meterse en el asunto. Pensando en esto y en aquello, un niño arremetió contra él. Más bien, quedó encajado en su cuerpo como un balón en un tejado. Neville aguantó sin caerse. Satisfecho por no haber perdido el equilibrio y enfadado por los modales del niño, lo tomó de la capucha del abrigo, tiró de él, y le preguntó: “¿Adónde crees que vas corriendo de ese modo sin ni siquiera mirar al frente?” El niño lo miró de hito a hito, le sacó la lengua y salió de su campo de visión, más rápidamente de lo que él solía salir de boxes en las carreras. “¡Será posible!”, gritó. Cuarenta o cincuenta segundos después, sin verla venir, cogiéndolo totalmente desprevenido, Adelaida  Whitaker, se plantó frente a él y a pocos centímetros de su rostro, le preguntó: “¿Neville, ha visto a Niño Blas? Creo que ha vuelto a tomarme el pelo. No sé muy bien cómo. El caso es que lo he perdido de vista. Ha salido disparado hacia alguna parte. ¿Lo ha visto?” ”No. No. No. ¡Caramba, no!”, le respondió como pudo Neville. Maldiciendo a la nieve por no seguir cayendo hasta sepultarlos a todos. Sesenta o setenta segundos después volvió en sí. Adelaida Whitaker ya no estaba delante de él, ni a su lado. Sintió que se le acababa de parar el corazón. Casi que gritó que le trajesen un desfibrilador. Él mismo se lo aplicaría en su propio pecho. Se puso la mano sobre el corazón. Lo golpeó.  Oyó con la punta de los dedos como le respondía tímidamente. Respiró. Buscó con la mirada un banco donde sentarse. Vio una cafetería. A paso lento fue hacia ella. Entró y se sentó en una de las mesas. Agradeció que estuviese bastante concurrida. Deseaba sentirse anónimo. Que nadie reparase en él. Quiso ser camaleón para camuflarse; y por una fracción de segundo, borracho para beber y olvidar. Pidió un vaso de agua, un café y una porción doble de la tarta de arándanos y queso que había visto al entrar. “Nunca la he tenido tan cerca. Con su bello rostro tan pegado al mío”, se dijo a sí mismo. Acarició de nuevo su corazón. Siempre había tenido claro que quería morir de un infarto, acostado en la cama del dormitorio que compartía con su esposa, una tarde de agosto (mientras la ventana permanecía abierta) durante una tormenta que azotaba fuertemente el exterior. Furia y pasión. Silencio y paz. “Cada vez hay más posibilidades. Cada vez está más cerca", le dijo a su viejo y valiente corazón. Al rato de sentirse recuperado regresó a casa sin notar apenas que caminaba. Flotaba. Medio enamorado y tonto de remate, pensó. “Es bochornoso, Neville. A tu edad", se dijo. Tuvo ganas de abofetearse. Al entrar en su domicilio se miró en el espejo. Al encontrarse con sus propios ojos, se preguntó: si ella, si a Adelaida Whitaker, le resultaba atractivo. Al oír lo que acababa de pensar, se dio un sonoro bofetón. Se marcó los dedos en la cara y se prometió no salir más a la calle en lo que quedaba de mes. Entonces recordó que en tres días sería San Valentín, y como cada año, invitaba a Margaret a cenar. Se dio otro bofetón, esa vez, por imbécil. En unas horas regresaría del trabajo y él se moriría de ganas de entrar en ella como cada tarde. Su fortuna era que podía hacerlo. Desde que se conocieron ella había puesto su cuerpo y toda su esencia a su disposición. Se abría a él; y él, hacía con ella lo que le venía en gana. “La fortuna es que puedes hacerlo. Realmente, eres imbécil Neville”, le dijo al tipo del espejo. Se excitó sólo de pensar todo lo que durante una existencia en común habían hecho juntos.



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lunes, 12 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 7

LA NOCHE CAYÓ PROVISTA de una buena reserva de nieve. Su hijo les anunció que a la mañana siguiente se iría de excursión dos o tres días, a no ser que nevase muchísimo durante la madrugada y quedasen incomunicados. Neville (en un principio) no supo si rezar para quedarse incomunicado o para todo lo contrario. Al final rezó para que nevase a más no poder. Su casa era el refugio. Amaba a su mujer, y su hijo mediano siempre era la más entretenida de las compañías. En cambio, afuera, habitaban los locos y los lee pensamientos. Quedarse aislado el seis de febrero le pareció un inmejorable plan. Dios atendió a sus plegarias. Cuando descorrió las cortinas el miércoles siete de febrero sólo vio nieve, nieve y más nieve. No había signos de vida pululando más allá del cristal. Aplaudió y dio uno de sus típicos saltitos. Estaba radiante cuando entró en la cocina a desayunar. Margaret canturreaba y se deslizaba por la cocina como la bailarina por el teatro en mitad de la función del ‘Cascanueces’ la víspera de Nochebuena. Estaba en su escenario. Cómoda y segura de sí misma. La rodeó por la espalda, la pegó a sí, la abrazó ardorosamente y le besó la nuca. Los dos oyeron como su hijo estaba a punto de entrar en segundos. Se despegaron con delicadeza y sirvieron un copioso desayuno del que disfrutaron animadamente. Ninguno estaba molesto por tener que quedarse forzosamente en casa. Resignados o conformes la sociedad tras la pandemia del año dos mil veinte era así. Lo de permanecer entre cuatro paredes no se hacía raro. Real e injustamente era algo que ya no sólo se debía a la dureza de los inviernos. En menor o mayor medida, más  o menos a disgusto, ¿quién no estaba hecho a la costumbre de ver recortadas sus libertades? Además como la despensa de su hogar era el mercado de abastos de una excelente cocinera (de la que surtían materias primas de todo tipo y enlatados gourmet) y la cocinera estaba desayunando frente a ellos sabían que no pasarían hambre. Padre e hijo conocían de sobra que los siguientes días no serían en absoluto una tortura, sino al revés, en cada comida y en cada cena se chuparían los dedos. De manera que a lo largo de cuatro días, mientras Margaret cocinaba e ideaba recetas nuevas; ellos dos, ordenaron el sótano e hicieron reparaciones varias. Tareas a las que dedicaban sus esfuerzos siempre que se quedaban incomunicados. Tocaba a quien tocaba. En una suerte de lotería en aquella casa: quien quedaba atrapado tenía que arremangarse. Disfrutaron como niños del encierro forzado. A los tres les fue bien la desconexión. El hijo pudo dormir a pierna suelta sin atender al despertador, que buena falta le hacía. La madre cocinó y cocinó, a ritmo lento, que era como en verdad le gustaba cocinar. Y el padre recobró el equilibrio al no ser asaltado inesperadamente por voluntades y caprichos externos a él. Cada uno por razones diversas agradeció el parón. POR ELLO, cuando el once de febrero a primera hora descubrieron que no nevaba en abundancia, que las calles estaban transitables y que la rutina se imponía, sintieron ser objeto de burla de un aguafiestas. Después de desayunar con menos alegría que en las mañanas anteriores: el hijo, se despidió de los padres, y puso rumbo a su residencia habitual a unos cientos de kilómetros al norte; Margaret, besó en la boca a su marido, y caminó con brío hacia el trabajo, notando en cada músculo el anticipo de la adrenalina que empapa las cocinas profesionales; y Neville, con el sabor de su mujer en los labios, se quedó desganado mirando a través del ventanal. Tuvo que obligarse a salir de casa, a no prolongar más el aislamiento, a volver a caminar evitando los resbalones. 




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viernes, 9 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 6

“¿Puedo pensar que se ha vuelto loco, sin parecer que el loco soy yo?”, le preguntó Neville a Margaret, mientras caminaba cogido de la mano de su esposa. “No está loco. Se siente viejo y solo. Está asustado”, le indicó Margaret. “Pues la forma que ha ideado para remediarlo es bastante disparatada”, apuntó Neville. “Puede. Pero cosas más raras se han visto”, le contestó ella. “Me saca de quicio él y sus argumentos sin pies ni cabeza. ¿Lo has oído, Margaret? ¡Por el amor de Dios! Dos propuestas de matrimonio a dos desconocidas, que si reaccionan bien se reirán en su cara, y si reaccionan mal, le darán un merecido bofetón. Qué ganas de hacer el ridículo.“ Neville hablaba más para sí, que para ella. El asombro lo llevaba siempre a querer aclarar las ideas en voz alta. “Le he oído. Claro que le he oído”, le respondió Margaret sin poder contener la risa. Como cada una de las veces que en su vida en común eran testigos de situaciones realmente absurdas, ambos se miraron cómplices y estallaron en carcajadas. No pararon de reír hasta que se detuvieron frente a la puerta del centro donde ella trabajaba. Se despidieron demasiado amorosamente para lo habitual en la gente de su edad y para un matrimonio de décadas. Había veces que parecían novios que acababan de estrenar el mundo. Neville dio la vuelta y regresó a su casa hablando de nuevo consigo mismo. Al rato de llegar, cuando hacía poco más de diez minutos que intentaba leer sentado en su butaca, llamaron al timbre por segunda vez desde el amanecer. Resopló, se levantó, pasó por delante del escritorio y tras recorrer el largo pasillo y bajar un tramo de escaleras, llegó a la puerta. Una sonrisa como de mediodía abrazada a un paquete le dio los buenos días. Era la sobrina de Adelaida Whitaker (la que menos se parecía a ella)  con la lámpara que había comprado el día antes. Neville se dio una palmada en la frente. Con todo el trajín de Aldo había olvidado por completo el regalo de Margaret y el reparto con la furgoneta. Le pidió disculpas a la chica. La chica rio. Tenía una risa limpia. Agua fresca en la mañana. Se ofreció a subir la lámpara hasta el piso. Neville accedió. Hizo aspavientos de lo bonita que le resultó la casa. Al despedirse, así como de corrillo, le confesó que ojalá de joven se hubiese casado con su tía. Neville sintió moverse el piso a sus pies. Se tambaleó y cerró la puerta de la calle como pudo. Directamente se fue al baño, presa de un fuerte retortijón de barriga. Sentado en el retrete, y después durante el resto de la mañana, no paró de preguntarse: ¿cómo diantres aquella muchachita podía leer su mente y saber de la existencia del terco pensamiento que se agarraba a su cerebro cada vez que veía a su tía? La exquisita crema de puerros y el pollo al limón que Margaret le preparó para comer la noche anterior, lo reconfortaron enormemente. La jornada le estaba resultando extraña y bastante exasperante. Al menos, en la comida de Margaret y en su cocina, halló la paz del hogar. Mientras fregaba los platos se prometió tener una tarde tranquila. Se sentaría en el escritorio y se sumiría en el aburrido letargo de la memoria; hasta que la vida que habitaba en el cuerpo de Margaret, le hiciese quedarse sin aliento. Se sentó, bostezó, hojeó las páginas que tenía escritas y cuando fue a transcribir el último audio que había grabado sintió terror. Auténtico terror. Una pregunta que le pareció horrorosa se instaló inesperadamente en su cabeza: ¿ y si era la propia Adelaida Whitaker quien había alertado a su sobrina sobre su enamoramiento? Imaginar que ella lo sabía, o peor, que incluso lo supiese desde siempre hizo que se le cayese el alma a los pies y que la hora se hiciese añicos. Estaba preparado para todo en la vida, excepto para que Adelaida Whitaker leyese su interior como leía una partitura musical. Deseó que el día acabase de una vez por todas. De vivir solo se hubiese acostado inmediatamente. Correría las cortinas, apagaría las luces y se metería debajo del edredón. Al llegar, Margaret, lo vio ordenando el escritorio. Intuyó que estaba nervioso. Neville encontraba en el orden, sosiego. Para cuando se sentó en la butaca como cada tarde, el rostro de su marido lucía relajado. Si para ella fue muy hermoso hacer el amor en esa hora con él; a Neville, le liberó. Hacía pie dentro de su mujer, cuando el exterior andaba revuelto.



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miércoles, 7 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 5

A LA MAÑANA SIGUIENTE mientras los tres (padre, madre e hijo mediano) disfrutaban del desayuno, llamaron al timbre. Neville fue quien abrió la puerta e invitó a pasar a Aldo. Acudía a él (como siempre después de una pelea) con muestras de un pesar profundo. Llevaba consigo debajo del brazo una bandeja con un surtido de pastas y pasteles; y en la boca, la vieja cantinela de que se comportaba mal porque se sentía como un pez en una pecera. Continuamente observado. Le agobiaba notar tantísimos pares de ojos puestos en él. Hasta que llegaba la hora en que estallaba, se desdoblaba y de forma tosca salía al exterior. Invariablemente Neville era quien pagaba los platos rotos. Su amigo más antiguo. Aldo ponía mucho énfasis y teatralidad en la explicación. Era la risa de los tres hijos del matrimonio, que desde niños, a sus espaldas le parodiaban desternillándose. Entretanto daban cuenta de la bandeja, Neville, no pudo evitar notar un cambio súbito en el humor del hombre. De golpe y porrazo, vio como internamente se tronchaba de risa. La risa de quien oculta algo y se muerde la lengua para no desvelar. Miró a Margaret y a su hijo para que ambos viesen en Aldo lo mismo que él veía. En unos segundos otros tres pares de ojos le observaban en silencio. “¿Cuál es tu secreto? “, le preguntó Neville. Margaret casi se cae de la silla de la sorpresa, en el mismo instante en que su hijo vio imposible ocultar la risa. Su padre no solía ir con disimulos. Era franco hasta dejar desnudo al de enfrente. “Todo va a cambiar en los próximos días. Voy a realizar dos propuestas de matrimonio”, le respondió a su viejo amigo, mirándole a los ojos seriamente. Al pronunciar aquellas palabras se le había borrado todo rastro de estar riéndose para sus adentros. Se puso serio en exceso. Como si en vez de a Neville fuese a su propio padre a quien le daba la buena nueva. Esa vez fue Neville quien casi se cae de la silla de la sorpresa. Margaret y el mediano de sus hijos se dieron un codazo sin mediar palabra. Eran todo oídos. Todo atención. De pronto aquella primera hora de la mañana se había convertido en un ínterin de lo más entretenido. “Dos. Ni más, ni menos” , subrayó Neville. “Sí. La primera, a Selena. La mecanógrafa del coro. La segunda, a Evelyn. Una de las profesoras del instituto”, les informó  Aldo. ”¿Ellas saben que existes?”, le preguntó Neville. “¡Menuda pregunta estúpida!”, respondió molesto Aldo. “Selena me conoce de siempre. Es la mecanógrafa del coro desde hace más de treinta años. Y Evelyn me saluda todos los días en la cafetería. Nos cruzamos en la puerta desde hace al menos unos cinco cursos”, le explicó Aldo. “No me refiero, viejo tonto, a si te conocen de vista. Te estoy preguntando: ¿si tienes tratos amorosos con ellas? ¿Si ellas saben de tus intenciones?“, le aclaró Neville. “No, a lo primero. Sería indecoroso sin estar casados. Y no, a lo segundo. No tienen por qué saberlo. Salvo vosotros tres, nadie más conoce mis planes. Es un secreto. ¿Lo comprendes, Neville? Un secreto, es un secreto. Ellas no tienen forma de saberlo. A no ser que vosotros les vayáis con el cuento, tras marcharme de vuestra  casa”, les dijo Aldo. “Creo que hasta aquí ha llegado esta conversación, Aldo. Margaret, ¿quieres que te acompañe al trabajo? Y, tú, muchacho, ¿no habías quedado?”, les espetó Neville mientras respiraba profundamente, se levantaba de la silla y deshacía la improvisada reunión. Margaret se levantó a continuación, su hijo también. Besó a padre y madre, se puso el anorak y salió a la calle sin poder parar de reír. Había quedado con un par de amigos para organizar una caminata de dos días por el bosque nevado en el que jugaban de críos, durante las temporadas en que la familia pasaba allí las vacaciones. Margaret desapareció unos minutos y regresó de nuevo enfundada en su enorme abrigo de plumas y en sus botas de piel y lana. Cogió de la mano a Neville y lo arrastró hacia la calle. Aldo les siguió. Se había quedado mudo tras la reacción de su amigo. Dobló en la primera esquina sin despedirse, intentando calmar la agitación que notaba en el pecho. Repetía para sí, en bucle, cada palabra dicha y llegaba cada una de las veces a la misma conclusión: la reacción de Neville sólo podía deberse a los celos. 



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lunes, 5 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 4

Cada tarde que pasaba en el escritorio sin darse cuenta se le iba el tiempo. No reparaba en la hora qué era hasta que su nariz percibía el olor del jabón que Margaret utilizaba al ducharse, y notaba en su coronilla, los labios de ella: besándosela. No la escuchaba abrir y cerrar la puerta de la calle, ni la oía entrar y saludarle, ni atendía a su prisa por meterse corriendo en la ducha antes de nada. Sólo volvía en sí realmente cuando se dejaba caer a su lado (en la butaca situada junto al escritorio) con una sonrisa feliz dibujada en el rostro magnífico y cansado.  Al contemplarla recién salida de la ducha y con la bata de estar por casa entreabierta regresaba de allá dónde hubiese pasado la tarde al presente. Margaret tenía diecisiete años menos que él. Y se notaba. Siempre lo había notado. Puede que cada día lo notase más, y tal vez, en alguna hora le llegase a molestar. Pero por el momento encontraba la diferencia de edad como un elemento estimulante. Desde que la conoció se lo había parecido. Le fascinaba ser el centro de atención de una mujer más joven. Le resultaba adictivo. Adoraba como ella se instalaba en el hueco de su cuerpo, como se abrazaba a él, como lo hacía sentir su hogar, no sólo su hombre. Ambos sabían qué podían esperar y qué no del otro. Se respetaban. Se complementaban. Se deseaban. Se amaban. En un baile de a dos, como en un ritual de apareamiento, en una especie de necesidad a esa hora ella y él eran uno. Dos cuerpos, un deseo. Cada tarde de cada día se sentían más vivos e inmortales y menos vulnerables en el placer del otro. Podría decirse que el sexo les hacía sentirse valientes y el buen sexo unos privilegiados. Unos minutos antes de cenar oyeron la puerta de la calle y por la forma de caminar y de silbar, se miraron a los ojos y sonrieron, al comprender que el mediano de sus hijos iba a quedarse unos días con ellos. De los tres hijos que tenían era el que tendía más a sorprenderles con sus visitas. En la misma medida en que el mayor era el serio y formal, y la pequeña la inteligente y divertida, el mediano era el valiente y extrovertido, al que le gustaba más improvisar sobre la marcha. Así que como por arte de magia allí estaba de pie en mitad del estudio achuchando a su madre, chocando los cinco con su padre. Interrogándoles sobre sus días y sus noches. Neville estaba orgulloso de igual manera del buen corazón que poseían sus hijos; como de la relación de amistad, cercanía y confianza que había logrado establecer con cada uno de ellos. Cuando Margaret quedó embarazada del mayor, se prometió ser un padre al que su hijo pudiese acudir, se prometió tener siempre una respuesta y un abrazo en cada ocasión que su hijo la necesitase. Deseó ser lo opuesto a lo que su padre había sido. Lo consiguió. Jamás ninguno de sus hijos había encontrado en él un signo de rechazo, de desprecio o de hacer de menos su valía, su esfuerzo, sus sueños, sus logros. Desde la infancia Neville en su casa había experimentado la dureza de ser ignorado, de ser rechazado. Y, puesto que conocía de primera mano, la clase de erosión que serlo provoca en el corazón y en la confianza de un niño; nunca quiso algo semejante para sus hijos. No quiso para ellos una existencia anhelante de una palabra de reconocimiento, de un gesto de aprecio, una vida sin calor y amor. Sabía que si él era un tipo duro y noble, y si poseía la templanza para controlar las situaciones más adversas y salir de ellas sin ayuda, era porque su padre jamás sintió el más mínimo interés por él: ni de niño, ni de joven, ni de adulto. Nunca obtuvo su respaldo y mucho menos le tendió la mano. No pudo contar con él, celebrar, llorar, reír, disfrutar, y estaba al tanto de que cuando a sus oídos llegaban sus logros (los territorios que iba conquistando) siempre los hacía de menos. Sin embargo, Neville, aun a pesar de haberse convertido en un hombre de una gran solidez; de tener la facultad de variar la historia, la hubiese cambiado por ser un hijo amado, del que un padre se siente ilusionado y orgulloso. Cierto era que la fortaleza de su carácter y de su mente le habían llevado a conseguir sus sueños profesionales y personales; pero, por el contrario, había tenido que aprender a vivir y a lidiar con un niño rechazado en su interior. De adolescente, no tanto de joven (quizás por ello no le declaró su amor a Adelaida Whitaker) le provocaba un miedo irracional sentirse rechazado. Con la vida comprendió que no había ninguna tara en él, que las personas podemos gustar más o menos, ser aceptados o no, bienvenidos o no, pero eso no cambia nunca quienes somos. Con el rechazo nadie puede borrar del mapa a otro ser, modificar nada de su existencia, anular los triunfos, ensalzar las  derrotas. A decir verdad, la mayoría de las veces (puede que todas) la cuestión que ofende de nosotros está interiorizada en quien nos rechaza. Es más un problema del otro que nuestro. En no pocas ocasiones, también al peinar canas, comentó que de poder elegir hubiese preferido tener un padre ausente al uso; de los que se largan y ya no los ves más, a uno que incluso estando presente está más ausente que nadie. Lo hubiese preferido por la sencilla razón de que lo que le provocaba dolor y una inmensa tristeza estaba a la vista cada día. El rechazo se producía en sesión continua. No era temporal, fruto de una mala hora, no era algo que iba y venía. No. Nunca variaba. Eso era lo peor. Era una certeza perenne. Hiciese lo que hiciese, su padre jamás daba muestras de que él existía. No lo veía. Podía estar delante, una y mil veces, que Neville no sólo se sentía ignorado, también trasparente e invisible a ojos de su progenitor. Unas Navidades mientras montaba el árbol con sus tres hijos, mientras la pequeña le entregaba con sumo cuidado cada una de las bolas a colgar, reparó en que eso era algo de lo que el niño que fue jamás había disfrutado, y de repente, vio como nunca antes a su padre. No creía en nada. Su padre no creía en nada. Ni en Dios, ni en sus congéneres, ni en la familia, ni en su propio hijo. Su existencia tenía la raíz en una falta total de fe. Por vez primera sintió sincera lástima de él porque era demasiado a lo que había renunciado voluntariamente. Se preguntó qué provecho había sacado (en lo personal) de ser así.



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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viernes, 2 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 3

Allí desde hacía poco más de un año escribía sus memorias como piloto de automóviles. Dieciocho o diecinueve meses antes una editorial había contactado con él para que registrase en negro sobre blanco sus carreras. Debía contar su experiencia en las 500 Millas de Indianápolis, las 24 Horas de Le Mans, las 24 Horas de Daytona, las 12 Horas de Sebring, y el París – Dakar. No era escritor. Nunca lo había sido, ni tenía intención de serlo. En esos meses, en ese año largo, en ese tiempo como mucho le había cogido el tranquillo a pasar a limpio sus recuerdos. Cuando aceptó el encargo de la editorial tras no pensárselo mucho, le asignaron un editor: Roy Stirling. Un joven risueño de cabello despeinado como si en todo momento acabase de sacarse un jersey por la cabeza; que para su sorpresa, sentía por el automovilismo y sus leyendas un fervor parecido al que él sintió en su día. Sin saber la razón congeniaron desde el minuto uno. Roy le sugirió a Neville que grabase audios con lo que iba recordando y luego los pasase a limpio en un cuaderno. Y es lo que hacía. Después (cada pocas semanas) se reunían alrededor de una mesa de un restaurant. Neville le entregaba el cuaderno, y Roy lo leía seriamente delante de él. Le hacía preguntas. Aclaraban dudas. Se podría decir que trabajaban mano a mano en el texto, pero no. Neville que no era ni un falso ni un falsario reconocía que era Roy quien daba forma a sus recuerdos convirtiéndolos en una narración entretenida, en una historia. No le había confesado a nadie en todo un año que después de salir de sus reuniones con Roy sentía unas enormes ganas de renunciar a la farsa que era como secretamente llamaba al proyecto; y si en el último momento no lo hacía era más que nada por no decepcionar al muchacho. De sobra sabía que él podía dedicar sus horas a tareas más gratificantes, porque tanto recordar a veces le provocaba dolor. Se encontraba a sí mismo en la carcajada como en la lágrima. Transitando de la una a la otra. Al hacer inventario de toda una vida uno era todavía más consciente de hasta que punto existir es extraño. Día tras día en su escritorio era testigo de como no sólo a él, sino a todo el mundo la vida instintivamente le lleva del dolor a la alegría, de la tragedia a la gratitud, de la muerte a la vida y de la vida a la muerte. Vivir nos enseña que la vida jamás se detiene, ni en lo bueno, ni en lo malo. Nos va destrozando mientras Dios nos cubre de bendiciones y de amor. Por ellas, lo que sea menester, pensaba Neville. Una tarde de principios de agosto, quizás enfadado, puede que lleno de rabia, en uno de sus cuadernos escribió: “Qué nos desgarre la vida, qué nos arranque la piel a tiras hasta llegar a viejos cuando no sirvamos ni como relleno del pavo de Acción de Gracias. Lo que sea, con tal de no morir jóvenes dejando un bonito cadáver. Eso sí que es una faena, y no, las cicatrices en el cuerpo y en el corazón por el coste de vivir.” Un párrafo que recibió el aplauso de Roy Stirling. Si bien, Neville pensó que era demasiado joven para entender su real peso, lo desgarrador que había en él, la renuncia. La muchísima renuncia. Hacerse viejo no viene a ser algo muy distinto a ir renunciando a todo lo que has amado durante años y años. No es muy diferente a ir diciendo adiós y aun así seguir adelante con coraje. Hacerse viejo es la más larga de las despedidas. 



LOS INQUIETOS 

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