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domingo, 30 de septiembre de 2018

COMO LA LLUVIA A LA TIERRA



«Quiero tu horizontalidad.
Y tus tres palabras en alemán:
depositadas en mi oído.»
Nocturno en berlinés / Mike Brodeur―



La señora Hundley, dejó lo que estaba haciendo y se puso a mirar por encima de mi hombro, arrugando la nariz y carraspeando por detrás, al darme cuenta entendí que estaba en el buen camino, supe que en aquel catálogo estaba la información que buscaba sobre el ejemplar descatalogado de Nocturno en berlinés, que tenía para mí a esas alturas todas las hechuras ya de un incunable. Entonces, oí que musitaba un infantil: «¡Cáspita!», y a mí me entraron ganas de contestarle con un «Cachis…», pero no, me mordí la lengua. La señora Hundley, era una bibliotecaria surrealista, porque era celosa y avara con los libros que poblaban la biblioteca, que por cierto era una de las más desconocidas, ―se entiende como consecuencia de su celo― y ricas de Canadá. Aquella mujer trataba los libros como si fuesen de su propiedad, y espantaba a los lectores, y qué decir, si el lector quería echarle un vistazo a un libro que estuviera situado más allá de las dos primeras estanterías de novedades. Y ya, lo de querer bajar al sótano de la biblioteca o subir a la primera planta era misión imposible, a uno le entraban ganas de esperar a la noche y escalar la pared y saltar por la ventana al interior de la biblioteca antes que enfrentarse la señora Hundley. Pero más allá de las reticencias de la bibliotecaria o de mi propia osadía o tal vez fortuna, la realidad era que yo había encontrado en aquel catálogo la primera información contrastable sobre el libro desde que le seguía la pista, pues había llegado hasta allí a base de confiar en mi instinto y darme unas cuantas veces de bruces con los chascos a los que me abocaban las pistas falsas, pero ese día y allí, hallé una pista de la que podía comprobar su veracidad en unos pocos minutos. Estaba más cerca que nunca de tener en mis manos Nocturno en berlinés, uno de los pocos ejemplares de un volumen de poesía de una pequeña tirada que había publicado al regresar de Alemania, Mike Brodeur. Le había seguido la pista durante semanas, desde que en la granja de los Brodeur, exactamente entre las posesiones de Mike, me encontré con el manuscrito de un poemario escrito de su puño y letra. En aquel momento, pensé que eso era todo, que había escrito un poemario pero que jamás lo había publicado. Leerlo de su puño y letra me impactó. Cada uno de sus versos recaló en mi cuerpo con la dosis exacta para que encontrase el conjunto espectacular y necesario. Si hay, que la hay, una lectura distinta en cada libro para cada lector, para mí leer el poemario de Mike Brodeur fue como llegar a casa después de haber andado muchísimo, o como sentarme frente una chimenea donde arde un buen fuego después de haber estado durante bastantes horas a la intemperie. Compartir tiempo y vida, conversaciones, o sencillamente una estancia en silencio con Mike Brodeur, siempre me había hecho realmente feliz, y en ese momento, ese hombre, volvía a hacerme feliz a través de sus versos. Por ello, solté un gritito de sorpresa, cuando un sábado registrando de nuevo la librería repleta de poemarios de Margot en su granja, al tomar entre mis manos un pequeño volumen, vi por casualidad, ―aun si bien no creo que las casualidades como tales existan, sino creo que todo es una correlación de energías y fuerzas invisibles en las que el destino une la vida de los unos con los otros de una manera indemostrable y también ingobernable y poco predecible―, en el índice de la colección, exactamente en la decimocuarta posición, el título: Nocturno en berlinés. Y fui, en ese momento, consciente de que no pararía hasta encontrarlo y tenerlo frente a mí. Entonces no pensé que fuera a costarme tanto, pero sí, la búsqueda fue toda una aventura que comenzó cuando comprendí que por mucho que me extrañase y escudriñase, Mike Brodeur, en su granja no tenía ejemplares de sus obras, me había pasado con el libro Nada nuevo bajo el sol y ahora con el poemario. Lo busqué con lealtad, con fe, con esperanza, no tiré la toalla en ningún momento, había en la búsqueda bastante de desafío. Pensé, aunque pueda sonar absurdo, que Mike Brodeur volvía a desafiarme como siempre lo había hecho con su enorme inteligencia y su gran corazón. La vida junto a Mike Brodeur siempre resultaba apasionante y adictiva, a su lado, te convertías en un adicto a la vida, y vivir se tornaba en lo realmente perentorio. Es más, la vida era Mike Brodeur, y a través del espacio y del tiempo volvía a zarandearme y a marcar de nuevo su impronta en mí y a redescubrirme algo que yo ya sabía: cuán de importantes y necesarias son algunas personas para el resto. Son como la lluvia a la tierra. De no existir, nunca, jamás seriamos consientes de cómo ésta es capaz de oler, de cuánto se despiertan nuestros sentidos al existir, de cómo y hasta dónde somos capaces de sentir. Sí, hay fenómenos como la lluvia en la tierra, o seres como Mike Brodeur que nos ensanchan los sentidos hasta que la vida se funde en nuestro ser. Fenómenos y seres absolutamente necesarios para saber quiénes somos en realidad. Y una vez en la biblioteca bajo la atenta mirada de la señora Hundley sólo sentí agradecimiento, un infinito agradecimiento al Universo, por poder estar de nuevo tan cerca de él. Nocturno en berlinés, era él, y después de leerlo, allí sentada, después de que la noche cayese sobre la biblioteca, y que la señora Hundley me echara con cajas destempladas, supe que aunque no me llevase conmigo el volumen; la aventura, el encuentro y lo que había provocado en mí, era el verdadero tesoro, era lo que nadie podría arrebatarme jamás, y al fin y al cabo, me dije al salir del edificio y respirar el otoño: «Lo que realmente somos es las huellas de los otros en nosotros».



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

miércoles, 26 de septiembre de 2018

martes, 25 de septiembre de 2018

UN CERO SIN ESPERANZA



«Y tú vuelves a estar aquí conmigo, escuchando conmigo: el mar
ya no me atormenta; aquel
que yo quería ser es quien soy
―Louise Glück―



«Tiene la costumbre de dibujar círculos en el cuerpo de ella con la punta de sus dedos. Le gusta. Entonces, cuando están lejos el uno del otro, se concentra y rememora el sutil movimiento sobre su piel hasta conseguir sentir el pulso de la vida recorriendo la sien de ella en su propia sien, y se siente bien, en paz consigo mismo, con ella, con el mundo. La vida, juntos, tiene bastante de poesía. Hay tanto amor en ellos, un amor calmo sin bordes afilados, que todos sus gestos se vuelven minimalistas, y aun así, el uno al lado del otro siente la plenitud del ser. Se conocen tan bien, que con poco les basta; con estar, les basta; con pegarse el uno al otro, les basta. No necesitan tirar de grandes palabras, ni de actuaciones, ni de argumentos pomposos, ellos dos están, y están sin fisuras el uno junto al otro. A él le encanta observarla mientras pela nectarinas para los dos, y las trocea en pequeñito y se comen los trocitos en silencio. Hay algo en los gestos de las cuatro manos, de ese pasarse la comida, de ese comer el uno del otro, que unos ojos extraños comprenderían inmediatamente que lo que tienen es de lo bueno, lo mejor. Sin aspavientos, ni parafernalias, llevan años amándose. Desde el primer día se acoplaron los caracteres y el respirar.» Matthew Gergs colocó en ese punto un ticket del último partido de los Bisontes de Manitoba como marcador de lectura. Cerró el libro y se levantó a mirar por la ventana, sabía cómo terminaba el libro puesto que ésa era la tercera vez que lo leía, leer esa historia de amor definitiva y bien armada le daba confianza en la vida, le devolvía la fe en el amor. Los protagonistas del libro se mantenían juntos durante décadas, minimalistas y felices, y sólo la muerte les separaba, ―si es que la muerte puede separar algo más que lo físico―, pero lo cierto era, que primero moría, uno, y a la semana exacta, el otro. Lo significativo de esas muertes, para Matthew Gregs, no era quién de los dos había muerto antes, sino que el segundo había muerto de amor. «Sí, se puede morir de amor, aunque sea más infrecuente que de desamor. Sé puede», pensaba Matthew con cada relectura. Eso le agradaba. Le consolaba, sin saber exactamente la verdadera razón. Quizás el motivo por el que le llegaba a reconfortar tanto era porque de ese modo encontraba un sentido o una explicación elevada a la necesidad de enamorarse y de estar enamorado, a apostar por amar, en vez de no hacerlo. Matthew Gergs pensaba, que si uno se enamoraba y apostaba, existía la probabilidad, aunque fuese una entre millones, de llegar a conectar con un alma desconocida y ser tan grande la conexión que resultase posible sentirse plenos en el minimalismo de la intimidad, cómplices en la contención de las caricias y compinches en la abundancia de los besos, e incluso podía resultar posible, llegar a morir de amor. Leer ese libro, leer esa historia para él, era la garantía de que podía ocurrir, de que en el mundo esas cosas ocurrían, a los protagonistas de la historia les había ocurrido. Entonces, valía la pena intentarlo. Era aceptable. Se podía asumir el riesgo, aunque el resultado fuese un total desatino o un enigma, valía la pena. Matthew Gergs, ―me indicó, la otra mañana, tomando una cerveza en el porche de la granja de Margot―, que lo que no podía tolerar, era pensar en el cero. En que en su vida la posibilidad de que eso sucediese se redujese a cero. Lo que Matthew Gergs no podía sobrellevar era al despertar no tener un amor por el que apostar. Un motivo por el que sonreír. Una posibilidad convirtiéndose en algo. Un cero de camino al uno. Lo que Matthew Gergs no quería para sí era un cero. Un cero sin esperanza.




Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

viernes, 21 de septiembre de 2018

LOS NIÑOS BRODEUR



«Miramos el mundo una sola vez, en la niñez.
Lo demás es memoria.»
―Louise Glück―


La niña tiene sobre las piernas un álbum de recortes, uno de los niños unas tijeras y una barra de pegamento y el otro, un capazo redondo y viejo en el que va depositando una a una, las quebradizas hojas rojas que el viento ha arrastrado hasta sus pies. Están en su lugar de juego, en su reino de sueños. Los veo cada tarde cuando mis piernas que se ríen a carcajadas de mi paseo matutito me obligan a moverme, a dejar de lado lo que estoy haciendo en el interior de la casa y a salir a la búsqueda de tierra por la que andar. Sé quiénes son. Quiero decir, que sé quiénes son los niños. Son tres hermanos trillizos. Exactamente los trillizos de la granja de los Brodeur, una granja cercana. Los saludo al pasar. Ellos levantan la vista y dejan lo que están haciendo y me saludan con la alegría de los espíritus limpios y de pronto tal como están sentados, saltan como pequeñas gacelas, y corren con sus piececitos ilusionados hacia mí. Adele, la niña, me toma de la mano enseguida y los niños la siguen, primero Nathaniel, y luego Bernd, éste ya se agarra a la manga de mi camisa, al no quedarme una tercera mano para él. Los tres sienten la fascinación por mí de quien a través de ti puede llegar a un tercero, sienten fascinación por la contadora de historias, exactamente por las historias que les cuento de su abuelo. Pues la primera vez que vine a Manitoba hace años conocí por fin, en persona, a su abuelo, cuando ellos todavía entonces eran tan solo una hermosa y lejana promesa del futuro, y cuando tiempo después me los presentaron como personitas y les dije de pasada que había conocido a su abuelo, abrí sin darme cuenta, la puerta de sus deseos. Desde entonces no han sido pocas las horas que se han quedado pegados a mis talones, o más bien a mis palabras. Recuerdo una tarde de este verano que estando los cuatro en la cocina de mi casa vaciando una enorme sandía para hacer un gran farol, al comentarles que mi abuelo me había enseñado a hacerlo, vi como la tristeza por el abuelo ausente les tiñó su infantil rostro. Quise borrar inmediatamente su tristeza, como también quise recular y borrar las palabras que acaba de decir, pero hay algo que tienen las palabras dichas, y es que nunca más regresan dentro del tarro, una vez éste está abierto. Así que di un golpe de timón y encaré el barco hacia un punto en que a los cuatro se nos dibujase una sonrisa en el rostro y dejé de lado la sandía y fui hasta mi escritorio, revolví entre mis cosas y regresé a la cocina con algo que sabía que les haría muchísima ilusión: un libro de su abuelo que yo tenía entre mis pertenencias más valiosas y que había encontrado en una librería de viejo de Berlín. Su abuelo mucho antes de que ellos nacieran y mucho antes de que yo lo conociera en persona, había sido corresponsal en Alemania, y en aquella época escribió un libro que también ilustró. Siempre me había gustado su forma de escribir porque tenía un estilo muy particular que rallaba lo literario y una amplia visión sobre los acontecimientos del mundo que resultaba extremadamente enriquecedora. Mike Brodeur escribía sobre el mundo, al detalle, dejando entrever parte de su propia alma. En sus textos más personales cambiaba al periodista objetivo por el hombre, lo anteponía, y eso hacía de él un tipo realmente interesante, un escritor de los que al pulsar la vida, pulsaba algo en tu interior que te convencía de que aquel hombre era grande, y que se guardaba para sí, parte del mucho talento que poseía. En cuanto a sus dibujos, te indicaban, más de lo mismo: talento a raudales. Les entregué el libro a los niños, se titulaba: Nada nuevo bajo el sol. Y les dije: «Este libro lo escribió vuestro abuelo». Me miraron fijamente, habían heredado los tres, la mirada de su abuelo, una mirada negra que se te clavaba como un taladro, una mirada inquisitiva, que en unos segundos se transformaba en suavidad, generosidad, bondad, y, en una sonrisa, sí, los niños Brodeur y Mike Brodeur, sabían sonreír con los ojos, con la mirada. Cogieron con sus pequeñas y rechonchitas manos de niños, el libro, como si fuese algo que podía desaparecer de un momento a otro y empezaron a acribillarme a preguntas, el gen curioso de periodista de su abuelo había recalado también en ellos. Desconocía por qué no lo habían visto antes, como también ignoraba si en las estanterías de su casa tenían un ejemplar o varios del libro, pero de lo que no tuve ninguna duda es de que hasta ese momento nunca antes lo habían visto. No tenían edad para comprender ni mínimamente el contenido del libro, pero sí que había algo que comprendían y es que su abuelo existía también en negro sobre blanco como existían para ellos los héroes y heroínas de los cuentos. Fue Nathaniel, que era de los tres el más introspectivo, quizás el que más se le parecía, quien levantó los ojos del libro y me miro de hito a hito y me preguntó: «María, ¿mi abuelo fue un héroe?» Y le respondí: «Sí, rotundamente sí, vuestro abuelo fue un héroe. Es un héroe.» Y se lo respondí porque en verdad lo creía, no para contentar al crío, se lo respondí porque había conocido bien a su abuelo y a su manera siempre lo había sido. Mike Brodeur fue uno de esos hombres que calladamente hacen que el mundo avance, que los iletrados aprendan a leer, que los desinformados sepan dónde están y que la bondad de los seres humanos nunca quede empañada por la maldad. Sí, fue uno de esos hombres cabales y héroes, que no desfallecen ante la ardua tarea de poner los puntos sobre las íes, para que de ese modo, a nadie se le olvide diferenciar el bien del mal.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

LOS DÍAS DE AYER #DiaMundialDelAlzheimer



Ella está sentada en una esquina del salón, la han dejado allí junto a la ventana para que mire al exterior. Está sentada en una esquina, sola, como un mueble obsoleto o un estorbo. ¿Cuándo se rompió su vida? ¿Cuándo se rompió su memoria? Nadie la escucha puesto que para todos, sus frases, no son coherentes. Ella sólo habla de los días de ayer. Todavía conserva en su rostro la mirada dulce de la niña que fue, la piel de la cara se mantiene tersa, pura, suave, en cambio la piel de sus manos y de sus brazos se ha convertido en algo tan frágil como un papiro guardado en la Biblioteca de Alejandría. Dicen que no habla, pero no es cierto, dicen que habla sola o que le habla al aire y no es cierto: ella le habla a algún ser de su pasado alojado en su memoria, esa que ha olvidado el presente y se ha refugiado en los días de ayer. Ella está más a gusto, agazapada en la realidad que no partió, en esa realidad que se quedó inmaculada y detenida entre su infancia y su última juventud madura. Ella, habla de cómo corría por las calles de polvo, de cómo bebía del agua fresca que discurría por el arroyo del bosque, ella habla de lobos y de príncipes pastores, de almas muertas y de niños con las rodillas destrozadas, de hambre, de leche en polvo, de escasas onzas de chocolate, de lazos en el cabello, de muñecas de cartón, de veranos de trasiego... Dicen que no habla y no es cierto, su memoria ha escogido su tiempo, puesto que tal vez no le gustaba lo que estaban viendo sus ojos o tal vez porque para que siga existiendo el mundo, algunos seres deben dejar de recordar los días de hoy, para dejar espacio a sus primeros recuerdos. Quizás el Universo sólo tiene una capacidad limitada de memoria, y por ello, es ley de vida o indispensable que haya gente como ella que olvide, tal vez, en el Universo se inventaron los libros donde se escriben y se cuentan historias con ese mismo fin: el de dejar memoria libre, para que el resto, pueda seguir con sus vidas y pensar que el Alzheimer es una enfermedad caprichosa. Pero ella, sigue siendo la mujer de siempre: suave, ligera como el algodón, ella no es un estorbo, ella es una mujer a la que a veces se le enciende una luz en su cabecita y reconoce un rostro, recuerda un nombre, o formula una pregunta sincera y «coherente». Ella es la misma mujer de siempre, que quizás sólo le está haciendo un favor al Universo. ¿Quién sabe?



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz


*Nota:

A propósito del día de hoy, #DiaMundialDelAlzheimer , recupero este texto que escribí en marzo de 2009 y que se publicó en ocho revistas de España y Latinoamérica, entre ellas, también la revista de la Asociación Nacional del Alzheimer de España. 

miércoles, 19 de septiembre de 2018

UN CUENTO DE NAVIDAD EN OTOÑO




«¿Qué puedo decirte yo que no sepas
para volver a hacerte temblar?»
―Louise Glück―



El aire de la mañana olía a azúcar, a golosinas, a caramelo. El hada que tenía posada en su hombro le preguntó: «¿Eres verdaderamente consciente de cuánto te llega a amar la chica?». La llamó así: «la chica», no por bajita sino por lo joven que era comparada con él y porque él la llamaba de ese modo, aunque su verdadero nombre era América. Entonces él, al escuchar la pregunta, se quedó pensativo no porque no supiera qué responder, sino porque tenía miedo de verbalizar la respuesta. Puesto que, ¡claro que sabía cuánto le llegaba a amar la chica!, pero no le gustaba responder a ciertas preguntas, por lo que pudieran revelar de su forma de ser. Esa mañana el cielo estaba azul, limpio como una patena. Había acabado de nevar, ―la primera nevada del otoño―. Aquella nieve, era nada. Era sólo el comienzo. Era el prólogo de lo que estaba por venir. Sintió alivio al pensar en las gansas blancas, que desde hacía bastantes semanas habían surcado los cielos de Manitoba en dirección al invierno mexicano. La chica había dormido a pierna suelta. Siempre le pasaba lo mismo, como más inclementes y fríos eran los días y las noches, ella, vivía mejor y por tanto dormía mejor. La chica amaba la naturaleza salvaje y por eso se acompasaba con ella, como algo instintivo. Ella también era naturaleza salvaje, eso, lo sabía bien él, que tan distinto era de ella, tan cuidadoso en sus gestos y en sus actos, no como ella, que de sutil no tenía nada. Él que cuando la chica entró en su vida, adoptó una postura frente a ella, distante, para hacerse el interesante y el señor, para mostrar su poderío más allá de la diferencia de edad, de fuerza y de veteranía. Una postura que a todas luces fue comprobando conforme pasaba el tiempo que no la intimidaba. Es más, llegó a pensar que la chica ni siquiera reparaba en ella, que todos los esfuerzos de él para mantener la distancia entre ellos caían día tras día en saco roto. Ella era insufrible, una plasta de cuidado, que se hacía la sorda con tal de conseguir lo que deseaba. Ella insistía, insistía, e insistía hasta salirse con la suya, como una niña malcriada que llora hasta el berrinche para conseguir que sus deseos se hagan realidad. Pero, era justamente la determinación de ella de salirse siempre con la suya, lo que a él le hacía sentirse importante, y aunque no llevase en su intención confesarle a nadie nunca jamás que le encantaba sentirse único para ella, el hecho era que le encantaba. Y cuando ella corría hacia él, habitualmente cuando él estaba ensimismando en sus cavilaciones o atento al mundo pero indiferente a ella, se estremecía de satisfacción al oír como ella se aproximaba a su oreja y con una pasión y una firmeza rotundas se ponía a ladrarle como si en ello le fuese la vida, para que él levantase el culo y la acompañase hasta la linde de la finca para descubrir en el paseo todas las madrigueras habidas y por haber. A la chica le encantaba curiosear, salir a campo abierto, correr aventuras y peligros, y encontrarse con la vida a la intemperie; sin importarle, el clima ni la hora. A él, no. Él era más de salón, estaba tan calentito frente a la chimenea en invierno, y tan fresquito y sin mosquitos ni moscas en verano en una corriente de aire tras la puerta mosquitera que no comprendía qué beneficios podía sacar de estar rondando por el exterior. Pero ella, ¡ay, ella, siempre conseguía de él lo inconcebible, lo extraordinario! Y cuando con sus pestañitas, pestañeaba, y le miraba con sus ojitos apoyada con sus cuatro patitas bien firmes en el suelo y le decía amorosamente fascinada: «Pero, Millord, si no me acompañas tú, ¿quién?» A él, le daba casi que un jamacuco de felicidad. El corazón se le aceleraba y le latía como si en un solo día pudiese vivir todas las primaveras, los veranos, los otoños y los inviernos de su vida. Él se derretía con ella, tanto que en esas horas estaba inventándose un cuento de Navidad en otoño para contárselo y satisfacerla, porque en la última de sus andanzas cuando regresando a casa, ella le pidió: «Millord, ¿puedes contarme un cuento de Navidad?», a lo que él le contestó: «Pero chica, ¡si estamos en otoño»!, y ella a su vez, le indicó y sugirió: «Pues entonces, Millord, un cuento de Navidad en otoño», él, francamente, no pudo resistirse. No había podido negarse de tan importante, halagado y necesitado como se sentía con tal inesperada petición. Si había algo que aquel perro viejo, educado y sabio no podía soportar, aunque esto tampoco se lo confesase nunca jamás a nadie, era que ella un día dejase de necesitarlo y de requerirle cosas. Dejar de ser importante para ella, pensaba él, sería lo peor. Sería como morirse en la puerta de una charcutería abierta expresamente para ti. Prefería una vida repleta de jamacucos de felicidad, en su caso de “jamachuchos” de felicidad, a una vida desierta de emociones. «¿Y, por qué no contarle un cuento de Navidad en otoño?», se preguntó a sí mismo, si al fin y al cabo, la Navidad era eso, hacer realidad los deseos del corazón; y, ¡ay!, su corazón tenía dueña: la chica.




Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

domingo, 16 de septiembre de 2018

MAREA EN TIERRA FIRME



«Pequeña alma, siempre desvestida,
haz esto que te ordeno, trepa
por los estantes de las ramas del abeto;
aguarda en la copa, atenta, como un
centinela o un vigía. Pronto llegará a casa;
te corresponderá a ti ser
generosa.»
―Louise Glück―



Cuánto tiene de sanador, de reconfortante la quietud que va después del amanecer, la mañana apoderándose de todo y de ti, con su silencio y también ahora ya con su frío matutino. Cuánto de balsámico tiene cuando has dormido en vez de a pierna suelta sólo en la superficie de la noche, sin que ésta te deje ahondar en ella, en sus profundidades y en su mundo del olvido. De modo, que revitalizada por la misma mañana, en una mañana en que las nubes acechan como el lobo a Caperucita emprendo una de mis caminatas matutinas, en estos meses por Manitoba, hoy con el ánimo extremadamente alegre porque es sábado y después tengo que ir a la granja de Margot a cocinar. Y como es habitual, al poner un pie delante del otro, e imprimirle a mi cuerpo la fuerza de las pisadas, de los pasos, ―en esta facultad nuestra tan poco valorada que es la de poder desplazarnos de un lugar otro―, los pensamientos vagabundos se colocan en fila india y empiezan a desfilar por delante de mí. Y es en ese ínterin que va de los primeros pasos a los siguientes cuando constato como todo se mueve: mi corazón, mi sangre, mis pies, mis pensamientos, mi alegría al sentirme viva, todo. Absolutamente todo en nuestro interior y a nuestro alrededor se mueve, no para de moverse, está en continuo movimiento, y aunque a veces pensemos que todo está relativamente quieto, es mentira, es un espejismo, pues todo se mueve a distintos niveles y en diferentes capas y estratos. Todo está siempre sometido al movimiento, incluso nuestra forma de ver y de sentir, tanto a nosotros como a los otros, lo que nos indica que lo que los otros ven y sienten por nosotros también está supeditado a ese movimiento, con lo cual todo es proclive si no a la transformación, sí a la variación o a la mutación. Es ese constante movimiento, el que nos lleva a tener que asumir, comprendiéndolo, que nuestras percepciones y nuestros sentimientos y también nuestros sentires son marea en tierra firme, marea sujeta al cambio, y lo que hoy nos colma de dicha puede ser que pasado mañana no nos colme por igual, sin que por ello nuestra vida se trastoque demasiado. Por lo tanto, como mujeres y hombres consecuentes, debemos asumir esa marea en tierra firme como parte del tránsito que es vivir, debemos hacerla nuestra con una sonrisa de oreja a oreja construida en buena medida con las hechuras de la madurez y la resignación, pensando algo tan ridículo y cierto como que todavía nos queda cambio en el monedero, ―aunque solamente sea para comprarnos una piruleta―, y risas en nuestras ganas; pues ese siempre es un buen punto inicial para seguir comiéndonos la vida a bocaditos pequeños. Porque de ese modo es como debe encararse la vida: devorándola poquito a poco, como si de un rico pastel se tratase. Esto es algo que se aprende al vivir mucho e intensamente, entonces se descubre, que la mejor manera de estar sobre la faz de la Tierra es comiéndonos la vida a mordisquitos, da igual por donde se encaminen nuestros pasos, de la misma forma nos sirve una senda solitaria que pasa por los por los márgenes de un bosque como el caminar a pasitos cortos y divertidos desde el puesto de frutas, pasando por el rincón donde los donuts están recién hechos, hasta llegar a librería. Lo importante es saber concentrarnos y saborear al mil aquello que nos ocupa en cada momento. Lo importante es ver el momento como si no existiera ni nadie ni nada más en el mundo, ya que esa es la única forma de echar el ancla en nuestra marea en tierra firme. Es nuestra forma de protestar. Debe ser así, lo de anclarnos, sin que el deber sea una obligación, sino un convencimiento, una manera de vivir. Debemos anclarnos a los momentos y a lo que nos obligan a sentir, porque cada momento es único, sublime, irrepetible y delicioso por muy amargo que a veces pueda llegar a ser, puesto que ningún momento jamás deja de ser nuestro. Mi caminata del día de hoy me ha ido regalando, al compás de mis pasos y mi respirar, estos pensamientos vagabundos que han tomado forma como un todo, y al regresar a casa me encuentro oxigenada y contenta. Y soy todavía más consciente que al despertar, que el sábado que tengo por delante, en unos minutos se va a plantar frente a mí como algo extremadamente divertido, como por ejemplo: no encontrar el punto de caramelizar un alimento y acabar convirtiéndolo en mármol; y tan enriquecedor, como saber que en el mundo entero hay un número exacto de corazones que siempre me amaran por encima de todas las cosas y que me acogerán en su seno, como la niña descalza y de corazón generoso y noble que siempre he sido y seré para ellos.




Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

sábado, 15 de septiembre de 2018

Naturaleza sin pausa



La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 



Una foto para el quince del mes. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil

viernes, 14 de septiembre de 2018

NO SON SÓLO LAS MARIPOSAS



«Mira, una mariposa. ¿Pediste un deseo?
Uno no pide deseos a las mariposas.
Tú hazlo. ¿Pediste uno?
Sí.
Pues no cuenta.»
―Louise Glück―



«Hay un caballo en Manitoba que por la noche le habla a la luna. Hay un hombre apoyado en el cercado donde está el caballo que le habla a su conciencia. Hay una conciencia debajo del sombrero que lleva puesto en la cabeza el hombre apoyado en el cercado que le habla al cielo. Hay un cielo en Manitoba de color azul de septiembre que es observado por una mariposa.» Canta una voz ronca acompañada por una armónica en la radio de mi cocina en Manitoba. Yo preparo una tarta de chocolate. Sobre la mesa de la cocina un ejemplar rústico que ayer me compró quien da pábulo para que yo sea de este modo y no otro, es decir, ÉL, el él en mayúsculas, ―pues donde hay una mujer siempre hay un ÉL―, de Praderas de Louise Glück, para que pueda leerlo y releerlo cómodamente y a gusto, sin tener que ir a la granja de Margot cada vez que me apetezca hacerlo. Él es así, amable y noble, él también le habla a su conciencia para dormir tranquilo, como el hombre de la canción. El hermoso laberinto que es esa estrofa se ha quedado prendido en mi piel, y durante el día en mis caminatas sin ser verdaderamente consciente de ello, mientras el viento otoñal agita mi pelo y acaricia mi rostro, me encuentro a mí misma cantándolo o recitándolo. Esa canción me sabe a otoño como otras pueden saberme a verano. Y a mí me gusta el otoño. Es más, amo el otoño. Amar el otoño es lo más inteligente que un ser humano puede hacer en respecto a las estaciones. La vida en sí, no son sólo las mariposas, también son las hojas en el mismo momento en que envejecidas se separan del árbol para alfombrar el suelo, también es que el viento te despeine. Somos otoño más que otra cosa, y a partir de una hora determinada también nosotros vamos envejeciendo, separándonos de todo, hasta que un día lo que fuimos tapizara el suelo y entonces toda nuestra energía se liberara al Universo, como al principio de todo. Y, por supuesto, somos también el resultado del viento despeinándonos, como asimismo hemos sido a veces el viento que ha despeinado a otros. Pero, mientras tanto, mientras desconocemos cuánto tiempo nos queda antes de alfombrar el suelo, está bien escuchar una canción en la radio. Porque al fin y al cabo, la vida es esto: leer; escribir; cantar una canción, hornear una tarta; caminar mientras tus pensamientos vagabundos te asaltan; sentir las estaciones pasar y hacer mella en tu cuerpo; concentrarte y mantener toda tu atención en cada cosa que haces, de una en una, dándole su importancia, puesto que incluso lo nimio e insustancial la tiene; y, cómo no, levantar la vista para contemplar al otro y encontrarlo mirándote a ti. Pues la vida también son los cinco sentidos puestos en ese instante que atrapado al vuelo será tu mariposa en mitad del otoño. 



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

miércoles, 12 de septiembre de 2018

EL COBERTIZO



«Mi corazón era un muro de piedra
que tú de todas formas traspasaste.»
―Louise Glück―


Entre las recetas que Margot cocinaba y compartía con nosotras los sábados había unas cuantas heredadas de Galileo, el tipo que había levantado y vivido en el cobertizo situado a la izquierda de la granja, en la misma finca. La primera vez que Margot lo vio siendo una niña, Galileo estaba trajinando con una sartén de hierro que a Margot le pareció enorme. Y frente a él y a su lado tenía todo un arsenal de alimentos para cocinar y pequeños botes, que eran todo un enigma para Margot, de los que Galileo sacaba multitud de especias. Maravillada como estaba la pequeña Margot, comprendió en pocos segundos dos cosas: La primera, que Galileo se aplicaba a cocinar con auténtica pasión; y la segunda, que ella quería sentir una pasión parecida por algo que pudiese crear con sus propias manos. Como no se le ocurrió, así a bote pronto, en ese momento, nada con lo que poder apasionarse le preguntó a Galileo si podía aprender a cocinar con él. Galileo accedió, para alivio de Margot. Margot estaba acostumbrada a buscar puntos de apoyo, caminos para crecer y lecciones de las que extraer respuestas, fuera de casa. Con una madre con los nervios desequilibrados, vaga, aguafiestas, terriblemente amenazante, al borde del colapso todos los días del año, con la que siempre se tenía que ir con pies de plomo, no le quedaba otra. Margot había aprendido de muy jovencita a vivir sin molestar, a responder con la contestación que menos problemas pudiera ocasionarle, a hacer lo que se esperaba de ella más allá de sus deseos, a ser autosuficiente, a contener la impotencia, a buscar su propia escuela de todo y también de sus sueños. Pronto comprendió que crecer con una madre egoísta y perturbada no era una buena vida, pero sí, en cambio, era una buena formación en la vida. Con los años entendió que sobrevivir, e ir creciendo y hacerse adulta, a pesar de esa madre trastornada, te convertía en una auténtica superviviente, en una maestra de la diplomacia, en alguien ducho a la hora de esquivar conflictos, en una experta a la hora de guardarse para sí los verdaderos sentimientos, de aguantar y de poner al mal tiempo buena cara. Es decir, y resumiendo, Margot desde que tenía uso de razón se había acostumbrado a la pasmosa y desconcertarte soledad que es vivir sin madre. Lo que le hizo aprender con rapidez el valor de todo, aprendió a dar valor a lo que sí que lo tiene, a las palabras que sí que importan, a los gestos, a las horas, a las veinticuatro horas de un día, a los días, a los siete días de la semana, a las cuatro semanas de un mes, a los doce meses del año, en definitiva, a la vida, como el bien preciado que es y que se ha de saber utilizar a tiempo completo, sin malbaratar ni la jornada ni los planes de nadie, ni por supuesto, los propios. Y fue concretamente a Galileo, al tipo del cobertizo, a la primera persona que Margot le confesó, ―como un torrente que nadie podía detener―, el estado de su existencia. Galileo, en esa confesión, vio a la verdadera Margot: una jovencita que haría durante toda su vida todo lo que estuviese en su mano para no parecerse en nada a su progenitora, y diantres, no tuvo ninguna duda de que lo conseguiría, y lo consiguió. Y entre las cuatro paredes escuálidas del cobertizo, Galileo, la escuchó. Que la escucharan para Margot era algo desconocido. Que la escucharan atentamente, que viesen en ella a un individuo con sus inquietudes y sus anhelos, con sus angustias y sus alegrías era algo grandioso. El cobertizo y Galileo se convirtieron en el pilar donde Margot se apoyaba para seguir. Nunca para ella existieron unas paredes ni más nobles ni más robustas que las del cobertizo, ni un hombre más piadoso ni más verdadero, que Galileo, porque ambos eran capaces de soportar lo insoportable de su vida. Resultaron ser tan determinantes y definitivos que Margot nunca ha necesitado otro templo que el cobertizo, ni otro verdadero amigo que Galileo. Sí. Margot a veces mientras cocina te cuenta todo esto, con la resignación de los que sí que han experimentado en su propia piel durante años el vivir resignadamente. Lo hace con la sonrisa en el rostro y sin rencor, mientras con las manos trajina con diligencia y por supuesto, con auténtica pasión; y, para concluir, sentencia: «En fin, los caminos del Señor son inescrutables.»



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

lunes, 10 de septiembre de 2018

SACUDIDAS



«John ama el mundo. Tiene
un lema: no juzgues
si no quieres ser juzgado. No
discutas este punto
con la teoría de que no es posible
amar lo que uno renuncia
a comprender: renunciar
al discurso no significa
suprimir la percepción.
Fíjate en John, fuera en el mundo,
corriendo incluso en un día miserable
como hoy. Que
elijas no mojarte se parece a la patética
preferencia del gato por cazar aves muertas.»
―Louise Glück―




Me mantengo siempre alerta a la poesía muy probablemente porque el hombre que comparte mi cama y mi vida tiene muy presente que sin la poesía se embrutecen las almas. Fue en casa de Margot, uno de esos sábados, donde advertí como por su culpa, por esa creencia tan suya, siempre estoy ojo avizor, preparada para hallar una nueva poesía en cada rincón de la vida. Tal vez, por eso, entre todos los muebles de la poblada casa de Margot, me guiñó un ojo, una alta librería vetusta, cuyos bordes debieron ser lijados por los primeros pioneros, e incluso muy bien podría haber sido arrastrada hasta Manitoba desde la misma Suecia; una librería, que para mi sorpresa y satisfacción contenía cientos de ejemplares delgadísimos de poesía, todos con la misma encuadernación artesanal en piel bovina de color ladrillo. Así que ni corta ni perezosa me subí a una silla y me planté frente a ella y la miré a los ojos, preguntándole secretamente, en una conversación que se produjo en la intimidad de hora soñolienta que trascurre después de la cena: «¿Qué tienes para mí, bonita?» Decidí no enfrascarme en los títulos y en los autores y cogí al azar uno de aquellos volúmenes minúsculos, lo abrí, y sin haber mirado el lomo, me encontré con Praderas de Louise Glück, sabía que no había leído nada de la autora norteamericana y mis dedos abrieron diligentes el pequeño libro por otra página, entonces mis ojos se enfrentaron a Mañana Lluviosa, y digo se enfrentaron, porque noté una sacudida, parecida a una descarga semejante a la que te abocaría tropezar de frente con algo que realmente produce un vuelco en tu interior, que hizo que me bajase de la silla a tientas y que me sentase en la esquina del sofá que estaba más cerca de mí. Aún no había leído la tercera estrofa cuando me descalcé y aúpe los pies en el sofá, olvidando que no estaba en mi casa, y ya cómoda le devolví a mi vida el placer de los versos que acababa de hallar. Me sacudieron de nuevo, una segunda y una tercera vez. «La sacudida del arte», pensé. «Arte sólo es aquello que remueve algo en el interior de las personas para bien o para mal» me dije. «Las creaciones artísticas cuando son arte te sacuden, te calan hasta los huesos como te los calaría pasar una tormenta a la intemperie y te estimulan el hambre de vida», me expliqué a mí misma. «Pero, ¡oh!, este arte, estos versos, estas palabras pensadas y escritas en este orden son algo más, pues han encontrado dentro de mí un puerto al que arribar, encajando en mi existencia», manifesté mi sentir en voz alta, hablándole a la nada y a la luna. Y tuve la urgente necesidad de contárselo a él, al hombre que no quiere que por nada ni por nadie se me embrutezca el alma. Noté unas ganas enormes de contárselo, como cada cosa que me pasa, y cuando un ratito después le dije cuál había sido mi hallazgo, sé que me supo certeza para él y rio con su risa atávica y me miró como sólo él me mira. Y yo me sentí profundamente dichosa, porque la poesía no sólo está en las páginas de un libro, en la tinta de una pluma o en un ejemplar que duerme a la espera de ser leído en una vetusta librería, también está en su mirada y en la punta de los dedos cuando rozan mi piel. También en eso hay sacudidas. Sacudidas que te hacen saber que la vida siempre es ese algo más.



Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz

AL GRANO



«Pasan unos años. El aire se llena de una música de chicas.»
―Louise Glück―


Le gusta tanto el café que si por ella fuera viviría dentro de un bote de granos de café. Bebe café y masca granos de café. Su casa huele a café y el peto con el que trabaja, también. Extraño es que no trabaje con café y que sea maestra de escuela en Manitoba, pero Margot es así, de ascendencia sueca, es todo lo contrario a lo que a primera vista pudiera pensarse de ella. Los sábados organiza en la cocina de su granja pequeñas reuniones solo para mujeres, donde en ese día y durante esas horas, los hombres no pueden entrar ni siquiera para hablar con la mujer a la que aman, allí se cocina mientras se charla y se ríe, se bebe vino y se come fruta, se intercambian recetas y se crean otras, de ese modo transcurre la intensa y divertida jornada, para acabar en una armoniosa cena sobre las siete de la tarde con todo lo que se ha ido cocinando durante el día, y muy probablemente lo más interesante y enriquecedor de esas cenas y del sábado en sí, además del acto de cocinar, es lo heterogéneo de las mujeres congregadas, de tan dispares como distintos son sus orígenes, procedencias, edades, oficios, pensares y sentires. Cuando una mañana de finales de mayo me encontré a Margot en el colmando concretamente delante de la estantería de pastas y me preguntó si me apetecía unirme los sábados a su sequito, le dije que sí, sin pensármelo ni treinta seguidos, las ganas afloraron en mi como un deseo ineludible. Margot me indicó que el único requisito para poder asistir era llevar conmigo mi propia tabla de cortar y mi cuchara de madera y la única premisa a cumplir la de quien ensucia, limpia. Cuando me planté el primer sábado frente a la granja de Margot y atravesé la senda trillada hasta llegar al porche me noté cargada de una infantil alegría que recorría mi cuerpo con la dicha y las expectativas de una primera excursión, llevaba conmigo la tabla de cortar y las cucharas de madera a estrenar compradas adrede y comprendí que todos los sábados sentiría lo mismo de seguir yendo a la granja de Margot, porque sentí que Margot no me había conquistado solamente a mí, sino también a la niña que habita en mí, la que en todo ve un juego, una aventura, una complicidad que te arranca una historia y una probabilidad convirtiéndose en posibilidad al alcance de las manos. Y se confirmó mi sensación cuando al entrar en su inmensa cocina me sentí atrapada en la red de complicidades que el Universo teje para todos y que es de fácil entender a poco que se esté atento y se quiera formar parte de una misma energía, la energía de sentirse a gusto con la vida, cuando vi que Margot donde otros tendrían colgado un reloj tenía un cartel que rezaba así: «Nunca jamás sabrás cuál es la receta pero siempre te alimentaré.» Una leyenda que encajaba con mis creencias sobre cocinar y dar alimento, sobre darme y darnos de comer. En la cocina de Margot me reafirmé en la opinión de que las gentes de Manitoba son acogedoras, espontáneas, abiertas, gente que ofrece su casa, su hogar, su morada, su cocina, su granja y la hace tuya, y entonces tú te sabes a gusto, tanto, que te reconoces persona aportando tu vida a las suyas, identificándote en su complicidad y en su forma de ser. Pensaba en eso y en lo afortunada y en la fortuna de poder ser parte de sábados así, ―mientras cortaba verduras―, y aunque cocinar siempre tiene la capacidad de abstraerme y evadirme del mundo, por un momento no lo hice, pues al mirar a mi alrededor me dije: «¡Menudo privilegio!», y lo que me hizo volver en sí, inmediatamente, y aplicarme a mis tareas de nuevo fue la voz de Margot, diciéndome: «Al grano, María», tragándose la primera vocal al pronunciar mi nombre. Un “al grano” que utiliza todos los sábados para reprender nuestra conducta, cada vez que ve como una de nosotras se despista o comparte conversación con otra y se distrae, el mismo “al grano” que utiliza desde hace cuarenta años en la escuela con sus alumnos.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

domingo, 9 de septiembre de 2018

Mañana lluviosa / Louise Glück #hallazgos 🖋




No amas el mundo.
Si amaras el mundo habría
imágenes en tus poemas.
John ama el mundo. Tiene
un lema: no juzgues
si no quieres ser juzgado. No
discutas este punto
con la teoría de que no es posible
amar lo que uno renuncia
a comprender: renunciar
al discurso no significa
suprimir la percepción.
Fíjate en John, fuera en el mundo,
corriendo incluso en un día miserable
como hoy. Que
elijas no mojarte se parece a la patética
preferencia del gato por cazar aves muertas: completamente
consistente con tus dóciles temas espirituales,
el otoño, la pérdida, la oscuridad, etc.
Todos podemos escribir sobre el sufrimiento
con los ojos cerrados. Deberías mostrarle a la gente
algo más de ti misma; mostrarles tu clandestina
pasión por la carne roja.

🖋



viernes, 7 de septiembre de 2018

A RAS DEL VERANO



«Hay una grieta en todo; así es como entra la luz.»
―Leonard Cohen―


La casa aun sin estar abandonada parece realmente abandonada al poco que acaba julio y agosto. El verano se le ha colado por todos los rincones, escalando sus paredes, enredándose en los pilares del porche, haciendo crujir el piso como si se éste fuese a ceder de un momento a otro. La casa a todas luces es más vulnerable, porosa y permeable, sobre todo en verano, de lo que es su inescrutable habitante John John Porter, el agrimensor más veterano de Manitoba, que con ceño fruncido y mirada pétrea mide los campos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y de arriba a abajo y de abajo a arriba como otro determina la línea defensiva incluso ofensiva de un campo de batalla; y al acabar de hacerlo, John John Porter golpea el suelo con el talón de su bota. Un golpe que es conocido por todos como el punto y final. Una vez acabada la jornada que a veces puede ser muy bien al mediodía y otras al final de la tarde, John John Porter, se atrinchera en su casa, se sienta en el porche a verlas venir o a verlas pasar. Otros en su lugar desbrozarían un poco el jardín o rehabilitarían el techo o le darían una mano de pintura a la casa, pero John John Porter, no. Él vive, una vez cruza la linde de su casa, instalado en la inmovilidad. Es como una varilla clavada en el porche y así permanece año tras año, verano tras verano. En invierno, cambia su posición que no su rutina y se sienta en vez de en el porche, en el interior de la casa, muy probablemente junto a una cocina económica en la que además de cocinar se calienta. Vive tan atado a la costumbre de permanecer quieto, como si habitase una jaula que se le olvida que las puertas están abiertas y que puede entrar y salir a su antojo, y hacer lo que en verdad le dé la gana. ¡Ah! ¿Pero, y si es concretamente esa nada, lo que le gusta hacer? Eso ya sería harina de otro costal, no obstante, siendo de una forma u otra, siendo así o asá, impuesto o por voluntad, a John John Porter a principios de este verano no le quedó otra que levantar el culo de su mecedora en el porche y acudir al murete que delimita la selva que tiene por jardín, para responder a la vocecita que lo requería: «¡Señor John John! ¡Señor John John!» Y allí, estaba ella, para su sorpresa: la dueña de la vocecita. John John Porter, la descubrió tal como fue aproximándose al murete. La dueña de la vocecita tenía una risa franca y tronchante semejante al punto álgido de una fiesta de cumpleaños y unos ojos enormes, que él imaginó, capaces de descubrir lo oculto en las almas, y algo se encendió dentro de él que le hizo tambalearse y tener que apoyarse con los pies bien firmes en el suelo, cuando la niña haciendo gala de una gran intrepidez y osadía, pues ningún otro niño se había atrevido en años que parecían siglos a dirigirle la palabra a John John Porter, le dijo: «Señor John John, ¿quiere un trozo de tarta de manzana con arándanos, sus peniques serán bienvenidos para comprar un teatro de marionetas para la sociedad de las Niñas descalzas y sensatas de Manitoba?». Entonces John John Porter, respiró profundamente y oyó y sintió como una puerta vieja por muchos años cerrada a cal y a canto en su interior acaba de abrirse. Y le respondió a la niña: «Me la quedo toda, te la compro toda.» Y la niña impasible, como si esa hubiese sido la respuesta que estaba esperando, le respondió un sencillo: «¡Ajá!». Y a John John Porter esa respuesta le ensanchó la vida y los límites de lo conocido para sus restos. Sí, todo llega y en todos existe una grieta por la que entra la luz.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

jueves, 6 de septiembre de 2018

TRANSEÚNTES DE PIELES



«Aprendí que no importa lo que pase, o 
que tan malo pueda parecer el día de hoy, 
la vida continúa y mañana será mejor. 
Aprendí que las personas podrán olvidar 
lo que dijiste, podrán olvidar lo que hiciste, 
pero nunca olvidarán cómo las hiciste sentir.» 
―Maya Angelou―



Un hombre sentado en una silla de playa en un pequeño embarcadero en el lago de Manitoba sabe lo que es la pasión. Una mujer que acaba de tender la colada en la parte de atrás de su granja en Manitoba y bebe una limonada sentada en el porche, sabe lo que es la pasión. El eco y las voces de sus setenta y cinco veranos han quedado atrás. Los dos son mis vecinos, y a su vez, ellos, también son vecinos desde hace muchísimos años. Si se remontan a pensar en qué año empezaron a escribirse cartas a espaldas de todos, tienen que remontarse mucho. Les vi buscar a tientas la carta del otro en sus respectivos buzones. Una carta que ellos mismos depositan cuando el sol desaparece en el horizonte, a pasitos cansados van y la dejan allí a espaldas de todos, también; y el otro, antes de que salga de nuevo el sol, la intercepta y se la lleva consigo, entre el dos y el cuatro de cada mes. Si, las cartas de él están escritas con su caligrafía ampulosa y perfecta y se comprende con un simple vistazo que las que finalmente envía son el fruto de la mesura para que no contengan nada ni intachable ni reprochable pero sí la belleza de los pensamientos reposados; las de ella, poseen la fuerza natural de brío, de la espontaneidad, del aquí y del ahora, y la belleza de lo inmediato con una letra ilegible que él ha aprendido a leer y que seguramente solamente él es capaz de descifrar y leer, porque además ella no escribe para nadie más. Es más, sé puesto que me lo confesó ella misma mientras este verano tomábamos cada una un vaso de limonada acabada de sacar del frigorífico y ruborizándose bastante al hacerlo: que sus hijos y sus nietos, su familia más cercana, cree que es casi analfabeta. En esa misma conversación también me confío que la vida le ha enseñado que un amor para toda la vida de espaldas a todo, menos a la vida, y al mismo sentimiento de amor, no es menos valido, ni menos sólido, ni menos poderoso que el más común de los amores. “Por supuesto, que no”, le respondí. «Aunque a veces, en algunas ocasiones, te da la sensación de que te has quedado al margen del camino, pero luego algo ocurre, algo muy simple o muy nimio, y compruebas que no, que sólo ha sido una sensación pasajera y que todo está bien. Todo es como debe ser. No recuerdo exactamente la razón por la que surgió esta historia, recuerdo el día, pero no el motivo, pero la realidad es que la historia existe, esta historia de amor es tan real como este día de verano, y una vez al año él y yo, o yo y él, dejamos de escribir en los papeles para escribirnos sobre la piel. Una vez al año nos vemos desde hace décadas. Todos los años la misma excusa, la misma huida, el mismo viaje, el mismo lugar y luego las pieles. La pasión se trata de eso, del encaje de las pieles, del deseo y del hambre de otra piel. Pero, y he aquí el gran descubrimiento: también del hambre de palabras. La pasión también son palabras. La pasión también es el hambre y la sed de palabras. Entonces, las palabras se tornan como una segunda piel. Luego volvemos a la rutina de la vida ordinaria, y en lo ordinario, lo extraordinario de nuestras cartas. Somos como transeúntes que transitan de la piel al papel. Transeúntes de pieles y palabras. Al regresar no puedo jamás dejar de hacer la misma apreciación: “Mi vida sería un auténtico desastre, un disparate sin él”; y las mismas preguntas: “¿Cuántos como nosotros somos sobre la Tierra? ¿Por qué nadie en nuestro entorno se da cuenta de que la felicidad que nos embarga es distinta a todo lo conocido? ¿O acaso se dan cuentan y no se preguntan de dónde procede o si lo saben prefieren no saber?”»
«No sé, a veces como le respondería el escritor portugués: “somos ciegos que pueden ver pero que no miran”», le contesté yo, apurando la limonada.
«Exacto», me respondió ella, y puso su mano sobre mi mano, se levantó de su silla, recogió los vasos vacíos y siguió con la vida.
           

Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz