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miércoles, 6 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 2

MIENTRAS CONOCEMOS MEJOR y tratamos de entender la forma de ser del escritor, y valoramos si nos cae bien, si es digno de nuestra simpatía o, por el contrario, nos produce rechazo; él, como hormiguita trabajadora, ha ido apilando a la izquierda de la máquina de escribir una buena cantidad de folios de una historia por estrenar. Coloca sobre la pila a modo de pisapapeles una figura de gran vistosidad y realismo en forma de pera de color amarillo, rematada con una hoja en color verde oscuro; fabricada en resina pulida, ensamblada y pintada a mano. A continuación estira el cuerpo, las piernas por debajo de la mesa, los brazos por encima de la cabeza, bosteza, y se levanta para nuestra sorpresa con la energía de un adolescente. Diríase que las palabras o quizás más bien el hecho de contar una historia le resta años. Le transforma en aquel que fue por unos instantes. Sale de la estancia, desaparece de nuestra vista, y le seguimos por el resto de la casa desconocida para nosotros. Al seguirle, vemos como se abriga con un plumas de esquimal, abre la puerta que desde la cocina da al exterior e inhala el aire invernal que le abraza y le engulle. Dejamos de verle a través de la ventana del mediano cuarto que le sirve de cocina y sala de estar, durante el rato que tardaríamos en preparar una infusión o un té en el hervidor; y de pronto, aparece de nuevo en nuestro campo de visión. Regresa al interior con un fajo de leña que deposita en el leñero junto a la estufa. Silba una canción entretanto se prepara en la cocina unas gachas y un espeso café  negro y amarguísimo. Nos concentramos en la canción, la repensamos con tal de reconocerla. Tardamos pocos segundos. Se trata de “Castle in the snow" de The Avener y Kadebostany. Busca en el dial la emisora de radio en la que a todas horas emiten noticias, la conecta y se sienta a comer mientras la escucha sin atender demasiado. Sólo da muestras de hacerlo verdaderamente cuando en el parte meteorológico anuncian para las próximas horas una fuerte ventisca en el lugar. Seguidamente apaga la radio y se sirve en un plato un buen pedazo de bizcocho de nueces y pasas sultanas que él mismo prepara. Sabe que de ese modo podrá escribir durante unas cuantas horas sin ser molestado por su estómago. Al acabar friega los cacharros, abastece de leña la estufa, y deja encendida una luz en una pequeña lámpara como un centinela. Le vemos desaparecer de nuevo, y presumimos acertadamente que se ha encerrado en el baño, y  cuando reaparece (abrigado con un viejo cárdigan de lana azul marino que debe de tener más años que Matusalén) le seguimos hasta la estancia donde le aguarda la máquina de escribir. Tras sentarse, toma entre sus manos los últimos folios escritos, los relee, y con un rotulador rojo anota algo en uno de ellos y subraya una frase entera, como para fijarla en su memoria y no olvidarla. Dispone un folio en blanco en el carro y teclea de nuevo. Sus dedos corren veloces sobre el teclado. Aprendió a escribir de pequeño con nueve años con la máquina de escribir de su abuelo, desde entonces, desde que sus manos infantiles golpeaban tercamente el teclado, asocia la punta de los dedos con la imaginación; ni siquiera al convertirse en un hombre de provecho con unas manos adultas y fuertes dejó de tener la impresión de que en la punta de los dedos es donde en verdad toman forma las historias, y en la actualidad sigue pensándolo por muy surrealista que pueda parecer. Cada una de las veces que comienza a plasmar en negro sobre blanco una historia con su vieja máquina de escribir, lo piensa. Tal como va avanzando en la trama, lo cree. Con cada una de las páginas escritas se reafirma. Por eso a veces observando la yema de la punta de los dedos, no le resulta extraño pensar en la magia. Cuando lleva escritos unos pocos folios más, mira hacia la ventana, y alarga el brazo hasta una palmatoria de cerámica color ocre que tiene sobre la mesa. La acerca hacia sí, y la sitúa a pocos centímetros de la máquina. Prende la vela que hay en ella con el mechero que guarda de cuando era fumador. Cada jornada cuando el día declina, el escritor como en un ritual, enciende la minúscula mecha, y la llama que le ofrece le hace compañía. Como nieto y bisnieto de mineros sabe de la importancia de la luz en la oscuridad. También conoce del tesón con pico y pala para extraer materia prima. En su caso palabras de lo más profundo de sí, que en algunas ocasiones pueden llegar a ser más negras y menos útiles que el carbón que extraían sus progenitores. Desde que tiene uso de razón podría decirse que las palabras que conforman ideas y se transforman en historias (a través de la punta de sus dedos) van avanzando dentro de sí, desde la oscuridad a la luz, como por túneles. Avanzan no sin esfuerzo, no sin disciplina, no sin pasión. Le apasiona su trabajo, y  en eso puede que se diferencie de sus antepasados. Desconoce si les gustaba o no. No tuvo tiempo de preguntárselo. Cuando empezó a plantearse cierto tipo de  cuestiones ya no estaban físicamente a su lado. Le hubiese gustado tanto poder hablar con ellos de tantísimos temas, que su ausencia le ha dolido siempre mucho más de lo que en principio pudo pensar. Y no pocas han  sido las ocasiones en que se ha visto a sí mismo con perplejidad colocando reflexiones en  la boca de ellos, hasta el punto de olvidar que jamás pronunciaron  ciertas palabras. Todavía lo hace. Por ello, no se sorprende recordando como su abuelo materno le dijo (algo que jamás le trasmitió) que uno solamente puede convertirse en escritor si de niño y después de mozo y de adulto es una persona que se plantea en general un número considerable de preguntas. Por otro lado, ve a su abuelo paterno, explicándole al detalle (algo que no tuvo la oportunidad de hacer) que el origen real de las historias que él extrae de su interior está mucho más allá de las paredes de su cuerpo, de los límites de su mente. En realidad se encuentra mucho más  allá de la estratosfera. Allí, las historias danzan con el viento libres, como debe ser. Puesto que sólo pueden nacer y crecer de la libertad, por ese motivo en ese enclave ni los aviones las pueden estorbar. Y cuando él protesta, y le pregunta para saber más: el motivo por el que le llegan unas en vez de otras, para imaginarlas antes de escribirlas y leerlas a continuación; su abuelo calla, sonríe, con su misma sonrisa (una sonrisa que el escritor reconoce al mirarse en el espejo) e inmediatamente le responde, mientras le observa con sus mismos ojos penetrantes y negros: “Un día lo averiguarás, y entonces te podrás tener como un verdadero contador de historias”. Como hace ya mucho de todo, también de que se acostumbrase a tener conversaciones imaginarias con sus abuelos, hace mucho por consiguiente que averiguó que las historias que le llegan desde más  allá  de la estratosfera y que mediante la punta de sus dedos toman forma en su máquina de escribir, lo hacen porque le eligen a él expresamente para ser contadas. “Año de avellanas, año de nieve hasta las ventanas", le oímos decir de pronto en voz alta, y al punto mecanografía la frase y, sonríe satisfecho. Comprendemos que la historia que está narrando le colma. Deducimos que escribir le provoca bienestar. Nos ha sorprendido oír su voz porque desde que estamos aquí ha permanecido en completo silencio cada una de las horas, salvo cuando antes ha silbado una canción. Y en silencio sigue alrededor de tres horas más, tecleando, rellenando folio tras folio, consultando su cuaderno, anotando ideas en él con la pluma o con el rotulador rojo en los folios, y cuando nos invade la sensación de que no va a parar, cuando tenemos la impresión de que el hombre es incombustible, cuando pensamos (sin ser un disparate) que puede estar escribiendo durante días seguidos; de repente, alza la cabeza y clava la mirada en el cristal de la ventana que le devuelve el reflejo de la estancia, pues afuera en el exterior es noche cerrada. A continuación, se levanta y de un salto se planta tras ella, y mira sin ver. Atiende como el niño al cuentacuentos. Asiente con la cabeza. Sabe del futuro. Está escuchando el viento llegar. Oye la ventisca atravesando las gargantas de las montañas, coronando los puertos, avituallándose en ellos para engordar y manifestarse como una grandísima tempestad de nieve y vientos fuertes, que va en su dirección y que le tendrá en vela toda la noche. La oye arribar, como en otras ocasiones, escucha a kilómetros un trueno aislado anuncio de tormenta, en algún lugar remoto del que no conoce ni por asomo su nombre; como en otras, oye (las más de las veces) las gotas de lluvia antes de caer y golpearse contra una superficie dura. Sabe que siempre ha tenido un buen oído, al igual que un magnífico olfato. Es capaz de arrugar la nariz en el aire y apreciar los diferentes matices de un olor a (muchos, pero que muchos) metros de distancia. Su padre le decía (cuando él todavía era un niño que jugaba al fútbol por las calles con una botella de plástico de lejía vacía en vez de un balón y se sabía auténtico e inmensamente feliz) que tenía oído y olfato de zorro. No se equivocaba. Los tiene. No obstante, si al ir a tratarlo alguien se pregunta, ¿si hay algo animal en él, algo salvaje o desmesurado? La respuesta es: no. Es un hombre tremendamente comedido, tremendamente sosegado, tremendamente equilibrado y juicioso. Elegante. Seguro de sí. Al que las fuerzas externas no consiguen hincarle el diente, manipular, embrutecer, ni descompensar. 



LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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