DESPERTARON con el viernes, diez de marzo, asomándose por la ventana del dormitorio. Notando en sus cuerpos el descanso reparador que les había brindado la noche. Habían dormido plácidamente y a pierna suelta. De modo que sonrientes una hora y pico larga después abandonaron la casa. Ella, en dirección al trabajo y él, a la comisaría de policía. Primero, es lo primero; se dijo Neville, mientras caminaba a buen ritmo hacia el antiguo edificio que albergaba la comisaría. En otra época, tienda y almacén de muebles. Una vez en la comisaría, no fueron pocos los policías que le saludaron. El prestigio de Neville y la memoria de sus carreras en según qué ambientes siempre le favorecía el trato. Le contó a uno de los más veteranos del lugar qué era lo que en aquella mañana de invierno le había llevado hasta allí. Le enseñó la invitación para la boda y con una lupa le mostró lo que Margaret y él habían averiguado y deducido. En ningún momento pensó que aquel viejo policía que tantísimas cosas había visto y oído se reiría de él. No lo pensó, no porque era un tipo sereno y de mente clara, lo pensó porque estaba completamente convencido de la relación que tenían todos los hechos entre sí, unos con otros. A los tres cuartos de hora de haber entrado en la comisaría, y veinte minutos después, de tomarse el café que el veterano policía le ofreció, Neville, salió del edificio y desanduvo los pasos andados hasta llegar a su casa. Cuando se sentó en la butaca de su estudio frente al ventanal que daba al jardín trasero sonrió ampliamente. Había ocultado la sonrisa hasta encontrarse en lugar seguro, como si por el camino se la pudieran robar. Tenía otra historia para contarle a Margaret. Lo haría en la cena de esa noche, postergando la que tenía guardada en la manga para otra velada. La de ese día no podía esperar, porque todo lo que tenía a contar, lo sabía de manera extraoficial. Exultante se levantó y fue a prepararse un té, y (aunque él ni siquiera reparó en ello) dio un saltito de alegría. El resto de la jornada no hizo mucha mella en Neville. De ese día su memoria sólo recordaría la visita a la comisaría y la formidable impresión que le causó a Margaret durante la cena. Por lo demás, nada molestó su rutina. Nada sucedió digno de reseñar. Pero llegó la noche primero con el atardecer, y luego, con la luna llena alumbrando la oscuridad; y en la cocina, Neville hizo lo mismo. La alumbró con sus palabras, sus gestos y su voz. Iluminando a su vez los ojos de Margaret, su interés y su admiración. Estaba Margaret acabando de preparar la crema de zanahorias y el tartar de atún que iba a servir para cenar, cuando vio a Neville asegurarse de que tanto la puerta de la cocina, como la ventana estaban bien cerradas. “¿Qué haces?“, le preguntó extrañada. “Asegurarme de que están completamente cerradas. No quiero que nadie escuche lo que tengo que contarte", le respondió él. “¿Quién nos va a escuchar, si desde hace años vivimos solos? ¿Recuerdas que nuestros tres polluelos abandonaron el nido hace mucho pero que mucho tiempo?”, le advirtió Margaret. “Claro que lo recuerdo. Pero nunca se sabe", le respondió Neville, y Margaret sonrió para sus adentros, pensando en lo mucho que a él le gustaba exagerar. “Atiende, Margaret “, le pidió Neville con una voz más grave de lo habitual. “Toda tuya, piloto“, le indicó Margaret. “Todo. Absolutamente todo lo que voy a contarte a continuación es extraoficial. Con lo cual no podrás contárselo a nadie, ni reconocer en un futuro que lo sabías de antemano. ¿Lo has entendido?”, le confió Neville adoptando una actitud sumamente críptica. Margaret comenzó a desternillarse de tal forma que tuvo que sujetarse el estómago con las manos. “No te rías “, le ordenó Neville. “¿Y si sigo riéndome que va a pasar, piloto?”, le preguntó a Neville con descaro. “Te castigaré. Te dejaré sin sexo, que es peor", le aclaró Neville. “Ni pensarlo. Ni en broma. De ninguna de las maneras", le contestó Margaret para satisfacción de Neville. “Un poco de seriedad, Margaret. Un poco de seriedad”, le pidió Neville a Margaret mirándola a los ojos, entretanto intentaba controlar su propia risa, que de escapársele retumbaría mucho más allá de las paredes de la cocina. Margaret siguiéndole el juego: obedeció, se enderezó e hizo el tremendo esfuerzo de esconder la risa tras los dientes y los labios. Comprobó que no podía hablar. No se atrevía. Le era completamente imposible. Si lo hacía perdería de nuevo la compostura. De manera que asintió con la cabeza para que Neville continuase. Y, Neville, continuó. “Esta mañana en mi visita a la comisaría, me han hecho partícipe extraoficialmente de que bastantes cámaras de vigilancia tienen grabados a los tres: Aldo, la mecanógrafa del coro y la puta. En distintos puntos y en diferentes días. Hablando y discutiendo acaloradamente entre ellos. En una de las grabaciones la mecanógrafa tira del pelo de la chica con intención de arrastrarla por el suelo, lo que le resultó imposible porque la diferencia de estatura y de edad no se lo permitió. Por otra parte, localizaron el automóvil del atropello. Tienen arrestado al conductor. Éste les confesó estar a sueldo del notario y la mecanógrafa. Les dijo que le habían contratado para atropellarla por un buen pellizco. El asesino confeso ha emplazado a la policía a acudir el domingo doce a la boda. La pareja de tortolitos le dio indicaciones para que se mezclase con la gente en el convite. Allí le pagarán lo acordado. Así que el domingo le dejarán ir, y la policía los detendrá por asesinato al cogerlos pagándole al conductor asesino. Según la información que han ido obteniendo (la nuestra, también, Margaret) tienen una idea muy clara sobre el motivo del asesinato. Creen firmemente que la boda y la adquisición de la casa por parte del notario, como regalo para la novia, molestó lo suficiente a la prostituta. Entonces amenazó al notario con hacerle chantaje con unas cintas de video y sacar su relación clandestina a la luz. Hacerla pública. Y adiós reputación. Todo muy simple, muy rupestre. El notario quiso comprar su silencio, pero la mecanógrafa se negó y creyó más conveniente deshacerse del problema para siempre. Conclusión: la puta está muerta y los asesinos se van de boda”, le explicó Neville a Margaret casi sin aliento, notando una sensación extrañísima dentro de sí al reparar en que lo narrado no era el argumento de una serie de televisión, sino un hecho absolutamente espantoso ideado y llevado a cabo por dos personas que habían estado allí, en su propia casa. “Qué horror. Ciertamente no están en sus cabales como tú muy bien presumiste", exclamó Margaret. Oír la voz de Margaret que sentada frente a él le miraba admirada, fue un bálsamo que mitigó hasta borrar la sensación extraña parecida a la zozobra que por un momento le había invadido. “Debemos ir a la boda. Ahora sí que no quiero perder detalle”, le indicó Margaret a Neville. “¿No estás espantada?”, le preguntó él. “No. Estoy admirada. Gracias a ti tenemos toda esa información. Admirada porque intuiste que ninguno de los dos era trigo limpio. Porque no te equivocaste. Y ahora gracias a la confianza que te tiene la policía y todo aquel que te conoce, y a tu magnífico proceder, somos unos privilegiados y podemos ver en vivo como se resuelve un crimen“, le aclaró Margaret. “Lo siento muchísimo, pero eso no va a ser posible. No podemos ir a la boda. Al menos, yo no puedo ir conociendo como conozco de antemano el desenlace. Cuando Aldo nos contó sus intenciones, me asqueó de tal manera que deseé con todas mis fuerzas que le estallase en la cara. La idea, básicamente, era que las dos mujeres aceptasen su proposición, y que Aldo se viese en la obligación de tener que decirles la verdad. No imaginé mayor vergüenza para él. Mayor lección. Sin embargo, la magnitud que ha tomado su feo asunto era inimaginable. Y me produce un enorme bochorno. Le conozco desde niño. Sé que es un tipo capaz de todo. Nunca he esperado nada bueno de él. Pero aun así no soy capaz de regodearme. No voy a plantarme en su convite de boda para ver cómo le arrestan. No voy a hacer más leña del árbol caído. No es correcto. No está bien”, le explicó Neville a Margaret. “Me parece muy bien, Neville”, le contestó Margaret, y tomó el rostro de su marido entre sus manos y le besó en la frente, los párpados, la nariz y la boca. Así, por ese orden. Amaba a Neville y su forma de ser. Era un buen hombre. Ni aparentaba serlo; ni presumía de ello, sin serlo. Él lo era. Era justo, honesto y responsable. Para Margaret esas tres características (y no otras) eran las que definían a una persona buena. Jamás, ni una sola vez, había visto en Neville a un hombre ruin, mezquino, necio, o traidor; en cambio, al hombre bueno lo veía todos los días sin tener que esforzarse. Y, éso, a ella le producía una enorme admiración. La enamoraba. “Ya se encargará Samuel de darnos todos los detalles”, agregó Margaret, como consuelo. Ante la comprensión mostrada por Margaret, Neville se sintió infinitamente agradecido, se levantó y la estrechó entre sus brazos. Le gustaba abrazarla, también a sus hijos. Pensaba que los humanos todavía no habían sido capaces (y no creía que lo lograsen en un futuro) de inventar el sustituto del abrazo. Algo que provocase tanto bienestar, que reconfortase en esa medida y fuese tan natural. La abrazó y Margaret a él. Terminaron de cenar a la luz de la lámpara. Y, para no irse a la cama, pensando que la velada no había tenido su dosis de humor, se descubrieron observando el relato (que el policía le narró a Neville) como un guión cinematográfico, y ese giro modificó el cariz de la noche. Imaginar, por ejemplo, a la mecanógrafa del coro tirando del cabello de la puta para arrastrarla por los suelos. A los novios apurados por el devenir de los acontecimientos, intuyendo que podían inesperadamente perder el uno y la otra la respetabilidad y sus objetivos. O el modo en que la avaricia de ella y la maldad de él, habían congeniado lo suficiente, para actuar como una sola persona dando al traste con todo, les hizo, por fin, reír. Recogieron la cocina en silencio, y al acabar, entrelazados se fueron a acostar. “Afortunadamente somos gente de bien”, le dijo Neville mientras se desvestía. “Recuerda, mi amor, que cada uno se fabrica su propia suerte”, le contestó Margaret mientras se plantaba frente a él, para que llegado el turno la desvistiese también a ella. Algo que siempre la excitaba. Al hacerlo, al desvestirla, al rozar con los dedos su piel: el deseo, el amor y la madrugada cayó sobre sus cuerpos. Y, ellos, se sintieron completos y en paz.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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