.

lunes, 26 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 13

La mañana se había esfumado, y siendo como eran las doce y media del mediodía, se dirigió a la cocina a descubrir la maravilla con la que Margaret le daría de comer sin estar. Pensó en Margaret, en cómo disfrutaría y metería baza entre frases al contarle lo que había sucedido esa mañana en su apartamento. Porque sinceramente Neville se había quedado de una pieza con el relato. La mujer superó todas las expectativas desde el momento en que se quedó dormida hasta decirle que tenía un conocido en el registro de la propiedad. Tuvo un ataque de risa al recordarlo de nuevo, mientras destapaba la fuente que Margaret le había preparado. Empezó a salivar cuando vio que se trataba de un guiso de pavo, con patatas, beicon y champiñones con un poco de pimentón dulce. Puso a tostar pan, entretanto preparaba la mesa. Lo que más le había llamado la atención fue comprobar como la mujer no buscaba su consejo, sólo había buscado en él, un confesor. Una persona desconocida, pero que a la vez fuese digna de su confianza para colmar la necesidad que sentía de desembuchar (quizás por un cargo de conciencia que no deseaba admitir) y que en vez de amonestarla, la bendijese. Y Neville así lo había hecho. Puesto que unas horas antes había decidido no hacer nada, solamente quedarse observando. Al llevarse el guiso a la boca, saborear semejante delicia y levantar la vista al cielo, pensó que del mismo modo como él había encontrado con Margaret la horma de su zapato; salvando las distancias, Aldo la acababa de encontrar con la mecanógrafa del coro. Ni él, ni ella, dudaban a la hora de utilizar a otro en su propio beneficio. Fregando los platos se detuvo en cómo le había mentido descaradamente al felicitarla, del mismo modo como había mentido a Adelaida Whitaker cuando le dijo que no había visto a ningún crío. En las dos ocasiones, lo había hecho para que la situación no fuese a más, para cortarla de raíz. De no haber tenido tomada la decisión de antemano de no hacer nada, o de haber tenido estima por la mujer que se había atrincherado en su estudio, la hubiese advertido de que nada es gratis. De que cada decisión que tomamos está totalmente ligada a una contrapartida, de ahí la importancia de no sentirnos libres de responsabilidad. De que el peor de los negocios es el de creernos más listos que el propio destino y hacerle trampas y tomar atajos, porque al final nos aguarda la mano invisible que nos tiende siempre (cual cobrador implacable) la factura a pagar. De que lo de entender el amor como una transacción comercial es de cabezas de chorlito. Puesto que, ¿qué hay del amor? ¿Cómo se puede faltarle tanto al respeto? ¿En qué mente cabe sustituir el alma, la mirada de los ojos del amor, la risa brotando en el rostro del amado, la piel con piel, la secreta complicidad por algo material? Cuando se sentó en el escritorio a trabajar unas horas en sus memorias, aunque satisfecho por como se estaba desarrollando el feo asunto de Aldo, se encontraba francamente asqueado por la falta de sentido común, honradez, amor y fe que atisbaba cada vez que le echaba un ojo a la humanidad. No sabía que esperar de la mecanógrafa cuando la vio aporreando su puerta, pero sinceramente, esperaba un poco más de dignidad, una visión de la existencia más elevada, un poco más de no sé qué. Si había llegado a esa edad manteniéndose firme en su propósito de no casarse, ¿por qué rendirse a las puertas de abandonar este barrio? Al menos llevar el propósito hasta el final de sus días. ¿Avaricia? ¿Ambición? ¿Egoísmo? Desesperación, no era. Ignoraba la respuesta. Pero sí que sabía que le había decepcionado como un ser perteneciente a la raza humana. La vida le había enseñado que lo que no se puede perder de vista nunca son los nobles propósitos que se posee. Uno debe convertirlos en hechos, llevarlos a cabo, empeñarse en ello, dejarse la piel si es necesario para ser consecuente, para que nadie pueda decir que no hiciste, te implicaste y te comprometiste suficiente. Lo peor que le puede pasar a una persona es que cuando sus hijos sean tan adultos, es decir, superen los cincuenta, para que con facilidad puedan comparar su propia existencia con la de sus padres, piensen de éstos que en su día no pusieron toda la carne en el asador. Era cierto que la mecanógrafa del coro no tenía hijos, pero existe dentro de nosotros ese hijo oculto que es el niño que fuimos con sus anhelos, sueños e ilusiones con el que la lealtad debe ser eterna, y también existe la conciencia y el poder dormir tranquilos. Está ese hacer las cosas bien, lo correcto, aunque nadie te esté mirando. Le costó entrar en sus memorias pero entró. Pudo trabajar concentradamente sobre una hora y media hasta que Margaret llegó, y con ella el amor y todo lo que a Neville le hacía feliz. Muy feliz. Fue con el primer plato de la cena cuando Neville golpeó con el cuchillo la copa de cristal. “¿Qué pasa?”, le dijo Margaret. “Preciosa mía, estoy en disposición de asegurar que en la próxima hora te vas a entretener de lo lindo. Es más, reirás y disfrutarás cual niña en su cumpleaños. Incluso, puede que no des crédito a lo que a tus oídos llega", le indicó Neville. “¿De que estás hablando, piloto?, le preguntó una Margaret desconcertada. “Confía en mí“, le respondió él sin poder disimular la risa. “Confío, mi amor”, le respondió ella. “Atiéndeme", le ordenó Neville mientras vertía vino en las copas y le guiñaba el ojo. “Atiendo, piloto”, le dijo Margaret sin dejar de comer la rica sopa de pescado que había preparado como primero. “Regresaba de encargar el marco…”, empezó a decir Neville, y con esas cuatro palabras comenzó la función. Margaret intuyó por la sonrisa de su marido que asistiría  a una cena con espectáculo e inmediatamente se relajó. Se dejó llevar por la voz de Neville, por el brillo de su mirada, por la locuacidad de su narración, por la efusión de sus gestos, por el relato en sí. Se deleitó con su belleza serena y con su manera tan peculiar de contar las cosas al detalle. Estaba disfrutando tal como él había pronosticado. Reía por lo absurdo y de asombro. Le interrumpía más que nada para que volviese a repetir tal o cual pasaje, y perpleja volvía a desternillarse. Con cada una de sus risas Neville la amaba más y se enamoraba de nuevo. Secretamente medía la calidad de su amor por la risa que era capaz de provocar en ella. Secretamente se enfurecía sólo de pensar que ella pudiese reírse de ese modo con otro hombre. Secretamente sabía que enfermaría hasta morir si eso sucediese. Cuando sesenta minutos después Neville se puso en pie y saludó como los comediantes a su preciosa mujer, Margaret estaba realmente sorprendida. “Qué mal está la gente. Y con que facilidad desprecian el amor. Lo hacen como si no tuviese valor”, concluyó Margaret para satisfacción de Neville. “Están fatal", le respondió Neville. La miró a los ojos. Se hablaron sin hablar. Se habían reído muchísimo en esa noche y a lo largo de toda una vida juntos. Recogieron la mesa, fregaron los platos mientras se rozaban con sus cuerpos de siempre. Más viejos y cansados, puede. Pero los de siempre. En alguna parte de su mente ellos tenían (aun pasasen los años) la misma edad que cuando se conocieron. Neville le besó cada centímetro del rostro y la nuca. Margaret le besó en los labios y en el cuello que era su debilidad. Apagaron la luz de la cocina, las del apartamento. Se fueron acostar. Se buscaron y se encontraron bajo las sábanas. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

Estás leyendo LOS INQUIETOS en línea y por entregas.