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domingo, 30 de abril de 2017

Naturaleza sin pausa



La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 


Una foto para el último día del mes. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil

sábado, 29 de abril de 2017

MIGAS DE PAN



«Mis palabras no evocan las propiedades 
singulares de las cosas, hablan de la vida 
no catalogada, de la libertad del misterio.»
―Walt Whitman―


Me gusta pensar que la existencia es un total descubrimiento. Es más, lo creo. La vida está llena de migas de pan que forman caminitos y te llevan a verdaderos hallazgos. Están ahí esparcidas por todas partes, medio ocultas, para ser halladas por los seres que no se quedan de brazos cruzados, para los seres que no se conforman, para quien la curiosidad es una especie de motor que no les permite quedarse quietos, para los que estar constantemente aprendiendo es una necesidad. Quien encuentra su rastro es porque le ilusiona tanto buscarlas como hallarlas y una vez localizadas desea dedicar parte de su tiempo a tirar del hilo del hallazgo que acaba de realizar. La vida, lectores míos, está plagada de migas de pan. Y cuando alguien es un auténtico buscador las encuentra. Entonces, cuando se produce el encuentro, si el descubrimiento es bueno te embarga la potente emoción que es sentirte dichoso; como también se revela ante ti el comprobar que en esa hora eres el ser más afortunado del planeta; además, notas los sentimientos a flor de piel por la magnitud de lo hallado, pues hay descubrimientos que te calan hasta lo más hondo, como si una tormenta tropezase contigo en mitad de la nada sin tú tener un lugar en el que poder resguardarte. En mi, la mayoría de estos descubrimientos atienden al ámbito de lo literario, del oficio, o de los viajes que realizo con Alberto. Y cada uno de ellos, me los llevo siempre al terreno de lo personal, a las experiencias que voy acumulando y que me hacen crecer como novelista, como contadora de historias, como mujer, como persona.
Con la sana y auténtica curiosidad de rastreadora que reside en mí desde niña, en mi vida apasionante junto a mi amor, sigo y descubro los rastros de migas de pan que una mano indulgente, ―llamadla destino, universo o equis―, ha depositado bajo el follaje, entre ruinas, en los escombros, o fuera del foco de atención. ¡Cuántas veces son ya, las que gracias a esas migas, he descubierto un autor, una obra, un lugar, todo un mundo repleto de talento! Esos descubrimientos son para mí como pequeñas explosiones de vida, que me subyugan y me dicen al oído: «Jamás te acomodes, no des nada por sentado, pues lo mejor todavía está por llegar.» 
El ir acumulando descubrimientos que nos llenan de dicha quizás es el sino de toda una vida. Quizás nuestra historia es eso. Tal vez sólo se trata de eso. E igual, los descubrimientos se adelantan a nuestros pensamientos y a nuestros estados de ánimo. Y cuando algo te hace verdaderamente falta te llega la explosión de vida, claro está, tras haber seguido sin pereza y con ganas, el rastro de migas de pan.
Seguir los rastros de migas de pan es como ir tirando de hilos que sólo con el paso de los años descubres que pertenecen a una misma madeja. Seguir los rastros de migas de pan es hacerte a ti mismo un favor, o mejor que un favor, un descomunal regalo. Es regalarte mil vidas en una. Es destapar, atrapar y asir el gran descubrimiento que no es otro que el conocimiento, el saber.
Así pues, lectores míos, cuando encontréis una miga de pan seguid su rastro, pues éste os llevará a algo que siempre os cambiará la vida a mejor.


Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz 

jueves, 27 de abril de 2017

ALIMENTO




«Hay algo en mí, no sé lo qué es; pero está en mí.»
—Walt Whitman—


Hay días en que una se levanta con ganas de ir a buscar alimento, se calza sus chinelos y sale del que es su hogar con ese fin. Al hablar de alimento, aquí y ahora, me estoy refiriendo a ese que alimenta el alma y sin el cual, como con el otro, tampoco se puede pasar. De modo que el otro día me calcé los chinelos, —me gusta llamar al calzado por su nombre en portugués, no sé la razón, pero así es—, y me fui como una rastreadora a buscar una hermosa poesía, una buena historia, una oportuna reflexión y una magnífica vela que oliese a coco. Hay días en que el ánimo está como exaltado y sientes que dentro de ti está brotando toda la primavera, entonces sólo tienes ganas de rodearte de cosas bonitas, porque a la vida siempre debemos ponerle color. Así pues caminé por los caminos de Caótica con el corazón contento, lleno de alegría, cantando por lo bajini, guardando en mi retina el rostro de mi amor, sintiendo la plenitud de toda la naturaleza, la fuerza de la madre Tierra en todo mi ser. Pensé que deberíamos obligarnos a amarla como ella nos ama a nosotros. Pensé que como mínimo deberíamos hacer ese pequeño esfuerzo. Allí estaba el sol alumbrándome sin dejarse nada en el tintero, generoso todo él; allí estaba la mar calma contemplando el caminar de las gentes de Caótica, allí estaba el cielo con ese azul tan parecido a un estallido de euforia; y, yo, era testigo de ese momento, de ese día, que jamás volvería a repetirse en ningún calendario. Me sentí dichosa. El día era único y mil pequeños detalles se quedarían grabados a fuego en mi memoria, lo sabía, era consciente de ello, era sabedora de que el día se quedaría a vivir en mi piel por decenas de razones: por una carcajada, por la brisa acariciando mi rostro, por un parloteo a lo lejos, por el color rosa palo de una flor, por el divertido vuelo de un gorrión, por el aleteo de una mariposa y por las sensaciones que se deslizaban al compás de las horas y los aromas a gardenia, lirio y jazmín que inundaban Caótica convirtiendo el lugar en canela fina. Y, llegó, el momento bonito y certero en que mis pies se detuvieron y dieron un pequeño giro y entré, llevada por ellos, en uno de esos maravillosos antros cargados de palabras donde todas juntas forman historias y todas las historias crean, —a su vez—, universos; y al fondo, como un alud de luz brillaban las candelas. Entonces me topé de cara con mi viejo conocido Walt Whitman sin cuyas poesías ya no sé vivir, y también me encontré con una tigresa y un acróbata, con la imagen de una vida, y con una enorme vela con aroma a coco que por tantos motivos me da la vida cada vez que la prendo. Y fui feliz, en aquella mañana, en que la primavera estaba en mí, porque le había puesto color a la vida y porque con ese acto ya me estaba alimentando y me alimentaria durante días. Alimentaria mi alma y, por ende, mi felicidad.
Mi deseo para todos vosotros, lectores míos, en este día: es que no os falten nunca ni las ganas de leer ni la luz. Puesto que es la forma más terrenal de sentirnos bendecidos. ¡Libros y luz! ¡Libros y luz, por favor!


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

martes, 25 de abril de 2017

Naturaleza sin pausa


La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 


Una foto para el último martes de abril. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil

miércoles, 19 de abril de 2017

EL CORAZÓN


«El corazón en paz ve una fiesta en todas las aldeas.»
—Proverbio hindú―


En el corazón las personas ubicamos todo tipo de sentimientos, deseos, pasiones, miedos, esperanzas, amores y desamores. Como si fuese un gran cajón o el viejo trastero al que todo va a parar. No en balde, el infarto de corazón es la primera causa de muerte. Pensándolo bien, no es de extrañar, pues lo sobrecargamos como si fuese capaz de aguantarlo todo. Y encima nos llenamos la boca de él. Cuando no sabemos cómo explicar algo, echamos mano del corazón, y allá va el desairado tiene el corazón como una piedra, o el confiado me ha abierto su corazón, por no hablar del sincero con el corazón en la mano, o el franco te lo digo de todo corazón, o el asustadizo se me ha encogido el corazón, o el generoso es que no le cabe el corazón en el pecho, o el insidioso le ha partido el corazón a ella o a él que es todo corazón o que tiene un corazón de oro. Y también por si todo esto fuera poco: podemos hacer de tripas corazón, o tenerlo en un puño o que nos dé un vuelco, e incluso por poder, podemos tener hasta una corazonada. 
Así pues, lectores míos, como muy bien sabéis en pocas horas de nuestra existencia no está el corazón presente de un modo u otro. Cuando en realidad el corazón sólo es un órgano muscular hueco, impulsor de la circulación de la sangre en los vertebrados y otros animales. Que no se puede romper al ser un músculo, como mucho se puede aplastar. En cambio, ahí estamos nosotros, osados donde los haya, haciendo de nuestra capa un sayo, resguardándonos tras él para explicar al dedillo nuestro existir. Y, si ya de por sí, el susodicho corazón es asunto serio, puesto que sin él no podemos vivir; tampoco sin él, podemos definir qué nos pasa y que de esa forma nuestros congéneres puedan hacerse una idea de qué diantres nos ocurre. De tal manera, que además de ser un músculo, el corazón se convierte en nuestras manos o mejor dicho en nuestras lenguas en una forma de hablar, en un lenguaje universal. Sea como sea. Sea sólo un músculo o sea una pertinente entelequia a la que recurrir ya que es capaz de soportárnoslo todo, incluso una vida entera; qué hermoso es tener un corazón enamorado, saber que nuestro corazón es capaz de amar con todo su ser, ser conscientes de cuán valiente es cuando sufre y cuánta gratitud hay en él cuando siente alivio, qué afortunados tenemos que sentirnos al saber que nuestro corazón es capaz de llorar, de reír contento al presenciar y sentir la alegría brotando a su alrededor, qué emocionante es poderlo ver sonrojándose, pues todo eso significa sólo una cosa: que nuestro corazón late, que es un corazón que está vivo. 
Entonces, lectores míos, cuando todo eso ocurre, no debemos preocuparnos por nada, porque en realidad todo está bien. Todo está perfecto. Nuestro corazón está en plena forma. Y, con sinceridad, no creo que podamos pedirle más. Sólo nos queda mostrarle nuestro agradecimiento por tanto y tan bueno, y desearle paz. 


Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz 

martes, 18 de abril de 2017

TIENE QUE SER AQUÍ


«Tengo la sensación de que en alguna parte se ha abierto una ventana de golpe, o de que una ficha de dominó ha caído sobre otra y ha provocado una reacción en cadena. Se me ha venido encima una ola enorme, después se ha retirado, y todo lo que había debajo ha cambiado para siempre.»


[#lecturasquesuman: Novelas de 12, es decir, las que te invitan a subrayarlas con un lápiz.]

lunes, 17 de abril de 2017

LA SILUETA


«No pregunto quién eres, no es algo que me importe, 
puedes no hacer nada y no ser nada, 
salvo lo que yo estreche entre mis brazos.»
—Walt Whitman—


Ayer, como todas las mañanas a primera hora, al salir al porche a  respirar mi bocanada de aire matutino me pareció ver la silueta del Rubio; plantado a unos metros de mí, de la casa. Mirándome con sus ojos azules e infinitos y su metro ochenta y dos de estatura. Supe enseguida que se trataba de un ardid, de una treta, de mi propia memoria que cada cierto tiempo, recrea la figura del Rubio en distintos lugares y me lo muestra divertida. Me dan ganas de gritarle, no al Rubio, sino a mi memoria: «¿Acaso estás loca? Si el Rubio zarpó hace mucho con su barco desde el embarcadero de Caótica para no regresar.» Pero decido no gritarle. Hace tiempo que dejé de gritar y de enfadarme por tantas cosas, que hay días en que no me reconozco. La calma se ha instalado en mí y parece que lo ha hecho para quedarse. Por ello, no le digo ni mu, puesto que sé que todos los ardides que se trae entre manos con el Rubio sólo atienden a una razón: la de los lazos inquebrantables de los verdaderos afectos. Con lo cual, si alguien ha sido realmente importante en tu existencia no es extraño que la memoria utilice todas las tretas habidas y por haber, para que el lazo no se rompa jamás, aunque la persona esté lejos de ti. Cuando conocí al Rubio una mañana de enero en el embarcadero de Caótica donde había atracado su barco y me invitó a una taza de café negro y solo que estaba vertiendo de un termo, supe, al mirarle por primera vez a los ojos que sería una persona determinante en mi vida. Entended, lectores míos, como personas determinantes a esos seres con los que se produce al conocerlos un antes y después en la existencia de uno. Seres con los que tu ser es capaz de notar en primera persona la imposibilidad de soltarlos, la resistencia a dejarlos ir. Seres que al final de la vida si un día te dispones a contarlos con los dedos de las manos no suelen ser más de una docena. Pues bien, cuando le conocí supe que el lazo que se crearía entre los dos superaría toda una vida. El Rubio era uno de los seres más extravagantes que habían llegado a Caótica. A ratos encantador, otras enternecedor, siempre embaucador y también en alguna hora diabólico, ya fuese por eso o a saber por qué razón, todo lo que contaba y todas las ideas que se le ocurrían derrochaban ingenio. Y aunque conozco todo del Rubio, pues quizás soy la persona que llegó a conocerlo más y mejor de toda Caótica, no puedo decir, así a las claras—, a qué se dedicaba en concreto, pero quizás por lo mucho que lo conozco puedo decir que del mismo modo hubiese podido pasar por un filibustero, como por un criador de caballos, como por un domador de circo o un poeta. Al Rubio le gustaba contarme sus historias de navegante y sus cuentos chinos mientras bebía café, fumar puros habanos mientras leía mis novelas y compartir conmigo bocadillos de atún cuando la mar estaba brava. Recuerdo que antes de partir, después de vivir más de una década en Caótica, me regaló una caracola de mar y me dijo: «Para que no me olvides.» Y en días como el de ayer en que la memoria en uno de sus ardides me muestra su silueta en el horizonte, cuando entró de nuevo en la casa, tomó la caracola entre mis manos como si ésta fuese mi posesión más preciada y le digo, parafraseando al propio Rubio: «¡Manda huevos Rubio, qué sola me has dejado!» Y es que Caótica tiene la virtud de crear lazos capaces de durar varias vidas entre personas que no se conocían de nada, algo que en otras partes del mundo es del todo inalcanzable, improbable e inviable. De ahí, el enorme poder de Caótica.


Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz

domingo, 16 de abril de 2017

Naturaleza sin pausa




La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 


Una foto para el domingo de Pascua. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil

martes, 11 de abril de 2017

COMO SI TODOS LOS DÍAS FUERAN DOMINGO



«Nunca hubo más comienzo que el de ahora, ni más juventud o vejez que las de ahora, y nunca habrá más perfección que la de ahora, ni más cielo o infierno que los que hay ahora.» Cuando en el siglo XIX, el poeta estadounidense, Walt Whitman escribió estos versos ni remotamente podía imaginar que en mitad del Mediterráneo existía un lugar llamado Caótica donde sus palabras cobraban todo su sentido y tomaban forma. De tal manera es así, que ni el cambio de varios siglos, ni el descubrimiento y utilización de muchos inventos, han podido con la esencia de este lugar indómito, natural y auténtico. Cuando estás en Caótica que te invada una sensación distinta a los versos de Whitman es algo imposible. Cuando estás en Caótica sientes la plenitud y la dicha de estar en el corazón de la vida, donde ésta late, como también notas en todo tu ser que estás en el momento idóneo y en el lugar adecuado, olvidando, con ello, lo superfluo para valorar sólo lo realmente importante de la existencia de todo ser humano. En Caótica eres totalmente consciente de la fortuna que es estar vivo. Pues estar en Caótica es estar en armonía con el cielo, la mar, la tierra y el aire, pero también contigo mismo y con el resto de tus congéneres. Estar en Caótica es vivir en un domingo eterno. Recuerdo que hace muchísimos años en esa confraternización entre gentes que no se han visto jamás, —que Caótica  propicia como pocos lugares—, una persona de la meseta me dijo, y cito textualmente: «Aquí es como si todos los días fuesen domingo, en Madrid eso no pasa. Sólo podemos disfrutar de un domingo a la semana.» Lo recuerdo perfectamente porque entendí a qué se refería. A aquel muchacho, —cuyo nombre y rostro ya he olvidado pero cuya reflexión se quedó a vivir en mi memoria—, le habían invadido sin saberlo los versos de Walt Whitman al estar en Caótica. Debió de sentir en todo su ser ese cúmulo de sensaciones que provoca este lugar, donde te sabes mortal y efímero pero no te importa, porque se vive como instalado en la felicidad, en un mundo donde los márgenes, las rutinas y los horarios se volatilizan; y los días y las noches están formados por las ganas que invaden a sus gentes y a sus visitantes. En Caótica uno hace las cosas cuando en verdad le apetece, cuando en verdad tiene ganas, y viviendo como se vive de puertas abiertas a la naturaleza es más que probable que el reloj interno de cada uno se acompase más a ella que a los relojes convencionales. Sí, lectores míos, vivir en Caótica es lo suficientemente parecido, para que os podáis hacer una idea, a como cuando es domingo y la laxitud impera y campa a sus anchas y se camina descalzo y se vive sólo para disfrutar de este estar un ratito en el planeta Tierra. Cuando escribí la novela homónima sobre ese sitio, muchos creyeron que era un enclave imaginado que de existir no existía, pero no, de existir existe, ahora mismo mientras escribo esto estoy aquí en Caótica y Caótica está presente en todo momento, se cuela por todas las grietas, como la luz se colaba por las grietas de maestro Cohen. Puesto que Caótica siempre se impone como el regalo que es, como ese domingo eterno, y yo no puedo sentir nada distinto a una enorme dicha de haberme criado en un lugar así y que siga despertando en mi los mismos sentimientos, los mismos afectos, y sobre todo una enormes y tremendas ganas de comerme la vida a bocados, porque Caótica te susurra en diferentes tonos y de mil maneras que no habrá jamás una perfección mayor que la que ella me ofrece a cada segundo, a cada paso. Porque Caótica además de un lugar también es una forma de vivir y un estado de ánimo. 
De modo, que si queréis venir seréis bienvenidos. Los versos de Whitman os guiarán hasta aquí, os servirán de brújula. Tenéis mi palabra. 

Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz

EL ORDEN NATURAL DEL AMOR


«Mira, no doy tabarras ni pequeñas limosnas;  
cuando yo doy, me doy a mí mismo.» 
—Walt Whitman—


Hace unas semanas en mis oídos chirrió una frase como chirrían los goznes de una puerta vieja y oxidada al abrirla. Mis oídos captaron como una antena la frase que alguien dejó caer, —para seguidamente quedarse tan ancha—, de que el amor requiere siempre de un esfuerzo brutal. Y, sé que si oyese mil veces esa frase, mil veces chirriaría en mis oídos y en todas las partes de mi ser. Sí, lectores míos, la frase de que el amor necesita siempre de esfuerzo hizo que me girase sobre mis talones y exclamase al aire: «¿De qué vas? ¿Si la característica principal del amor es su sencillez? ¿Si sale de ti hacia el otro ser con total sinceridad, sin requerir de ningún esfuerzo?» Puesto que cuando se ama de verdad, el amor nace de manera espontánea, franca, natural, sencilla. Brota del corazón. Ya que el amor no entiende de imposturas y falsedades y está siempre tejido con los hilos de la alegría, generosidad y paciencia, pero jamás se deja tejer con los del esfuerzo ni del sacrificio porque entonces eso sería como cambiarle su verdadera naturaleza. Sería transformarlo en otra cosa muy distinta. Sería cambiar su orden natural. Sabemos desde nuestra niñez, —pues así nos lo han enseñado nuestras madres—, que el amor no es nada diferente a hacer feliz al otro, ya que en esa felicidad, en su bienestar, está tu propia felicidad y bienestar. Cuando el amor es verdadero sale por todos lados. Nadie tiene que esforzase. Ni nadie tiene que soportar nada. El verdadero amor es sencillo. Es no querer que el otro sufra por nada del mundo. El amor siempre debe sacar lo mejor de ti. Es así de simple. Y si no es así, es que no es amor. Si hay que poner en ese amor esfuerzo, de decir: vamos a obligarnos a amarnos, vamos a obligarnos a que esto salga bien, voy a obligarme a hablarte a besarte a mover un dedo por ti, obliguémonos a estar juntos, eso ya no es amor, eso es algo que esconde otra cosa, otro tipo de relación. Pero me niego a que llamen amor a algo que requiere esfuerzo, a algo que se debe soportar, a algo que se percibe como una carga o como una rémora. Ya que cuando algo que debería salir de forma instintiva y sana lo que necesita es esfuerzo, me suena a trabajos forzados, y el amor si es verdadero, no es un trabajo forzado, no hay que forzar nada, pues hay ganas y viene todo rodado; y si no, si no hay ganas, si hay que trabajarlo y esforzarse, como he dicho antes, eso no es amor. Ahí no hay amor. Y si lo hubo, se ha evaporado. Si alguien te da pereza y debes esforzarte, ahí no hay amor. Como tampoco, por supuesto, es amor ni hay amor cuando uno es feliz haciendo infeliz al otro, ya sea negándole el pan y la sal, maltratándolo física, psíquica y/o verbalmente. Eso no es amor. Ahí no hay amor. 
Yo sé qué es el amor. Por ello, puedo decir que  amar  y esfuerzo, son dos conceptos antagónicos. Siempre he sido de ideas claras, y en cuestión de amor lo tengo clarísimo. Sé diferenciar entre lo que es el amor y lo que son otras cosas, y a esas cosas que cada cual las llame cómo le dé la gana, que las llamen equis, pero no amor, por favor. Y, a esos, que llaman amor a lo que requiere esfuerzo, que dicen que por amor todo se debe soportar, sólo les pediría que no maltraten también a la palabra amor, que dejen de decir sandeces. Pues se les ve el plumero, se les ve que ni saben qué es el amor verdadero, ni amar. Si no, otro gallo les cantaría, si no, no actuarían como actúan, ni se llenarían la boca de desatinos. 
Así que lectores míos, no permitáis jamás, negaos siempre a que delante de vosotros llamen amor a lo que a todas luces no lo es. 

Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz 

NI FU NI FA


Mientras me dispongo a escribir esto antes de fijar mi vista en la hoja en blanco miro el cielo. Hoy hay cielo de tormenta. Está como si un niño lo hubiese pintado de color azul marino a grandes trazos, con una brocha gorda y con borrones. El viento sopla de la mar. La cortina del porche se infla como la vela latina de una barca. Algo típico de Caótica. Cuando el cielo está así puede suceder o que caigan cuatro gotas grandes sin mucho afán, como si fuesen gotas de poco gasto, más por molestar que por otra cosa, pues las nubes no van lo suficientemente preñadas de lluvia; o, lo más probable, es que escampe y el sol acabe rompiendo la tormenta como quien rompe todos los miedos, para unos cuartos de hora después ver como se instala el gris, convirtiendo el cielo en una bóveda parda, nebulosa, sin rastro de sol ni de tormenta ni de azul. De tal manera que si alguien se había hecho la ilusión de que iba a poder disfrutar de un día radiante y que los visos de tormenta solo habían sido un espejismo, se equivoca de extremo a extremo, y pronto se da cuenta de que la ilusión no va a convertirse en realidad, y tendrá que ocupar su tiempo en otros menesteres. Pues cuando la tormenta sale de la mar todo sucede muy deprisa y todo cambia en un santiamén. Por tanto, sé que antes de que vuelque mis pensamientos, aquí, el cielo ya habrá decidido por todos nosotros. El cielo al revés que los hombres no necesita de mucho tiempo para metamorfosearse. Sus cambios son de una rapidez abrumadora. Un día, no hace mucho—, mi amigo Walfred me dijo: «Tienes demasiada vida, para tan pocos años.» Apreciación que tiene su aquel viniendo de un arqueólogo. Pero, sí, es cierto, he visto muchas cosas, he estado en muchos lugares, he conocido a muchas personas y he vivido mucho en primera persona; y eso, me ha hecho acumular más experiencias de las que debería tener probablemente a mi edad. Y si algo me trasmiten todas esas experiencias, toda esa acumulación de fragmentos de vida, cada caricia, cicatriz o arañazo en mi piel, si algo he aprendido, observando a las gentes y a los lugares, observando la vida en general, observando cómo todo lo vivido va haciendo mella en uno, es que todo se mueve aunque sea por debajo, por donde los ojos no ven, por la parte de detrás de los párpados, he aprendido a ver como la vida fluye y a saber que fluir con ella es la única elección que puede realizar el ser humano. Si mi amigo Walfred me hizo ese comentario fue porque cabezota como es, comprendió que yo había dado de lleno, que estaba en lo cierto, cuando al poco de conocernos le dije que seriamos con el tiempo grandes amigos. A lo que me contestó por aquel entonces con una gran dosis de escepticismo que no daba ni un duro por esa amistad. Casi que me soltó que él no necesitaba amigos. Ahora mucho tiempo después no le ha quedado más remedio que darme la razón, puesto que la vida en su fluir le ha dado su lugar en mi existencia. El lugar concreto que debía ocupar, ese y no otro. Podría decir que conocí a Walfred por casualidad si creyese en las casualidades. Pero como no creo en ellas, no puedo afirmar tal cosa. Creo que las personas y los lugares se cruzan en el camino de uno por destino. Entonces aparecen los descubrimientos, los puntos en común y nacen relaciones y alianzas que pueden perdurar o no en el tiempo. Y ahí es cuando la persona se curte de verdad, cuando presencia y vive como protagonista, cómo y de qué forma las relaciones y las personas nos metamorfoseamos y vamos cambiando. Y, también en cuánto tiempo, pues al contrario que el cielo que cambia en cuestión de minutos, en las relaciones que hemos creado la metamorfosis necesita de muchísimo tiempo para ver en qué aboca, para comprobar si serán relaciones que se romperán con una facilidad pasmosa con el paso de los meses, si serán relaciones que de tan poquito como nos aportan acabaran perdiéndose en la memoria de una forma sutil con los años, o si por el contrario se consolidaran en el tiempo como algo estable, como algo más de tu existencia y se convertirán en relaciones con personas con las que siempre puedes contar. Como he dicho antes, yo no conocí a Walfred por casualidad, y ahora explico el por qué. En Caótica no es extraño ver pasear a Timou. Timou es un hombre que se pasea siempre con una gaviota sobre su sombrero. Timou viste traje negro sobre un jersey blanco de lana en invierno y sobre una camiseta negra de manga corta en verano, zapatillas de deporte y sombrero. Pero si llama la atención es por la majestuosa gaviota que pasa los días posada tranquilamente sobre su sombrero, hasta que en pispás alza el vuelo y surca el cielo y desaparece por una horas también de la vida de Timou. No sé si habéis visto de cerca una gaviota, cuando me refiero a de cerca, es a tenerla posada al lado de uno, a un metro y medio de distancia como mucho, para poder contemplarla de tal modo que te percates de cuán bella y digna es. Muchos podéis tener en la memoria retenidas en imágenes a las gaviotas de Hitchcock, si es así, no es raro, que os pueda parecer insólito que una gaviota pueda estar sentada a tu lado oteando el horizonte, mirando a la mar tan tranquilamente como tú. En su serenidad son realmente hermosas. Por tanto, con lo que os acabo de contar podéis entender con facilidad el impacto qué es ver por primera vez a Timou paseando con la gaviota sobre su cabeza, si no eres de Caótica. Con lo cual es muy lógico que mientras atónito contemples esa estampa tropieces con un tronco erosionado por el salitre y las olas, que la mar ha depositado en la arena y que a su vez una mano anónima ha dejado en un lado del camino, quizás con un propósito concreto, y caigas tan largo como eres. Y ahí estaba Walfred, tan largo como es, con su metro ochenta tendido de bruces sobre el suelo arenoso y desértico de Caótica. Por eso, antes he dicho que no conocí a Walfred por casualidad, le conocí porque se quedó ojiplático mirando a Timou y se dio de bruces contra el suelo y yo estaba caminando justamente unos pasos por detrás de él. Evidentemente, si eres una persona de bien, y ves que un hombre se estampa contra el suelo y se queda allí tendido, lo razonable, es que te inclines sobre él, le preguntes cómo está y le tiendas la mano. Eso es lo sensato. Así que de esa manera conocí a Walfred. No tardé en comprobar que el mal humor que yo pensé que era fruto de la caída era su estado natural, pero era una clase de mal humor, de rugir, de gruñir que hacía que me desternillase de la risa. No sé por qué, Walfred, desde el minuto uno provoca en mí ataques de risa. Recuerdo que viendo cómo me miraba con sus pequeños ojos negros, ante uno de mis ataques de risa, le dije que la risa era la distancia más corta entre dos corazones, dándole a entender que no había en mi risa ningún atisbo de maldad, ni de burla, sino todo lo contrario. A lo que él me respondió: «La risa sí, pero no las risotadas.» Provocando en mí otro ataque. Fue entonces, en ese momento, lo recuerdo con total exactitud cuando le dije: «Tú y yo acabaremos siendo grandes amigos, si no tiempo al tiempo.» Se lo dije porque así lo sentía, se lo dije desde la verdad, se lo dije porque de ese modo lo creía, se lo dije porque había aprendido que la vida fluye y hay que saber fluir con ella. Y supe con una certeza absoluta que Walfred al fluir no le quedaría otra que elegir ser mi amigo y encajar en Caótica, para ello, sólo había que tirar de él. Pues, él, curioso de naturaleza como es, teniendo como tiene la capacidad de sacarle punta a todo, de convertir algo pequeño en grande, de transformar una "casualidad" en un para siempre se agarraría a la mano que le acababa de tender, como el náufrago se agarra a la tabla que le ha de salvar la vida. Y yo, había reconocido en cada uno de sus gestos: unas ganas enormes de vivir y una humanidad fuera de lo común que él trataba de mantener oculta. Y, aunque él, no lo viese tan claro como yo en ese momento, también se le asomaba por cada poro de su piel, unas enormes ganas de agradar, de ser querido, de ser amigo, de dar, porque Walfred no es de esa clase de personas que dejan al resto que ni fu ni fa, si no todo lo contrario. Walfred sin ser consciente de ello invita a quedarte con él.


Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz

domingo, 2 de abril de 2017

LA VIDA SECRETA DE UNA NIÑA



«Los libros son la riqueza atesorada del mundo. Sus autores 
son la aristocracia natural de cualquier sociedad, 
y ejercen en la humanidad una influencia mayor que
la de los reyes o los emperadores.»
 —Henry David Thoreau— 

  
Y cuando una es una niña y lleva las palabras dentro, masticándolas, buscando su significado, sus sinónimos y sus antónimos, contemplándolas del derecho y del revés,  porque le gusta leer y contar, y entra por primera vez en una biblioteca pública se da cuenta que ha estado viviendo en un desierto y acaba de encontrar su oasis particular. 
Y cuando recorre cada estante tomado por los libros y se da cuenta que puestos todos en fila india llegarían al país de los ojalás, sabe que allí está su futuro. Vislumbra que las palabras que lleva dentro de su cuerpecito y bailando en su imaginación pueden adquirir una forma: la del libro. « ¡Qué hermosos son los libros!», se dice. Y cuando sostiene un libro entre sus manos, luego otro y otro, y bebe de su portada, de su tacto, de sus hechuras, y recorre con avidez una línea tras otra; sabe que ningún objeto jamás la va a fascinar tanto. Es tal su fascinación, está tan maravillada, tan repleta de dicha, que se promete a sí misma que un día tendrá una biblioteca más o menos parecida a esa en su propio hogar. «Pasillos y pasillos llenos de libros, una habitación tras otra, ni un metro cuadrado sin ni siquiera un libro. Paredes forradas de libros desde el techo al suelo», se promete. Y cuando va dándole forma a esa biblioteca privada es consciente del valor de toda ella. Puesto que dentro hay invertido mucho tiempo, muchas ilusiones y lo mejor de todo, muchas lecturas y muchísimas historias, y cada una la lleva como en un sortilegio a una etapa en concreto de su vida. Entonces es cuando piensa que tal vez es posible aquello que deseó de niña cuando entró en su primera biblioteca —la pública—, cuando halló su propio oasis, y pensó que el más grande de sus sueños sería tener en estantes, —tanto de bibliotecas públicas como de privadas, libros con su nombre y con historias inventadas por ella. Y así como en un chascar de dedos decide que va a hacerlo y para ello pone todo su empeño y su determinación y muchas, muchísimas horas de trabajo y disciplina; y aprende a tirar de la imaginación; a trajinar con las palabras; a observar desde todos los ángulos las frases, los párrafos y los diálogos; aprende a mirar a los ojos de los personajes, dejando que estos le cuenten como en una confidencia sus secretos, sus amores y desamores, sus idas y venidas, sus anhelos y derrotas; y de ese modo va escribiendo una novela tras otra y tiene lectores que leen y esperan y desean y disfrutan con y de sus historias de tal manera que ella sabe que ha aprendido un oficio, que tiene un oficio. Sabe que el oasis que encontró en mitad del desierto le ha dado su lugar en el mundo: el de contadora de historias. 
Por ello, no es extraño, ver en ella la misma admiración y la misma ilusión que la niña que fue cuando tiene un libro en sus manos, ya sea suyo o de otro escritor. Eso da igual, no importa, pues si alguien está lo bastante cerca de ella no la oirá murmurar otra cosa que no sea: «¡Benditos libros!» Y cuando publican estadísticas, sobre la gente que no lee, se ríe. Porque andan equivocados los que ponen el acento y el foco en quien no lee, en ese soniquete parecido a una monserga: «Cuatro de cada diez personas no lee…» Sabe que se equivocan, pues hay que leer incluso las estadísticas en positivo, y en ese soniquete, ella sólo ve que seis sí que leen. Que hay seis personas de cada diez, que como ella, cuando tienen un libro entre las manos también musitan: «¡Benditos libros!»
Ya que es el oasis lo que hay que resaltar del desierto, siempre el oasis. 
El oasis es vida, es no conformarse. Y puede ser también un oficio.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz 

sábado, 1 de abril de 2017

ECHAR DE MENOS



«Creo en la muerte y en los apetitos, 
ver, oír, sentir, son milagros, 
y cada parte y cabo de mí 
es un milagro.» 
— Walt Whitman―


Una de las cosas que más echo de menos de la primavera y del verano durante el invierno es quedarme en silencio observando con asombro como una coccinellidae o lo que popularmente se conoce como mariquita, se pasea por el anverso y el reverso de mi mano para seguidamente, —al cabo de un rato—, depositarla en un rosal; donde tendrá una larga vida comiéndose el pulgón. No deja de maravillarme, año tras año, el hecho de que ese ser vivo “diminuto” recorra mi mano tan campante, que lo haga con absoluta confianza, e incluso con cierta desfachatez, como si también me echase de menos a mí. 
Y es en ese echarse de menos mutuo, en el valor del echar de menos, en la gran suerte que es poder echar de menos donde yo encuentro la mayor fortuna que una mariquita puede traerme al posarse sobre mi mano.
Se sabe a través de toda clase de leyendas que en casi todas las culturas del mundo, también en la europea, que las mariquitas son símbolo de buena suerte. Tanto, que se especifica en la mayoría, que si una mariquita aterriza sobre una persona es el anuncio de la buena fortuna que le va a llegar.
Pues bien, si hablamos de fortunas, para mí pocas fortunas hay más valiosas y reveladoras para el ser humano que el poder echar de menos. Creo con absoluta sinceridad que las personas somos afortunadas en la medida en que echamos de menos, porque ello significa que hemos amado y conocido, en definitiva, significa que hemos vivido. No hallo por más que busque razón más que poderosa para sentirnos afortunados.
Sentir la “saudade” portuguesa, la “morriña” gallega o “el trobar a faltar” valenciano es lo más parecido a una muestra o al termómetro de cuán afortunados hemos sido en muchísimos momentos de nuestra vida.
Sí. Lo sé. Duele. Echar de menos, duele. Pero, cada uno de nosotros, somos libres siempre de elegir la forma en qué miramos al mundo, podemos escoger qué sentir ante algo y sobre todo ante una emoción. Por ello, yo prefiero anular ese dolor hasta hacerlo desaparecer y que este se torne riqueza. Y me digo a mí misma, cuando echo de menos a alguien o algo, pues se echan de menos tanto personas como lugares como tiempos: «Si te echo de menos es porque has sido y eres una parte importante de mí, tanto, para que a fecha de hoy al recordarte: te sienta como si te tuviese sentado al lado o como si caminase por tus calles o discurriese por tus días. Y ello me alegra. Me reconforta. Me fortalece. Extiende mi mundo.»
Sí, lectores míos, echar de menos es un privilegio, es de ser muy pero que muy afortunados. Es lo que nos vuelve todavía más humanos, si cabe. Con lo cual, deberíamos considerar ese sentimiento como un hermoso tesoro. Porque cuando algo se echa verdaderamente de menos, de alguna manera estamos con los brazos abiertos preparados para que regrese a nuestras vidas, tanto metafórica como literalmente. E incluso en algunos casos, cierto es, daríamos todo lo que tenemos por poder compartir unos minutos con ese ser o por poder estar en ese lugar o en aquel tiempo. ¿A qué sí?
De modo que nunca jamás tengáis miedo en echar de menos. Pues echar de menos no es una casualidad, sino probablemente es la mejor de las venturas, como lo es que una mariquita al vuelo, mientras aletea cincuenta y ocho veces por segundo, escoja posarse sobre ti, sí, sobre ti entre tantos otros seres que habitan tu mismo planeta.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz