Un sol dorado y brillante como moneda de oro recién acuñada, le dio la bienvenida; y aunque, le hizo entrecerrar los ojos, le calentó el espíritu y modificó su andar perezoso de ese día por un caminar más ágil. Pensó en ir a la búsqueda de Aldo para en última instancia hacerle entrar en razón, pero al plantearse la situación oyó en su interior la voz de Margaret instándole a no entrometerse. Decidió no hacerlo al menos en esa mañana. Aplazó la intromisión. Pondría toda su voluntad en alejarse del tema. Sin embargo, se conocía. Sabía que le costaría horrores no meterse en el asunto. Pensando en esto y en aquello, un niño arremetió contra él. Más bien, quedó encajado en su cuerpo como un balón en un tejado. Neville aguantó sin caerse. Satisfecho por no haber perdido el equilibrio y enfadado por los modales del niño, lo tomó de la capucha del abrigo, tiró de él, y le preguntó: “¿Adónde crees que vas corriendo de ese modo sin ni siquiera mirar al frente?” El niño lo miró de hito a hito, le sacó la lengua y salió de su campo de visión, más rápidamente de lo que él solía salir de boxes en las carreras. “¡Será posible!”, gritó. Cuarenta o cincuenta segundos después, sin verla venir, cogiéndolo totalmente desprevenido, Adelaida Whitaker, se plantó frente a él y a pocos centímetros de su rostro, le preguntó: “¿Neville, ha visto a Niño Blas? Creo que ha vuelto a tomarme el pelo. No sé muy bien cómo. El caso es que lo he perdido de vista. Ha salido disparado hacia alguna parte. ¿Lo ha visto?” ”No. No. No. ¡Caramba, no!”, le respondió como pudo Neville. Maldiciendo a la nieve por no seguir cayendo hasta sepultarlos a todos. Sesenta o setenta segundos después volvió en sí. Adelaida Whitaker ya no estaba delante de él, ni a su lado. Sintió que se le acababa de parar el corazón. Casi que gritó que le trajesen un desfibrilador. Él mismo se lo aplicaría en su propio pecho. Se puso la mano sobre el corazón. Lo golpeó. Oyó con la punta de los dedos como le respondía tímidamente. Respiró. Buscó con la mirada un banco donde sentarse. Vio una cafetería. A paso lento fue hacia ella. Entró y se sentó en una de las mesas. Agradeció que estuviese bastante concurrida. Deseaba sentirse anónimo. Que nadie reparase en él. Quiso ser camaleón para camuflarse; y por una fracción de segundo, borracho para beber y olvidar. Pidió un vaso de agua, un café y una porción doble de la tarta de arándanos y queso que había visto al entrar. “Nunca la he tenido tan cerca. Con su bello rostro tan pegado al mío”, se dijo a sí mismo. Acarició de nuevo su corazón. Siempre había tenido claro que quería morir de un infarto, acostado en la cama del dormitorio que compartía con su esposa, una tarde de agosto (mientras la ventana permanecía abierta) durante una tormenta que azotaba fuertemente el exterior. Furia y pasión. Silencio y paz. “Cada vez hay más posibilidades. Cada vez está más cerca", le dijo a su viejo y valiente corazón. Al rato de sentirse recuperado regresó a casa sin notar apenas que caminaba. Flotaba. Medio enamorado y tonto de remate, pensó. “Es bochornoso, Neville. A tu edad", se dijo. Tuvo ganas de abofetearse. Al entrar en su domicilio se miró en el espejo. Al encontrarse con sus propios ojos, se preguntó: si ella, si a Adelaida Whitaker, le resultaba atractivo. Al oír lo que acababa de pensar, se dio un sonoro bofetón. Se marcó los dedos en la cara y se prometió no salir más a la calle en lo que quedaba de mes. Entonces recordó que en tres días sería San Valentín, y como cada año, invitaba a Margaret a cenar. Se dio otro bofetón, esa vez, por imbécil. En unas horas regresaría del trabajo y él se moriría de ganas de entrar en ella como cada tarde. Su fortuna era que podía hacerlo. Desde que se conocieron ella había puesto su cuerpo y toda su esencia a su disposición. Se abría a él; y él, hacía con ella lo que le venía en gana. “La fortuna es que puedes hacerlo. Realmente, eres imbécil Neville”, le dijo al tipo del espejo. Se excitó sólo de pensar todo lo que durante una existencia en común habían hecho juntos.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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