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domingo, 31 de julio de 2022

31 de Julio ~ Diario del discurrir ✒☀️👣🌬


Observo el perfecto gladiolo que adorna La Madriguera. Nadie está dentro de nosotros para saber realmente cuál es la magnitud de los sentimientos que nos invaden, ni de la emoción que en ciertos momentos nos embarga. Nadie sabe de la medida de nuestro esfuerzo y padecimiento para estar donde estamos. Cuando observo el cansancio, la experiencia, los años buenos y los no tan buenos, en el rostro de un hombre o de una mujer, me produce un enorme respeto, puesto que siempre pienso lo mismo, pienso, que nadie excepto él o ella conoce el verdadero significado de lo que está viviendo. Nadie sabe realmente el valor de lo conseguido, de los pequeños y grandes logros, de las gestas particulares, quizás inconfesables, que quedan ocultas en la esfera más íntima de la consciencia pero que para cada uno de nosotros son transcendentales. Nadie sabe, ni siquiera los seres que nos son más próximos y que creen conocernos. Lo que motiva la entrada de hoy en el diario del discurrir parece extraño, pero no lo es. Acuden a mí las ganas de escribir sobre lo profundo. Tal vez, porque en algún lugar de mi interior quedó prendido el rostro sin máscara del tenista que gana en un París desmantelado su decimocuarto Roland Garros, y que mientras alza el trofeo y escucha el himno de nuestra amada España, me conduce a pensar que nadie sabe qué es lo que verdaderamente en ese punto conmueve su recuerdo; como también, quedó prendido el rostro sin máscara y la voz sin artificios del veterano periodista al que la jubilación lo deja fuera de juego en un rincón del viejo Bierzo, y al oírlo y verlo, pienso que nadie sabe en verdad a qué se ha tenido que enfrentar para reír con franqueza en ese instante en que cuarenta años de trabajo se evaporan frente al micrófono; y en un tercer caso, de mí quedó prendido el rostro sin máscara de la anciana que contempla la puerta que se cierra al paso del que fue su único y verdadero amor, al que tuvo que renunciar en su juventud por hacer lo correcto: cuidar de la granja familiar y de su hermano huérfano en la rural isla del Príncipe Eduardo en Canadá, y al contemplarlo, sé que soy incapaz de imaginar si quiera la profundidad de lo que mis ojos ven. Por eso escribo esta entrada. Para intentar explicarme lo grandioso de los actos de fe. Sé que si ordeno los pensamientos y los plasmo en negro sobre blanco les doy una oportunidad, la de manifestarse. La posibilidad de dejar de ser sombra para ser luz. Y todo, porque hoy, en este último día del mes de julio observo uno de mis gladiolos, y sólo mi mente, conoce cuál ha sido el camino que he tenido que recorrer para llegar a este minuto en que mi mirada con detenimiento admira la complejidad y la belleza que posee cada una de las doce flores que lo forman; y solamente mi corazón, comprende la razón por la que albergo hacia él un auténtico sentimiento de gratitud. Es como si de pronto hubiese recuperado los deseos de mi infancia. Él es la materialización de lo proyectado para mi vida adulta en mis sueños de niña. Para la inocencia de mi yo infantil, el éxito adulto estaba representado por tener una casa propia con un jarrón de gladiolos de mi propio jardín que adornarse la mesa en la que yo, escritora, escribiría mis historias. Absurdo, quizás. Un deseo pueril, tal vez. Sin embargo, no hay deseos vacuos cuando somos niños. Ya que en esa época lo simple, lo sencillo, lo cotidiano es la maravilla a conseguir de mayores. Tiempo después descubres que es exactamente ahí (en lo simple, en lo sencillo y en lo cotidiano) donde reside la bondad y lo importante de la vida. Mi existencia actual no es fácil, la dureza de estos años veinte no es lo que hubiese escogido para mi vida de adulta. Pero aun así, en el gladiolo veo que he alcanzado mi posición, en el gladiolo veo meta y triunfo, dicha y alegría, fuerza interior e integridad moral; y aunque la humanidad al completo (salvo mi Dios) ignora que es lo que puebla mi interior, yo que sí que lo sé, sé que esta rama adornada representa el acto de fe de la niña que fui.



María Aixa Sanz 

(La Madriguera, 31 de Julio de 2022)

lunes, 25 de julio de 2022

25 de Julio ~ Diario natural 🌳🍃🍀🌾


Mis particulares colinas de Ngong están cubiertas por la niebla baja. Una niebla matinal que apenas deja entrever a esta hora el verde botella de las copas de los árboles que la pueblan. Ocultar su frondoso bosque es su modo de rebelarse ante el bochorno de la noche. Y así como hoy se puede apreciar parte de su contorno; hay días en que ni eso, desaparecen en su totalidad, borrándose del mapa. Juguetonas ellas, juegan a hacerte luz de gas. Juegan a un juego tremendamente viejo, el de manipular la realidad o su percepción. Ilusas. Río cuando observo sus tretas. Las conozco demasiado bien. Sé de su ardides, y por supuesto, de su belleza. Esta última, incluso, oculta la veo si cierro los ojos. Es mucho el tiempo que ha transcurrido desde el primer amanecer en que levanté mi mirada para encontrarme con ellas. Y son ellas y sólo ellas, no otro lugar en el planeta, quienes en exclusiva provocan en mí un sentimiento de pertenencia, seguridad y hogar. Miro en este instante la niebla. Blanca, densa y húmeda.《En un rato os cansaréis de tanto teatro 》, les digo. De sobra sé que tal como la mañana avance volverán a mostrarse. Entonces a lo largo del día, según la luz que reciban a cada hora, se glorificarán como un paisaje de una superproducción cinematográfica a más bonito cada cual. Hace un rato (antes de salir al camino) mientras las colinas ya jugaban a esconderse, aprovechando que el sol estaba lejos de apretar, he cortado gladiolos a mi antojo. Su lento y firme crecimiento está culminando brillantemente. Desde que los sembré, he estado observándolos con detenimiento y muchísima ilusión, pues es una realidad, que de todas las flores que elegí sembrar, los gladiolos, eran los que más ganas tenía de cortar para arreglar. La rusticidad natural y honesta del gladiolo se adecua con mi forma de entender la vida. Hay algo especialmente silvestre y honrado en su manera determinada de crecer hasta florecer. Los gladiolos no engañan a nadie, no les va la luz de gas, no juegan contigo. Van de frente desde el minuto uno. Crecen, buscan altura, siguen creciendo. No dejan de crecer hasta que se forman y con generosidad te regalan lo que son. No sé si es cierto que su nombre se debe a que era la flor que se entregaba a los gladiadores que salían victoriosos; lo que sí que es cierto, es que en Caótica era la flor del verano, la que ofrendar a los Santos y la escogida para hacer un ramo con el que adornar las mesas de domingo y días de guardar. Al igual que las calas, los gladiolos son las flores de mi infancia. Y, muy probablemente, ese es el motivo por el que quise que honrarán mi jardín. Entre todas las flores tenía ganas de tener también para cortar una cosecha propia de gladiolos con las que adornar La Madriguera. Era tanta la ilusión que acabé plantando sesenta bulbos de diferentes colores. El sueño se ha hecho realidad. La ilusión se ha visto colmada. Ahora, cuando julio está a las puertas de expirar, puedo afirmar que la experiencia de trabajar un jardín está llena de satisfacciones más que de sinsabores y, que el objetivo de que no faltasen flores de cosecha propia en La Madriguera, conseguido. Y por fortuna todavía estamos como quien dice a mitad de temporada. Llega a agosto con sus zinnias y sus dalias. Llega agosto con su propio festival de flores. En este minuto que oscila entre las ocho y cincuenta y ocho y las nueve y dos de la mañana del último lunes del mes, aquí de pie, dejo durmiendo el sueño que es para mí alcanzar al octavo del año y retomo a julio donde lo dejé: contemplando la niebla baja sobre mis particulares colinas de Ngong. 《Hay paz en este julio》. Me digo a mí misma. No sé por qué acabo de tener esta especie de revelación. Quizás al pensar en que verdaderamente mis gladiolos crecen a los pies de las colinas de Ngong, y el hecho me parece un logro, y la imagen una provocación del destino. 《Hay paz en este julio》, vuelvo a decirme. Como si por fin todo estuviera en el lugar que le corresponde estar. Como en un mueble de oficios. Cada cosa está en su cajón. Nada fuera. Todo es su sitio. Todo bien. Todo en paz, gracias a mi Dios. 


“Guíame, pues eres mi roca y mi fortaleza, dirígeme por amor a tu nombre. Salmo 31: 3”


María Aixa Sanz 

(La Madriguera, 25 de Julio de 2022) 

lunes, 18 de julio de 2022

18 de Julio ~ Diario natural 🌳🍃🍀🌾


Es primera hora de la mañana, he salido a caminar. Inesperadamente sopla una brisa veraniega que me traslada a otra época de mi vida, la que transcurría en la mar. Pero en vez del olor a salitre es el olor a flores lo que percibe mi nariz. El vientecillo me lleva a caminar con más ahínco. Caminar (el milagro de caminar) al calor del aire fresco siempre es mucho más agradable que hacerlo al calor del sol madrugador y despiadado del estío. La mayoría de las noches cuando me levanto a beber agua fresca es el olor de las flores, el olor a un mundo verde que no se detiene, quien me acoge a través de las ventanas abiertas de par en par. Inspiro, respiro en verde. Bebo agua fresca en la cocina consciente de que afuera en el exterior continúa la magia y que con el amanecer el jardín me dará los buenos días con más de una sorpresa. En estos momentos, en el kilómetro no sé cuántos del camino mis rodillas se quejan, las dos, una más que la otra. Noto su dolor, su dolor es mi dolor. 《Sólo es dolor. No os preocupéis 》, les indicó. En momentos como este me sé veterana de guerra. No sé de qué guerra, pero lo soy e intento con todas mis fuerzas vivir una vida digna de su sacrificio. Hay algo silenciado dentro de mí. Una parte enorme de renuncia, de rendición, de haber bajado los brazos. De lo contrario, si quisiera seguir librando ciertas batallas sería insoportable. Es importante aceptar la realidad sin causarte daños. Aceptas. Te obligas a resignarte. Callas. Vives en silencio. Contemplas el jardín desde tu porche, las colinas de Ngong desde La Madriguera, el paisaje desde el camino. Observas la hecatombe en la que se ha convertido la sociedad de la que te alejas. Abres la boca sólo cuando es estrictamente necesario. Abandonas las luchas que no te pertenecen ni a las que perteneces. Te centras en lo verdaderamente importante: el milagro de caminar. Y a la que va a la que viene, te ves mirando el sol cada amanecer y cada atardecer de una forma muy concreta, entonces reparas en que ya eres una de ellos. De esos tipos silenciosos del Oeste. Duros, de gran corazón, que se han ganado a pulso el derecho a permanecer en silencio, a callar, a vivir tranquilos y en paz, a no ser molestados ni insultados dentro de los márgenes de su rancho, propiedad, hogar. Al serlo me he reencontrado con la calma y serenidad que perdí a los pocos segundos de nacer, y que he añorado recuperar desde que tuve conciencia de la pérdida. A diferencia de entonces que tanto la una como la otra intuyo eran algo intrínseco a mí, el reencuentro en la actualidad ha sido fruto del coste de vivir, de asumir que con una realidad (la propia) complicada es más que suficiente; y que el objetivo u objetivos (de ahora en adelante) sólo deben ser aquellos que me faciliten allanar mi particular camino, cuidar de mí como nadie lo ha hecho antes, guardarme de todo lo que no sea éso exactamente. Llego al escaño natural. El sol tardará un poco en llegar a su cúspide. Me siento. Estiro las piernas. No corto ninguna de las flores silvestres que me rodean. Dejo tranquilo el hábitat en el que me encuentro, del mismo modo, como deseo que me dejen tranquila a mí. Me vienen a la mente unas interesantes palabras sobre el sino de la flor en general: “Esta se consagra por entero a un solo propósito: ganar altura y escapar de la fatalidad del suelo; eludir, transgredir la pesada y sombría ley, liberarse, quebrar la estrecha esfera que la constriñe, inventar o invocar unas alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio al que la condena el destino, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo movedizo y animado.” El viernes llegó a mi mesa de trabajo el libro de Maurice Maeterlinck, La inteligencia de las flores. Escrito en 1907. Sentada en el porche de La Madriguera leí las primeras páginas. Maurice Maeterlinck les presuponía a las flores el íntimo y firme deseo de encontrar la manera de desplazarse, de moverse, huyendo de su destino sujeto a una raíz bien enraizada en suelo firme. Desde ese momento mi percepción sobre las flores que pueblan el jardín ha variado significativamente. Me pregunto desde esa hora si debo darle pábulo a esa teoría. Y si me contesto que sí, a continuación, me pregunto si toda su belleza en verdad oculta la necesidad de moverse, y no sólo responde al deseo de agradar. Al dar crédito a la teoría de Maurice Maeterlinck, ellas (las flores) a las que siempre he considerado mis pares, lo son todavía más. Puesto que nos une irremediablemente el milagro de caminar. Acabo de descubrir en un pequeño volumen de apenas cien páginas que el milagro de caminar no sólo a mí me ocupa en tiempo, espacio y propósito en La Madriguera; y, sinceramente, eso es algo a lo que no dejo de darle vueltas porque de igual modo me fascina como me sobrecoge. 


María Aixa Sanz 

(La Madriguera, 18 de Julio de 2022 ) 

lunes, 11 de julio de 2022

11 de Julio ~ Diario natural 🌳🍃🍀🌾


En las últimas horas, y todavía más, en el día de hoy, el mes de julio acaba de hacerme un regalo. Ayer por la tarde se formó una tormenta veraniega y no sólo pude disfrutar de nuevo del olor a tierra mojada, también el invierno que llevo dentro mí, reaccionó como un niño el día de su cumpleaños. Fue como si una mano invisible acabase de abrir expresamente para mí la puerta que me conduce siempre a la vida que realmente me gusta. Pero no finalizó ahí el regalo. Hoy ha amanecido lloviendo y ha continuado durante todo el día. Lo que me ha permitido realizar una de mis actividades preferidas: caminar bajo la lluvia; y con ello, también, recuperar el tono, el horario y las pisadas invernales. En estos momentos me encuentro escribiendo (sentada tras el ventanal) en mi mesa de trabajo en el interior de La Madriguera. Me encanta escribir en este lugar cuando afuera en el exterior llueve. Distintos puntos de luz permanecen encendidos otorgándole a la estancia la calidez de un refugio. Es tan agradable lo que mi vista ve y tan confortable lo que mis sentidos perciben, que me siento profundamente agradecida y bendecida por poder habitar una casa como esta. El punto de aislamiento y silencio que posee, muy probablemente, es lo que más me satisface de ella. Definitivamente, sé que estoy donde amo estar. ¿Y si cierro los ojos y pido un deseo? ¿Sería estar ya en el otoño, quizás? ¿Si cerrase los ojos, ahora mismo, qué es lo que encontraría tras los párpados? ¿Qué clase de deseo? ¿Acaso se trataría sólo de un capricho? ¿O tal vez, por el contrario, hallaría uno de esos deseos que emergen de lo más profundo del alma y que de alguna manera nos retratan? A saber. La lluvia me inspira. Siempre lo ha hecho. Me vuelve porosa a toda clase de sentimientos y experiencias. Y las palabras brotan como de un manantial sin filtros, del todo poético y sincero. Cuando llueve soy más yo que nunca. Lástima que el verano resulte ser un páramo yermo. Un desierto de bostezos. Una duna en la que hundirse en la impaciencia de lo bueno que está por llegar cuando los paisajes se vistan de otoño. Menos mal que por unas horas he vuelto a respirar. Ahora, guardaré en mí, la lluvia recorriendo cada átomo de mi ser. Guardaré estas últimas horas para poder reencontrarme con ellas tras lo párpados al cerrar los ojos. Sí, guardaré en mí la lluvia, como un estado de ánimo inmenso y feliz. La guardaré para cuando no pueda soportar más una existencia sin la poesía del golpeteo de la lluvia sobre las hojas de los árboles del jardín de La Madriguera, sin el olor a tierra mojada, sin esa sensación de libertad que me inunda al caminar bajo la lluvia. La guardaré como se guardan las verdaderas historias de amor. Heme aquí, tan ricamente, como si por un tiempo el verano hubiese quedado atrás. Pero no, el tic tac continúa. El reloj avanza. La templada noche asoma. Tengo ganas de que mi mente ágil encuentre entre el maremágnum de lecturas el párrafo idóneo para terminar la primera entrada del mes de julio en el diario natural. Mi cabeza en estos momentos es como el bombo del sorteo de la lotería de Navidad. Ignoro qué número será el agraciado, qué párrafo el escogido. 《Por favor, ayúdame》, le digo a la María de nueve años que traslada su dibujo (a pie de calle) en el muro de una escuela. Miro afuera, la mirada me devuelve un jardín en su máximo esplendor, que es motivo de orgullo. 《¿Qué hago realmente aquí?》, me oigo decir. La pregunta brota con la espontaneidad del mundo natural. Es decir, me sale al paso. La respuesta no tarda en llegar. La más sincera de las respuestas. Mi respuesta. Y va de la mano del párrafo. Unas líneas de Camino de vuelta de Mark Boyle. “Quería volver a palpar la vida con los dedos. Quería sentir los elementos en toda su enormidad, retirar todas las capas de absurdeces y exprimir los componentes fundamentales de la existencia. || Quería buscar la verdad para ver si existía y, si no, al menos encontrar mi propia verdad. Quería sentir frío, hambre y miedo. Quería vivir, no simplemente tener constantes vitales, y después, cuando llegara la hora, estar dispuesto a adentrarme en el bosque, en calma y con lucidez, y dejar que los seres vivos que allí habitan se alimentaran de mi carne y mis huesos, tal como yo había hecho con ellos. || Es lo justo.”



María Aixa Sanz 

(La Madriguera, 11 de Julio de 2022 ) 

lunes, 4 de julio de 2022

4 de Julio ~ Diario del discurrir ✒☀️👣🌬

Si julio fuese un lugar sería un punto equis en el mapamundi donde tomar el descanso por días y la vacación como estilo de vida. Si fuese un objeto sería un termómetro a punto de explotar. Si fuese una historia de amor sería más bien una historia de deseo. Si fuese un mueble sería una tumbona. Si fuese un anhelo sería una sombra. Si fuese una flor sería un lirio mexicano como los que brotaron de las lágrimas de Eva cuando fue expulsada del paraíso. Si fuese un alimento sería un helado. Si fuese una bebida sería agua fresca de arroyo en verano. Hoy escribo esta entrada en el diario del discurrir (dándole la bienvenida a julio) sentada a la mesa del porche de La Madriguera. En este primer lunes del mes este espacio vuelve a ser sólo mío. Exclusivamente mío. Y como una reina con su trono, tomo posesión. Como todos los domingos, ayer, tuvimos invitados. Dicen que soy buena anfitriona, también dicen que poseo la cualidad de convertir una casa en un hogar. A lo primero le resto importancia, pues el resultado siempre va en función de las molestias que uno se toma. En cambio, lo segundo, me sonroja porque verdaderamente me halaga. Ya que detrás hay mucho trabajo y un objetivo a conseguir bien definido. Ayer entre las muchas conversaciones que no van a ninguna parte, quedó sujeta a la jornada con un imperdible ficticio una reflexión que he recordado esta mañana en el camino porque verdaderamente coincide con mi forma de ser. Al pensar en ella, he pensado a su vez (valga la redundancia) en que últimamente en demasiadas ocasiones observo lo mucho que me cuesta recordar cómo era mi vida antes del accidente. Sólo recuerdo que era feliz,  y eso, no es tanto un recuerdo como  la consciencia de haberlo sido y mucho. Sé que todo está dentro de mí, en esa concatenación de instantes que conforma toda una existencia. Pero a no ser que me obligue a mí misma, aplicándome en la tarea de recordar por la fuerza, los recuerdos no me saltan al paso de manera espontánea. Algo que me lleva a considerar cuán real es la reflexión que quedó prendida del domingo de ayer. Cuando se vive no hay tiempo para recordar. Siempre me ha sucedido. No sé si está en mi naturaleza o es consecuencia del oficio de contar, donde toda lo vivido se torna materia prima. Vives, rememoras, ficcionas, escribes una historia; y todo convertido en literatura se desvanece dentro de ti. A esta altura del veintidós echo mucho de menos sentarme a escribir una novela como Caótica, con la que tanto disfruté escribiéndola. Echo mucho de menos sentarme a escribir una historia larga plagada de pequeños tesoros. Ir descubriéndolos poco a poco, tal como los personajes se asoman y me toman de la mano para contarme mirándome a los ojos que esconden en su alma. Lo echo mucho de menos. E intuyo que puede ser un buen antídoto contra los inconvenientes del calor despiadado de julio, ir pensándola, e imaginar el hermoso día en que sentarme a escribirla signifique un nuevo comienzo. Como también sé que será un buen contrapeso adentrarme en los mercadillos y ferias del séptimo del año con tal de ir completando los regalos para el calendario de Adviento. El plan es ir escogiendo los regalos según las características de la lista que hace unas semanas ideé. De los veinticuatro cajoncitos que tiene el calendario, quiero que al menos diez contengan regalos; pero no solamente regalos sin más, no. La intención es que de los diez regalos, seis se ajusten a unas particularidades concretas. Me explico, uno debe ser un regalo inesperado (por ejemplo, a alguien que jamás ha pensado en cocinar regalarle una olla express); otro, un regalo útil; otro, un regalo navideño; otro, un regalazo (es decir, un regalo caro, carísimo); otro, de letras (obviamente, muy bien puede ser un libro); otro, un regalo clásico. Sonrío al repasar la lista. La necesidad de disponer de tiempo para ir tachándola punto por punto  es un hecho. No puedo parar de reír ante lo que es. Cómo me van a quedar horas para recordar; si vivo, vivo, vivo, y yo solita me complico la existencia. Carcajada y, punto final. 


María Aixa Sanz 

(La Madriguera, 4 de Julio de 2022 )