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sábado, 30 de marzo de 2019

GENTE QUE AMA LAS HISTORIAS



«Lo que amamos hacer, lo hacemos bien. 
Saber no lo es todo, es sólo la mitad. 
Amar es la otra mitad.» 
—John Burroughs—



Le dije al oído: «Vamos a recoger la luna que está a punto de amanecer». Se lo dije quedamente, para que no despertase con brusquedad. Lo besé. Los besos son siempre reparadores. Me inventé una luna para él, la colgué del cielo para que iluminase un amanecer ficticio en aquella cama situada en un lugar donde en esos meses los días son de veinticuatro horas de luz y no existe la noche como tal. Estábamos hospedados en la curiosa posada Bombay Peggy’s de diez habitaciones, otrora burdel propiedad de Margaret Vera Dorval, donde en 1934 los veteranos podían beber un whisky tranquilamente y las chicas alquilar una habitación. El día anterior habíamos viajado durante muchos kilómetros, Alberto conducía y cuando nos detuvimos estaba francamente agotado. Yukon es infinito e infinitas son sus largas y solitarias carreteras por las que podrías estar conduciendo durante días sin cruzarte con nadie. Nos descuidamos admirando el paisaje y habitando el silencio, olvidamos parar, hacer un alto; y, no tuvimos más remedio que seguir hasta nuestro destino sin un estación intermedia. Yukon es uno de esos lugares que te cambian la percepción de la vida y que sabes que vas a echar de menos cuando ya no estés. Uno de esos lugares que crean del mismo modo adicción como añoranza, al menos en nosotros dos. Regresábamos de nuevo a Dawson City, como quien regresa a un sueño largamente acariciado y a cada kilómetro nos encontrábamos más lejos de Canadá y más cerca de Alaska. No íbamos en busca de Sam McGee, pero casi. Pero sabíamos que no tardaríamos en oír su historia, a través del poema de Robert William Service sin tener que estar en su cabaña, muy probablemente lo oiríamos alrededor de una hoguera, en una de las fantásticas barbacoas que son costumbre en estas tierras: «Hay cosas extrañas hechas en el sol de medianoche / por los hombres que claman oro.  / Los senderos del Ártico tienen sus cuentos secretos / que harían que tu sangre se enfríe. / Las luces del norte ha visto cosas raras, / pero lo más extraño que alguna vez vieron / fue esa noche en la orilla del lago Lebarge. / Yo cremé a Sam McGee…» Alberto me besó y sonrío al despertar y en mí se hizo la vida. No había ni rastro de cansancio en él. «¡Oh! Sólo Dios sabe cuánto amo a este hombre. Cuán profundamente le amo», pensé. Nos levantamos. Teníamos muchas tareas por hacer y mucho amigos a los que visitar por sorpresa. Nadie sabía que estábamos allí en la habitación verde del Bombay Peggy’s en Dawson City. Además, dato importante: nos acaban de colgar en el pomo de la puerta de la habitación una bolsita con cruasanes recién hechos cortesía de la posada, como lo es el brownie y la copa de jerez por la noche en el salón. Y, si bien, ambos sabíamos que habíamos ido hasta Dawson City para sobrevolar la cordillera de Tombstone, también sabíamos que era la excusa perfecta para darnos el capricho de por unos días sentirnos unos pobladores más del lejano Oeste. Llamé a mi amiga Priscila, y al hacerlo, sabía que automáticamente la voz como una onda llegaría a unos cuantos amigos y que por la noche nos encontraríamos en el bar del Downtown Hotel delante del cóctel Sourtoe cantando aquello de: «Bébelo rápido, bébelo lentamente, los labios tienen que tocar el dedo del pie». Lo que no sabíamos, lo que desconocíamos e ignorábamos en aquella hora, era que el compañero de Priscila, Bill Lecavalier, nos invitaría a buscar pepitas de oro en el Bonanza Creek y lo más extravagante, sea por lo que fuere, llamémoslo suerte de primerizos, las encontraríamos. Eso sí, después de bastantes horas. En Bonanza Creek conocimos al viejo Malowe, un buscador de oro destentado y con la mirada más brillante y limpia que he visto jamás, que todavía buscaba a su edad el oro que en sus años vigorosos dejó en el arroyo. Con él nos echamos unas risas de buena gana. Riendo como estábamos contemplé a Alberto, le miré detenidamente y pensé: «Ahora mismo es el hombre más feliz de la Tierra». Como notando amorosamente mis ojos sobre él, se giró y me miró como sólo él me mira en todo el planeta. «El amor real ilumina el rostro de la misma manera en que se les iluminaba a los buscadores de oro al encontrar sus pepitas», pensé. El amor real no es sólo amar a un hombre o a una mujer es también amar cómo hace las cosas y qué actitud tiene en la vida. Yo amo la pasión con la que Alberto absorbe la vida y amo cómo se comporta. Malowe que nos estaba mirando fijamente nos indicó que le siguiésemos hasta un viejo chamizo en el que guardaba sus bártulos. Allí sacó una fotografía del bolsillo interior de un gastado impermeable y nos la mostró. Era una fotografía del mismo lugar, bastantes décadas antes, con una muchacha jovencísima de rostro estoico mirando a la cámara. «Mi amor. Mi vida», nos dijo y no le hizo añadir nada más. Lorena Malowe murió. No de escorbuto como se moría en plena fiebre del oro. Pero murió. La vida de buscador de oro era todo, menos idílica, y se cobraba su precio. Pero tanto Lorena Malowe como muchos otros amaban lo que hacían. Nunca se trató sólo de codicia. Aquella era una forma de vida, una pasión. Alberto le estrechó el hombro con su mano, en ese lenguaje de gestos que poseen los hombres salvajes y honestos. Yo que les observaba en silencio, les miré desde la perspectiva de una mujer del siglo XXI y no puede no apreciar el valor y la belleza que poseen esa clase de hombres. El aplomo y  la integridad que irradian como consecuencia de hacer las cosas bien y amar aquello que hacen cada día de su vida, aunque nadie les mire. Detrás de mí alguien silbó y un perro pasó corriendo a mi lado. Quien fuese que había silbado, le llamó: «Puck, Puck». Unas horas después regresamos al Bombay Peggy’s. Dawson City es comparable a nada. Lo sabíamos. Éramos felices porque en ese lugar tan apartado de todo, en que sus gentes son entrañables, respetuosas y tremendamente hospitalarias y acogedoras, cada uno de sus habitantes tiene una historia por contar, y te la cuenta, y nosotros dos amamos las historias.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz




miércoles, 27 de marzo de 2019

EL MARIDO DE HOPE



«Se necesitan dos años para aprender a hablar 
y sesenta para aprender a callar.»
 —Ernest Hemingway—



«Tenía tanta ponzoña en el corazón que acabó formándosele una costra. Despertó en mí la piedad. Un ser malvado como aquel, qué ni latir su corazón sentía, no era probablemente digno de ningún otro sentimiento pero sí de piedad, de compasión. Sólo existe sobre la faz de la Tierra algo peor que la tristeza y es ser mala persona, tener el corazón seco envuelto en una costra», dejé anoche de trascribir el cuaderno de Hope en ese punto. Eran las cinco de la madrugada, había terminado mi jornada, me di una ducha y me metí en la cama, instalándome en el hueco del cuerpo de Alberto, en su abrazo, como siempre desde que nos conocemos. Amo encanecer, engordar y hacerme vieja a la par que él y junto a él. Hay algo muy noble en perpetuarnos de ese modo. Hay algo muy valioso en el amor que envejece no por desgaste sino como consecuencia de las décadas y logra mantenerse a base de respeto, lealtad y generosidad como algo escrito en el Universo. Como algo que debe ser así, sin preguntas ni cuestiones, puesto que a los corazones que componen ese baile de dos, nada distinto a ellos les sirve, ni les basta, ni lo necesitan tanto como para soltar amarras. Antes de cerrar los ojos y dormirme le dije: «Debe ser muy triste ser mala persona», me lo ha recordado esta mañana al despertar a las ocho y treinta y seis de la mañana, casi que cuatro horas después de haberme dormido. No recordaba haberle dicho nada sobre el texto en el que estoy trabajando, sólo recordaba su abrazo acogedor y masculino. Alberto es mi hogar, mi norte y también mi memoria. La literatura y él siempre están a mi lado mientras lo demás va y viene. Me sé afortunada. He besado sus labios madrugadores. Yo, insomne en la noche, cada madrugada duermo tres o cuatro horas y después las ganas de vivir invaden mi ser de nuevo, así es desde niña. Me reconozco en el dormir galopante e inquieto, deseoso del día, anhelante. Ansío que el día llegue cuanto antes. Le otorgo valor a mi afán como si mi empeño pudiese avanzar las manecillas del reloj, la salida del sol. Y cuando amanece, en mí, habita la felicidad. Y una vez de pie: a vivir. Y vivir es acompañar en Canadá a mi marido en su labor de fotógrafo naturalista, y de ahí, de todo lo que vivo en su compañía en mitad de la naturaleza, de la gente y lugares que conocemos, de las experiencias que estos atesoran y comparten con nosotros, y de nuestras nuevas experiencias y de los recuerdos que fabricamos: escribo. Y con cada hora que pasamos de este modo las ganas de más, crecen. Amamos esta clase de vida. Amamos lo que nos regala y con lo que nos sorprende. Buen ejemplo es la historia que os voy a contar, lectores míos, seguidamente: A principios de año conocimos la existencia de Hope y de su cuaderno, en realidad, la conocimos mediante su marido. Su marido guio a Alberto hasta la localización del escondrijo de unos zorros árticos. Él, Kilian Cadougan, tiene una cabaña cerca, donde talla a mano utensilios de madera para la cocina, también talla figuras decorativas, pero nos indicó que los utensilios tienen mejor salida. Convivimos con él tres días y en el trascurso de esos tres días me habló de su esposa, al reparar yo, en la existencia de un cuaderno de unos tres centímetros de grosor con las cubiertas de piel ajada colocado sobre el alfeizar de la ventana, debajo de una figurilla de una joven mujer tejiendo una manta. Kilian Cadougan al saber a qué me dedicaba me lo tendió y me dijo: «Quisiera que se conservase de alguna manera. No sé si tiene algún valor pero para mí sí lo tiene. Para, Hope, lo tenía. Si pudieras hacer algo con él y que dejase de ser sólo polvo y recuerdo en este alfeizar sería para mí como hacerle justicia de un modo muy íntimo a Hope. Si lo lees lo comprenderás. Creo, sinceramente» Entonces no sabía lo que me estaba entregando más allá del alma de Hope, ahora sé que me entregó su infancia y su dolor, también la expiación de una culpa que nunca fue de ella, como nunca lo es de los niños de los que se abusa. Hope plasmó la aberración. Ahora el material que voy transcribiendo adoptara forma libro. Y el libro será de nuevo medio y altavoz, soporte y luz. La edición ya tiene su lugar en Manitoba, en Winnipeg, que tanto bueno está haciendo por los derechos humanos. Respiro con profundidad cada vez que estoy sentada frente al original, cada vez que mi vista recorre la letra inclinada y precisa de la mujer que no quería errar al narrar y decepcionar a la niña, me estremezco con el rastro de dolor de Hope, con su búsqueda de lo intangible entre las tinieblas. A Kilian Cadougan le satisfizo que el testimonio Hope no se quedase entre las cuatro paredes de su cabaña. Cuando hace tres semanas fui a visitarle y le comuniqué la fecha exacta de la publicación, dos lágrimas redondas y robustas se deslizaron por sus viejas mejillas. Rodaron liberadas. Luego se encendió un cigarro. Un puro habano que tenía guardado, reservado, seguramente para una ocasión especial. Pensé que la publicación también era su forma de vengarse. Pensé que se fumaba un puro en el nombre de Hope y en el suyo propio. Unos minutos después apoyó el cigarro en un cenicero y se restregó las mejillas con sus manos curtidas, secándoselas, se levantó y se aproximó a la estantería donde almacena los utensilios que va fabricando. Revolvió en ella y tomó una enorme bandeja redonda tallada a mano de unos cincuenta centímetros de diámetro, me la entregó. «Gracias infinitas», me dijo, y me estrechó la mano como se la estrechaban los hombres de antes tras cerrar un negocio, un trato. Me llevé la bandeja como si llevase conmigo el testigo de la carrera de relevos. Nadie nunca ha de permitir que la inmundicia caiga en el olvido. Nadie.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

martes, 26 de marzo de 2019

PRIMAVERAL Y FRESA



«Era inevitable: el olor de las almendras amargas 
le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.» 
—Gabriel García Márquez—



Salió, Cadence, a la mañana sin apresurarse, dispuesta a disfrutar de su primer día libre después de muchísimo tiempo. Al recorrer las calles que la llevaban desde su pequeño apartamento a una de las avenidas más concurridas notó que aún envuelta en sus prendas de abrigo la primavera estaba brotando dentro de ella. Harta de tomar decisiones a diestro y siniestro se dijo que ese día no tomaría ninguna sino haría todo lo contrario y se dejaría llevar solamente por su instinto. Entonces hablándole al aire se dijo: «Desconecto», para a continuación poner en pausa al verbo decidir. Dos metros más allá, se besó la palma de la mano, puso la mano como un cuenco y depositó sus labios en ella y la besó. Lo hacía cada vez que su alma y tal vez, también, su cuerpo notaba el vacío que le provocaba la ausencia de todos los seres que había amado a lo largo de su vida y que ya no estaban. Tras el beso se relajaba y podía seguir con lo que fuera que estuviese haciendo. Cadence era dulce y le gustaba pasar desapercibida, por ello, le sorprendió verse a sí misma contemplando en una tienda un blusa primaveral y fresa, demasiado llamativa para el estilo que solía vestir; pero más la sorprendió, como guiada por alguien que no era ella, verla en el probador sobre su cuerpo redondeado por la edad, maduro y bello en vez de sobre la percha; pagarla, llevársela puesta y ocultar en la bolsa de la tienda su ropa de abrigo e invernal. «Sí, la primavera está brotando dentro de mí. Lo noto», musitó para sí, radiante, al ver su reflejo en los cristales de los establecimientos que iba dejando atrás a su paso. Caminaba serenamente pero no lentamente, sin rumbo, fijándose en cómo su cuerpo y su alma, o a la inversa, reaccionaban ante ese caminar sin plan, ante ese caminar y punto. Frenó en seco delante de la puerta de la librería que solía frecuentar en otra época, pero ya no era una librería era una tienda de hechizos. Es decir, de elementos esotéricos y cartas astrales. Pensó con la mano en el pomo de la puerta que estaría bien entrar y pedir un hechizo hecho expresamente para ella que la hiciese sentir poderosa como solamente nos hace sentir el amor, el sentirnos amados y el estar enamorados. El hechizo podría decir algo así como: «Chas, chas, chas: con este hechizo me amarás todavía más. Y cuando me maldigas en alguna hora por ser tu insumisa preferida en sapo te convertirás», se desternilló feliz y completa, al imaginar los ojos de alguien en concreto mirándola después de habérselo susurrado al oído como un secreto con hechuras de promesa. Deslizó la mano sobre el pomo, lo soltó y sus pies continuaron caminando por la acera y sus ojos miraron al cielo. Advirtió que tenía sed y hambre y paró a tomar bebida y alimento. En la esquina de enfrente de la cafetería donde se había detenido a repostar, reparó en la existencia de una librería que ella pensó que era nueva. Con el estómago saciado cruzó la calle siguiendo la voluntad de su deseo de curiosear y con la nariz pegada al cristal de la librería comprobó que de nueva tenía bien poco. Entró y el interior le supo a bodega de barco, madera y ron. Se sintió pirata y polizón a la par. En las mesas expuestas había una cantidad formidable de historias en las que adentrarse y perderse y tras ellas una ancianita que la miraba con los ojos achinados. Le sonrió. Se sonrieron mutuamente. «No se preocupe, no tema perderse. Nadie se pierde nunca entre historias», le indicó la anciana. Cadence le sonrió de nuevo, pero esa vez, ampliamente. Su sonrisa iluminó el rostro de quien le acaba de hablar. «Hace mucho que no leo un libro entero y estoy buscando uno para leerlo de principio a fin y vuelta a empezar el resto que me queda de vida. Una vez tras otra, en bucle. Sólo ese, ninguno más», le indicó Cadence a la anciana, del tirón y sin pensarlo, hasta el punto de que las palabras le resultaron a ella misma reveladoras, pero no sorprendentes. No le constaba haberlas pensando, ni repensado, ni madurado, pero no le extrañaron. «Entonces está en el sitio adecuado», le respondió la anciana que tendió hacia ella un platito con almendras. «¿Quiere? ¿Gusta?»  Cadence tomó un puñado pequeñito y lo depositó en la misma palma de la mano que horas antes había besado. Empezó a deambular por la librería. Sabía que quería una buena edición. Un libro que le durase toda la vida y que la enamorase cada vez que lo tuviera entre sus manos, tanto como la historia encerrada en él. En cuanto a ésta, quizás, la historia ya estaba decidida desde la fecha de nacimiento de Cadence, o desde años ha, o desde que entró concretamente en ese local en cuyas paredes estaba penetrado, como una potente capa de pintura, el olor de los libros de hoy y de antaño, o, tal vez, desde que la anciana le tendió el plato y la invitó a probar. Lo cierto es que a Cadence su instinto la guio, y, sólo le hizo falta localizar la historia y hojear el libro para llevárselos a ambos con ella. «La tengo. Lo tengo», le indicó a la anciana al pasar por delante de ella, alzándolos con la mano a su mirada, como quien alza la copa del triunfo. La anciana no estaba. Preguntó por ella en la vieja caja registradora. No había ninguna anciana. Cadence se ruborizó y se sintió borracha de felicidad. Se llevó el libro puesto como la blusa fresa. Salió a la calle contenta. Muy contenta. Disfrutaba del día que ya declinaba. «Sí, es la primavera», se dijo, cuando la puerta de la librería se cerró a su espalda como si alguien la hubiese cerrado con muchísimo cuidado dejando dentro algo más que un largo invierno.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

viernes, 15 de marzo de 2019

Naturaleza sin pausa


La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 



Una foto para el quince del mes. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil

jueves, 14 de marzo de 2019

UNA DE FERIAS




«Si tu vida arde bien, la poesía sólo es la ceniza.»
—Leonard Cohen—


No es solo la experiencia y los años los que redondean nuestra figura, los que se asientan en nuestro cuerpo transformándolo. También son los olores que al igual que el estómago son los únicos capaces de trasladarnos con una velocidad vertiginosa a instantes dispares. Con ellos viajamos a través de nuestra vida, como rayos, a lo largo y ancho de nuestra existencia, y con ellos, al rememorar todo lo que hemos sido, comprendemos que lo verdaderamente importante es quiénes somos y cómo se sienten el resto de seres del planeta cuando interactúan con nosotros, concretamente, cómo les hacemos sentir; nunca lo realmente importante es lo contrario. Acertada está y sabia es mi amiga Fern que no necesita ver su rostro y su cuerpo reflejado en ningún espejo de manera que las paredes de su casa están desprovistas de estos, así como las superficies. No importa si en otra hora fue guapísima o de belleza perturbadora o, tal vez, fea como un susto. Eso no importa. Lo importante, —como ella te señala cada vez que viene al caso  —, es darte cuenta de que cuando nadie te mira alertado por tu imagen ya sea para bien o para mal, expectante, uno trasciende siempre a su físico, y el cuerpo es por fin lo que jamás debió dejar de ser: el caparazón, y nunca el vehículo con el que comprar el favor de los otros. Y como ella, subraya, es entonces cuando se toma nota de quiénes somos en verdad. Y, sí, Fern, tiene razón. No somos la portada, somos el libro, y nunca una portada más agradable o menos es garantía de nada. De esto y de otros temas estuvimos hablando este fin de semana en una de las muchas ferias y festivales que se realizan en Manitoba, cuando nos encontramos en uno de los tantísimos puestos de pan, a colación de los kilos que gana el cuerpo en Canadá sin apenas percibirlo, ya que la delgadez como imperativo no está entre las prioridades de los canadienses. Aquí se vive la vida con pasión, sin hacerle ascos a los placeres prohibidos en otros lares. Aquí el yantar, las reuniones entorno a la mesa y en la cocina, y el disfrutar de la naturaleza en todas sus versiones ocupan la vida de la gente, de tal modo que no hay tiempo para fustigarse a uno mismo con dietas macrobióticas o con echarse a los caminos a correr como si no hubiese un mañana. No se estila. La feria a la que acudimos es una feria de tartas, pan y repostería, y otros productos elaborados artesanalmente con lo obtenido en las granjas. Y, en ella, estábamos seguros de encontrar, y de hecho la encontramos, la alegría de la primavera que está por venir agazapada en las ganas de muchos conocidos, entre ellos Margot.  La exhibición se realiza en el interior de un gigantesco granero durante todos los fines de semana de marzo y al traspasar la puerta de entrada los olores dulzones te acunan y te dan la bienvenida, abrazándote, como la abuela que todos desearíamos haber tenido. Al entrar Alberto me miró con sus ojos como platos, asombrado y feliz, porque sin darnos cuenta nos sumergimos en un festival de olores. Y, claro, cada olor nos trajo consigo millones de momentos que todos sumados explican quiénes somos ahora. En mi caso, el olor a coco, a pan, a salitre, a sol en la piel y a naranjas puede perfilar un magnífico boceto de mi existencia, y si a ellos les añades el olor a invierno, a montaña nevada, a bosque, a chimenea y a calabaza, es decir, a Navidad ya tendrás, con facilidad, el retrato final. Evidentemente, no los hallé todos, pero sí que encontré bastantes en distintos formatos. Las ferias artesanales resultan ser un buen lugar para encontrar la mezcla perfecta entre elaboraciones excelentes y amor del bueno. Que, al fin y al cabo, es el ingrediente secreto, o no tan secreto, para que todo en la vida nos sepa a rechupete. Y así, pasando la jornada, poco después de las cuatro de la tarde me detuve en un puesto de velas elaboradas con materia vegetal y yo que soy una incondicional de este tipo de velas no pude no caer en la tentación de abrir la tapa de unos cuantos frascos y agenciarme los de mis olores predilectos. Arde aquí a mi lado una de ellas, con un olor que está íntimamente ligado a mi historia personal. Y, arde bien, como la vida cuando se vive acompasadamente y con armonía con uno mismo, con lo que se es y con lo que das de ti al resto. 


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

viernes, 8 de marzo de 2019

#LasMujeresDelLibroParamos 💜📚📖 #8Marzo


#8M Cuando parar significa no detenerse, avanzar  💜💪
#8Marzo2019 también, y por supuesto, las #mujeres paramos. 👭👭👭👭
@mujeresdellibro paramos 💜📚📖