A LA MAÑANA SIGUIENTE con la resaca del amor pegada en la piel despertaron más tarde de lo previsto. Margaret tuvo que correr para no llegar tarde al trabajo mientras Neville como oso perezoso remoloneaba entre las sábanas. Antes de abrir los ojos rememoró una de sus viejas carreras. Palmo a palmo revisitó todo el circuito de Le Mans. La conciencia de los límites había sido siempre su estrategia cuando se subía a un automóvil. De los límites tanto suyos, como de la máquina que pilotaba. Esa era la única vía para realizar una vuelta perfecta. Aprendió que aplicar eso mismo a la vida en general, al día a día, resultaba ser un buen plan. Te llevaba por lo general a ser un buen hombre. Quien conoce los límites no suele extralimitarse, porque en la mayoría de los casos posee unos principios que le impiden hacerlo. Pensó en Aldo mientras se daba una ducha rápida y se vestía. Interrumpió el curso de sus pensamientos durante el desayuno con Margaret. Y tras ayudarla a ponerse el abrigo, besarla, cerrar la puerta de la calle, y quedarse solo en casa, se dio permiso para reanudar de nuevo sus cavilaciones. No se engañaba acerca de lo que pensaba sobre Aldo. Su reputación no coincidía básicamente con lo que Neville conocía de él. En algunas ocasiones la visión que el conjunto de unos individuos tiene sobre uno está muy lejos de la verdad. En el caso de Aldo probablemente ocurría eso. Lo de ser notario iba parejo a un aura de respetabilidad que Aldo en realidad no poseía. Neville conocía no de primera mano, pero sí por fuentes fiables de las que difícilmente podía dudar, que la mayor parte del patrimonio que poseía Aldo no lo había obtenido lícitamente de su labor como notario, ni su viudez había sido tan triste como pretendía hacer creer. Por ello, cada vez que llamaba al timbre de su casa con el cuento de sentirse observado por miles de ojos, Neville sabía que lo que escondía era el miedo a ser descubierto. Estaba convencido de que la idea de casarse de nuevo estaba ligada a acrecentar su respetabilidad. Lo de la chica de veintiocho años de la noche anterior o había sido un desliz o tenía una explicación que él desconocía a esa hora de la mañana del quince de febrero. Cada una de las veces en que a Neville le habían hablado sobre las andanzas secretas de Aldo, se recordaba a sí mismo que en verdad no eran amigos. No les unía la amistad que surge de las afinidades, de entender la vida de la misma manera, de compartir una forma de estar en el mundo, de la libre elección. Ellos sólo se conocían desde niños. Por esa razón podía ver en él, con mayor facilidad, lo que ocultaba al resto. También porque al contrario de Aldo, Neville era un tipo sereno que le gustaba observar más que hablar. Prefería ser dueño de su silencio a esclavo de sus palabras. Y Aldo era bastante bocazas con tal de presumir. Procedían del mismo entorno, de una infancia compartida en la calle Desesperanza. No eran pobres. Sin embargo, habían aprendido desde temprana edad, que debían estar agradecidos por tener un plato en la mesa en cada comida. La casa de uno estaba a sólo dos casas de la del otro. Si la madre de Neville tenía en los bajos de su casa una tienda de miel y mermeladas; los padres de Aldo, en la parte de atrás de la suya, arreglaban zapatos como anteriormente lo habían hecho sus abuelos. Neville sin esforzarse mucho, sentado esa mañana en su butaca de lectura, podía recordar el momento exacto en el que comprendió que su vecino Aldo usaría todas las martingalas necesarias para medrar en la vida. Supo que ascendería sin importarle el cómo, porque se percató muy pronto de que Aldo carecía de principios. Si podía sacar provecho de una situación no dudaba en utilizar o traicionar a quien fuese, también al propio Neville. A esa altura de la vida sabía que Aldo era lo contrario a él. No tenía conciencia de los límites. No tenía principios. No era un buen hombre, ni le importaba serlo, sólo aparentarlo. Realizar dos propuestas de matrimonio a la vez a dos mujeres distintas era una falta de respeto, era burlarse de ellas y de su dignidad, era extralimitarse, era algo que sólo podía llevar a cabo una persona como Aldo. En el instante en que (sin reservas ni cautela alguna) les explicó sus intenciones, Neville no sólo sintió sorpresa, también un profundo asco. Por eso, le costaba no entrometerse. Había incluso pensado en advertirlas. En llamarles la atención sobre el egoísmo y la maldad de Aldo. Pero no fue hasta esa mañana cuando realmente supo qué hacer. No haría nada. Al revés de lo que creía él no tendría que hacer nada. Sentado en el estudio de su hogar en esa mañana posterior a la celebración de San Valentín, veía lo que no había visto en los días anteriores. Vio lo que acabaría sucediendo. La certeza era absoluta. No le resultó extraño verlo con tantísima claridad. Lo que había presenciado en la noche anterior en la calle de los restaurantes le llevó a saberlo. Era cuestión de horas: las dos le dirían que sí. Aceptarían su propuesta. Ellas mismas colocarían al notario en una situación de la que sólo podía salir mal parado. A Aldo le estallaría en la cara. Neville estaba convencido de ello. No sabía si por imprudente, por un exceso de confianza o de ego, o porque había perdido en cierto modo el juicio, o puesto que sencillamente se lo merecía. Pero lo cierto es que le estallaría. Y él estaría allí en silencio observando.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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