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miércoles, 21 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 11

EL JUEVES, DIECISÉIS DE FEBRERO, resultó ser una jornada entretenida desde primera hora, que puso a prueba la templanza de Neville. Sobre las diez de la mañana, cuando regresaba a casa de escoger y encargar un marco ligero y moderno para el lienzo que Margaret le había regalado dos días antes, se encontró llamando a la puerta de su domicilio a la mecanógrafa del coro. Neville reconoció su silueta al entrar en su jardincito delantero y verla aporreando su puerta, en lo alto de los tres escalones que elevaban la construcción. “Buenos días. ¿Puedo ayudarla en algo?”, le preguntó sin estar sorprendido, pensando que lo que fuese aquello, había comenzado a rodar. “¡Oh, oh, oh! No le había visto. Perdone el descaro, pero deseaba tanto hablar con usted”, le respondió ella, volteándose hacia él. Neville constató que era bastante mayor que Aldo o al menos lo aparentaba; ya fuera por el corte de pelo a lo paje de muy mal gusto que la afeaba o por el traje de franela que vestía que aunque bien cortado, era más antiguo que las ruedas de los carros y que llevaba puesto extrañamente sin abrigo. “Usted me dirá. ¿Desea pasar? No son días para permanecer mucho rato en la calle, ¿no cree?”, apuntó  Neville mientras abría la puerta y empujaba con suavidad a la mujer hacia el interior. “Es muy amable. Si no es mucha molestia. Lo preferiría”, le respondió la mecanógrafa. Vio como ella no le quitaba ojo a la disposición del edificio. Subieron un tramo de escaleras y recorrieron el larguísimo pasillo (por el que sus hijos de pequeños jugaban a las carreras emulando a su padre) cuya pared escondía tras de sí uno de los apartamentos arquitectónicamente más  vanguardistas del lugar, hasta llegar a la puerta principal que estaba al fondo y que daba al distribuidor de la casa y al estudio de Neville. Un calorcito reconfortante les abrazó al entrar y el olor de uno de los riquísimos  bizcochos de almendra y manzana de Margaret les abrió el apetito. “¡Qué a gustito!”, exclamó la mujer sin poderlo evitar . “Siéntese. Voy en un santiamén a preparar té y café con un poco de bizcocho. ¿Le apetece?”, le dijo Neville sin esperar su respuesta, pensando en cómo no le iba a apetecer si tenía que estar muerta de frío. No sabía qué pensar sobre alguien que en febrero no lleva al menos un plumas finito. A ver si va a resultar que tampoco está en sus cabales, pensó mientras llenaba de agua el hervidor. Cuando regresó al estudio con una bandeja en que llevaba la tetera con forma de elefante que habían comprado en la India, una pequeña cafetera de porcelana que le regalaron a Margaret sus compañeros de cocina, un azucarero y dos tazas a juego, dos cucharillas y dos servilletas de hilo, dos platos de postre con sus tenedores y un pie de tarta bajo cuya campana de cristal estaban los cortes del bizcocho, se encontró con la mecanógrafa durmiendo profundamente en el sillón en el que había tomado asiento. Pensó en no despertarla. Y lo hizo. No la despertó. Cuando tres cuartos  de hora después volvió en sí, Neville, le dijo: “Discúlpeme, pero no recuerdo su nombre”. “Selena. Selena. Mi nombre es Selena. ¡Santo Dios! Me he quedado dormida. Qué vergüenza. No es excusa,  pero es que llevo varias noches durmiendo francamente mal”, le explicó a Neville con las mejillas rojas  como un tomate. “No pasa nada. ¿Prefiere té o café, Selena? Lo que sea se lo preparo de nuevo. Me temo que éstos ya se han enfriado ”, le comentó Neville, levantándose de su butaca. “Café con un poquito de leche, si no es mucha molestia”, le pidió la mujer. Al regresar de nuevo, por fortuna, se la encontró despierta. Le tendió la taza de café con un poquito de leche y le sirvió el bizcocho en un plato de postre. Ella se tomó su tiempo, degustó el café y paladeó el sabroso bizcocho. Neville no dio en ningún momento muestras de impaciencia. Mientras la observaba tuvo la descacharrante idea de que estaba asistiendo a una obra de teatro sentado en el escenario, ni en el palco ni en la platea, en el mismísimo escenario junto a los actores que la representaban. Al acabar, se limpió con la servilleta, la dobló, la dejó con cuidado debajo del plato de postre en el que no había dejado ni una miguita, carraspeó, levantó los ojos y los clavó en los de Neville. Su forma de mirar le asustó un poco. No se la esperaba. De hecho, había imaginado entretanto daba cuenta del bizcocho, que tendría una mirada dulce, incluso tierna, y lo que en verdad encontró le hizo sentir un escalofrío. Igual es una vieja bruja. Un arpía, pensó. “Usted me dirá”, le indicó, invitándola educadamente a hablar de una vez por todas. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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