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lunes, 31 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 28

ROY STIRLING recibió con entusiasmo los cinco cuadernos  que Neville le entregó, al sentarse a la mesa del restaurant  escogido  para la reunión. El joven editor  se quedó  boquiabierto al verlos. Realmente se sorprendió  porque  en las ocasiones  anteriores sólo  le había  entregado uno, y a veces sin terminar. Pensó, que igual, al fin, a Neville  le estaba  gustando más  de lo que imaginaba lo de escribir sus memorias. Ignoraba cuán equivocado estaba al pensar de esa manera,  porque  lo que Neville  pretendía  era acabar lo antes posible  de lo mucho que le fastidiaba. El piloto estaba dispuesto a cumplir con el contrato  que había  firmado por desconocimiento, pero que le agradase aquella tarea de vanidosos era otro cantar. De haber sabido lo mucho que le llegaría  a disgustar, ni loco habría  estampado su firma. Al atarse al proyecto  había  descubierto  que lo de hablar y escribir de sí mismo, no era para él. Lo encontraba petulante. Del mismo modo como encontraba triste y doloroso recordar. En esos  meses, al transcribir en los cuadernos sus recuerdos (sobre todas las cosas) lo malhumoraba: la fugacidad del tiempo, la poca duración de todo, lo deprisa que pasan los años, y cómo  (en realidad) las etapas finalizan casi antes de comenzar. Acabó pensando en que  nada dura lo suficiente,  para no creer que lo que la vida se trae con nosotros  es una broma infinita. Por eso,  Neville, decidió  a ser posible no seguir recordando adrede.  Nunca había  vivido con los ojos puestos en el pasado, ni se había  alimentado de él.  No estaba en su forma de ser. Y no iba a estarlo en un futuro. No  miraría  hacia atrás  por voluntad  propia.  Aborrecía  hacerlo. Cuánto  antes acabase aquella pesadilla,  muchísimo  mejor. Es en lo primero que pensó, al sentarse  frente a Roy Stirling  y ver lo pagado de sí  mismo que se mostraba.  Como si redactar unas memorias ajenas,  escribir un libro sobre un tiempo que no ha de regresar y que no te pertenece, fuese lo que en verdad mueve el mundo. En lo segundo que pensó, fue en lo inmaduro  que le pareció aquel treintañero a la luz del último jueves de marzo. Tenía marcas en el rostro de haber tomado el sol en exceso. Lo imaginó apoyando su joven espalda en una pared al sol de invierno,  creyendo que a partir del día  veintiuno del tercer mes del año, es lo que se debe hacer. Que eso es la primavera. La inconsciencia  de pensar que se posee todo el tiempo  del mundo (para incluso malgastarlo) por creer que se tiene toda una vida por delante; fue en lo tercero que pensó  Neville. Convencido de que  el Roy Stirling  que tenía  delante, todavía  no había  comenzado a vivir  en primera persona su propia vida. Y, sin embargo, ahí  estaba (en su inconsciencia)  a vueltas con la de otros. Intentando vislumbrar de una manera pasiva, ni siquiera  como secundario, el brillo de otras existencias. Como un parásito.  Porque aquel trabajo, como cualquier  otro,  no sólo  era un trabajo. ¿Era un trabajo, para qué? ¿Para crecer él?  ¿O el ego y la cuenta de otros? Como hombre  inquieto  que era, Neville, tuvo ganas de decirle al editor para ver cómo su joven mente procesaba y asimilaba sus palabras: que se existe para conquistar territorios (físicos y mentales, minúsculos y grandiosos) y morir con las botas puestas en el fragor de la batalla, no para vivir del recuerdo. Da igual la edad que uno tenga. Porque la realidad es que la vida sólo dura un rato; y si quiere, en menos de un segundo, te lo  quita todo, te arrebata lo que más quieres, o lo que tanto esfuerzo te ha costado conseguir. Pero cuando fue a hablar, Roy  Stirling,  torpedeó su pensamiento con lo que para él  era verdaderamente  importante. El libro.  Le dijo a Neville: “A este ritmo antes del verano habremos terminado. Usted estará  libre. El trabajo  restante será sólo de la editorial. Para Navidad lo tendremos  listo. Estará  en plazo. Será  perfecto.” Neville acogió  con regocijo  las palabras  del editor  sobre la finalización del proyecto. Razones le sobraban; y el “usted estará libre", le sonó  a  una libertad que no tenía  precio. Estuvo a poco de pedirle al joven que lo repitiese de nuevo. Se lo impidió (indirectamente) el camarero que se acercó a servirles el aperitivo. Cuando se marchó, Roy Stirling, ya había  abierto el primero de los cuadernos y se había  puesto a leer. En ese momento,  cualquier petición o comentario estaba fuera de lugar. Era el turno de las dudas, preguntas y aclaraciones. Neville  bostezó  para sus adentros, sin abrir la boca. Hasta que no comenzó  con aquella farsa de sus memorias  no creía  que bostezar así  fuese posible. Una hora y pico más tarde, después de haber respondido (mientras comían los platos de un menú  insulso) a lo que le parecieron  un millón o dos de preguntas, harto de oírse, aburrido de repasar su propia  vida, pensando en que no había  sobre el planeta  tortura mayor para él,  acabaron. Antes de salir del restaurant  y para despedirse, Roy Stirling   (que escondía  sus inseguridades  y carencias con un extra de simpatía  impostada) le dijo a Neville unas palabras poco afortunadas: “Me hago cargo de lo que debe suponerle tanto  trabajo a su edad. Pero todo el esfuerzo  habrá  valido la pena cuando  el libro esté  en manos de sus hijos, nietos y futuras generaciones. Estará  orgulloso  de ser recordado así y no caer en el olvido como un trasto en el desván.” A Neville  que nunca había creído posible que aquellas memorias tuviesen interés para  ni  un solo  lector (ni siquiera de su familia) el escaso tacto y la nula visión de Roy, ese dar por sentado (osadía  de juventud) que necesitaba consuelo y que con unas palabras  bien intencionadas podía  dar carpetazo a la vanidad que no poseía y a una edad que hasta el momento no le había impedido hacer nada distinto a lo que hacía unos años antes,  lo soliviantó. Pensó  en si responderle  o no. En si contestarle, o por el contrario, optar por el silencio como era habitual  en él,  cuando le molestaba realmente  algo de alguien, con el que  no iba a tener mucho más  trato. Al final, más  por ver como el bisoño cerebro de Roy Stirling  se gripaba ante las palabras de un vejestorio, y también por un poco de diversión; antes de salir del restaurant (para dejarle sin habla de pie a las puertas del local)  le espetó con la amplia sonrisa de la experiencia dibujada en el rostro,  que lo convertía  en un hombre guapísimo: “Muchacho, se existe para conquistar territorios (físicos y mentales, minúsculos y grandiosos) y morir con las botas puestas en el fragor de la batalla, no para vivir del recuerdo. Da igual la edad que uno tenga. Porque la realidad es que la vida sólo dura un rato; y si quiere, en menos de un segundo, te lo  quita todo, te arrebata lo que más quieres, o lo que tanto esfuerzo te ha costado conseguir. Por si te sirve." CUANDO LLEVABA LOS SUFICIENTES  metros caminados, para que el ritmo de sus pies anduviese  acompasado al de su mente y corazón, reparó  en que acababa de pasar por delante  de una agencia  de alquiler de inmuebles. Así  que reculó y sin mirar los anuncios del escaparate, abrió  la puerta, y desde ella (al ver que el establecimiento estaba vacío) le preguntó  a la chica flacucha de pelo rosa que atendía  el mostrador: “¿Tenéis en alquiler  alguna casa sobre un acantilado?” “Varias. En distintos  lugares y con opción  de compra", le respondió  la muchacha. Al oír la respuesta,  Neville entró,  cerró la puerta tras de sí, y se aproximó al mostrador. “Enseguida le atiendo", le indicó  la chica. “No hay prisa. Tarde no es", le contestó Neville. Ella le sonrió y acabó de cumplimentar unos formularios. Cuando  finalizó, le dijo: “Me llamo Naipe. ¿Entonces lo que desea es una casa sobre un acantilado para alquilar con opción a compra?” “Exactamente. Aislada a ser posible. Encantado de conocerte, Naipe. Mi nombre es Neville”, le respondió  él. “Igualmente,  Neville. Lo es, Neville. Lo es.  Ese tipo de viviendas habitualmente lo están. Busco las fichas y se las muestro en un periquete.  Si quiere sentarse en la mesa de ahí,  estaremos más cómodos", le explicó  Naipe. “Perfecto", le contestó Neville y se dirigió ilusionado como un colegial hacia la mesa que le había  señalado Naipe. Se sentó y , entretanto,  veía  a la chica imprimir las fichas, se dijo a sí  mismo, en voz alta para reafirmarse en la decisión que acababa de tomar  y que iba a guiar sus días: “Nada que te haga perder el tiempo. Nada que no te salga del corazón.


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LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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viernes, 28 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 27

EN ESOS DÍAS A NEVILLE lo enamoró la belleza del silencio, de no ser molestado, del tiempo cuando transcurre a tu favor. Estuvo tan a gusto a solas consigo mismo que se replanteó incluso el lugar en el que pasar las vacaciones  de verano. Cambiar una playa bulliciosa y noches de verbena, por una playa solitaria y veladas a la luz de la luna, sin otro ruido que el de la propia naturaleza. Si bien es verdad y aunque en un principio, tal como lo pensó, desechó la idea porque a Margaret le desagradaría; no dejó de fantasear con unas vacaciones distintas. Y cuando  se concedía  unos minutos  de descanso, más que nada para levantarse del escritorio  y estirar las piernas, en su interior se iba alzando como una construcción:  la fantasía  de disfrutar  de unas vacaciones  aislados en una casa solitaria  sobre un acantilado.  A la que sólo  se pudiera acceder por  un caminito asilvestrado y con un burro, o a lo sumo, con una mula de carga. Comprendió  que la viabilidad  de su fantasía  dependía  de tener bien estudiados todos los elementos y atados todos los cabos.  Es decir, que para que ésta se materializase debía  construirla con solidez, para que no acabase siendo un castillo de arena que la ola lo destruye y se lo lleva. Debía  presentársela a  Margaret como un concepto lo suficientemente  atractivo, interesante y factible que le fuese imposible de rechazar. Se le ocurrió que le podría  preguntar si le gustaría  tomarse unas vacaciones  de las vacaciones. Ya que cada verano al regresar por mucho que hubiese disfrutado, solía (con el rostro iluminado  y una sonrisa contagiosa en los labios) quejarse de lo agotada que en realidad estaba. Cuando  la oía  Neville , le preguntaba  (cada año) riéndose: “¿Agotada de qué, preciosa mía? ¿De  tomar el sol todos los  días  y bailar todas  las noches?  ¿De hacer el amor durante la siesta y en las madrugadas bochornosas? ¿De leer sin distracciones y cocinar lo menos  posible? ¿De no despegarte de mí? ¿O de darle (en definitiva, como todo hijo de vecino) un  puntapié a la rutina?” Entonces  Margaret  protestaba para acabar riéndose ella también. A última hora del viernes cuando se sentó en el escritorio,  aproximadamente,  sobre las once de la noche (en un hecho sin precedentes) para revisar por un lado los cuadernos que le entregaría  a Roy Stirling; y por otro, el cuaderno donde tenía el borrador definitivo que había  escrito (con una docena de anotaciones al margen) y que le serviría de guía  en las conferencias  a impartir, se sintió  terriblemente  cansado, pero también muy satisfecho. De inmediato,  se colgó todo el trabajo realizado como una medalla invisible, en una  solapa de un traje que no llevaba. Una medalla al mérito y a la disciplina,  pensó.  Querer es poder, se dijo. La recompensa  sólo  podía  ser una: conseguir unas vacaciones  diferentes, se prometió.  Así  que sin ocultar su contento,  planeó  tomarse el asunto en serio, pasado el sábado  y la visita a la granja  con Niño Blas. Empezó  a soñar despierto. Y soñando despierto se acostó sobre la medianoche; para amanecer con el sábado (cuando ni por asomo era de día)  soñando sonriente todavía. Él, que jamás revelaba sus planes, ni vociferaba (ni con, ni sin aspavientos) lo que se traía entre manos;  mientras se duchaba y vestía, intentando molestar lo menos posible a Margaret  que dormía profundamente  a esa hora, decidió por si las moscas, no decir (de momento) ni mu sobre la fantasía. A LAS SIETE DE LA MAÑANA la alegría en el rostro de Niño Blas bendijo la jornada. Con una puntualidad que daba la medida de su ilusión, igualó  su paso al de Neville y fueron caminando hasta el cruce de La Vieja Ciega. Haciendo buena la creencia  que tenía  Neville  sobre lo muchísimo  que al crío le gustaba  aprender,  éste no tardó ni un minuto al poco de comenzar a caminar, en preguntar quién era La Vieja  Ciega. “La Vieja Ciega es el sobrenombre de Eleanor Stoner (una maestra jubilada casi ciega) que fue atropellada en el cruce cuando paseaba en busca  del tibio sol. Murió al rato sobre la calzada.  Desde ese día (el tercer martes de marzo de 1984) nadie más  ha muerto en ese lugar. Ni una sola persona, ni un perro, ni un zorro, ni una ardilla, ni un  gato, ni un pajarito. Todo dolor finalizó  con el que sintió  ella en su postrer hora. Nadie más  se ha visto  obligado  a abandonar el mundo desde ese punto.  Ni tampoco ha habido  un solo  accidente. Ni grave, ni leve. Nadie se ha roto un hueso en ese cruce desde que murió Eleanor Stoner. Ningún coche ha chocado con otro; ningún conductor  ha perdido  el control del volante, ni de los frenos; ni una motocicleta se ha  deslizado a causa de la lluvia, el hielo o la nieve; ni siquiera a una bicicleta se le ha salido la cadena. Nada de nada. Y todo el mundo sabe ( porque de ese modo lo han contado  decenas  de personas) que si por mala fortuna alguien ha estado a escasos segundos  de tener un  percance,  se le ha aparecido  La Vieja  Ciega (como un ángel protector) advirtiéndole, haciendo aspas con los brazos. Dándole tiempo a rectificar, y salir ileso, para contarlo después", le explicó  Neville  a Niño Blas que lo observaba con cara de asombro  y deleite mientras iban en dirección  al cruce. También  puntual llegó  Cliff con su camioneta.  Montaron en ella. Neville hizo las presentaciones, y para Niño Blas comenzó  una etapa que se prolongaría en el tiempo,  más  de lo que nadie pudiese imaginar en ese día, y que le resultaría  de las más  hermosas y decisivas de su larga vida. Llegaría  a vivir ciento dos años y se haría llamar Spencer,  guardando para sí como un tesoro el nombre de Niño Blas. “¿Sería  raro, o mejor dicho, puedo cambiarme el nombre y llamarme de otro modo , de hoy en adelante?”, le oyeron preguntar Cliff y Neville a Niño Blas momentos  antes de llegar a la granja.  “No es raro. Puedes hacer lo que te venga en gana con tu nombre. Si después  deseas hacerlo oficial,  que Adelaida te acompañe  al registro y lo formalizáis", le respondió  Neville. “¿Por qué  quieres cambiarte el  nombre?”, le preguntó  Cliff. “Porque necesito  un nombre de adulto, para una vida de adulto. Creo que todas mis posibilidades  se verán  mermadas con el de Niño Blas. Y no es que me sobren posibilidades.  La vida me dio las justas", le contestó  Niño Blas. “Es una magnífica manera de comenzar. Mi nombre es Cliff, ¿cuál  es el tuyo?”, le dijo el granjero tendiéndole la mano y presentándose de nuevo. “Spencer", le respondió  el muchacho. “Pues, Spencer, te anuncio que hemos llegado a la granja.  Mira a tu derecha", le indicó  Cliff.  Niño Blas miró  a su derecha y vio una gran instalación vallada con una hermosa casa, graneros, establos, grandes árboles, caballos, perros, vacas, todo tipo de animales, niños y adultos por doquier. Tenía  los ojos como platos y la sonrisa le salía  incluso  por las orejas. “Gracias, gracias, gracias, Señor Neville”, le dijo a Neville contentísimo, tocándole el hombro desde el asiento de atrás.  “No hay de qué,  Spencer. Ahora la pelota está en tu tejado”, le respondió  Neville. Niño Blas al oír de la boca de Neville  su nuevo nombre se dio por bautizado y una ráfaga de gratitud hacia el piloto le invadió de cabeza a pies. “Gracias  también  a usted, Señor Cliff”, dijo Spencer. Cliff aparcó  y bajaron de la camioneta. Seguidamente silbó  para que todo bicho viviente atendiese, y gritó: “Venid a conocer a Spencer.  Dadle la bienvenida.” Una marabunta  de niños, animales,  voces y  pies corriendo se fue aproximando  con algarabía al recién  llegado. Pero antes de que llegasen, el chico, tuvo tiempo de dirigirse a Neville, y pedirle un último  consejo, antes de estrenar su etapa en la granja. “Empieza como quieres continuar, y continúa  como comenzaste, y que en todo esté siempre Dios”, le dijo Neville. Durante  la siguiente  hora: recorrieron la granja, visitaron  cada una de las instalaciones  y saludaron a cada ser vivo; Spencer, en la avanzadilla junto a otros niños de su edad, mayores y menores; y Neville, en compañía de Cliff y de su esposa, Lisa Sue. “Si le pone tantas ganas al trabajo y no se mete en líos,  le irá  francamente  bien. No sólo  aquí,  también en la vida en general”, comentó  Lisa Sue al contemplar cómo se desenvolvía  Spencer. “Sí, le irá bien", suscribió  Cliff.  “No sé  la razón,  y Dios sabe que soy prudente,  pero con este chico no tengo la menor  duda. Sé  que le irá  bien", les confesó  Neville que  con  alivio y orgullo vio como Spencer encajaba  como anillo al dedo, sin perder la sonrisa  (de hecho estaba radiante) en aquel microcosmos  que era la granja.  No sólo lo constató Neville, Cliff y Lisa Sue, también lo advirtió, el halcón  que sobrevolaba el cielo y el mismo sol. Y nadie se equivocó. A partir de esa jornada  Spencer comenzó  a quedarse en la granja los fines de semana,  cada festivo y en cada vacación. Estudió y trabajó como el que más, como si estuviesen siempre dispuestos a deshacerse de él. No perdió las ganas y la ilusión por aprender. Leyó sobre todo lo que despertaba su curiosidad.  Preguntó,  preguntó  y volvió  a preguntar para saber cada día un poquito más que el anterior. Llamó madre a Adelaida, una vez  por casualidad,  para pasar a llamarla de ese modo definitivamente porque  así  lo sentía. Fue haciéndose mayor. Soplando velas. Recibiendo de la vida más  de lo soñado. Y con los  años dejó atrás su piel de niño, mudándola por la de un hombre recto y justo. Se convirtió en un veterinario de prestigio; también,  en el marido de la primera nieta de Cliff, Fanny Delilah. Tuvo cuatro hijas: Emma, Olivia, Sophia e Isabella. Siguió  siendo el orgullo de Neville, al que ni una sola semana dejó  de visitar o llamar para consultarle esto u aquello o nada en particular, porque le respetaba, admiraba y quería. Spencer jamás  olvidó lo qué el piloto significaba para él. Neville  era el hombre bueno que con generosidad se había tomado su existencia en serio, y le había  proporcionado a Niño Blas, lo que todo  niño necesita: un futuro libre y seguro.  



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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miércoles, 26 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 26

Neville llegó  (sano y salvo) al jardín delantero  de su casa, al mismo tiempo que una furgoneta  de mensajería; mientras Margaret (después  de soltar su soflama) notó al entrar en la cocina y saludar afectuosamente a sus compañeros como la pizca de malhumor que se había instalado en ella (al tomar conciencia de que el invierno no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer) acababa de esfumarse. El repartidor comprobó las señas de Neville, recogió un sobre del asiento del copiloto y se lo entregó. “Buen servicio, joven", le deseó Neville tras agradecerle la entrega con una propina. “Se hará  lo que se pueda", le respondió  el repartidor al subirse a la furgoneta. Despidiéndose del piloto haciendo sonar el claxon estruendosamente. Neville sonrió y  le saludó  levantando la mano. Después fijó su vista en el remitente del sobre. Leyó  el nombre de la fundación  presidida por Evelyn. Cuando más tarde lo abrió en su escritorio, encontró en su interior las fechas y  horarios  de las conferencias  que debía  impartir, y demás documentación. Fue en ese momento: teniendo en cuenta como afuera en el exterior  el invierno  no cesaba, y todo el trabajo que se le acumulaba en el escritorio (la próxima reunión con Roy Stirling  en un restaurant   para hacerle entrega de otra tanda de sus memorias estaba al caer) cuando decidió quedarse en casa y no salir hasta el sábado para lo de Cliff con Niño Blas. Neville decidió  encerrarse, decidió ni siquiera contestar al  timbre, decidió  vivir en los siguientes días  como si se lo hubiese tragado la tierra. “¿Por qué  estás a oscuras?  ¿Qué  haces sumido en esta penumbra? ¿Te ocurre  algo?”, le preguntó  Margaret  preocupada, al sentarse en la butaca como siempre  hacía tras ducharse al regresar del  trabajo. Habitualmente  al entrar en el estudio éste solía estar más  iluminado de lo necesario, incluso en los días  de verano cuando no hacía  ninguna falta. Pero esa tarde, todavía invernal  de mediados de marzo, en que afuera en el exterior la luz a esa hora ya declinaba para darle paso a la noche, de manera inusual el interior estaba prácticamente  a oscuras. Neville en vez de la lámpara  del escritorio,  sólo  tenía  encendida la bombilla de un pequeño  flexo que tenía  sobre el mismo y que tan sólo  iluminaba una parte minúscula  de la superficie. Por eso las escasas veces que lo utilizaban era como un punto de luz.  “Te vas a dejar los ojos", le regañó Margaret. Neville la miró con cara de concentración, y como ido, acabó  de transcribir uno de los  últimos audios que tenía  grabados. “Ya está.  ¿ Qué decías,  preciosa  mía?”, le preguntó a Margaret dos minutos después.  “Ay,  Neville. ¿Se puede saber por qué  estás a oscuras?”, volvió a preguntarle. “Tiene su lógica: la semana  que viene voy a reunirme con Roy, y sinceramente, tengo mucho qué hacer todavía. Me faltan horas. Además  las conferencias  para la  fundación  comenzarán antes de lo que creía. Sólo  tengo apuntes, algo  que ni siquiera  puede considerarse un borrador. Se me echa el tiempo encima. Y todas esas visitas imprevistas, que últimamente  se presentan en nuestra puerta, se apropian de mis jornadas  sin ningún tipo de consideración.  De modo que en lo que resta de semana no voy a salir de casa. Permaneceré aquí  dentro, trabajando  con  las luces apagadas, para que desde el exterior  quien me busque  piense que no estoy, que no hay nadie en casa. Te agradecería que si alguien pregunta por mí  le digas que me he ido de viaje unos cuantos días. Hasta el sábado  que debo ir a lo de Cliff. Siempre pienso y  estoy para todos , pero ¿quién piensa y está para mí?” se quejó Neville,  al explicarle a Margaret lo que había maquinado. Cierto era que la casa tal como estaba ubicada quedaba expuesta a miradas indiscretas. A resultas del jardín que la rodeaba por los cuatro costados, o porque  tenía  ventanas de igual modo delante, detrás y a los dos lados. De tal manera que no era difícil  averiguar  si sus moradores estaban dentro o no. Por ese motivo,  por lo común  y como precaución, solían dejar alguna que otra luz encendida  cuando  salían, por ejemplo, a cenar. Así que la reacción  de Neville  de apagar las luces, aunque extraña no era exagerada. “Yo pienso en ti y estoy para ti, piloto", le respondió  Margaret. Seguidamente,  se puso en pie,  y en la penumbra, se desató  el  lazo de la bata, se la quitó  y se abrió  para Neville.  Y,  él,  a oscuras entró  dulcemente  en ella, templó  su carácter y borró todo signo de apuro. A oscuras la cabalgó y ella gimió de placer y de deseo. También a oscuras se sostuvieron la mirada, y sin verse, adivinaron en el otro, la luz del amor. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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lunes, 24 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 25

EL SEGUNDO LUNES DE MARZO había  sido una jornada lo suficientemente ajetreada e intensa, para que con el amanecer del martes, ambos ambicionasen antes de abrir los ojos: dos semanas de vacaciones o, al menos, un festivo entresemana. Pero al abrirlos, la realidad se impuso; y sin escapatoria, se levantaron  para hacer frente a tareas dispares previstas e imprevistas. Por si fuera poco, entre bostezos, repararon en que la noche había dejado un palmo de  nieve y el día se había  presentado con una bajada considerable de las temperaturas. “Lo que faltaba", dijo Margaret, y añadió: “Con las ganas que tengo de primavera.” “Todavía  estamos en marzo, preciosa mía. La primavera no llega a este lugar hasta mayo”, le recordó  Neville. “Lo sé, mi amor. Lo sé", protestó  Margaret. Al acabar de desayunar cuando Margaret se abrigaba para salir al exterior, Neville resolvió  acompañarla. “Así  si resbalamos que sea juntos", bromeó  ella. “No vamos a resbalar", contestó él, con seguridad. Una clase de seguridad  que ella descubrió  al conocer a Neville, y a la que se acostumbró desde el primer día porque le reconfortaba como nada antes. Concretamente, el tipo de seguridad que ofrece quien decide soportar el peso del mundo en su espalda con tal de evitar el sufrimiento del resto. Al igual que Neville, Margaret no tuvo fortuna con el padre que le tocó en suerte. Su padre jamás  cumplió  con lo que se espera de todo hombre que forma (voluntariamente) una familia. Nunca procuró por el bienestar de sus hijas. No lo quiso, ni movió  un dedo para alcanzarlo. Jamás  las protegió.  No conocieron, a su lado, lo qué era vivir en un entorno seguro. Pasaron hambre y otras penurias. Y sin saber lo que era la paz del hogar, desconociendo el significado de una existencia  en armonía, y a falta de un horizonte y un futuro, para sobrevivir aprendieron muy pronto (antes de lo razonable) siendo unas niñas a sacarse las castañas del fuego. Seguramente,  por lo vivido, Margaret tras averiguar  en su adolescencia  que se le daba bien cocinar, que le gustaba, que tenía mano para la cocina (un don, como la gente suele llamar a la aptitud  natural para realizar una labor), que no le molestaba ni el calor, ni el estrés, ni el tremendo esfuerzo  físico que supone trabajar en una cocina profesional: decidió hacerse cocinera porque  pensó que de esa manera nunca más volvería a pasar hambre, ni le faltaría  trabajo. Intuyó que un cocinero mediocre siempre encuentra un puesto, aun en la más  inmunda de las cocinas. Uno bueno, incluso  puede elegir  cocina. Y a uno excelente, se lo rifan. Así que con trabajo, seriedad y talento, Margaret, acabó convirtiéndose en uno de los que reciben ofertas, de los que pueden elegir.   Y en cada ocasión  que  pudo elegir, optó por hacerse cargo de cocinas en centros de voluntariado. Le gustaba cocinar para aquellos que les era imposible hacer frente a la cuenta que  supone el menú de un restaurant  con  estrellas. Lo prefería porque pensaba eran paladares más honestos, que valoraban el trabajo ajeno de un modo menos artificial y que merecían también la calidad de un buen cocinado. Sí. Estoy orgullosa de la persona que es, pensó  Margaret, y se aferró  al brazo de su marido. Neville notó  el peso de su mujer en su cuerpo. Le gustó. Le gustaba sentir la confianza de ella recayendo sobre sí. Caminaron en silencio. Atentos a la nieve, a los obstáculos, a los otros viandantes, al tráfico, a las irregularidades de la acera. Cuando llegaron al centro de voluntariado Margaret se soltó del brazo de Neville con auténtica pena; de haber podido elegir,  en esa mañana, hubiese escogido no levantarse de la cama en todo el día y quedarse instalada en el hueco del cuerpo de su marido. Se despidieron como era costumbre  en ellos con un apasionado beso. Neville giró sobre sus talones satisfecho porque había dejado a buen recaudo a Margaret. Había hecho una entrega perfecta, sin daños. Sólo le restaba llevarse a sí  mismo hasta su casa con un buen resultado, de lo contrario, menudo ridículo. Entretanto caminaba de regreso; Margaret,  se cambiaba  en el vestuario. Allí, cada jornada, le esperaba la ropa de trabajo: limpia, blanca, planchada. Se desnudó, dobló su ropa de calle y se enfundó los pantalones,  la chaquetilla y el gorro de cocinero. Entretanto volvió a repetir, esa vez en voz alta: “Sí. Estoy orgullosa de la persona que es.”  Porque Margaret pensaba que el mundo solamente estaba dividido entre dos tipos de gente. Las personas (buenas) como Neville que ven en el otro (en primer lugar) a otra persona que como tal merece todo el respeto, y jamás lo olvidan. Y, las personas (malas e interesadas) que ven en quien tienen enfrente (sólo) una condición, una función, y olvidan (intencionadamente) que ante todo y en primer lugar,  es una persona. Dijo, también, en voz alta como para acabar de explicarse a un interlocutor imaginario: “Por ejemplo: la cajera del súper, el celador, el paciente, el empleado, la camarera, el hijo, el atleta, el  vecino, el piloto, la cantante de góspel, el mendigo, la cocinera, el amigo, el cuidador, el inmigrante, el corresponsal,  la   amante son antes que nada personas con sus vidas complejas y sus sentimientos que merecen todo el respeto. Porque la cajera no es sólo cajera, ni el celador sólo celador, ni el paciente sólo  paciente, ni el empleado sólo empleado, ni la camarera sólo camarera, ni el hijo sólo hijo, ni el atleta sólo atleta, ni el vecino sólo  vecino, ni el piloto sólo piloto, ni la cantante de góspel sólo cantante de góspel,  ni el mendigo sólo mendigo, ni la cocinera sólo cocinera, ni el amigo sólo amigo, ni el cuidador sólo  cuidador, ni el inmigrante sólo  inmigrante, ni el corresponsal  sólo  corresponsal, ni la amante sólo amante. Son  personas. Sienten y padecen. Aman y son amados. Ríen y lloran. Tienen días buenos y malos. No son autómatas. No existen con una sola función. No están ahí como una sola condición. ¡Por el amor de Dios!”



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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viernes, 21 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 24

Niño Blas no era un gamberro, ni un mal educado; y del mismo modo, como había  entrado  a hurtadillas en los ensayos del coro en la iglesia, Neville tenía la certeza de que siempre entraría en cada lugar donde creyese que podía aprender. Muy probablemente el instinto de supervivencia del chico le dio a entender que ése y no otro era el camino a tomar. Niño Blas a lo largo de su vida aprendería, aprendería  y volvería  a aprender. Aprender sería  el salvoconducto para no vivir ni acabar de la misma manera como comenzó  su vida: solo y abandonado. En la vez anterior que lo encontró  escondido  en el cobertizo, el muchacho  tardó  pocos minutos  en pedirle disculpas por haber arremetido contra él en plena calle y haberle sacado la lengua como un malcriado. Le explicó a Neville que huía de su madre porque le negaba la asistencia a una charla sobre los trenes de vapor  que estaba a punto de comenzar en un anexo de la estación del ferrocarril. Tenía prisa por eso chocó con él. Lo del gesto con la lengua fue por rabia. Tuvo la sensación de que con tal de que no  llegase a tiempo todos conspiraban en su contra. Adelaida  le había  dicho que no eran horas de asistir a ninguna  charla, y él  le respondió que para aprender cualquier hora era buena y empezó a correr hacia la estación  como poseído. “Poseído por la curiosidad,  por la inquietud”, le respondió  Neville. Y sin ni siquiera ser muy conscientes de ello, en ese punto se fraguó su amistad. Igualmente, la primera vez que lo encontró en su cobertizo, mientras le dio de desayunar, el chico sacó del bolsillo de su abrigo una página pulcramente doblada de una vieja revista de motor en la que aparecía Neville. El piloto le preguntó la razón, y Niño Blas le respondió  que sentía  por él auténtica  admiración. Seguidamente le resumió su trayectoria profesional,  y a continuación, hizo lo mismo con la de Thomas Edison, Ray Bradbury, Elvis Presley, G. K. Chesterton, Charles de Gaulle, Michael Phelps y Rafael Nadal. Neville no pudo evitar sonreír. Entendió que era más inteligente de lo que podía aparentar, y que su manera de contar historias mostraba lo mucho que le apasionaba la vida. En ese día, Neville  resolvió  en un segundo, que en la medida de lo posible él no iba a defraudar al desconocido muchacho. Jamás había  sido de los que pierden batallas antes de librarlas. En el actual, al cerrar la puerta tras de sí, estaba totalmente convencido de las decisiones  que había  tomado. Tranquilo con ellas. Notó como le inundaba la paz de quien obra correctamente, al entrar en la cocina  a calentarse  la comida que Margaret  amorosamente había cocinado para él. Se deleitó con un delicioso rape al horno con beicon, calabacín y puerro, acompañado de patatas a las finas hierbas. Después de comer, un poco más  tarde de lo que era habitual en él  (por las visitas inesperadas de la jornada) cuando se sentó en su escritorio para trabajar, llamó a su amigo Cliff. Le expuso la realidad de Niño Blas y éste aceptó sin reserva alguna. A Cliff le gustaba echar una mano al prójimo si se presentaba la situación, como un modo de compartir fortuna y destino. Pensaba que era de bien nacido ser agradecido. No eran pocos los muchachos que en su granja se habían convertido en hombres de provecho, alejándose de caminos que no iban a ninguna parte. Recordando que Neville no conducía a no ser que fuese en casos extremos, le indicó que a las siete y media de la mañana del sábado dieciocho de marzo, les recogería a los dos (al muchacho y a él) en el cruce de La Vieja Ciega. Neville asintió, sin importarle estar hablando por teléfono. Segundos después Cliff colgó. Neville hizo lo propio y se recostó  sobre el cómodo respaldo del sillón de piel que su esposa le había regalado para el escritorio, cuando decidió  escribir sus memorias. Se quedó traspuesto. Soñó que estaba tomando el sol en una playa desierta. Al rato una silueta salida de la nada, empezó a caminar hacia él, hasta que con su sombra ocultó el sol, y él se estremeció de frío. Margaret le besó la coronilla, le acarició la mejilla, le rozó el hombro con la punta de los dedos y se sentó en su butaca con la bata de estar por casa como cada tarde. Neville dio un respingo, abrió los ojos lentamente, y fijó su mirada en la sonrisa divertida de su mujer. “Parece que me he quedado profundamente dormido. Ni siquiera te he oído “, le dijo. “¿Un día  duro, mi amor?”, le preguntó  Margaret. “No. Lo habitual. Nada del otro mundo, diría yo. De regreso a casa  me han dado el parte del desenlace de un crimen, y unas horas después, he apadrinado a un niño”, le respondió Neville  riendo. “Vaya, vaya, piloto. Sigue cundiéndote el tiempo.  Siempre has sido de los que no lo desaprovechan", le indicó Margaret. “Así es. De modo que dejemos los cuentacuentos para la cena y dediquémonos a lo que en verdad importa" le sugirió  Neville, mientras le tendía las manos para levantarla y hacerla volar. Ella secundó la propuesta. La riquísima sopa de galets que Margaret preparó para cenar cayó  no sólo  en el estómago de Neville, también  en cada parte de su ser como una bendición. Le calentó el estómago, reconfortó su ánimo, y alegró  su corazón; y  cuando su esposa, de segundo le dio a probar una nueva receta con chuletas de cordero, creyó  haber muerto y estar en el mismo cielo. Margaret tuvo que formular la misma pregunta dos veces para que volviera en sí.  Neville se había quedado suspendido en alguna parte entre el paladar y los sentidos. “¿Así que has apadrinado a un niño?” “¿Así que has apadrinado a un niño?” “Efectivamente”, le contestó él. Su rostro irradiaba felicidad. Margaret pensó al observarlo que aun frisando los setenta todavía conservaba su atractivo. Además desde que se había jubilado la ausencia de tensiones lo había dotado de un aire despreocupado que lo convertía en un hombre sumamente apetecible. De no conocerse y encontrarlo por la calle le llamaría la atención, hasta el punto de desear tener una aventura amorosa con él. “¿Qué  pasa? ¿Por qué me miras de ese modo tan tuyo?”, le preguntó  Neville.  “Estoy pensando en que si no te conociera  y te encontrase por la calle, desearía tener una aventura contigo. Estás muy guapo”, le aclaró  Margaret.  “¿A mi edad?”, cuestionó  Neville.  “Exactamente  por tu edad", puntualizó  Margaret.  Neville se la quedó  mirando y no dudó  de que su esposa hablaba completamente en serio. Notó  la pulsión  del deseo. Sabía que ella estaba excitada. Si él quería, podía. Cada centímetro  de sí, supo lo que era sentirse enormemente complacido. A su edad, pensó.  “Puedo contarte el desenlace del crimen, o puedo darte cuenta de la personalidad,  origen  y situación  del niño que he apadrinado,  o puedo… ”, le indicó Neville, maliciosamente, a Margaret sin acabar la frase. “¿Ahora mismo, piloto?”, preguntó  ella. “Ahora mismo” respondió  él. Ella respiró, se levantó, retiró de la mesa los platos vacíos. Neville admiraba el dominio de los tiempos terco y elegante que poseía Margaret. Sabía lo que deseaba. Le deseaba a él. Pero antes le conduciría a ese segundo anterior al punto en que la anhelase con impaciencia, sin aguante, de manera perentoria. La vio trajinar en la encimera. Y cuando, con apremio, fue a levantarse e ir a su encuentro la vio volverse hacia él. La vio servirse como postre. “Y bien, ¿ a quién  has apadrinado, piloto?”, le preguntó Margaret al acabar. Neville le contó sin escatimar detalles su descubrimiento y posterior relación con Niño Blas. Le explicó cómo a Adelaida Whitaker lo de ser madre le quedaba un poco grande, y cómo a él, el chico le daba muy buena espina. Guiándose por su instinto sabía que podía confiar en él. No creía estar equivocado. Tenía que ayudarle. No se perdonaría no hacerlo, y en unos años arrepentirse, cuando  alguien al referirse al chico le diese malas noticias. “De manera que en la medida de lo posible voy a encargarme. No te preocupes: no lo meteré en casa. Nuestras rutinas no van a variar. Por nada del mundo estoy dispuesto a renunciar a esta eterna luna de miel inesperada en nuestra vejez”, le indicó  Neville  a Margaret para cerrar el asunto.  “No me preocupa,  mi amor. Sabes de sobra que confío  plenamente en tu buen juicio y en tu modo  de proceder",  le aclaró Margaret. Neville la besó y se entretuvo bastante en los labios de Margaret, como si le costase despegarse. “En resumen: has apadrinado al hijo adoptivo de tu novia de juventud“, le dijo Margaret riendo, mientras le pellizcaba y le hacía cosquillas. “Nooooo. No se trata de eso. No tiene nada que ver. Lo sabes bien. Además nunca fue mi novia. No seas mala”, protestó Neville. “Me gusta ser mala, piloto. Si con ello me castigas, me gusta muchísimo", le contestó  Margaret, sentándose a horcajadas sobre él. Neville rio escandalosamente. Palmeó las nalgas de su esposa y dejó sus manos en ellas. Agarrando lo que era suyo. Ella le miró. Él la miró.  “Voy amarte una y mil vidas", le confesó  él.  “Por cosas como estas”, añadió.  “¿Por mis nalgas?”, le preguntó  ella. “Evidentemente", le contestó  él. “Ajá. Algo intuía”, respondió  ella. “Dime algo”, le pidió Neville, dejando hablar al niño rechazado que llevaba dentro, que de tanto en tanto necesitaba reconocimiento. “Amo de una manera que a menudo no cabe en mí, al hombre bueno que hace lo correcto, incluso cuando no es necesario. Te amo, piloto. Estoy muy orgullosa de ti. De la persona que eres”, le dijo Margaret mirándolo a los ojos. Y el calor del reconocimiento sincero conquistó cada célula,  cada recoveco, cada latido del cuerpo  de  Neville; recorrió su sangre; abrazó cada pensamiento de su mente; acalló y acunó al niño rechazado. Se quedaron dormidos relativamente temprano, y durmieron instalados en un sueño acogedor que les mantuvo alejados, por unas horas, de ese no parar que era su existencia. 



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miércoles, 19 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 23

“¿Quiere pasar? Será mejor que entre. Tengo un asunto que comentarle", le oyeron ambos (madre e hijo) decir a Neville. Adelaida Whitaker  entró. Por primera vez en mucho tiempo deseó que sus tacones no resonasen. Intentó evitarlo, en vez de provocarlo como habitualmente hacía. Se supo demasiado frívola para encarar la existencia desde el punto de vista del hombre que caminaba delante de ella con su hijo adoptivo cogido de la mano. Una vez en el estudio tuvo el impulso de decirle que se lo quedase él. Se mordió  la lengua, porque tuvo la impresión de que  aquella extraña  pareja formada por  un viejo y un niño le leían  el pensamiento. “¿Le apetece un té o un café  con  un poco de bizcocho?”, le preguntó  Neville,  y el chico añadió: “El bizcocho  está riquísimo, Adelaida.” Sorprendida por el ofrecimiento y por la familiaridad con la que ellos dos se trataban, cuando a ella le resultaba una tarea despiadada confraternizar con el crío, la puso de mal humor. “No. Tengo el estómago  revuelto y los nervios a flor de piel desde ayer. Qué  desgracia lo sucedido en el convite  de la boda. ¿Se ha enterado?”, se excusó  Adelaida Whitaker.  “Siento  lo de su estómago  y sus nervios, pero recuerde que cada uno se fabrica su propia suerte”, le indicó Neville  haciendo suyas las palabras  de Margaret. Ella pensó que el hombre era implacable. Se sintió desolada y deseó  que todo aquello acabase cuanto antes. “¿Tenía  algo que comentarme, cierto?”, le  espetó a  Neville. Él  se levantó  tomó un cuaderno de colorear para adultos y un bote con lápices de colores. Se lo entregó a Niño Blas, y le dijo: “Vete un rato a la cocina. Quiero hablar con tu madre a solas.” El muchacho obedeció  y salió del estudio sin ni siquiera  protestar. Conociendo que en los próximos  minutos lo que estaba en juego no sólo  era su futuro,  también  la sustancia  de su vida actual. A Adelaida la palabra madre, en boca del piloto refiriéndose a ella, le dio una sensación de irrealidad difícil de esconder. “Esa no soy yo. No soy madre. Por mucho empeño que ponga, no siento lo que debería sentir. Es descorazonador “, le confesó a Neville con una sinceridad que la asombró. “Lo sé”, admitió el hombre. “No es un bolso. No lo puedo devolver", se reprochó  ella. “Así  es", le contestó  Neville. “¿Qué  voy hacer?”, le preguntó  la cantante. “Quererlo. La aventura valdrá la pena se lo aseguro. Aprender a quererlo por lo que es", le dijo Neville. “¿Y qué es?”, susurró ella. “Un niño. Y como todo niño no desea sentirse rechazado, sino amado; protegido, y no abandonado a su suerte. Además es verdaderamente  inteligente. Cuando le preste atención  le sorprenderá. Por último, no le mienta, no sea egoísta  con él. Eso a un padre siempre acaba pasándole factura”, le  explicó Neville. “Entiendo", le respondió  la mujer. “Creo que le vendría genial que lo enviase a la granja de mi amigo Cliff. Si lo desea yo hablaré  con él. Yo me encargaré. También  puedo guiarle en sus estudios y sus actividades extraescolares. Si eso le sirve de ayuda, se la ofrezco”, le sugirió  Neville. “Le vendría  bien tener una figura paterna que lo representase. Mi marido no se va a ocupar. En el trato que hicimos cuando quise llevármelo a casa, él quedó excluido de todo deber. Pero sinceramente, no entiendo por qué usted quiere implicarse” le dijo Adelaida. “Porque uno siempre ha de estar a la altura de lo que la vida dispone en su camino. Porque hay que hacer lo correcto, aunque no sea la opción  más  fácil. Porque no me sale del corazón hacer lo contrario”, le aclaró  Neville.  ”Entonces, acepto su ayuda. La acepto agradecida, en verdad.  He visto  como le mira, como con usted se siente en su hogar. Espero de este modo no seguir defraudando a Niño Blas. Ni ser en su vida una intrusa que está ahí porque un día no supo elegir correctamente. Por favor, cuénteme lo de su amigo Cliff”, le pidió Adelaida Whitaker a Neville. Y Neville le contó lo que una hora antes le había  contado al  chico. Ella vio el plan con buenos ojos,  y le dijo a Neville: “Con que de adulto Niño Blas sea decente me basta. No hace falta que sea notario si ha de ser un sinvergüenza. Si se convierte en un hombre como usted será toda una satisfacción. Habré obrado bien.” Sonrió. Adelaida sonrió. “Ciertamente. Al fin, una sonrisa”, le indicó  Neville. Llamaron a Niño Blas que compungido acudió  raudo, pero al entrar en el estudio y ver el rostro relajado de su madre, su ánimo cambió. Entendió que  el viento  soplaba a su favor,  quizás  por primera  vez en su vida. Neville como el capitán del barco que era en su historia, había  tomado el timón. Pensó que nada podría irle mal de ese día en adelante. Su madre le explicó que le daba carta blanca a Neville para lo que estimase oportuno para su educación y sus actividades extraescolares, también para lo de la granja. Le pidió que por favor, más adelante, la dejase ir con él a ver los animales. Niño Blas, le dijo que por supuesto que sí; y la besó de verdad, como los hijos besan a las madres. Ella comprendió, en ese instante, con el beso: que a su edad y a su existencia le restaban por experimentar junto a su hijo postizo muchísimas primeras  veces. Neville les observó complacido. Acababa de dar cuerda a un reloj. Sonrió para sus adentros. Al rato, quedaron para el sábado a primera hora y se despidieron. Niño Blas se abrazó a Neville, y Neville (con lo mucho que le gustaba abrazar) le estrechó entre sus brazos. “Gracias. Gracias por quererme sin apenas conocernos", le dijo Niño Blas al oído. “Eres un gran chico, muchacho", le indicó Neville. Se lo dijo, pensándolo  en serio. Había  visto en él  una inquietud que no surgía de algo malo, nacía del deseo de no querer desaprovechar el tiempo. 



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lunes, 17 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 22

“Sí. Niño Blas, atiéndeme. Acabo de tener una idea para que el aburrimiento no forme parte de tu existencia. Pero te advierto que sólo la llevaré a cabo si te comprometes a no escaparte más  y a responsabilizarte de tus actos”, le explicó Neville. “Me comprometo. Odio aburrirme”, le respondió  Niño Blas al mismo tiempo que en su joven rostro se dibujaba una sonrisa llena de una enorme ilusión. “Tengo un amigo que se llama Cliff. Él, su esposa, sus hijos y sus nietos tienen una granja a unos cuantos  kilómetros  de aquí. Siempre buscan ayudantes. Chavales con ganas de aprender el oficio de granjero. Tienen decenas de animales. Nunca les falta trabajo. Tú  eres muy joven, pero me consta que no les importa. Como más joven es uno, mejor aprende un oficio. Si te portas bien y te comprometes con ellos y el trabajo, si acudes sin falta a la granja todos los fines de semana y te responsabilizas de tus actos, si no dejas de lado tus estudios en el colegio y aprendes rápido y correctamente: te prometo que divirtiéndote aprenderás un oficio, le dirás adiós al aburrimiento, y por si eso fuera poco, al final de mes te habrás ganado un salario para que lo gastes en lo que te apetezca o lo ahorres. Debemos convertir todo ese aburrimiento en algo de provecho. Canalizar y aprovechar toda esa energía que actualmente se desperdicia. Si no vuelves a escaparte, si  te comportas y si a tus padres les parece bien, el sábado por la mañana puedo acompañarte a la granja si te interesa”, le explicó Neville a Niño Blas. De éste, podría decirse sin exagerar, que se quedó de piedra. Neville contempló su reacción con interés. Las mejillas del chico habían enrojecido como un tomate. E impulsado por ese muelle interior que todo joven posee a modo de resorte, saltó  emocionado de su asiento y se tiró (literal) al cuello de Neville. “Eso sería maravilloso, Señor Neville”, exclamó el muchacho. “Lo será, querido muchacho. Lo será. Ahora tenemos que convencer a tus padres”, apuntó  Neville. “Les convenceré. Estoy seguro. Adelaida no se opondrá. Creo que mi forma de ser le molesta un poco. A veces pienso que más de un día se arrepiente de haberme adoptado. No creo que le gusten mucho los niños, sino los hubiese tenido propios", le respondió  Niño Blas. “Bueno, el que no tenga hijos propios puede ser por muchos motivos. No necesariamente tiene que ser porque no le gusten”, le aclaró Neville. “Si le hubiesen gustado muchísimo, antes hubiese adoptado, ¿no le parece?”, insistió  el chico. “Puede ser, pero no debemos entrometernos en asuntos que no son de nuestra  incumbencia”, le sugirió  Neville.  “Tiene razón. ¿Y cuántos animales hay en la granja?”, le preguntó Niño Blas demostrando al cambiar de tema lo inteligente  que en realidad era; y una pizca de orgullo invadió, momentáneamente, a Neville. “No lo sé exactamente, pero muchísimos hasta descontarte. Más de los que sentados en estos sillones podemos imaginar. Tengo ganas de verlos. De hecho, me apetece", le confesó  Neville.  “A mí  también. Se puede imaginar cuánto”, le dijo Niño Blas. “Me lo imagino, muchacho. Me lo imagino”, le respondió Neville. Quedaron en silencio por un espacio brevísimo de tiempo.  Entonces el timbre de la puerta sonó. Se miraron, y de sus bocas (a la vez) salió un nombre de mujer: “¡Adelaida!” Al reparar en la coincidencia rieron: Neville,  como un chiquillo, y Niño Blas, como un adulto. Fueron juntos a abrir. Niño Blas contentísimo y  Neville  sin pánico  alguno. Ya no se quedaba mudo frente a Adelaida Whitaker. Lo comprobó la mañana que atropellaron a la prostituta; cuando le devolvió a su hijo adoptivo, tras descubrirlo por primera vez escondido en el cobertizo  de su jardín trasero. La noche en que habló de ella con Margaret; Margaret con sus palabras, actuó de artificiero desactivando el mecanismo que provocaba que el corazón de Neville se volviese loco cuando se encontraba con Adelaida. Desde ese día había dejado de pensar en ella. Y como habitualmente ocurre con las obsesiones al dejar de pensar en ellas, al no prestarles atención, pierden todo su poder. Se tornan inofensivas. De manera que ahí estaba tranquilo y dueño de sí, a punto de abrir la puerta y hacerla pasar. A las once de la mañana de una jornada a la que Neville había conseguido con buena voluntad cambiarle el sino, obligándola a no despeñarse por ningún barranco, recomponiendo sus fragmentos e intentando hacer algo útil con ellos. “De nuevo, otra vez, molestando Niño Blas.  Qué  fastidio. Vamos acabar todos hartos “, exclamó la cantante de góspel de piel como la noche y de orígenes puertorriqueños que desde hacía dos décadas sostenía la batuta del coro con una firmeza y una generosidad dignas de contemplar. Y de repente, como si una nube hubiese ocultado el sol, la idea de haber pensado en ella en plan romántico en más  de una ocasión le resultó a Neville insoportable, porque la mujer le pareció sumamente desagradable. Con una falta de tacto y empatía hacia el crío reprochables. Por ello, Neville, no pudo refrenarse: “Por el amor de Dios, señora. Un hijo requiere paciencia, ternura y amor. Sentimientos estos que jamás surgen de la obligación, nacen espontáneamente  del corazón. Tener un hijo siempre  es una bendición. Si no estaba preparada  o no estaba dispuesta, no haber adoptado a su edad. A menudo cuando Dios no desea que algo suceda de manera  natural es por algo. No hay que forzarlo. No por ser mujer, hay que ser madre. Pero, ahora, debe atenerse a la decisión  que tomó. Oblíguese a quererlo. El chico realmente vale la pena.” La mujer enmudeció avergonzada. Nunca le habían leído la cartilla de esa manera. Pensó que el piloto de automóviles  tenía  razón.  En toda su existencia no le había  faltado  de nada. O ella con su sueldo de cantante con su voz  de contralto, o su amante (el que actualmente era su marido) habían hecho posible que todos sus caprichos  se materializasen. Jamás  había deseado tener hijos, y ahora no sabía  porqué  se había encaprichado  de aquel niño. Del que si fuese un bolso lo devolvería todos los días. Le parecía  terrible pensarlo, pero lo pensaba. Adelaida Whitaker había descubierto con sesenta y siete años que no le gustaba ser madre. Era demasiado  egoísta para ello. Seguramente por eso nunca había querido serlo. Las palabras de Neville habían dado en el clavo. Inesperadamente, a  modo de bofetón, la despertó y la puso frente a su verdad. “Lo siento mucho. He sido muy brusco. Discúlpeme”, le oyó decir a Neville. Niño Blas estupefacto observaba el rostro de Adelaida. Al oír las palabras  de Neville le embargó una emoción y un amor desconocidos. Sintió a su corazoncito latir de una manera  distinta,  como nunca antes. Nadie, nunca, había luchado así  por él. Nadie, jamás, le había  defendido  y protegido como aquel hombre. Introdujo su mano en la de Neville y cuando éste cerró  la suya, manteniendo dentro, al resguardo, la mano del chico; él se sintió realmente amado. Pensó que por fin había encontrado un padre, aunque fuese de mentira. Para él, Neville, siempre representaría la figura del padre protector. 



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viernes, 14 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 21

Tras hablar con Samuel y sin tener tiempo para valorar el desenlace del penoso caso del notario y la mecanógrafa del coro, al entrar en su estudio y mirar por el ventanal hacia el jardín trasero le llamó la atención la inclinación de la puerta del cobertizo. Allí de pie, Neville, se oyó decir, por tercera o cuarta ocasión: “Otra vez, no", y figurándose lo que sucedía se enfundó  de nuevo el anorak y salió afuera. “Otra vez, chico. ¿Pero qué pasa contigo?”, le preguntó Neville al mocoso que había optado por esconderse en su cobertizo a dos por tres. “¿Cuántos días han transcurrido? ¿ Cinco? ¿Y lo has vuelto hacer? No puedes esconderte aquí cada vez que te escapas de tu casa. De hecho, no debes escaparte”, le indicó  Neville  mientras lo cogía de la mano y lo sacaba del cobertizo sin contemplaciones. “Sí que debo. Es horroroso vivir con ellos", le  aclaró  el mocoso. “No exageres. No debe ser para tanto. A lo sumo puede ser aburrido,  pero no horroroso. Y si te aburres, te aguantas. Te aguantas. Ser niño no dura siempre. En unos años serás libre para hacer lo que te venga en gana", le explicó  Neville. “¿Me lo promete?”, le preguntó  el crío aferrándose a la mano de Neville. “No sólo  te lo prometo. Es que sé que va a ser así. Tienes toda la vida por delante. Incluso llegará una época en que echarás de menos esto. Vivir como ahora", le contestó  Neville.  “Imposible", le respondió  el mocoso.  “No. No es imposible. Ya verás.  Un día no muy lejano me dirás, tenía usted razón”, le indicó Neville. “Usted mola. Es mi persona favorita del mundo, mundial. ¿Puedo vivir con usted? Eso estaría requetebién. Sería como si siempre fuese Navidad", le dijo el crío. “No. No puedes. Tú,  ya tienes padres; y yo, ya tengo hijos", le respondió Neville. “¿Cuántos?”, le preguntó. “Tres”, le contestó Neville, y cambiando de tema, le dijo: “Te invito a un trozo de bizcocho y una taza de chocolate; y después, te acompaño a casa.” Al oírle el mocoso se encogió  de hombros y aferrado a la mano de Neville se dejó llevar por él. Cruzaron el jardín y entraron en la casa. Al pasar por delante de la puerta del estudio y dirigirse a la cocina, el crío dijo: “Su casa es apasionante. Parece un barco.” “¿Un barco? Explícame éso”, le indicó  Neville. “Sí.  En dos ocasiones he estado aquí, y en cada una de ellas, tengo la sensación de estar dentro de un precioso barco a salvo de la tempestad y de las olas. En el que en su bodega se esconden muchos tesoros, que ya quisiera yo descubrir. Usted es el capitán. Por tanto, en su compañía nada malo puede pasar", le explicó el muchachito a un Neville que le observaba asombrado. Y, de repente, comprendió que el crío por lo que fuese necesitaba sentirse a salvo. “Sentémonos a comer bizcocho. Recuérdame  tu nombre, por favor", le pidió  Neville. “Niño Blas. Sé que es un nombre extraño. Pero respételo, porque es el nombre que estaba bordado en el pijama con el que me abandonaron. Con lo cual es todo lo que tengo de mi existencia anterior a la de ahora”, le dijo el chico. “Es un nombre hermoso. Con carácter. Un nombre del que estar  orgulloso”, le indicó Neville y el crío sonrió satisfecho. “Voy a pedirte un favor, Niño Blas: como sé que me consideras tu amigo, de lo contrario  no vendrías a mi casa tan a menudo, quiero que en el caso de que un adulto te incomode, te moleste o te haga daño me lo digas”, le ordenó  Neville. “Así lo haré. Se lo prometo", le contestó. “Bien. ¿Te incomodan, te molestan o te hacen daño tus padres actuales?”, le preguntó Neville. “No. Él no está nunca; y cuando está, mira la televisión como una rana de ojos saltones o duerme como una marmota. Es amable conmigo. Nunca se va a encariñar, lo sé. Pero me trata cortésmente. No se entromete en nada de lo que hago. Él está en su papel y yo en el mío. Si me tolera en su casa es por el amor que siente hacia Adelaida. Al fin y al cabo, yo soy el capricho de ella. Y, ella, créame es muy pesada. Todo el mundo la adora, pero es más pesada que una vaca. Es muy cariñosa, pero como su marido es más aburrida que una morsa. Son buena gente. Pero dos muermos. Nunca me harán daño”, le explicó Niño Blas. “Veo que te gustan los animales”, le dijo Neville conteniendo la risa.  “Muchísimo”, le  contestó el mocoso. “¿Y por qué  te escapas una vez y otra?”, le preguntó el piloto. “Porque me aburro. Me aburro. En esa casa nunca pasa nada emocionante. No hay palabras, ni historias, ni aventuras, ni movimiento,  ni planes, ni ilusiones, tampoco excursiones,  ni animales, ni hermanos, ni nidos de pájaros, ni una ventana  por la que ver pasar el tren", le aclaró  el muchacho. “Entiendo. Eres un chico de acción”, le contestó Neville. “Lo soy”, afirmó Niño Blas. “¿Dirías que fuera de casa corres peligro? ¿De ahí que mi casa te parezca un barco, digamos, un lugar seguro en mitad de una mar en  tempestad?”, le preguntó Neville. “Señor, fuera es la jungla. A mi edad te pueden raptar sea  para llevarte al extranjero  o para arrancarte un órgano y hacer un gran negocio con él”, le aclaró el chico. “Tienes razón“, le respondió Neville. “Un ejemplo“, dijo de pronto el crío. “Un ejemplo, ¿de qué?”, le preguntó el piloto, mientras reparaba en que se le acababa de ocurrir algo que podía llegar a ser una buena idea. Magnífica. “Me ha hablado usted hoy más, que ellos en un mes. Cómo para no aburrirme", le explicó el muchacho. “Comprendo muy bien por lo que estás pasando", le indicó Neville. “¿En serio?", le preguntó el chico con los ojos abiertos a más no poder. 



LOS INQUIETOS 

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miércoles, 12 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 20

“OTRA VEZ, NO", dijo Neville para sus adentros. Segundos después volvió a repetirlo. Esa vez en voz alta y visiblemente molesto, por no decir, disgustado. Acababa de regresar de caminar. Miró de nuevo por el ventanal de su estudio, y, a continuación,  comprobó  en el calendario de su escritorio que sí que era lunes, trece de marzo. Por tanto, no estaba reviviendo un día pasado. Notó como la suerte del día mudaba a peor. De hecho, a su parecer, estaba a punto de despeñarse por un barranco. Le fastidió advertirlo, porque realmente cuando salió a caminar (a primera hora) encontró cierta armonía entre él, la existencia que llevaba y las modas de la sociedad que habitaba. Él y Margaret habían pasado un buen fin de semana. Divertido. De igual manera, la noche del sábado como la del domingo, cenaron en las casas de distintos amigos con una serie de personas, algunas emparejadas entre ellas, que realmente les eran afines. Las dos cenas habían transcurrido en ambientes distendidos. Incluso en una de ellas había bailado. Pero en ese momento, unas horas después, la tensión se había colado ya por las rendijas que comunican la paz hogareña con el runrún del exterior. A su vuelta del camino, Samuel le detuvo. Inmediatamente Neville supo la razón, antes de que Samuel dejase de lado en un cubo la bayeta con la que estaba limpiando los cristales, y abriese la boca. “No te vas a creer lo que te voy a contar. Tenlo por seguro", le indicó a su vecino. Neville usó su paciencia y le sonrió. “¿Qué me has de contar?”, le preguntó entretanto se sentaba en el banco de enfrente del ultramarinos. Samuel sonrió ampliamente a causa del interés que había despertado en Neville.  “Fue un total despropósito. Una mañana  apoteósica. Lo nunca visto. Lo nunca  imaginado”, le indicó. “¿El qué?”, le contestó  Neville,  guardando para sí,  lo que intuía. “La boda de esos dos vejestorios. Si fue la risa la decoración con palomas de gran tamaño, las flores artificiales de colores llamativos y chillones, el grupo de mariachis que les seguía a todas partes, y las enormes fuentes de las que brotaba champán sin descanso; lo fue más, verla a ella vestida como un merengue y pintada como una puerta y ser testigos de como se besuqueaban todo el rato incluso con lengua. Aunque lo peor estaba por llegar. Fue muy bochornoso. Profundamente bochornoso. A las dos horas del convite llegó la policía, y al cabo de un rato, les esposaron y se los llevaron detenidos. Él, lloraba a mares. Ella, hecha un basilisco daba patadas a todo lo que encontraba a su paso. Se cayó en dos ocasiones y los policías tuvieron que levantarla no sin un gran esfuerzo. Se resistía a ponerse en pie, a irse de su casa. Porque esa es otra: al parecer el chalet ha sido el regalo de bodas del notario. Me pregunto, a cambio de qué. La gente que allí estábamos como invitados no dábamos crédito. El silencio era sepulcral. Teníamos los ojos como platos y los oídos a la caza de una explicación. No tardó en circular el rumor de que habían hecho algo muy malo, muy gordo; y cuando se concretó que eran ellos los que el otro día atropellaron intencionadamente a la prostituta el grito de horror fue coral. A más de uno se le atravesó el banquete. Créeme”, le explicó Samuel. “¿Te he oído bien? ¿Asesinaron a la chica? ¿La atropellaron adrede? ¿Esos dos?”, le preguntó Neville, mientras hacía aspavientos para disimular lo que sabía. “Sí. Sí. Sí. Como lo oyes. De película”, le respondió Samuel, extasiado al ver el impacto que su relato había tenido en Neville. Se preguntaron escandalizados cómo se podía  caer tan bajo. Hicieron suya la máxima de que la realidad  siempre supera a la ficción. Lamentaron no poder seguir charlando porque Samuel debía atender la cola que se estaba formando delante del mostrador. Al despedirse y cada uno seguir con su jornada, Neville pensó en el número de veces en que Samuel en ese día  y en los siguientes contaría  su relato, y en las inevitables variaciones que éste acabaría sufriendo. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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lunes, 10 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 19

DESPERTARON con el viernes, diez de marzo, asomándose por la ventana del dormitorio. Notando en sus cuerpos el descanso reparador que les había brindado la noche. Habían dormido plácidamente y a pierna suelta. De modo que sonrientes una hora y pico larga después abandonaron la casa. Ella, en dirección al trabajo y él, a la comisaría de policía.  Primero, es lo primero; se dijo Neville, mientras caminaba a buen ritmo hacia el antiguo edificio que albergaba la comisaría. En otra época, tienda y almacén de muebles. Una vez en la comisaría, no fueron pocos los policías que le saludaron. El prestigio de Neville y la memoria de sus carreras en según qué ambientes siempre le favorecía el trato. Le contó a uno de los más veteranos del lugar qué era lo que en aquella mañana de invierno le había llevado hasta allí. Le enseñó la invitación para la boda y con una lupa le mostró lo que Margaret y él habían averiguado y deducido. En ningún momento pensó que aquel viejo policía que tantísimas cosas había visto y oído se reiría de él.  No lo pensó, no porque era un tipo sereno y de mente clara, lo pensó porque estaba completamente convencido de la relación que tenían todos los hechos entre sí, unos con otros. A los tres cuartos de hora de haber entrado en la comisaría, y veinte minutos después, de tomarse el café que el veterano policía le ofreció, Neville, salió del edificio y desanduvo los pasos andados hasta llegar a su casa. Cuando se sentó en la butaca de su estudio frente al ventanal que daba al jardín trasero sonrió ampliamente. Había ocultado la sonrisa hasta encontrarse en lugar seguro, como si por el camino se la pudieran robar. Tenía otra historia para contarle a Margaret. Lo haría en la cena de esa noche, postergando la que tenía guardada en la manga para otra velada. La de ese día no podía esperar, porque todo lo que tenía a contar, lo sabía de manera extraoficial. Exultante se levantó y fue a prepararse un té, y (aunque él ni siquiera reparó en ello) dio un saltito de alegría. El resto de la jornada no hizo mucha mella en Neville. De ese día su memoria sólo recordaría la visita a la comisaría y la formidable impresión que le causó a Margaret durante la cena. Por lo demás, nada molestó su rutina. Nada sucedió digno de reseñar. Pero llegó la noche primero con el atardecer, y luego, con la luna llena alumbrando la oscuridad; y en la cocina, Neville hizo lo mismo. La alumbró con sus palabras, sus gestos y su voz. Iluminando a su vez los ojos de Margaret, su interés y su admiración. Estaba Margaret acabando de preparar la crema de zanahorias y el tartar de atún que iba a servir para cenar, cuando vio a Neville asegurarse de que tanto la puerta de la cocina, como la ventana estaban bien cerradas. “¿Qué haces?“, le preguntó extrañada. “Asegurarme de que están completamente cerradas. No quiero que nadie escuche lo que tengo que contarte", le respondió él. “¿Quién nos va a escuchar, si desde hace años vivimos solos? ¿Recuerdas que nuestros tres polluelos abandonaron el nido hace mucho pero que mucho tiempo?”, le advirtió Margaret. “Claro que lo recuerdo. Pero nunca se sabe", le respondió Neville, y Margaret sonrió para sus adentros, pensando en lo mucho que a él le gustaba exagerar. “Atiende,  Margaret “, le pidió  Neville  con una voz más grave de lo habitual. “Toda tuya, piloto“, le indicó Margaret. “Todo. Absolutamente todo lo que voy a contarte a continuación es extraoficial. Con lo cual no podrás contárselo a nadie, ni reconocer en un futuro que lo sabías de antemano. ¿Lo has entendido?”, le confió Neville adoptando una actitud sumamente críptica. Margaret comenzó a desternillarse de tal forma que tuvo que sujetarse el estómago con las manos. “No te rías “, le ordenó  Neville. “¿Y si sigo riéndome que va a pasar, piloto?”, le preguntó a Neville con descaro. “Te castigaré. Te dejaré sin sexo, que es peor", le aclaró Neville. “Ni pensarlo. Ni en broma. De ninguna de las maneras", le contestó Margaret para satisfacción de Neville. “Un poco de seriedad, Margaret. Un poco de seriedad”, le pidió Neville a Margaret mirándola a los ojos, entretanto intentaba controlar su propia risa, que de escapársele retumbaría mucho más allá de las paredes de la cocina. Margaret siguiéndole el juego: obedeció, se enderezó e hizo el tremendo esfuerzo de esconder la risa tras los dientes y los labios. Comprobó que no podía hablar. No se atrevía. Le era completamente imposible. Si lo hacía perdería de nuevo la compostura. De manera que asintió con la cabeza para que Neville continuase. Y, Neville, continuó. “Esta mañana en mi visita a la comisaría, me han hecho partícipe extraoficialmente de que bastantes cámaras de vigilancia tienen grabados a los tres: Aldo, la mecanógrafa del coro y la puta. En distintos puntos y en diferentes días. Hablando y discutiendo acaloradamente entre ellos. En una de las grabaciones la mecanógrafa tira del pelo de la chica con intención de arrastrarla por el suelo, lo que le resultó imposible porque la diferencia de estatura y de edad no se lo permitió. Por otra parte, localizaron el automóvil del atropello. Tienen arrestado al conductor. Éste les confesó estar a sueldo del notario y la mecanógrafa. Les dijo que le habían contratado para atropellarla por un buen pellizco. El asesino confeso ha emplazado a la policía a acudir el domingo doce a la boda. La pareja de tortolitos le dio indicaciones para que se mezclase con la gente en el convite. Allí le pagarán lo acordado. Así que el domingo le dejarán ir, y la policía los detendrá por asesinato al cogerlos pagándole al conductor asesino. Según la información que han ido obteniendo (la nuestra, también, Margaret) tienen una idea muy clara sobre el motivo del asesinato. Creen firmemente que la boda y la adquisición de la casa por parte del notario, como regalo para la novia, molestó lo suficiente a la prostituta. Entonces amenazó al notario con hacerle chantaje con unas cintas de video y sacar su relación clandestina a la luz. Hacerla pública. Y adiós reputación. Todo muy simple, muy rupestre. El notario quiso comprar su silencio, pero la mecanógrafa se negó y creyó más  conveniente deshacerse del problema para siempre. Conclusión: la puta está muerta y los asesinos se van de boda”, le explicó Neville a Margaret casi sin aliento, notando una sensación extrañísima dentro de sí al reparar en que lo narrado no era el argumento de una serie de televisión, sino un hecho absolutamente espantoso ideado y llevado a cabo por dos personas que habían estado allí, en su propia casa. “Qué horror. Ciertamente no están en sus cabales como tú muy bien presumiste", exclamó Margaret. Oír la voz de  Margaret que sentada frente a él le miraba admirada, fue un bálsamo que mitigó hasta borrar la sensación extraña parecida a la zozobra que por un momento le había invadido. “Debemos ir a la boda. Ahora sí que no quiero perder detalle”, le indicó Margaret a Neville. “¿No estás espantada?”, le  preguntó  él.  “No. Estoy admirada. Gracias a ti tenemos toda esa información. Admirada porque intuiste que ninguno de los dos era trigo limpio. Porque no te equivocaste. Y ahora gracias a la confianza que te tiene la policía y todo aquel que te conoce, y a tu magnífico proceder, somos unos privilegiados  y podemos ver en vivo como se resuelve un crimen“, le aclaró Margaret. “Lo siento muchísimo, pero eso no va a ser posible. No podemos ir a la boda. Al menos, yo no puedo ir conociendo como conozco de antemano el desenlace. Cuando Aldo nos contó sus intenciones, me asqueó de tal manera que deseé con todas mis fuerzas que le estallase en la cara. La idea, básicamente, era que las dos mujeres aceptasen su proposición, y que Aldo se viese en la obligación de tener que decirles la verdad. No imaginé mayor vergüenza para él. Mayor lección. Sin embargo, la magnitud que ha tomado su feo asunto era inimaginable. Y me produce un enorme bochorno. Le conozco desde niño. Sé que es un tipo capaz de todo. Nunca he esperado nada bueno de él. Pero aun así no soy capaz de regodearme. No voy a plantarme en su convite de boda para ver cómo le arrestan. No voy a hacer más leña del árbol caído. No es correcto. No está bien”, le explicó Neville a Margaret. “Me parece muy bien, Neville”, le contestó  Margaret, y tomó el rostro de su marido entre sus manos y le besó en la frente, los párpados, la nariz y la boca. Así, por ese orden. Amaba a Neville y su forma de ser. Era un buen hombre. Ni aparentaba serlo; ni presumía de ello, sin serlo. Él lo era. Era justo, honesto y responsable. Para Margaret esas tres características (y no otras) eran las que definían a una persona  buena. Jamás, ni una sola vez, había visto en Neville a un hombre ruin, mezquino, necio, o traidor; en cambio, al hombre bueno lo veía todos los días sin tener que esforzarse. Y, éso, a ella le producía una enorme admiración. La enamoraba. “Ya se encargará Samuel de darnos todos los detalles”, agregó Margaret, como consuelo. Ante la comprensión mostrada por Margaret, Neville se sintió infinitamente agradecido, se levantó y la estrechó entre sus brazos. Le gustaba abrazarla, también a sus hijos. Pensaba que los humanos todavía no habían sido capaces (y no creía que lo lograsen en un futuro) de inventar el sustituto del abrazo. Algo que provocase tanto bienestar, que reconfortase en esa medida y fuese tan natural. La abrazó y Margaret a él. Terminaron de cenar a la luz de la lámpara. Y, para no irse a la cama, pensando que la velada no había tenido su dosis de humor, se descubrieron observando el relato (que el policía le narró a Neville) como un guión cinematográfico, y ese giro modificó el cariz de la noche. Imaginar, por ejemplo, a la mecanógrafa del coro tirando del cabello de la puta para arrastrarla por los suelos. A los novios apurados por el devenir de los acontecimientos, intuyendo que podían inesperadamente perder el uno y la otra la respetabilidad y sus objetivos. O el modo en que la avaricia de ella y la maldad de él, habían congeniado lo suficiente, para actuar como una sola persona dando al traste con todo, les hizo, por fin, reír. Recogieron la cocina en silencio,  y al acabar, entrelazados se fueron a acostar. “Afortunadamente somos gente de bien”, le dijo Neville mientras se desvestía. “Recuerda, mi amor, que cada uno se fabrica su propia suerte”, le contestó Margaret mientras se plantaba frente a él, para que llegado el turno la desvistiese también a ella. Algo que siempre la excitaba. Al hacerlo, al desvestirla, al rozar con los dedos su piel: el deseo, el amor y la madrugada cayó sobre sus cuerpos. Y, ellos, se sintieron completos y en paz. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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viernes, 7 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 18

A LA NOCHE SIGUIENTE, la del nueve de marzo, mientras Margaret disponía la cena en los platos de una de sus vajillas preferidas (la que Neville le regaló por su antepenúltimo cumpleaños) vio en el rostro de su marido al hombre travieso que nunca dejaría de ser, y supo que estaba a las puertas de otra historia; por ello, le dijo para satisfacción de Neville: “¿Qué hay de nuevo, mi amor?” Y Neville con aires de conspirador, deslizó entre los platos, un sobre del tamaño de una cuartilla de color azul desgastado con un ribete plateado y dos palomas impresas en relieve, en cuyo pico llevaban una rama de buganvilla de color rosa. Margaret le miró y rio. “¿Qué es esto? ¿Qué es esta vulgaridad?”, le preguntó. “Ábrelo. Lo encontré ayer en nuestro buzón. Anoche no te lo mostré porque tenía mejores planes para ti”, le dijo Neville mientras sonreía divertido y le ponía ojitos a Margaret. Ella volvió a reír y abrió el sobre. “¡Qué manera de llamar la atención! ¡Qué mal gusto!", exclamó. El sobre contenía una tarjeta como las que se envían para felicitar las navidades, pero en vez de a Santa Claus, Margaret se encontró con una fotografía en la que estaba la mecanógrafa del coro y Aldo haciéndose arrumacos, rodeados por un grupo de gente que aplaudía. En el interior con letra de tamaño y grafía ostentosas se les invitaba a participar en la celebración el domingo doce de marzo. Primero, a la ceremonia en la parroquia; y luego, al banquete en el jardín de la casa de la mecanógrafa en la urbanización El Robledal. “Al parecer la casa ya es suya, y es evidente, que mintió cuando te dijo que no necesitaba mucha parafernalia para casarse. Son realmente ridículos. Creía que la edad es impedimento suficiente para no perder el norte. Pero ya veo que no”, le indicó Margaret e hizo una mueca de verdadero desagrado. “Ya ves. Se puede perder”, le contestó Neville. “¿Y para qué nos han invitado?”, preguntó Margaret. “Para hacer bulto", le respondió Neville. Al punto se miraron y comenzaron a reírse en un principio flojito hasta desternillarse. “Más, mi amor”, le dijo ella. “Más, preciosa mía ”, le contestó él. “Ayer supuse que el sobre lo había depositado el cartero mientras atropellaban a la puta, pero hoy me he dado cuenta de que no está  franqueado. Lo que indica que alguien que no es del servicio postal lo dejó mientras atropellaban a la chica, ya que el buzón estaba vacío cuando me fui a caminar”, le explicó Neville. “Interesante”, le dijo Margaret, mientras pinchaba con el tenedor una de las setas del risotto que había cocinado para cenar. “Y, mira. Observa atentamente la fotografía de la tarjeta”, le ordenó Neville mientras le ofrecía la lupa que tenía siempre a mano en su escritorio. Margaret le miró completamente entregada a él, y le arrebató la lupa, como si de golpe se hubiese convertido en el objeto más valioso (de entre todos los objetos) para el desenlace de la velada. Neville la observó con deleite. Pensó en lo hermosa que sería siempre. En lo mucho que adoraba el rictus de su rostro cuando se concentraba. En cómo la deseaba cuando se mordía el labio inferior con sus pequeños dientes y se enredaba los dedos en el cabello hasta despeinarse del todo. Al cabo de unos segundos, Margaret levantó la vista, apartó la lupa de la fotografía, le miró de nuevo y le dio varios golpecitos con el dedo en el hombro. “Qué grande eres, piloto. La puta está en la fotografía", le dijo Margaret con orgullo. “Y si te fijas bien, la gente que les rodea son todos integrantes del coro, salvo esa chica. Fíjate, seguro los conoces de vista. Llevan cien o doscientos años cantando en él. Incluso está Adelaida Whitaker. Pero ella, ¿qué diantres hace la puta en la foto? ¿A Santo de qué?”, le indicó  Neville; y Margaret, cogió de nuevo la lupa y volvió a mirar detenidamente la fotografía. “Creo que uno de esos dos: Aldo o la mecanógrafa son el asesino. O los dos”, le dijo Margaret a Neville sorprendiéndolo a más no poder.  Él  se la quedó mirando de hito a hito y con cara de intrigado, le preguntó: “¿Por qué  eres tan perfecta?” Margaret rio, e imperceptiblemente se ruborizó. “No soy perfecta. Sólo ha sido una corazonada”, le aclaró a Neville. “Eres perfecta para mí. Siempre lo has sido. Siempre lo serás“, le confesó su marido. “Volvamos al caso, compinche", le sugirió Neville sonriendo feliz y enamorado. Besando la mano de su esposa y vertiendo más vino en las copas. “Creo que contrataron a alguien para que hiciese el trabajo sucio. Es decir, atropellar a la chica mientras ellos repartían en persona las invitaciones”, opinó Margaret riendo porque acababa de descubrir que aquello de conjeturar basándose en pruebas como los detectives le gustaba. “Para de ese modo tener una coartada. Bien, Margaret. Muy bien. Yo también lo he pensado”, le indicó Neville. “Sí, y lo que es más horrible: a poder ser, verlo con sus propios ojos“, concluyó  Margaret a partes iguales horrorizada y escandalizada. “No me gustó el modo de mirar de la mecanógrafa. Me asustó. ¿Recuerdas que te lo dije? La intuí capaz de cualquier crueldad”, recordó  Neville. “Lo recuerdo”, le contestó Margaret; y a continuación, presa de la emoción, sintiendo como la euforia de la intriga y del descubrimiento recorría su cuerpo como la sangre, le preguntó: “¿Iremos a la boda para recoger más pistas?” “No. Ni soñarlo. No quiero ponernos en peligro. No deseo estar en el punto de mira de esos dos locos. Presumí en su día que ninguno de los dos estaba en sus cabales. Y esto ya es el colmo. Es harina de otro costal. Iré a la policía. Les contaré todo lo que sé. Lo que hemos descubierto, y que ellos se encarguen", sentenció Neville. “¡Aguafiestas!”, le dijo Margaret disgustada. “Noooo. No soy ningún aguafiestas. Es sensatez. Además la boda será un espanto", le comunicó Neville a  Margaret. “Por eso hay que ir", le replicó ella. “Al único lugar que hay que ir es a la comisaría de policía. Ley y orden, Margaret. Ley y orden", le indicó él. “Sí, jefe", le respondió Margaret riendo, y un Neville entre satisfecho y preocupado le sonrío bobaliconamente. “Por celos o por dinero. ¿A qué sí, Neville? ¿A qué seguramente lo han hecho por eso?”, sugirió ella. “Efectivamente. O por los dos", le contestó él. “Se nos da bien lo de resolver misterios”, musitó ella complacida. Neville rio. Acabaron de cenar repasando los detalles del caso sin un bostezo, y sin un segundo, en que no se encontrasen francamente bien y entretenidos. La primera historia de las que Neville guardaba en la manga cumplió con creces sus expectativas. Le restaba una segunda. ¿Pero sería la última?, se preguntó Neville; pues pensó que últimamente las historias parecían brotar a cada paso que daba. Deseó que no acabasen. A su modo había encontrado un filón. Le encantaba tener toda la atención de Margaret sobre él, en cada una de las cenas, y que las conversaciones habituales (la mayoría bastante insustanciales) hubiesen derivado en aquella especie de teatros de la vida sólo para dos, en los que la atmósfera de intimidad y, también, complicidad que surgía era una auténtica delicia. La intención que Neville llevaba consigo, cuando se acostó junto a Margaret y la atrajo hacia sí, era contársela a la noche siguiente. Mientras besaba el lóbulo de la oreja de su esposa y parte del cuello, de la nuca y del hombro, reparó sorprendido en que mentalmente estaba estructurando la historia para contársela lo mejor posible. Se sintió orgulloso de sí mismo, y sin apenas darse cuenta (ninguno de los dos) ambos cerraron los ojos y se quedaron profundamente dormidos. 



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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