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lunes, 25 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS / María Aixa Sanz



Disfruté muchísimo escribiendo el cuento de Navidad, LOS DESPOSEÍDOS. 

Deseo sea para vosotros, ahora y siempre, una entrañable lectura. 

¡Feliz Navidad! 

María Aixa Sanz.

aixasanz.maria@gmail.com 


Para leer LOS DESPOSEÍDOS desde la entrada número 1, clica aquí 


viernes, 22 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 9

ANOCHE CUANDO SE ACOSTARON, agotados de recorrer Joly Nice House junto a Nill y a Baltasara, tras haber jugado en la nieve con ella hasta rendirse ante las ganas insaciables de juegos de la perra, se volvieron a repetir que había sido el mejor día de todo el año. Si la mañana ayudando a Nill con los adornos les había parecido divertidísima y la historia que les narró a mediodía, les hizo sentirse maravillosamente bien (menos solos, menos tristes, más parte de un algo cálido y familiar); la tarde noche, cuando llegó, les supuso el colofón, sintiéndose increíblemente queridos en la reunión de todos alrededor del árbol para adornarlo. Se quedaron perplejos ante la cantidad y variedad de bolas y colgantes, incluso Baltasara tenía los suyos propios, unas bolas rojas con la cara de Santa Claus dibujada en blanco. La sorpresa fue mayúscula, cuando Brooke les dio como regalo, una caja con tres colgantes idénticos (en forma de una pequeña corona de diez centímetros de diámetro con un reno en su interior) para conmemorar su primera Navidad en la casa. Se apresuraron sin timidez hacia el árbol y cada uno de ellos colgó el suyo donde quiso, sintiéndose especial. ¡Cuánta emoción habían notado en sus corazones! Qué experiencia más enriquecedora estaba siendo aprender a crear nuevos recuerdos, en esa segunda oportunidad que Joly Nice House les ofrecía. Los tres estuvieron de acuerdo que no sólo era por estar en Joly Nice House, también era por la Navidad. Lo que les estaba sucediendo, verdaderamente, creían era consecuencia de celebrar la Navidad, de vivirla, de sentirla en su corazón, de disfrutarla a más no poder, dándole su importancia real, es decir: toda. De igual manera Six, como Colin, como Ryan (sobre todo Ryan) sienten como se notan las certezas que sin Navidad, no hay resto del año. No hay ilusión que nos conmueva en los siguientes meses. Sin Navidad no hay futuro, se dijeron mientras se tapaban con el mullido y calentito edredón. Porque la ausencia de Navidad deja a las personas sin fe, sin esperanza. De manera que antes de apagar la luz y dormirse profundamente se sinceraron y hablaron: no estaban locos, no era una ensoñación, era la Navidad quien les daba la posibilidad de pensar que podían considerarse bienaventurados, en lugar de desposeídos. Con ese pensamiento espléndido lleno de luz y futuro, cargado de fe y esperanza se durmieron. Y los tres han despertado sonrientes, cada uno a su ritmo y en su forma. Con una cháchara desternillante han ordenado la buhardilla; después vestidos como de domingo, peinados y repeinados a paso garboso han bajado las escaleras encaminándose hacia la cocina, y al entrar: ¡menuda sorpresa! Beatrice no está sola, un hombre joven en el que Ryan ve al pirata Barbanegra les saluda con afabilidad. El hombre habla con viveza, y Beatrice les presenta: “Estos tres son: Six, Colin y Ryan.” “Encantado de conoceros, por fin. Estáis destinados a ser la alegría y el orgullo de Joly Nice House. También su futuro. Un futuro esperanzador, estoy seguro. No ando mucho por aquí, pero la señora Mackenzie me tiene al tanto. Es grato, siempre lo es, regresar a casa y encontrarme con el viejo rostro de Beatrice; sin embargo, por muy guapa que sea, por muy consentido que me tenga y por muy bien que cocine, siempre me ofrece la misma cantinela. En cambio, vosotros podréis contarme tantísimas cosas distintas, tantos inicios y aventuras dispares que regresar no será difícil. ¿Cómo van los preparativos de la Navidad? ¿Ya habéis sacado la Navidad de sus cajas?” , les dice Barbanegra ante el regocijo de Beatrice, cuyas palabras sobre ella dichas por él, no la enfadan, todo lo contrario la hacen feliz. Rebosa dicha. Está radiante. Ellos tres asienten. Ni Six, ni Ryan abren la boca. En cambio, como es de esperar Colin, sí. “La Navidad está lista, señor. Nada falta, nada sobra. Bueno, cierto del todo no es. De faltar, falta el marqués de Tratratra. En cuanto llegue, todo puede pasar, la Navidad y la felicidad pueden comenzar de inmediato. Los villancicos a sonar y a cantar, las bandejas a servir, la cocina a humear ricos guisos, los platos y las panzas a llenar, las bebidas espirituosas a subirse a la cabeza, un buen fuego a arder, los regalos a desenvolverse, los cuentos a ser contados a medianoche, las tazas de chocolate a beberse, los dulces a saborear y la estrella de la Navidad a brillar en la Nochebuena. Nosotros no seremos impedimento para que lo que tenga que suceder, suceda. Incluso puede empezar a nevar de nuevo, y no parar hasta el año que está por venir, señor. Y si me lo permite: atando cabos, atendiendo a sus palabras, eso es ya, porque no creo equivocarme si pienso que usted es el marqués en persona. De no ser así, dado sus palabras sobre la misma cantinela, Beatrice le hubiese estampado una sartén en la cabeza”, explica Colin con claridad, ante el asombro de Ryan y el susto de Six. Barbanegra ríe de forma convulsa, su rostro expresa sorpresa y alegría. Mira a Beatrice y le dice: “Tienes razón. Este chaval apunta maneras. Es como encontrar una veta de oro”. Beatrice ríe, también. Y los tres de pie (plantados en la cocina) a la espera de que las palabras de Colin no hayan estropeado su estancia en la casa, tienen los nervios a flor de piel. “Pero sentaos y contadme. Quiero saberlo todo de vosotros. En verdad, soy el marqués. Bien visto, Colin. No creo que Beatrice, de no serlo, dejase pasar por alto mis bobadas. Por favor, llamadme Killian. Nada de señor, ni de marqués. Agradecido estoy y estaré si me hacéis el favor de considerarme vuestro hermano.  Evidentemente, uno mucho más mayor. No tengo hermanos, y nada he deseado más en mis veintiocho años que tenerlos. Y en esta época todavía más, para por ejemplo: al llegar la Navidad no estar solo al pie del árbol, no poder jugar con bolas de nieve o haciendo un muñeco. Mi infancia no fue lo espléndida que debía de haber sido por ese detalle, y no es un detalle menor. La soledad nunca es un detalle menor. Sentirse solo de niño es un horror. Es una situación muy triste. Al menos, para mí lo fue. Así pues confesado mi mayor anhelo y presentado formalmente; ¿qué os parece, si tras desayunar con el resto, le damos la vez a la Navidad? Tendréis que enseñarme a celebrarla como Dios manda junto a Baltasara”, les confiesa el marqués de Tratratra, Sir Killian Leonard Percibal Medad; y con su sinceridad se gana de inmediato el corazón y  el favor de los tres. “Por supuesto, será un honor", le responde con rapidez  Ryan verdaderamente emocionado. Por su parte, Six, en un acto espontáneo se levanta de la silla en la que acaba de sentarse, se aproxima a él y le besa en la mejilla; y entonces el emocionado es el marqués. Colin le dice visiblemente satisfecho: “Eso está hecho, Killian. Confía en nosotros.” A lo que el joven hombre responde tendiéndole la mano. Segundos después Colin se la estrecha, cerrando el trato con el último marqués de Tratratra. Killian no miente. Beatrice conoce su infancia, conoce cuán solitaria y apagada fue; no obstante, la confesión le ha sorprendido porque no esperaba tanta lealtad con los niños desde un principio. Al oír la confesión piensa que es la Navidad quien la ha propiciado. La única época del año en que con mayor facilidad lo bueno aflora a la superficie de la existencia. La Navidad es estímulo. Sabe que no habrá mayor lealtad que la de Killian con Six, Colin y Ryan. Satisfecha, les amonesta: “Vosotros tres, ¿acaso no tenéis unas tareas que hacer antes de que acuda a desayunar el resto? Espabilad, y tú, Killian (de momento) no les entretengas más, haz el favor de ayudarles. A Six se le está terminando el pienso de Baltasara, ve a buscar otro saco.” Los cuatro (Six, Colin, Ryan y Killian) se levantan, y raudos y veloces cumplen con su cometido. No vaya a ser que Beatrice en serio se enfade y se queden con el estómago vacío en vísperas de Nochebuena. 《


FIN




LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

Acabas de leer LOS DESPOSEÍDOS en línea y por entregas. ¡Feliz Navidad, lectores!

miércoles, 20 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 8

“NO ALCANZA LA MEMORIA PARA LOS AÑOS QUE TIENE. No hablamos de una casa de lustros, ni de décadas. Hablamos de una casa centenaria. ¿Siglo y  medio? ¿Acaso dos? A saber. Yo no lo sé. ¿Y vosotros lo sabéis? No hay forma de averiguarlo, porque el antiguo registro se quemó en un incendio, tras caer un rayo durante una fuerte tormenta. Pero si observamos  las paredes, si pegamos la oreja en sus frías piedras, el lenguaje con el que nos hablan no es actual. Probadlo. Pegad las orejas en la pared. ¿Six, Colin, Ryan entendéis lo que os están diciendo? ¿No, verdad? Me figuro que hablan el idioma del primer marqués de Tratratra, que fue quien erigió en estos pagos la morada. Se dice de él que era furioso y trabajador, y que poseía una incontable fortuna. Baúles de oro por doquier. Bosques, viñedos, plantaciones de bananos a lo largo y ancho del mundo. Miles de cabezas de ganado atravesando pastos y un centenar de barcos surcando los mares los trescientos sesenta y cinco días del año. Lo que no se dice es que era feo a rabiar (podría haberle dado un susto al miedo), ni la clase de infortunio que debió padecer, porque de ninguno de sus cinco matrimonios obtuvo vástagos. Ningún chiquillo que corretease por Joly Nice House. Muy probablemente, no lo sé, confieso que  no tengo la menor idea de quién fue. Igual vosotros, sí. Pero supongo que alguien de su entorno, puede un secretario, un ayuda de cámara, el mayordomo, o quizás el palafrenero que con gran osadía y astucia le metió  en la cabeza la idea (como si fuese suya) de que la casa estuviese disponible para hospedar a niños huérfanos. Tal generosidad estaría muy bien vista, y Joly Nice House no languidecería aburrida, debió decirle. ¿Quién creéis que fue, quién tuvo tan magnífica idea? Me apena no saberlo con certeza, para de ese modo darle las gracias, rendirle honores. Sí, tienes razón Colin. Es de bien nacido, ser agradecido. La realidad, más allá de la persona que tuvo tan genial idea y del acierto del marqués de Tratratra de avenirse a ella, es  que desde entonces en la casa siempre ha habido más de un niño sintiéndola como suya, puesto que en el ánimo de todos suya es. Jamás los niños (bienvenidos) han estado como huéspedes, sino que se les ha considerado como los hijos pródigos que vuelven después de muchas vicisitudes, de malentendidos, de sufrir lo indecible y de superar lamentables calamidades. Cierto Six, y después de llorar muchísimo. En la imaginación de todos, el hecho se trata como el afortunado regreso al hogar del que jamás se tendrían que haberse visto obligados a partir. Y tan a gusto estuvieron los primeros, tan grata fue la experiencia para todos, tanto cariño les tomó el marqués y ellos al marqués, que lo que en Joly Nice House hubiese espacio y fuese hogar para niños expósitos y huérfanos no sólo se convirtió en costumbre y tradición, también acabó siendo una norma no escrita que ninguno de los marqueses, ni marquesas posteriores se atrevió a quebrantar. ¿Que cuál era el nombre de los primeros? ¿Esa es tu pregunta, Colin? ¿Me preguntas si lo sé? Sí. Por supuesto, lo sé.  Ese dato, lo conozco. Fueron tres los primeros en instalarse. Dos niñas y un niño, al contrario que vosotros, y a diferencia vuestra no eran hermanos. De hecho, no se conocían de nada cuando llegaron aquí. Sus nombres eran: Willa, Lilly y Cedric. ¿Sabéis la razón por la que han perdurado esos nombres y esas personitas en la memoria de todos? No. Cierto. No podéis saberlo, pues nunca antes os ha sido narrada esta historia. No os preocupéis, yo os la cuento inmediatamente. Pero antes, mirad a Baltasara, advertid lo mucho que le gusta oír historias. Más que otra cosa en el mundo; de preferir, prefiere una buena historia y la compañía de un buen narrador o de un entretenido cuentacuentos. Ajá, Six. No te equivocas: le gusta acomodarse en una postura muy concreta para escuchar. Y ahora continuemos. Retomo el hilo. Cuando Willa, Lilly y Cedric crecieron lo suficiente para salir de los aposentos de Joly Nice House al mundo, para conquistar sus propias ambiciones, y de algún modo abandonaron la casa, Willa y Cedric se reencontraron. Ambos habían optado por ser boticarios, y entre ellos se consolidó una historia de amor verdadero, que muy probablemente nació años atrás entre estas paredes. Enamorados y con la intención de contraer matrimonio, regresaron para anunciar a todos y sobre todo al marqués la noticia. El marqués que se emocionaba con facilidad en aquella época pues ya peinaba varias decenas de miles de canas, se puso contentísimo y se empeñó en celebrar una gran boda. Al fin y al cabo, eran dos de los tres hijos postizos que el universo había tenido a bien darle, en vez de los propios. Celebraron una boda cuyo banquete duró varios días y varias noches. El marqués invitó a todo quisqui. A Joly Nice House arribaron convidados de todas partes del orbe, también de las aldeas cercanas. Franquearon las puertas y conocieron la casa personas que ni en sus mejores sueños habían albergado semejante posibilidad. Se comió, bebió y bailó hasta no poder más; y al acabar, cuando el último de los invitados marchó, y Willa y Cedric regresaron a sus rutinas lejos del marqués como esposos, éste sintió una pena igual de honda como de inmensa, que lo hubiese tenido desconsolado durante semanas, a no ser porque con motivo de la boda también había vuelto a casa Lilly. De los tres, era la que se había alejado más de estos parajes. Lilly se convirtió en una reputada astrónoma cuya opinión el marqués tenía en verdadera estima, y a su regreso se veía a la legua como era su favorita. Sin embargo, en ella no había un poso de mezquindad. Era bondadosa y generosa. Fe de ello da la sugerencia que le hizo por aquel entonces al marqués. Lilly le susurró algo al oído, que provocó que sus ojos se iluminasen  con un brillo especial que no le abandonó hasta su muerte. Sí, claro que os lo voy a contar Colin.  No te impacientes. Pues no es ningún secreto, y si lo fue por un tiempo, cuando fue revelado se entendió que era de los valiosos; puesto que gracias a él, en la actualidad, estamos todos nosotros aquí. Lilly al primer marqués de Tratratra le hizo la sugerencia vestida de consejo, de que a falta de hijos propios, para que no se dispersase, malograse o malvendiese la herencia, toda su labor de años, y la maravillosa costumbre de acoger a niños en Joly Nice House, incluso la propia casa: a su fallecimiento, fuese todo a parar al primer hijo (de igual manera varón que hembra) de Willa y Cedric. El marqués acogió la idea de tan buen grado, que con entusiasmo, cuando Willa y Cedric tuvieron a su primer retoño (la pequeña Grace) le otorgó el título de marquesa de Tratratra; y con el título, la herencia, la gestión del incontable patrimonio, las responsabilidades y el orgullo de pertenecer a Joly Nice House. La marquesa Grace, fue una magnífica marquesa que con presteza consiguió agrandar la fortuna del primer marqués de Tratratra, y que (obviamente) siguió con la tradición de los niños correteando por Joly Nice House. Y de esa manera, siguieron todos (un marqués detrás de otro) hasta llegar al actual, el último marqués de Tratratra: Sir Killian Leonard Percibal Medad. 


LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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lunes, 18 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 7

“AÑO DE AVELLANAS, AÑO DE NIEVE HASTA LAS VENTANAS. Mirad con qué ímpetu ha comenzado a nevar. Caerá una buena”, les indica Beatrice al entrar en la cocina. Les hace observar la nieve, dirigir su mirada más allá del cristal. Con la emoción de bajar a desayunar ni siquiera han reparado en el clima de la mañana. No están habituados a la nieve, por eso pegan la nariz al cristal. Embelesados. A sus espaldas Beatrice trajina con los últimos preparativos del desayuno. “Ayudadme a poner la mesa", les ordena la cocinera. “Mesa para nueve, y un aparte para Baltasara. Six te vas a ocupar de ahora en adelante de que a Baltasara no le falte el desayuno en su cuenco. Ahí tienes el pienso, rellena tres cazos y los viertes en el cuenco cada mañana a la misma hora. Le gusta tener el desayuno preparado cuando entra. En cuanto a ti, Colin, te ocuparás de sacar del frigorífico todo lo que se necesita para el desayuno; y tú, Ryan, de cortar esas dos hogazas de pan en rebanadas del mismo grosor para tostarlas después. ¿Alguna pregunta?”, les dice Beatrice. “¿Quiénes son los nueve?”, pregunta Colin que se revela desde ese momento ante Beatrice como un gran parlanchín que no se apura por nada, que lo pregunta todo, que conversa sobre todo y analiza cada situación con una lógica que la desarma y que la hace sonreír porque le recuerda a ella de cría. “Somos: vosotros tres, Mathilde y Broderick, Brooke, la señora Mackenzie, Nill y yo", le responde Beatrice. “¿La señora Mackenzie es cristiana?”, pregunta Colin. “¿Qué pregunta es esa?”, le contesta Beatrice asombrada. “He supuesto que no es cristiana y que no está bautizada, por eso no tiene nombre”, le responde Colin. “Pues claro que tiene nombre”, le contesta la cocinera. “¡Ah, pensaba que no! ¿Y se puede saber cuál es?”, pregunta Colin. “No lo sé. Jamás me lo ha dicho, ni yo se lo he preguntado”, le responde la cocinera. “¡¿No se lo ha dicho nunca?!”, le pregunta Colin, realmente sorprendido y alarmado. “No. Acabo de darme cuenta de que no. Ni tampoco he oído a nadie que la llame de otro modo distinto a señora Mackenzie”, le confiesa Beatrice. “Ya verá como al final tendré razón”, le advierte Colin con  gran seriedad. Un minuto después, o a lo sumo dos, entra en la cocina Brooke junto a  la señora Mackenzie. Los tres ven como Beatrice se ruboriza, y comprenden de inmediato que la cocinera no aprueba hablar de alguien si no está presente. Y como por poco Mackenzie les pilla, ellos sin acordarlo se comportan mejor de lo esperado, con tal de que la cocinera no se azore. Mientras realizan las tareas que Beatrice les ha asignado, Brooke elogia el orden del dormitorio, y sienten un inmenso alivio. Sin disimular la sonrisa que se les dibuja en el rostro, reciben otra buena nueva: la sin nombre (la señora Mackenzie) sin ni siquiera presentarse y hablándoles como si les conociera desde siempre, les explica que en acabar las vacaciones de Navidad irán como el resto de niños al colegio; de manera que seguirán formándose y aprendiendo, y les comenta como de pasada que en él tienen a bien realizar emocionantes excursiones, y que ellos podrán apuntarse a todas. También les anuncia que de momento, Nill les llevará y les traerá hasta que conozcan el camino y puedan ir solos, andando o en bicicleta cuando haga bueno. Una vez dicho todo esto, saca una libreta y resuelve asuntos con Brooke. Entretanto acaban de preparar la mesa (más contentos que unas pascuas) entran Mathilde y Broderick; y de nuevo, Brooke hace las presentaciones, y a los tres les parecen simpatiquísimos. Por último, cuando van a sentarse, entra Baltasara con Nill. La perra les reconoce como niños de fiar, como sus amigos ya, y les lame la cara y las manos. Aprenden los cuatro a darse besitos nariz con nariz. Six le comenta a Nill con un profundo sentimiento de orgullo que ella se encarga del desayuno de Baltasara. Nill ríe, pensando en lo hermosa que resulta la existencia cuando la habita la pureza, y a continuación, intenta poner un poco de orden en la cocina. Tarea poco envidiable, porque lo que no puede ser, no es, ni será. La cocina de Joly Nice House a la hora del desayuno es lo más parecido a un patio de recreo, y todos fomentan que así sea, puesto que les hermana, les aúna, les torna familia sin serlo. Finalizado el desayuno se levantan de la mesa y cada uno se dirige a realizar concentradamente una tarea en particular. Como cada mañana todos ellos desaparecen de la cocina, salvo Broderick que se encarga de recogerla junto a Beatrice; y los niños que (en su primera jornada en la casa) reciben el mandato por parte de Brooke, de en vez de ir con Nill al colegio (cerrado por vacaciones) ayudarlo a colocar los adornos de Navidad por toda la casa y a comenzar a montar el árbol. Tarea a la que se unirán el resto tras la cena por estar en vísperas de Nochebuena. Six, Colin y Ryan creen sinceramente vivir un sueño. De manera que con enorme alegría, sintiéndose útiles, sintiendo que por fin tienen un objetivo concreto y bien definido al que dedicar sus esfuerzos: cargan con cajas de adornos desde el sótano a los diferentes pisos, engalanan cada estancia, cuelgan guirnaldas y calcetines en las chimeneas, colocan lazos en las cortinas, figuras navideñas sobre los muebles, un misterio sobre un aparador de dimensiones considerables (robusto y embellecido por el paso del tiempo) que ni un gigante puede mover, y frágiles y maravillosas estrellas suspendidas en las lámparas del techo como si flotasen. Reparten bastones de caramelos (de tamaño anormal y de mentirijillas) en cestos por toda la casa,  y cojines con forma de muñecos de jengibre por las butacas de cada habitación. Se impresionan con el abeto recién cortado que unos mozos acaban de traer (del mismísimo bosque) y que aúpan en una de las esquinas del gran salón junto a los sofás. Presumen que adornarlo será divertido y emocionante, y no se equivocan al pensarlo. Entretanto conocen mejor a Nill, y Nill a ellos; y también a Baltasara, que les sigue a todas partes, descubriendo un aspecto de ella, que provoca en su interior una pequeña conmoción: la perra les obedece. En una de esas, mientras los tres se dicen que está siendo el mejor día de todo el año, sin saber la razón, quizás atendiendo a una pregunta que no recuerdan haber formulado, Nill, les habla un poco sobre la casa y reparan en que oírle hablar les reconforta, porque el jardinero cuenta historias como quien cuenta cuentos.


LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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viernes, 15 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 6

AMANECE Y LA BUHARDILLA SE INUNDA del sol invernal que entra por las chatas ventanas con dintel en forma de media luna. El primero en despertar y abrir los ojos es Ryan. Al tomar conciencia de donde está, sonríe. También toma conciencia de la sonrisa. Es la primera que en muchos meses le ha nacido espontáneamente, de manera natural, al despertar. Observa a Colin y sonríe de nuevo al ser testigo de la manera tan extraña de desperezarse que tiene su hermano, dándole puntapiés a la ropa de cama sin abrir los ojos, sea primavera,  verano, otoño o invierno. Sea a las puertas de Navidad como lo es ahora. Le reconforta enormemente la costumbre de su hermano. Piensa en el refugio que son las costumbres. Al menos, para él lo son. En estos meses de profunda tristeza, él que se ha sentido sin apenas comprenderlo desposeído de todo lo conocido y amado, sabe que en cierta medida las costumbres le han salvado la vida. Las costumbres de sus hermanos, sus caprichos, su forma de ser, sus manías, e incluso los aspectos que antes le molestaban. Mientras Colin amanece a su manera peculiar; Ryan posa su mirada sobre Six, su hermana todavía duerme profundamente. Siempre es la última en despertarse, pero cuando lo hace (tras los ‘buenos días’ de rigor) enseguida comienza a hablar sin parar, como si las palabras se le hubiesen acumulado durante la noche tras los labios. En la boca cerrada. En la tarde de ayer al conocer a Brooke, pensó que como su hermana es una cotorra. Eso sí, cotorras con el corazón lleno de  bondad. Ignora si las hay de otro tipo. Tendrá que averiguarlo. No le gusta quedarse con la duda. Hace lo que sea menester por despejar las dudas, para conocer lo que no conoce, para aprender lo que todavía no sabe. La fuente de la que bebe son los libros, las conversaciones, el prestar atención. Vuelve a mirar a Six, mientras se levanta de la cama, desea que su hermana despierte para oír su vocecita. Otra cosa que Ryan ha empezado a valorar como nunca antes. Es un respiro la buhardilla. Lo fue en el día de ayer al saber que podían instalarse a vivir en ella, digamos que para siempre o (al  menos) por muchísimo tiempo, por años. Sí, es un respiro. Cenaron gratamente los deliciosos platos que les había preparado Beatrice (en  compañía de Brooke) sentados en el sofá con una bandeja sobre las rodillas, tras haber fisgoneado a su gusto y a sus anchas. Hablaron un rato sobre lo agradable del lugar y sobre Baltasara, y después (tal como ella pronosticó) comenzaron a bostezar puesto que les entró el sueño de los bien alimentados. Supone que sus hermanos, como él, también han dormido a pierna suelta. Incluso durmiendo en un colchón nuevo, que no reconoce su cuerpo. Pero el alivio de estar en la buhardilla es tal que dormir resultó de lo más fácil. Llevan incontables semanas siendo estorbo aquí y allá, sintiéndose en terreno de nadie. Sabiéndose vacíos, tristes, inseguros, desposeídos de lo que realmente importa. Fue él quien buscó en el diccionario lo opuesto a poseer, a tener, a disponer. Descubrió siguiendo el hilo que lo conducía de un concepto a otro, que sus hermanos y él carecían de todo, porque algo externo a ellos (muy probablemente el universo) les había usurpado la vida que conocían, robándosela, despojándolos, convirtiéndolos en desposeídos. A continuación, buscó ‘desposeído’, y encontró: ‘Persona que carece de determinada cosa, especialmente de aquello a lo que tiene derecho’. Más tarde, consultó la biblia y halló en el salmo 37:11, unas palabras que lo debían de haber reconfortado: ‘Pero los desposeídos heredarán la tierra y disfrutarán de gran bienestar’. No lo hicieron en ese momento, pero si que pensó en ellas, cuando Brooke les anunció que la buhardilla era su lugar en el mundo. Colin y Six vuelven en sí, y alegran enormemente con su alboroto el ánimo calmo de Ryan. De repente se acuerda del viejo Lemonie, el sintecho, que al final resultó ser con quien con más confianza habló en los días  posteriores a la muerte de sus padres. Fue a él a quién preguntó: “¿por qué nos ha ocurrido semejante desgracia? ¿Acaso hemos hecho algo gravísimo para merecer un sino así? ¿ Es por nuestra culpa?” Lemonie le respondió: “Ni en broma, muchacho. Qué culpa, ni qué culpa. La culpa no es de nadie. Esto no va según te portas. Hay indeseables a los que a ojos de todos parece que jamás les va a sobrevenir algo desagradable. Aunque, sinceramente, no lo creo. Y existen buenas personas a las que les ocurren cosas horribles. Es el universo traicionero quien a la que menos te lo esperas y sin venir a cuento te da un zarpazo y te arrebata lo que más quieres. Te da la vuelta como si fueses un calcetín. Eso pasa de igual manera a unos como a otros. Y cuando sucede no queda otra que aprender a vivir, acostumbrarse a la nueva realidad.“ Con la reflexión de Lemonie, Ryan, de alguna manera se quitó un peso de encima, y comenzó a tomarse las conversaciones con su viejo amigo (todavía) más en serio. Al pensar ahora en él desde la buhardilla, es otra de sus reflexiones la que le viene a la mente. Unas horas antes de partir hacia Joly Nice House, al despedirse, Lemonie le dijo: “A los desposeídos sólo les queda la Navidad. Y la Navidad está a la vuelta de la esquina, de modo que tus hermanos y tú debéis esperar lo mejor. Os va a ir bien. No concibo una mejor época para comenzar una nueva vida. No lo dudes, Ryan. Aunque te voy a echar de menos, muchacho; sé que lo mejor para vosotros está por venir. Te agradezco tu amistad. Con Dios, Ryan”. Advirtió en cómo Lemonie había utilizado la voz ‘desposeídos’ para describirlos a los tres, de la misma manera en que él la utiliza, dando por hecho que eso es lo que son; sin embargo, Lemonie también de un modo singular alumbró su camino con la Navidad. Le dio qué pensar. Y ahora después de haber pasado la primera noche en Joly Nice House comienza a comprender. Las piezas del puzle mental a encajar. Oye sin oírlo, como su cerebro procesa lo que su corazón siente, así como las palabras de Lemonie. Por ello, a Ryan le es imposible no ver lo que realmente tiene ante sí: un lugar en el mundo, un  hogar a tan solo unas horas de Nochebuena, como el más maravilloso de los regalos, un futuro cuyo punto de partida es la Navidad. Piensa en lo cargado de razón que está Lemonie. Ciertamente, a ellos sólo les queda la Navidad. Es la única vía para recobrar la ilusión. Como desposeídos que son, es a lo único que en verdad pueden aferrarse con fe. Esa es la esperanza. De la mano se asean, se acicalan, adecentan la buhardilla, se hacen las camas, se ayudan entre sí. Saben de la primera impresión, y no desean que nada les perjudique. Pasan revista a su esfuerzo, observan el trabajo hecho con rigor de coronel, con ojos de avezado marinero, están atentos y en guardia para que no les pase nada por alto. Después de un largo rato de meterse a sí mismos en vereda, se dan permiso para respirar hasta ver más tarde la conformidad o lo contrario en la sonrisa de Brooke. Su juez. También, su amiga. Tal como les ordenó, bajan solos hasta la cocina para desayunar. Descienden con un  talante muy distinto por las escaleras, por las que en la tarde de ayer, ascendieron secretamente con el corazón en un puño. Distendidos dan largas zancadas, tragándose tramos enteros de peldaños, cada uno con un anhelo en particular: Six, con ganas enormes de abrazar a Baltasara; Colin, con la intención de zamparse la deliciosa comida de Beatrice; y Ryan, vigoroso al encuentro del futuro, sintiéndose afortunado. 


LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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miércoles, 13 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 5

》DURANTE SEMANAS UNOS CUANTOS ADULTOS barajan el futuro de Six, Colin y Ryan. Sopesan pros y contras. Deciden lo conveniente. Inusitadamente demuestran tener altura de miras, dándole prioridad a la felicidad sin reparar en los gastos de la gestión, en el coste del cambio forzoso de vida. Convienen en proporcionarles un día a día alegre para que puedan tener un futuro sólido. No se trata sólo de asegurar su bienestar con una buena alimentación y educación, entienden desde un principio que tiene que haber algo más. Algo lo más parecido posible a un hogar lleno de fe y esperanza. Buscan la mejor opción para los recientemente desposeídos de padres y domicilio. Remueven cielo y tierra. Al hacerlo, al no desistir, al no conformarse con lo primero que les ofrecen, ni con lo segundo, ni con lo tercero: encuentran una buena casa, que no es sólo cuatro paredes y un techo. Les ven partir hacia ella; y ahí, acaba la cuestión (por no llamarlo problema o dolor de cabeza) que a su pesar ha ocupado inesperadamente buena parte de su tiempo. Dan por zanjada su obligación. El recuerdo más bonito que poseen Six, Colin y Ryan de los últimos meses es de arena, salitre y libertad. El más triste es del barco que no regresa a puerto, ni los pasajeros que viajan en él, ni siquiera la tripulación. El más terrible y desolador es el de ellos alejándose de todo lo conocido, siendo algo que hasta ese momento no han sido jamás: huérfanos de padre y madre. Con estos tres recuerdos y una pequeña maleta en la mano de cada uno de ellos comienza su nueva vida en Joly Nice House. Quien les abre la puerta y les da la bienvenida no es otra que Brooke. La ingeniosa y lúcida chica para todo, que no tardará en convertirse en su amiga. Es ella quien les conduce en primer lugar a la cocina, donde les presenta a Beatrice, la cocinera; a la que con el paso del tiempo a partes iguales respetarán (acaso temerán) amarán y con la que no pocas veces (aunque en ese momento lo desconozcan) van a desternillarse como con nadie. En la cocina les espera para su sorpresa una buena merendola que por primera vez en muchos días consigue borrar momentáneamente de su rostro la tristeza. Asoman a sus caras pequeñas sonrisitas como rayitos de sol entre las nubes. Unas sonrisitas que se convierten en amplias sonrisas de asombro, cuando Beatrice tras oír el familiar roce de una pata en la puerta de la cocina que da al exterior: la abre, y precipitadamente entra (como si la vida le fuese en ello) una schnauzer gigante negra como el betún de mirada limpia. La perra olisquea el aire con la cabeza levantada a más no poder y va directa a los niños para comprobar si son de fiar. Y lo son. Sí, lo son. Es a la conclusión a la que llega sin dilación, segundos antes de reclamar su parte de la merienda. “Esta es Baltasara", les indica Beatrice a los tres. Y los tres (Six, Colin y Ryan) apenas tardan unos minutos (después de obtener el permiso de la cocinera) en estar encima de ella, enroscando sus dedos en los rizos de Baltasara; que feliz, sintiéndose objeto de deseo de tres corazones joviales y puros, se tumba y se estira tan larga como es, ofreciéndoles (sin disimulo) la barriga para que se la rasquen. Y ellos se la rascan. Le hacen cosquillas. La miman con generosidad los tres pares de manos que son de fiar. Y es que Baltasara jamás se equivoca a la hora de calibrar la personalidad de quien tiene enfrente. Acaba con el momento de mimos, en primer término: el carácter responsable de Brooke que todavía  tiene que mostrarles el resto de la casa, y por supuesto, su dormitorio e instalarles en él; y en segundo, la llegada de Nill (el jardinero) que al entrar en la cocina, provoca que Baltasara se abalance sobre él contentísima, al ser su persona favorita. Es Brooke quien hace de nuevo las presentaciones; y la impresión que deja Nill, en Six, Colin y Ryan es que con él es imposible pasar miedo. Comprenden de inmediato la adoración que siente Baltasara por él. Jamás han visto a un hombre de aspecto tan fuerte. Más adelante, con el trato descubrirán que Nill además de fuerte, también es valiente y auténtico. Con los años será un referente para ellos. Se deslizan por la casa mucho menos apesadumbrados que a su llegada. Algo minúsculo se modifica en su interior y perciben el aire que les envuelve como diferente. Lo saben, sin saberlo. No lo ignoran, aunque no sea ninguna certeza. Entran en cada una de las habitaciones de la enorme casa. Recorren cada uno de los pasillos y de los pisos con Brooke. Suben las escaleras hacia la buhardilla. Ascienden, desconociéndolo, hacia su futuro, hacia una vida inesperadamente mejor. Cuando sus pies pisan el último escalón con el que alcanzan el rellano donde se encuentra la pesada puerta, por la que se accede a la habitación que está debajo del tejado, y la muchacha la abre: la sorpresa invade, conquista cada centímetro de su cuerpo, cada pensamiento de su mente. Enseguida Brooke les invita a pasar, satisfecha con la impresión que el dormitorio causa en los tres. Ve el asombro, la admiración, incluso, un poso de incredulidad en sus caras. Como si fuese imposible que un lugar así se encuentre en lo alto de la casa. Pero no es un imposible (puede que sí sea una extravagancia) pero no un imposible, porque de hecho lo está, existe. Sabe que tras la reforma, tras la conversión del antiguo lavadero en una zona espaciosa de descanso de techos altos, el resultado impacta en quienes lo ven por vez primera. Lo sabe porque a ella le pasó. Cuando visitó la buhardilla después de que el albañil, el carpintero, el fontanero, el  electricista, el pintor y demás dejasen en ella su impronta; pensó que había sido un acierto trasladar la lavandería a los bajos, puesto que nunca había visto nada igual, nada tan apetecible de habitar, nada tan bonito, luminoso y acogedor. El dormitorio aunque compartido, es grande, porque ocupa al completo la totalidad de la buhardilla. Catorce metros y medio de largo por siete de ancho. Además del dormitorio en sí, incluye un equipado baño y un pequeño pasillo revestido de armarios. Six, Colin y Ryan observan el lugar atentamente, se fijan en cada uno de los detalles. Realmente están maravillados. Lo que más les llama la atención son los tres pupitres situados debajo de las ventanas, en número igual que de camas y radiadores. En unos segundos saben cuál es su preferido. Notan en su interior como crece el deseo de recorrer la buhardilla, descubrirla, hacerla suya. Es un deseo que les nace de lo más profundo del alma. Ansían sentirse seguros, e intuyen que en ella lo estarán. Anhelan sentirse entre esas paredes en casa, y presumen que se sentirán, si les dan la oportunidad de que la buhardilla se acostumbre a ellos. Suplicantes miran hacia Brooke, concretamente, hacia sus labios, hacia su boca. Piensan a la vez que ojalá hable y les diga lo que necesitan oír. Porque en  verdad lo necesitan. Y Brooke les lee el pensamiento y les comunica para su tranquilidad: “Este es vuestro dormitorio. Lo va a ser hasta que seáis lo suficientemente adultos para querer abandonarlo por voluntad propia. Sea para caminar por los Apalaches, ser pilotos de cazas de combate, fabricar utensilios en serie, construir casas o puentes, explorar una selva, escribir historias, pintar cuadros o pintar paredes. Lo que sea que os permita desarrollar el don que seguro cada uno de vosotros poseéis. Así que debéis cuidar del dormitorio como os cuidáis entre vosotros. Porque este (ahora) y no otro es vuestro lugar en el mundo. Lo mantendréis limpio y ordenado. En la limpieza a fondo de baño y ventanas, y para el cambio de sábanas os ayudarán Mathilde y Broderick. Son las dos personas que se encargan de que la casa esté en orden. Evidentemente, con nuestra ayuda. ¡Faltaría más! Mañana os los presentaré. También os presentaré a la señora Mackenzie, la mano derecha del patrón. A él le conoceréis en un par de días para Nochebuena, cuando llegue del viaje que en la actualidad ocupa su tiempo. Ahora, id y escoged cama y pupitre. A continuación, os ayudaré a deshacer las maletas. Os daréis un baño, os pondréis el pijama y os dejaré solos. Después os subiré la cena. Esta noche como excepción cenaréis aquí, porque supongo debéis estar agotados del trajín del viaje y de tantas emociones juntas. Pero a partir de mañana por la noche cenaréis abajo con todos nosotros. Por supuesto, también con Baltasara. Así que a la faena. Desperdigaos, que la noche cae y el tictac del reloj no se detiene. Y, pronto, bostezaréis y querréis dormir.” 



LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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lunes, 11 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 4

LAS MANECILLAS EN EL RELOJ avanzan sin descanso hacia el fin de una noche indistinguible de otras, a no ser por la historia que el escritor está contando que la convierte en distinta a todas. Éste que no se ha dado un respiro desde que se sentó en lo que parece dos siglos antes, se detiene al notar como la voracidad de la tempestad se va diluyendo en la madrugada. Primero, levanta la cabeza y dirige la mirada a los objetos que hay sobre la mesa, los mira como si pasase lista; después, lleva su mano al estómago, lo acaricia y como volviendo en sí, se pone en pie. Abandona la estancia. Va al baño, se alivia, y se moja la cara con agua fría. Y ya en la cocina alimenta la fiable estufa que ha mantenido el frío a raya durante horas y horas; y registra varios botes de dulces, hasta que da con las galletas que más le apetecen. Calienta leche y se prepara un buen tazón. Son algunos, no muchos, cuartos de hora antes del amanecer. Mira por la ventana. Sigue sin ver nada, pero comprende que la tempestad, sea por aburrimiento, o por no sacar nada en claro, o porque le ha visto entusiasmado en otra historia: ya no está pendiente de su casa, ni de él. “No tardarás en esfumarte", le oímos decir. Es la segunda vez que escuchamos su voz. Nuestra noche no está siendo muy distinta a la del escritor. Nos mantenemos en vela y en vilo, concentrados en su proceder, testigos privilegiados de la tarea que desempeña. Ojalá poder leer parte de lo que está escribiendo, ojalá alcanzar a ser el primer lector. Ese para el que todo escritor en secreto en verdad escribe. De no ser así, de ser uno entre cientos o miles, de buena gana esperaremos el tiempo que haga falta, incluso sin saber de cuánto se trata. Sólo hay alguien aquí que lo sabe, y no es otro que el viejo hombre sabio que desayuna frente a nosotros antes del amanecer. Él sabe. Él conoce. Nosotros no. Termina de beberse la leche y de comer las galletas, y sin entretenerse se dirige con el paso firme de quien tiene una misión, del que está a punto de lograr su objetivo, hacia la estancia donde todo sucede en el más absoluto silencio, aunque los personajes vivan mil experiencias y la historia narrada se esté convirtiendo en un todo que acabará respirando y existiendo  mucho más allá del escritor. Sentado frente a la máquina de escribir se  queda un momento sin mover ni siquiera una pestaña, pareciera que está a punto de santiguarse como los toreros antes de salir al ruedo, pero no,  respira hondamente, inspira y expira, coloca un folio en blanco y comienza de nuevo a escribir. A ese primer folio, le siguen unos cuantos más. No cesa hasta algo más de una hora después. Saca del carro el que es el último folio mecanografiado, lo deposita sobre la pila con los otros, le da la vuelta a la pila, y sobre ella coloca la pera que le sirve de pisapapeles. A continuación, complacido, estira los brazos por detrás de la cabeza, y choca las manos como en un aplauso que no acaba de ser. Se levanta con aire renovado. Obviando el cansancio que ha ido acumulándose durante la noche en sus huesos, porque la tensión de contar en plazo lo ha espabilado. Se acerca a la ventana, mira a través de ella, el sol del amanecer alumbra los cuarterones y su rincón del mundo. Sale de la estancia sin mirar atrás. Va al baño (de nuevo) y después a la cocina, donde prepara un rico café, y un crujiente y sabroso bocadillo de calamares. Tiene un hambre brutal. Come con ímpetu,  come sonriendo, sonríe con la boca y los ojos. Los ojos negros le brillan de satisfacción y contento. Recoge la cocina, friega lo de antes y lo de ahora; y seguidamente, desatranca puertas y ventanas. Se abriga con su viejo anorak polar negro con capucha de pelo. Abre la puerta de la cocina. El exterior luce radiante con una belleza difícil de asimilar. Camina. Pisa los restos de la tempestad. Montículos de nieve aquí y allá, ramas por doquier. El frío le quema en los pulmones. El sol le deslumbra. Desposeído de todo se maravilla de que eso tampoco le importe demasiado. Podría quedarse ahí de pie si le importase algo más;  sin embargo, el afuera, el exterior dejó de resultarle interesante hace mucho, como tantísimas otras cosas. Así que decide entrar en la casa, y al ir hacerlo, ve conservadas a ras del suelo las huellas de los juegos entre tres niños y su perra. Ríe, como hace tiempo que no lo hace. Ríe, como el luchador que no se rinde fácilmente. Ríe, un poco fuera de sí. Entra en la casa, se desnuda mientras la recorre. Ya desnudo se dirige al baño, se ducha con el agua caliente al máximo, y al salir va al dormitorio mientras se seca con una toalla. En él se viste con el pijama azul a rayas, y se mete en la cama a dormir como quien llega a la meta. A saber las horas que dormirá. Presumimos que lo hará sosegadamente y contento consigo mismo. Entretanto nosotros regresamos junto a la máquina de escribir, a preguntarnos si es correcto levantar el pisapapeles con forma de pera y leer.



LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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viernes, 8 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 3

SIN APAGAR NINGUNA LUZ deja la estancia, los papeles y la historia que escribe; y a fuego lento cocina una sabrosa sopa de galets en caldo de pollo, tuesta unas hermosas rebanadas de pan que acaba de cortar de una hogaza, calienta las sobras de la carne roja en salsa que tiene en el frigorífico desde el día anterior, se sirve una primera copa de vino, a la que le seguirá otra, y se sienta a cenar. Intuimos que la cena sólo es un descanso en la noche y que continuará escribiendo mientras la tempestad llega y arremete contra todo a su alrededor. Tras cenar, fregar los platos y recoger, atranca perfectamente las ventanas y las dos puertas, la principal y la de la cocina. Echa un vistazo al leñero que con el fajo que depositó antes está hasta los topes y, comprueba  que estén listos los farolillos que funcionan con batería, que tiene repartidos por las distintas habitaciones de la casa para cuando se corta el suministro eléctrico. Lo están. Todo está en perfecto orden de revista. Incluso así le vemos caviloso, mientras se come otro trozo de bizcocho y se bebe una infusión de manzanilla. ¿Qué cavila el escritor? ¿Cuál es su preocupación? ¿Qué hay más allá de él que lo inquieta en esta noche? ¿O sólo es la tempestad y sus posibles consecuencias? ¿O simplemente es que está pensando en la historia que tiene entre manos? De pronto, notamos incluso dentro de la casa, como la temperatura desciende bruscamente. El escritor llena la estufa y cambia su viejo cárdigan por un batín grueso de cuello esmoquin que se levanta para estar más abrigado, sentado frente a la máquina de escribir. Pero tras entrar en la estancia, en el estudio donde inventa mundos y crea vida, antes de sentarse mira de nuevo por la ventana. No tiene la más mínima duda de que del mismo modo como él no ve nada, la tempestad lo ve a él: libre y solitario, independiente, sin miedo, terriblemente desposeído de todo, sin apego a nada salvo a contar historias. “¿Qué me vas a robar si nada me queda?”, tiene ganas de preguntarle. Pero calla, no dice ni mu. Arrepentido por haber formulado aunque sólo sea en su pensamiento semejante pregunta. En la mesa le cambia la vela a la palmatoria, luego se sienta y hace suya la noche. Escribe con terquedad mientras afuera en el exterior la tempestad zarandea el bosque y la casa. Narra al galope, como si huyese del ladrón de ideas (pesadilla de todo autor) que le puede desbarajustar la trama. Se abraza amorosamente y con confianza a la inspiración, también a la experiencia y al oficio de décadas; y escribe, reescribe, lee y relee, corrige, avanza unos párrafos y recula sobre otros. Y los folios escritos van engrosando la pila junto a la máquina de escribir. Trabaja concentradamente sin atender a la tempestad. La sabe al otro lado de la pared. La burla palabra a palabra. Al escribir se conjura contra ella. El hecho de contar es a la vez talismán y salvoconducto para llegar al amanecer sin daños aparentes. Oye como aúlla. Le tensa cada fibra. En esta noche, en mitad de una historia, se siente más vivo que en otra hora. Más despierto que nunca. Sus sentidos funcionan a pleno rendimiento. Está alerta a más no poder (sin costarle un sobresfuerzo) a las sugerencias de su interior y a los cambios que puedan producirse en el exterior. No tiene ni una pizca de sueño. Ha hecho bien en no acostarse y mantenerse ocupado. Le desvelan las tempestades, y de acostarse no hubiese pegado ojo. Ahora, en cambio, aprovecha las horas, aprovecha la noche; se aprovecha de la tempestad. Reconoce que al ritmo en el que está escribiendo podrá ponerle el punto y final, y reescribirla de nuevo, modificando lo que se tenga que modificar y ampliando lo que se deba ampliar. Si con el amanecer la tiene terminada y mecanografiada a limpio se sentirá no sólo satisfecho, también en paz. Porque es consciente de que las dos únicas cosas que todavía le puede robar el universo (sea a través de una borrasca de nieve y viento, o por cualquier otro medio natural) es la historia mientras se fragua, toma forma y queda escrita; y el don o la capacidad de contar. Para alguien que escribir es como volar que la historia se evapore y quede en nada, o  que al ir a escribir de la punta de sus dedos ni una palabra salga: es como colocarle un revólver en la mano e invitarle a apretar el gatillo, que lo conducirá rápidamente a las tinieblas, a lo más hondo de la noche más aciaga. Que la noche avance sin contratiempos, custodiando la historia que escribe como un tesoro, para él (desposeído de todo lo que en verdad le importa) se le asemeja a un último acto de gran valor. Un desafío que desea culminar con éxito, porque siempre ha querido escribir un cuento de Navidad pero no ha sido hasta  ahora cuando se lo ha propuesto en firme. El motivo, el verdadero, es porque la Navidad es lo único que les queda a los desposeídos. El cuento será su regalo en Nochebuena, se prometió a sí mismo leerlo tras la cena. Hace días que tiene pensado el menú que va a cocinar. No puede no celebrar la Navidad, porque no es una mala persona. Además no le da la gana no hacerlo. ¿De lo contrario qué otra cosa ha de festejar? ¿Cómo no honrar lo que somos, lo que fuimos, el milagro de estar vivos aun a pesar de? Colocará un buen mantel en la mesa de la cocina, pondrá sobre ella unos adornos y un solo servicio de su mejor vajilla, acabará de preparar la cena mientras tararea villancicos, se vestirá para la ocasión y cenará. Seguidamente, leerá su propio cuento en voz alta. Se lo leerá a los seres de su vida que aunque (en la actualidad) físicamente no están a su lado, lo están con toda el alma, con la sonrisa implícita y explícita en el sentir, y el corazón rebosante de amor. Festejará la Navidad de la mano de quien conoció en primera persona la felicidad en tantísimas etapas distintas de la existencia. La celebrará con los que le han amado, y también con aquellos a los que ama más que a nada en el mundo, hasta estallar de júbilo, hasta sentirse morir de amor, hasta el desgarro, hasta doler. Puesto que la Navidad es amor. Es fe en el otro y en uno mismo. Es fe en la pasión y en el amor. Es amor puro. Es amor verdadero.  Es amor al prójimo y a uno mismo. Es amor sin mesura a lo que nos define como personas. La Navidad es saber querer y quererse, es convertir lo intangible del amor en algo sólido que por su fuerza se pueda tocar, es vestir sinceramente cada uno de nuestros actos de generosidad y de sonrisas radiantes de las que quitan el hipo. Y ya más tarde, bien entrada la noche, se quedará dormido plácidamente mientras lee la novela, que a finales de verano reservó a propósito para comenzarla en Nochebuena. Pues si escribir le resulta un acto hermoso, leer le reconforta. Sabe que mientras esté vivo buscará (con ansia infantil y certeza de anciano) dormirse reconfortado en Nochebuena, para levantarse la mañana de Navidad sintiéndose dichoso y en paz por lo que ha sido, es, será, por los que han sido, son y serán. Nada existe tan bello. Nada tan valioso. 



LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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miércoles, 6 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 2

MIENTRAS CONOCEMOS MEJOR y tratamos de entender la forma de ser del escritor, y valoramos si nos cae bien, si es digno de nuestra simpatía o, por el contrario, nos produce rechazo; él, como hormiguita trabajadora, ha ido apilando a la izquierda de la máquina de escribir una buena cantidad de folios de una historia por estrenar. Coloca sobre la pila a modo de pisapapeles una figura de gran vistosidad y realismo en forma de pera de color amarillo, rematada con una hoja en color verde oscuro; fabricada en resina pulida, ensamblada y pintada a mano. A continuación estira el cuerpo, las piernas por debajo de la mesa, los brazos por encima de la cabeza, bosteza, y se levanta para nuestra sorpresa con la energía de un adolescente. Diríase que las palabras o quizás más bien el hecho de contar una historia le resta años. Le transforma en aquel que fue por unos instantes. Sale de la estancia, desaparece de nuestra vista, y le seguimos por el resto de la casa desconocida para nosotros. Al seguirle, vemos como se abriga con un plumas de esquimal, abre la puerta que desde la cocina da al exterior e inhala el aire invernal que le abraza y le engulle. Dejamos de verle a través de la ventana del mediano cuarto que le sirve de cocina y sala de estar, durante el rato que tardaríamos en preparar una infusión o un té en el hervidor; y de pronto, aparece de nuevo en nuestro campo de visión. Regresa al interior con un fajo de leña que deposita en el leñero junto a la estufa. Silba una canción entretanto se prepara en la cocina unas gachas y un espeso café  negro y amarguísimo. Nos concentramos en la canción, la repensamos con tal de reconocerla. Tardamos pocos segundos. Se trata de “Castle in the snow" de The Avener y Kadebostany. Busca en el dial la emisora de radio en la que a todas horas emiten noticias, la conecta y se sienta a comer mientras la escucha sin atender demasiado. Sólo da muestras de hacerlo verdaderamente cuando en el parte meteorológico anuncian para las próximas horas una fuerte ventisca en el lugar. Seguidamente apaga la radio y se sirve en un plato un buen pedazo de bizcocho de nueces y pasas sultanas que él mismo prepara. Sabe que de ese modo podrá escribir durante unas cuantas horas sin ser molestado por su estómago. Al acabar friega los cacharros, abastece de leña la estufa, y deja encendida una luz en una pequeña lámpara como un centinela. Le vemos desaparecer de nuevo, y presumimos acertadamente que se ha encerrado en el baño, y  cuando reaparece (abrigado con un viejo cárdigan de lana azul marino que debe de tener más años que Matusalén) le seguimos hasta la estancia donde le aguarda la máquina de escribir. Tras sentarse, toma entre sus manos los últimos folios escritos, los relee, y con un rotulador rojo anota algo en uno de ellos y subraya una frase entera, como para fijarla en su memoria y no olvidarla. Dispone un folio en blanco en el carro y teclea de nuevo. Sus dedos corren veloces sobre el teclado. Aprendió a escribir de pequeño con nueve años con la máquina de escribir de su abuelo, desde entonces, desde que sus manos infantiles golpeaban tercamente el teclado, asocia la punta de los dedos con la imaginación; ni siquiera al convertirse en un hombre de provecho con unas manos adultas y fuertes dejó de tener la impresión de que en la punta de los dedos es donde en verdad toman forma las historias, y en la actualidad sigue pensándolo por muy surrealista que pueda parecer. Cada una de las veces que comienza a plasmar en negro sobre blanco una historia con su vieja máquina de escribir, lo piensa. Tal como va avanzando en la trama, lo cree. Con cada una de las páginas escritas se reafirma. Por eso a veces observando la yema de la punta de los dedos, no le resulta extraño pensar en la magia. Cuando lleva escritos unos pocos folios más, mira hacia la ventana, y alarga el brazo hasta una palmatoria de cerámica color ocre que tiene sobre la mesa. La acerca hacia sí, y la sitúa a pocos centímetros de la máquina. Prende la vela que hay en ella con el mechero que guarda de cuando era fumador. Cada jornada cuando el día declina, el escritor como en un ritual, enciende la minúscula mecha, y la llama que le ofrece le hace compañía. Como nieto y bisnieto de mineros sabe de la importancia de la luz en la oscuridad. También conoce del tesón con pico y pala para extraer materia prima. En su caso palabras de lo más profundo de sí, que en algunas ocasiones pueden llegar a ser más negras y menos útiles que el carbón que extraían sus progenitores. Desde que tiene uso de razón podría decirse que las palabras que conforman ideas y se transforman en historias (a través de la punta de sus dedos) van avanzando dentro de sí, desde la oscuridad a la luz, como por túneles. Avanzan no sin esfuerzo, no sin disciplina, no sin pasión. Le apasiona su trabajo, y  en eso puede que se diferencie de sus antepasados. Desconoce si les gustaba o no. No tuvo tiempo de preguntárselo. Cuando empezó a plantearse cierto tipo de  cuestiones ya no estaban físicamente a su lado. Le hubiese gustado tanto poder hablar con ellos de tantísimos temas, que su ausencia le ha dolido siempre mucho más de lo que en principio pudo pensar. Y no pocas han  sido las ocasiones en que se ha visto a sí mismo con perplejidad colocando reflexiones en  la boca de ellos, hasta el punto de olvidar que jamás pronunciaron  ciertas palabras. Todavía lo hace. Por ello, no se sorprende recordando como su abuelo materno le dijo (algo que jamás le trasmitió) que uno solamente puede convertirse en escritor si de niño y después de mozo y de adulto es una persona que se plantea en general un número considerable de preguntas. Por otro lado, ve a su abuelo paterno, explicándole al detalle (algo que no tuvo la oportunidad de hacer) que el origen real de las historias que él extrae de su interior está mucho más allá de las paredes de su cuerpo, de los límites de su mente. En realidad se encuentra mucho más  allá de la estratosfera. Allí, las historias danzan con el viento libres, como debe ser. Puesto que sólo pueden nacer y crecer de la libertad, por ese motivo en ese enclave ni los aviones las pueden estorbar. Y cuando él protesta, y le pregunta para saber más: el motivo por el que le llegan unas en vez de otras, para imaginarlas antes de escribirlas y leerlas a continuación; su abuelo calla, sonríe, con su misma sonrisa (una sonrisa que el escritor reconoce al mirarse en el espejo) e inmediatamente le responde, mientras le observa con sus mismos ojos penetrantes y negros: “Un día lo averiguarás, y entonces te podrás tener como un verdadero contador de historias”. Como hace ya mucho de todo, también de que se acostumbrase a tener conversaciones imaginarias con sus abuelos, hace mucho por consiguiente que averiguó que las historias que le llegan desde más  allá  de la estratosfera y que mediante la punta de sus dedos toman forma en su máquina de escribir, lo hacen porque le eligen a él expresamente para ser contadas. “Año de avellanas, año de nieve hasta las ventanas", le oímos decir de pronto en voz alta, y al punto mecanografía la frase y, sonríe satisfecho. Comprendemos que la historia que está narrando le colma. Deducimos que escribir le provoca bienestar. Nos ha sorprendido oír su voz porque desde que estamos aquí ha permanecido en completo silencio cada una de las horas, salvo cuando antes ha silbado una canción. Y en silencio sigue alrededor de tres horas más, tecleando, rellenando folio tras folio, consultando su cuaderno, anotando ideas en él con la pluma o con el rotulador rojo en los folios, y cuando nos invade la sensación de que no va a parar, cuando tenemos la impresión de que el hombre es incombustible, cuando pensamos (sin ser un disparate) que puede estar escribiendo durante días seguidos; de repente, alza la cabeza y clava la mirada en el cristal de la ventana que le devuelve el reflejo de la estancia, pues afuera en el exterior es noche cerrada. A continuación, se levanta y de un salto se planta tras ella, y mira sin ver. Atiende como el niño al cuentacuentos. Asiente con la cabeza. Sabe del futuro. Está escuchando el viento llegar. Oye la ventisca atravesando las gargantas de las montañas, coronando los puertos, avituallándose en ellos para engordar y manifestarse como una grandísima tempestad de nieve y vientos fuertes, que va en su dirección y que le tendrá en vela toda la noche. La oye arribar, como en otras ocasiones, escucha a kilómetros un trueno aislado anuncio de tormenta, en algún lugar remoto del que no conoce ni por asomo su nombre; como en otras, oye (las más de las veces) las gotas de lluvia antes de caer y golpearse contra una superficie dura. Sabe que siempre ha tenido un buen oído, al igual que un magnífico olfato. Es capaz de arrugar la nariz en el aire y apreciar los diferentes matices de un olor a (muchos, pero que muchos) metros de distancia. Su padre le decía (cuando él todavía era un niño que jugaba al fútbol por las calles con una botella de plástico de lejía vacía en vez de un balón y se sabía auténtico e inmensamente feliz) que tenía oído y olfato de zorro. No se equivocaba. Los tiene. No obstante, si al ir a tratarlo alguien se pregunta, ¿si hay algo animal en él, algo salvaje o desmesurado? La respuesta es: no. Es un hombre tremendamente comedido, tremendamente sosegado, tremendamente equilibrado y juicioso. Elegante. Seguro de sí. Al que las fuerzas externas no consiguen hincarle el diente, manipular, embrutecer, ni descompensar. 



LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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lunes, 4 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 1

LA ESTANCIA ESTÁ REVESTIDA de la misma madera y del mismo tono natural que los muebles que la ocupan. Resulta sobria, austera; también, acogedora. Posee un aire de elegante seriedad. Como si deliberadamente se le hubiese imprimido ese carácter. Hay una mesa pegada a la pared y una silla junto a ella, situada a medio camino, como si alguien se acabase de levantar para ir a la búsqueda de algo y regresar a continuación. Sobre la mesa un soporte para libros (de la misma madera) ha quedado a esa hora huérfano, sin uso, desatendido con el libro abierto. Seguramente pertenece al estante que recorre la pared donde la mesa está apoyada. Muy probablemente es uno de las seis o siete docenas que alguien al que le sobrase el tiempo llegaría a contar si se lo propusiera. En la pared que hace esquina con la de la balda de libros una ventana con cuarterones muestra el frondoso bosque nevado de afuera en el exterior. Llama la atención debajo de la ventana sobre una cómoda de seis cajones junto a una lámpara, una caja robusta de tamaño grande, de una madera muy distinta al resto: oscura como la noche, antiquísima como la idea del amor. Si quisiéramos saber cuál es su contenido, sería fácil puesto que la llave está en la cerradura. Pero no, de momento, no sucumbimos al deseo de averiguar qué esconde. En cambio, lo que sí que hacemos es aproximarnos al libro abierto, y vemos que lo está por la página ochenta y cuatro. Desde ella se asoma a modo de ilustración la imagen de una buhardilla de techos altos y ventanas chatas con el dintel en forma de media luna. Toda ella pintada de gris, pero de un gris amigable. Tres camitas invernalmente vestidas están distribuidas en la zona amplia de la buhardilla, en la que también podemos contar un radiador por cama, un número  igual de pupitres debajo de las ventanas, y un amplio y mullido sofá de tres plazas. En la parte estrecha (donde el tejado está más inclinado) se encuentra el baño, de él se infiere a simple vista que es amplio y completísimo. Un pasillo recubierto de armarios conduce de un extremo a otro. En alguno de ellos han sustituido las puertas de madera  por otras con tela de gallinero para que se ventilen mejor las botas y zapatos ocultos en su interior. En el pie de la ilustración, leemos: antiguo lavadero de una casa señorial; actualmente, dormitorio infantil. Al leer la anotación pensamos en la fortuna de los niños que habitan semejante lugar. Tras leerla reparamos en el cuaderno cerrado sobre la mesa y en la pluma estilográfica que está encima. Si apurásemos la vista, si enfocásemos correctamente el ojo, podríamos ver en el plumín la sombra de las palabras, las huellas del porvenir de una historia y también el esfuerzo del escritor. Puesto que sí. La estancia, el lugar, pertenece al escritor; y de ese modo nos referimos a él en este cuento de Navidad. Y hablando del Rey de Roma, por la puerta asoma. Es el oído en primer lugar quien nos anuncia su llegada. Pies que caminan sobre la madera, pisadas que se acercan a su lugar de trabajo: el escritor llega. La inspiración está a punto de materializarse delante de nuestros ojos. Puede que nos deje acompañarlo si no le estorbamos, si no armamos estruendo, si nos comportamos, si le damos a entender que estamos de su parte. Al llegar a la estancia el escritor frena en seco como si hubiese llegado a la estación de destino mientras pensaba en otra cosa. Mira al frente, a su mesa, detiene la mirada en el cuaderno cerrado, y cuando va a tirar del respaldo de la silla para sentarse cambia de opinión. Gira el cuerpo fibroso que siempre ha tenido de ciclista profesional, y vivido y desgastado como está en esta época de la existencia por el uso y disfrute,  por el paso del tiempo, lo encara hacia la pared de la ventana y se dirige hasta ella. Mira a través del doble cristal y entretanto se peina con los dedos los gruesos rizos de su cabello plateado, deja que a su rostro aflore una sonrisa. Seguidamente desliza la mano hacia la caja y sin mirar, en un gesto que ha realizado en millones de ocasiones, voltea la llave y abre la tapa. Si tenemos suerte pronto nos será revelado su contenido. Y la tenemos porque el escritor mete las manos en su interior y extrae ante nuestros ojos una antigua máquina de escribir que coloca sobre la mesa. Los minutos siguientes los dedica a cambiarle la cinta y a colocar en el carro un folio en blanco y alinearlo. ¿Cuántas historias habrá escrito con ella? Es la pregunta que nos gustaría hacerle. Pero meros observadores, callamos, nos mantenemos en silencio, en nuestra esquinita del mundo. El escritor recoloca su cuerpo en la silla y la silla en su sitio. Respira profundamente como aliviado, y abre el cuaderno. Echa un vistazo a su propia letra. Lee un fragmento y, desde él, con la idea recogida en la mente: teclea, imagina, crea, construye frases, mundos nuevos, insufla oxígeno a unos personajes y a una historia que nadie conoce salvo su mente. Escribe, escribe y escribe. Para él, ahora, escribir es como volar. Porque al hacerlo se siente liviano, ingrávido, sin peso. De lo contrario, de no hacerlo sería como dejarse morir, la renuncia total, el punto final. No cree estar equivocado en la visión que tiene de su presente. Tampoco le importa equivocarse. Jamás le ha importado. No le molesta. Si el que se equivoca es él. Lo insoportable, más bien, lo intolerable es soportar las equivocaciones de los otros cuando recaen y afectan a su persona. Nunca ha confiado demasiado en la gente. Sólo ha confiado ciegamente en su capacidad de trabajo y de disciplina para conseguir sus objetivos. Ha trabajado con ahínco, ha asumido esfuerzos y errores; y donde ha llegado, ha llegado. Por mérito. No es que no le guste dar las gracias. Aborrece a los desagradecidos, signo distintivo de la mala educación. También aborrece a los maleducados. Pero de preferir, siempre ha preferido no estar en deuda con nadie. No deberle nada a nadie. Será porque jamás le han tendido la mano, ni ha obtenido el favor de nadie. Sea como sea, el caso es que jamás le han gustado las deudas. Y,  en  cambio, le han encantado los retos. El espíritu de superación, el de supervivencia le definen. Son su orgullo callado. Tampoco le gusta presumir. Sus éxitos son algo suyo, algo personal, de sentimiento intransferible. Con ser consciente de lo conseguido, le basta. Todavía necesita seguir escribiendo como lo ha hecho siempre, o incluso más que nunca, lejos de todo. A distancia de todo. Necesita escribir para seguir creando vida alrededor de la tristeza. En torno a los desposeídos. ¿Acaso, en la actualidad, él no es uno de ellos? De ese modo se siente, y más desde que inesperadamente se dio cuenta de que había dejado de creer en el Universo, al comprender que éste no apuesta por el amor en general, ni siquiera por el amor verdadero, ni por el bien, la bondad, la verdad, el esfuerzo,  el talento y la generosidad, ni por las personas. De lo contrario haría las cosas bien. Reparó en que lo que nos ofrece para vivir no son ni las migajas de lo que podría. Dejándonos en la mayoría de ocasiones con la miel en los labios, o a lo sumo otorgándonos su favor a destiempo cuando todo resulta ya un imposible. También en los últimos meses ha descubierto de nuevo para su sorpresa que se puede vivir sin ilusión. Ésta le abandonó hace mucho. Pero nadie se muere por vivir sin, puesto que nadie se muere hasta que llega su hora. Aunque con honestidad le resulta cada día más difícil encontrarle el interés a un mundo donde lo que ama ya no existe, salvo en su corazón; donde la capacidad de ilusionarse y ser feliz se ha esfumado porque la vida que conoció es sólo recuerdo y no hay vuelta atrás; donde se sabe desposeído de la luz del amor y de la vibrante intensidad de las ganas. Reconoce que ha perdido el miedo, empujado por ese sentimiento de pérdida total que le invade. Nada importa. Todo está hecho. Los retos superados, los sueños cumplidos, las novelas escritas, los libros publicados. Los amores verdaderos encontrados, el amor puro del que fue objeto instalado como tesoro cálido en el corazón, las risas a buen recaudo en la piel y en la memoria. Sabe que fueron buenos tiempos aquellos. Ha vivido lo suficiente. Ha vivido básicamente como quería vivir. Si muriese nada se quedaría por hacer. No teme morir. No obstante, no va a facilitarle el camino. Que llegue cuando tenga que llegar que le encontrará. Mientras tanto escribir es como volar. A sus años se convierte en un acto íntimo que en verdad sabe sin trascendencia para el resto de la humanidad. Sin embargo, más allá del paripé de la ficción, de la diversión de la historia que se inventa palabra a palabra, de la sonrisa y la máscara de los personajes interpuestos, es consciente de que es lo único que queda, que le queda.



LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

Estás leyendo LOS DESPOSEÍDOS en línea y en nueve entregas, publicadas cada lunes, miércoles y viernes durante las tres semanas previas a la Navidad.