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martes, 27 de septiembre de 2022

27 de Septiembre ~ Diario natural 🌳🍃🍀🌾


Son las seis y diez de la mañana. Todavía es de noche. Aun así, como todos los días, abro la puerta de La Madriguera que da al jardín y pongo los pies en el porche. Huelo el aire fresco del amanecer. El mundo natural que desde hace meses huele a verde, a menta, a hierbabuena; en la mañana de hoy, huele al otoño que llega. Mi nariz percibe sin dificultad el olor dulzón y especiado del otoño. Un olor que con el paso de los días irá a más, hasta reconfortar al invierno que llevo dentro. Por fin. Sí, por fin, el otoño está aquí para darle la vez a la mejor época del año, tras el maremágnum de despropósitos con el que el cruel estío ha medido de nuevo la paciencia de todo quisqui. Y ya, por fin, de ahora en adelante, podré (Dios mediante) encender las lámparas y los fuegos de otoño, asar calabazas y preparar tartas de manzana, comer frutos e higos secos, pasas sultanas y chocolate sin recato alguno. Caminar con Nuna al viento de otoño y contemplar juntas (una al lado de la otra, al abrigo de una misma manta) la luz dorada sobre el paisaje y sus cielos. Escribir sin buscar la sombra que alivie el trabajo de contar. Levantar mesas en el interior de La Madriguera y que la calidez del refugio se refleje en el cristal de las copas. Cocinar guisos de mojar pan, cremas sabrosas y ricas viandas de degustación. Podré. Podré. Podré. Podré disfrutar de la vida que me gusta. Y todo estará bien. Todo será perfecto. A mi nariz también llega en este momento el olor de los granos de café que tengo adrede en un cuenco en la cocina. Ese olor me hace regresar de las semanas que están por venir a este martes veintisiete de septiembre. Fue ayer cuando compré con Nuna, en el ultramarinos al que habitualmente acudimos, dos saquitos de café de primera calidad para moler. Al llegar a casa vertí uno en un cuenco de madera con el único propósito de aromatizar La Madriguera. Y en este instante (recién estrenada la jornada) el aroma está en su cénit. El del café es el olor que prefiero para darme la bienvenida cuando mis pies cruzan el umbral de la cocina, que viene a ser el umbral que va del reposo a la actividad. También fue ayer, cuando Nuna y yo, revisamos las novedades en las tiendas de menaje y textil de hogar para levantar las mesas de otoño y decorar nuestra casa. De manera que además de regresar con el café en grano; lo hicimos con servilleteros, servilletas, mantel, velas, una salsera con la impronta de la estación y unos preciosos platos de pan en forma de calabaza de color beige. Mientras recorríamos los metros de estantes pensé en lo necesario y la importancia de estar a la altura, incluso de la estación a habitar. Reconozco en esta hora (al pensar de nuevo en ello) que en mi caso estar a la altura es asunto primordial, no sólo en la forma de entenderme con mi Dios, también lo es, en el trato conmigo misma y con los desafíos a los que existir me aboca, o de igual manera, en mi forma de estar en el mundo como parte de la sociedad. Sea cual sea la tesitura es algo innegociable para mí. Quizás por ello, lo que en mayor medida me decepciona en terceros es la falta de voluntad para estar a la altura de las circunstancias; una falta de voluntad, que hace que me desvincule consciente y definitivamente por completo de esa persona, entidad, marca o institución. Muy probablemente la severidad con la que juzgo a terceros se debe a mi incapacidad de entender el egoísmo de la posición escogida. Asumo que debe ser tremendamente cómodo ser egoísta y no apostar por lo correcto, no echarse el peso del mundo a la espalda, o mirar hacia otro lado hasta borrar la línea que separa lo que está bien de lo que está mal. Por experiencia sé que estar a la altura no es elegir lo fácil, que estar a la altura es cuestión de agallas, de principios, de respeto a ti y a los demás, y también, lo es de honradez. De la honradez que comienza con uno mismo. Sí, muy probablemente, juzgo con severidad, pero jamás le pido al de enfrente lo que primero no me he demandado a mí. Todo eso pensé mientras recorrimos, Nuna y yo, las tiendecitas. Bien sé, y me llena de un profundo sentimiento de orgullo, que ni la una ni la otra, ni ella ni yo, olvidamos siquiera por un segundo que nuestra vida debe de estar a la altura del sacrificio de nuestro Dios, que es demasiado hermosa y grande para no exigirnos estar donde se debe estar con todo el corazón, coraje y fuerza, con total implicación, dándolo todo, sin existir a medias, con todo el amor, con la satisfacción de saber que cada una de nuestras horas bien vale el habernos conocido y reconocido. Ambas hemos aprendido juntas que no hay temor cuando se está a la altura, porque tampoco nunca olvidamos que siempre, siempre, siempre, caminamos de la mano de Dios. Sí, todo eso pensé. Y, esta tarde, al sentarme a escribir con Nuna a mis pies, sobre ello escribiré en la que será la primera entrada del otoño y de ese modo el invierno que llevo dentro se reavivará reconfortado.



“El Señor mismo marchará al frente de ti y estará contigo; nunca te dejará ni te abandonará. No temas ni te desanimes. Deuteronomio 31: 8”


María Aixa Sanz 

(La Madriguera, 27 de Septiembre de 2022 ) 

lunes, 19 de septiembre de 2022

19 de Septiembre ~ Diario del discurrir ✒☀️👣🌬


Él va y viene en mis sueños. Aparece y desaparece. Entra en mi universo onírico, y en él, hace y deshace. Dicen que cuando sueñas con alguien es porque ese alguien está pensando en ti obstinadamente. ¿Quién lo dice? Ni idea. Aunque sé que es una creencia popular. ¿Venida quizás de las páginas de alguna novela romántica? No lo sé. Lo ignoro. Ignoro el origen. Sin embargo, aun ignorando su procedencia y la veracidad de la misma, cuando experimento un sueño en el que él se pasea tiendo a pensar que es por ese motivo. De esa manera (en un primer tiempo) transcurrieron los meses, luego los años, a los que les siguieron los lustros, para después adentrarse en las décadas. Así que desde hace décadas, sueño con él, cuando él tiene la mente puesta en mí. Si bien, en lo que parece otro siglo cuando soñaba con él, su ser robusto y respetable, se mostraba a la defensiva y altanero conmigo; en la actualidad, se me ofrece como cómplice, amigo y parte necesitada de mí. Pero la cuestión es, ¿por qué en el día de hoy tengo la intención de escribir sobre algo que lleva sucediéndome durante tanto tiempo? La respuesta es fácil. Porque esta noche he soñado con él y desde el amanecer ando con el estómago revuelto y el ánimo intranquilo. No puedo dejar de pensar en la jornada siguiente a la noche en que Denys se pasea por mis sueños en si estará bien. Las avionetas tiene sus peligros; los leones, también; y qué decir de África. Y yo siempre he pretendido el bienestar de ese hombre. Secretamente, si él está bien, yo estoy bien; y si yo estoy bien, él está bien. De modo que como no doy pie con bola, salgo al jardín con mi infusión preferida: dos partes de manzanilla y una de tila. El jardín muestra signos de cansancio con el noveno del año. La selva de La Madriguera necesita ir entrando en reposo lo más pronto posible. Me bebo la infusión cargada de azúcar, saboreándola. Cojo mi cubo rojo y las tijeras de podar,  y le ayudo a transitar hacia el otoño. Corto lo que le estresa y le sobra, libro a los bulbos de sus raíces viejas para volver a replantarlos, y de pronto, por una milésima de segundo me imagino a Denys aquí mismo, haciendo lo que yo. Una carcajada sonora brota de mi garganta ante lo inverosímil de la secuencia. No. No puede ser. De estar él aquí, se sentaría a mirar para dejarse besar al pasar yo por su lado. Eso sí que es más verosímil. Y, en ese instante, tengo la certeza de que se encuentra bien, esté en la latitud en la que esté. Es más, lo imagino sonriendo con esa sonrisa suya ancha y feliz. Me gusta recordarlo, riendo. Acabo sudada con el trajinar. El trabajo ha valido la pena. El jardín ha rejuvenecido. He borrado la decadencia marchita que lo había conquistado. Por mi parte, he recobrado la serenidad. Noto mi estómago mucho más ligero y mi ánimo también. Fue Karen Blixen quien dejó por escrito que la cura para todo siempre es el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar. Entro en el interior de La Madriguera y voy directa a la ducha. Mientras me desnudo, sé qué es lo que le pediré esta Navidad (Dios mediante) a Santa Claus. Y me noto eufórica ante la espontaneidad de la idea. Me agrada advertir que todavía dentro de mí (aun frisando los cincuenta) existe la ilusión sin edad, aventurera y loca que tanto ama Denys. A veces creo que ese tipo de ilusión es nuestro verdadero talismán. Oigo su voz en mi oído. Impetuoso y exigente, como si no hubiera un mañana, quiere saber qué voy a pedirle a Santa. Sonrío. Juego con él. Imaginariamente, le contesto: 《Puede que un bastón de roble con una cabeza de león en su empuñadura para cuando mi rodilla está demasiado cansada; o una avioneta, también de madera, para soñarte mejor. 》Ríe. Mueve la cabeza. Satisfecho, se fuma un puro. ¡Ay, la vida! La vida real es esto. No es mucho más. 




María Aixa Sanz 
(La Madriguera, 19 de Septiembre de 2022 )

martes, 13 de septiembre de 2022

13 de Septiembre ~ Diario natural 🌳🍃🍀🌾


En mitad del verano, en algunos días del mes de julio, tomé por costumbre salir al jardín tras recoger la cocina. En esa hora dorada de después de comer, salía y desenrollaba la manguera para convertirme en lluvia fina en plena ola de calor. Era mi manera de devolverle al jardín lo que me daba. Además me divertía encontrarme con el hado del arcoíris. Lo confieso. Incluso lo buscaba. Secreta e intencionadamente lo buscaba. Por sorpresa aparecía al rato de observar mis trajines en la zona de las hortensias, en el sur del jardín, y dibujaba a dos palmos del suelo, entre el follaje de las plantas, un arcoíris de unos veinticinco centímetros de ancho que de tan cerquita como lo tenía lo podía tocar. Hoy lo recuerdo con una gran sonrisa en los labios. Contenía tanta magia el momento que me es imposible no hacerlo. Sonrío hoy porque en aquellas tardes también lo hacía. Sonreía ante la sonrisa del jardín. Eso era exactamente para mí el hado del arcoíris, era el jardín sonriéndome mientras el aire caliente del verano me soplaba en el rostro. Ahora con un pie en el otoño y el otro abandonando la estación cruel del estío no voy a confesar que sé que no había ningún hado. Nadie debe esperar una confesión de esa guisa por mi parte. Si en un futuro alguien se asoma descaradamente y con acierto por mis diarios que no espere leer en ellos algo en lo que no creo. Existe la magia, los hados y las hadas, las corazonadas y el instinto, la fe y mi Dios. De hecho, es lo único que hace soportable las desdichas, lo que hiela la sangre, las miradas vacías, los corazones negros y el frío en el hogar. ¿Cómo no ha de creer quien se dedica a contar, a plasmar en negro sobre blanco los pensamientos vagabundos convertidos en historias? No exagero al afirmar que en lo peor del verano notaba el bochorno de la jornada más llevadero cada vez que me sentaba a escribir y todo mi ser se adentraba en lo literario. Me viene a la mente una tarde en que no hallaba alivio en ninguna postura, el calor era molesto como la más terca de las moscas, y la imaginación no cobraba altura; y, si lo hacía, perdía altitud como la avioneta a la que se le avería un motor. Ante tal panorama sólo tenía dos opciones: o tomarme un helado y desistir de escribir, o aventurarme en una expedición hasta hallar un lugar propicio para que los pensamientos y la imaginación camparan a sus anchas y me permitiesen hacer mi trabajo. Opte, por lo segundo. Descalza y arrastrando media docena de cojines y la colchoneta de una hamaca recorrí la finca de La Madriguera buscando una ubicación en la que el viento soplase literalmente a mi favor. La encontré debajo de los nidos de las golondrinas, junto a las canas indicas, en el margen del camino que va en dirección a las colinas de Ngong. Me senté a la sombra, en una esquina del mundo que olía a menta y a hierbabuena, donde el bochorno se convertía en brisa y la brisa en caricia. Improvisé un escritorio y a la faena me puse. Pensé, imaginé, me dejé llevar, ficcioné, escribí, creé el borrador de una buena historia. Casi que al final, cuando las palabras habían cobrado el sentido y el peso que lo inventado requería, cuando era consciente de que la historia era mía, me levanté y acudí a la fuente donde el agua siempre corre fresca como arroyo en verano. Satisfecha, bebí. Mientras bebía mis ojos se posaron sobre la minúscula inscripción grabada en la fuente. Tengo que aclarar en este punto que sólo se consigue leer la inscripción si se tiene la cabeza en una posición en concreto al beber. Es imposible hacerlo con solo pasar por delante, ya que no queda a la vista. También tengo que señalar que tanto la fuente como la inscripción existen desde muchísimo antes de que nosotros llegásemos a La Madriguera para habitarla. ¿Y qué reza la inscripción? ¿Lo guardo para mí o lo guardo para mí dejándolo por escrito en la entrada de este segundo martes de septiembre? Opto de nuevo por la segunda opción, y como una ofrenda a mi diario natural transcribo lo esculpido en piedra a saber cuándo, por qué y por quién: “Hado benigno encontrar a quien buen destino busca".



María Aixa Sanz 
(La Madriguera, 13 de Septiembre de 2022 ) 

martes, 6 de septiembre de 2022

6 de Septiembre ~ Diario del discurrir ✒☀️👣🌬


Septiembre llega siempre con la sonrisa en los labios del estreno y de las primeras veces. Más allá de la edad que uno tenga habita en nosotros hasta lo eterno el colegial que con mochila y estuche recién comprados se adentra en un nuevo curso. Septiembre de todos los meses del año es el que lleva en su sino ser acicate y revulsivo. Por tanto con el nueve entrando por la puerta no es extraño plantearse un nuevo propósito o reformular el viejo que quedó olvidado en el trajín de los doscientos cuarenta y tres días transcurridos desde que comenzó el año. Aunque también puede ser que septiembre sea sólo la continuación natural del verano y, en ese caso, convencida estoy de que es la ilusión la que se viste de propósito. Ilusión por retomar con alivio la vida real al acabarse al fin los minutos de descanso, de publicidad, por ejemplo. O la ilusión por seguir indagando y abriendo puertas del mundo natural y de la mente con tal de crecer contando. Pedí lluvia y aquí está. Septiembre en una continuación liberada del estío ha llegado a La Madriguera con la lluvia como aliada y con el buzón cargado de catálogos. En esta hora de la tarde antes de sentarme a escribir (con la lluvia como sonido de fondo y en primer plano con las voces familiares de la emisora de radio que escucho a diario) ordeno el batiburrillo de novedades que han tenido a bien enviarme. Catálogos de bulbos, de semillas, de libros. Y aunque deseo enormemente adentrarme en ellos no lo hago, puesto que esta es la hora en que mi existencia se torna palabra escrita más que en ninguna otra. De manera que descarto lo de arrellanarme en el sofá del porche con una buena taza de infusión para hojearlos al detalle, dejo la taza sobre la mesa de trabajo y abro el diario del discurrir. Son las cuatro menos siete minutos, e imagino que encuentro una puerta secreta en el jardín de La Madriguera. Minúscula. Tan pequeña que del asombro la mido con el metro de madera que heredé de padre. 15 x 11. Quince centímetros de alto por once de ancho. ¿Desde cuándo está ahí?, me pregunto desde la divertida ensoñación. ¿Acaso es mágica y aparece y desaparece? Me pellizco al intuir la verdad de la respuesta. ¡Por supuesto que es mágica! Y, además es hermosísima. De colores suaves. Con el dintel en estructura de arco, las jambas de color ahuesado, la puerta de listones de un color entre azul y verde, con una ventanita en su centro con un marco blanco en forma de cruz y un alféizar rojo teja. Y, de pronto, al imaginarla ahí a los pies de los gladiolos se me ocurre abrirla y entrar. Entro. Increíblemente entro. No sé si soy yo la que se ha vuelto pequeñita o si es la puerta la que mágicamente se ensancha y se ajusta al contorno de mi cuerpo, con tal de poder pasar. Paso. Cruzo. Entro. Camino unos pasos por un pasillo de tierra bordeado por enormes hortensias paniculata en flor; y en uno de sus recodos, se abre ante mí una sala de cristal como un palacio de invierno que huele a campo abierto. Concretamente huele a girasoles recién cortados. Doy pasos, camino como si bailase en un gran salón de baile. Y cuanto más bailo, más campo abierto es, menos palacio de cristal. Me descubro observando como va desapareciendo el techo y las paredes una a una. Es como cuando en un gran teatro cambian en un santiamén el decorado a la vista de todos. Ahora frente a mí todo es inmensidad. El vértigo me sugiere prudencia; la valentía, aventura. La niña sin miedo apuesta siempre por la osadía. Parpadeo. Camino a ciegas, ando con tiento porque de pronto el día se convierte en noche, tres zancadas más, y la noche en amanecer. Y, en el amanecer, en mitad del campo abierto que huele a girasoles recién cortados, me aguarda la máquina de escribir con la que tecleé mi primera historia. Satisfacción, es la emoción que me inunda. 《Lo has hecho muy bien》, me digo. En el carro de la máquina un folio ondea por la brisa de la mañana como si fuese la bandera, en el día de la bandera. Reparo en que hay algo escrito en él. Miro. Leo. Sonrío.《Eres mi roca》.


María Aixa Sanz 
(La Madriguera, 6 de Septiembre de 2022 )