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martes, 26 de febrero de 2019

MUJERES EN PUNTO MUERTO



«Tienes que hacer lo que no puedas dejar de hacer.»
—David Mitchell—



Todo empezó con un bombón. Exactamente con un bombón de chocolate con leche relleno de trocitos de cereal envueltos en un fundible interior de crema de chocolate. Primero con uno, después con dos, y luego con tres, cuatro, cinco, seis y siete. Le sorprendió al ir a coger el octavo, no encontrarlo. Le sorprendió la caja vacía. Le sorprendió que sólo hubiese siete. «Siete», se dijo. «Siete», volvió a repetirse. Tenía la caja sobre la mesa donde estaba hojeando el catálogo de semillas para plantar en la primavera de Manitoba. Se levantó y se dirigió hacia la ventana, la abrió de par en par, sin importarle que afuera estuviese nevando lentamente. Se desnudó frente a la ventana abierta y desnuda caminó hacia el dormitorio. Allí, abrió el armario y sin vacilar descolgó la palomilla de la que pendía su vestido de terciopelo rojo sin mangas. Era su preferido. Lo había sido y lo seguía siendo. Sin mirar, lanzó la palomilla sobre la cama y se enfundó el vestido. El roce del terciopelo sobre su piel desnuda la hizo estremecer. La caricia del terciopelo siempre la había hecho sentir diosa. Regresó a la ventana abierta. Sentirse y saberse completamente desnuda debajo del vestido la excitaba, sobre todo al andar. Miró hacia el horizonte, respiró profundamente, se dirigió hacia la puerta de la casa, la abrió y salió, tal cual, sin abrigarse, sin echarse encima ninguna prenda. Enfiló el sendero que salía de la finca y luego el camino al otro lado de la verja. Caminó por el camino, sobre la nieve, mientras nevaba, hasta que se perdió de la vista de la casa y se esfumó a la vista de todos. Gaynor se evaporó con su vestido rojo de terciopelo. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fueron los bombones o quizás el número siete, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando Gaynor estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto. Todo empezó con un bombón. Exactamente con una crujiente almendra cubierta de un irresistible y cremoso chocolate con leche. Juno estuvo mirándolo tras quitarle el envoltorio dorado y depositarlo sobre la palma de su mano izquierda. Lo contemplaba como quien sopesa un dilema. Pros y contras. Observándola, se podía deducir que lo que sopesaba era algo que estaba más allá del bombón. El bombón solamente había captado su mirada, no su pensamiento, que andaba loco de un lado a otro. Reparando en la frente de Juno podía verse en sus pliegues como éstos corrían. En un instante comprendido entre las tres y media y las cuatro menos cuarto de una tarde de invierno, Juno, frunció el ceño y luego lo relajó, la frente quedó plana como plana queda la hoja en la que se ha resuelto una ecuación. Juno se llevó el bombón a la boca, se echó hacia atrás y se apoyó en el respaldo del banco. Degustó el bombón, notó el chocolate fundirse en su paladar, luego masticó la almendra con deleite con sus pequeños dientes de roedora. Sonrió. Tomó el envoltorio dorado y lo estrujo, hizo con él una pequeña bolita. La lanzó lejos. Se fijó en como caía y rodaba por la superficie pulida del pavimento. Se levantó. Volvió a sonreír para sus adentros. Se advertía en su sonrisa cierto grado de magnificencia. Parecía sentirse dueña de sí y de todo su alrededor. De haberle preguntado si sentía reina, seguramente habría contestado que sí. Estaba dispuesta en ánimo, intención, espíritu y presencia y llevaba en la mirada la determinación de quien sabe que acaba de decidir no el próximo minuto, ni la siguiente hora, sino el tiempo comprendido en la palabra futuro. Cuando el envoltorio dorado volvió a tomar carrerilla sobre el pavimento por el impulso del fuerte viento de las praderas que acaba de levantarse, Juno, ya no estaba, andaba lejos con su determinación, su experiencia y todo su ser. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fue el bombón o quizás la almendra crujiente, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando Juno estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto. Todo empezó con un bombón. Exactamente con un bombón de cremoso chocolate cubierto de chocolate con leche con una delicada nota de chocolate blanco. Piper, compró un cucurucho de bombones de camino del asilo de Winnipeg donde cada jueves iba a visitar a su madre, y, aquel día no pudo evitar comerse uno, en vez de reservarlos todos para su progenitora, contraviniendo así, su propia prohibición. Aunque pueda parecer extraño hasta ese momento jamás se había saltado la norma que ella misma se había autoimpuesto de no comer dulces en día de cada día. Una vez franqueó la barrera de lo poco conveniente que eran sus labios, Piper, advirtió con placer como el bombón se disolvía en su interior, en cada centímetro de su cuerpo, no sólo en su boca, y, a la par, notó como los ojos se le inundaban de lágrimas y como éstas con alivio corrían por sus mejillas. Piper se vio a sí misma llorar sin llorar. Lloraba sorda y quedamente. Se vio introducir de nuevo la mano en el cucurucho y tomar entre sus dedos otro bombón que se metió sin pensárselo en la boca. Lloraba y comía y una mezcla de voluptuosidad y desahogo le recorría todo el cuerpo desde la coronilla hasta los dedos de los pies. Pasó por delante del asilo y no se detuvo, pasó una, dos y tres veces, a la cuarta entró echa un mar de chocolate y lágrimas. Un tiempo cortito después salió y con un brío desconocido, sintiéndose poderosa y soberana, silbó a un taxi que pasaba y le detuvo más con la fuerza de sus hombros y de sus recias piernas que con aspavientos. Piper apretó el paso hacia el taxi, abrió la portezuela de atrás y cuidadosamente como quien maneja material muy frágil sentó a su madre, le levantó cada una de las piernas con sumo cuidado hasta que ésta quedó instalada cómodamente. Seguidamente, Piper subió delante y el taxista bajó la bandera y circuló. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fue el bombón o quizás el incumplir su propia prohibición, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando Piper estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

lunes, 25 de febrero de 2019

Naturaleza sin pausa


La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 



Una foto para el último lunes del mes. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil

martes, 19 de febrero de 2019

TARTA DE CHOCOLATE CON FRAMBUESAS


«Siempre gana quien sabe amar.» 
—Hermann Hesse—



Al otro lado de la ventana abierta a la pradera de Manitoba la última luna llena de invierno redonda, imperturbable, grandiosamente perfecta ilumina y protege nuestra existencia. Estar aquí, contemplándola desde el otro lado del cristal, después de haberla admirado desde fuera, de pie, plantada como un cactus sobre la nieve, intentando no respirar, es vivir en el contraste y saber que en todo cabe la dualidad, el desdoblamiento y que todo acepta las dos caras. ¡Oh!, magnífica luna llena que se lleva todos los miedos y que devuelve nuestra valentía al lugar que le corresponde, es decir, a primera fila. Este es un buen momento. Y observándola sé que los deseos en esta noche están al alcance. Me siento vital, la noche me es propicia y la luna llena me impele a ofrecerle, como obsequio, mi mejor versión. Sé lo que hago. Sé la causa por la que amo sentirme viva durante las veinticuatro horas del día, sin distinguir entre ellas, usos, ni etiquetarlas en categorías, una hora es una hora, sesenta minutos de vida. Sé el motivo por el que no paro quieta y en vez de tumbarme y esperar a que salga el sol prefiero bailar con la noche y la luna, cantarle a ella y a mí misma que en alguna otra época todos fuimos reyes por tanto también lo somos ahora. Sé el porqué de esta actividad, de este curiosear de noche y de día, de no dejar ni un solo instante de aprender ni de escribir ni de sentir ni por supuesto de amar. Yo sé, más allá de la explicación que esgrime la ciencia de que el cerebro del insomne necesita menos horas de sueño para hacer su puesta a punto y quedar listo para la acción. Yo sé. Conozco la verdadera razón, mi verdadera razón, por la que me entrego a la noche sin ningún sacrificio, con determinación, sintiéndola como aliada y cómplice en vez de como enemiga. Para mí no es ni siquiera cuestión que requiera contestación, ni ninguna incógnita, ni un jeroglífico que deba resolver, pues la respuesta no es otra que saberme plena, saber que cuando llegue a la entrada del desierto de la misma manera cómo conoceré el nombre por el que inundarme valió la pena, también sabré que no me he dejado nada en el tintero de la vida. Nada de nada, y, la conciencia estará lista y tranquila para partir, para adentrarme en el desierto del olvido. Y si eso es así, en buena medida, es porque la noche me ha enseñado a no ser rígida, a que la aventura que son el cambio y la adaptación, la flexibilidad, formen parte de mi existencia como un valor, como una virtud, como una fortaleza. Los años sirven para muchísimas cosas, también para no comprender, para que lo absurdo rechine todavía más, como los goznes herrumbrosos de una puerta a los que ni siquiera escupiéndoles encima se consigue hacer callar. Lo que más me chirria a mi edad es la rigidez mental en mis contemporáneos. Ese inmovilismo mental choca en mí. Por absurdo, me asombra. Lo oigo chocar: plaf, pum, zas, cataplán. Mi reacción: la risa, pero no una risa de burla sino de un cállate por favor e imagina cuántas oportunidades de vida estás perdiendo, desperdiciando. Risa vieja, cansada y desgastada de lástima. De pena. De desánimo y desilusión. De desgana. De ridículo ajeno. No sé de qué otra forma reaccionar ante lo absurdo de la rigidez mental de los otros, lo reconozco. No entiendo por qué uno no puede variar ni un ápice para vivir dentro de unos parámetros más anchos. En la amplitud está la grandeza como lo está en la altura de miras. Pero bueno…, la noche es linda y la elaboración de una tarta me espera. Llega el cumpleaños de Nuna y la vida debe ser ante todo celebración. Sí. Hay que celebrar lo bueno que el Universo nos da. Aquí, a mi lado, tengo notas sobre gramos, mezclas e ingredientes de una nueva tarta de chocolate con frambuesas que he ideado durante toda la tarde. Estoy satisfecha. Hace unos meses no sabía, no tenía ni idea. Ahora sé. Jamás la rigidez mental me impedirá amar la vida y disfrutarla al mil por mil. Valga la tarta de chocolate con frambuesas como metáfora. Después sírvansela y dense de comer que son dos días.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

lunes, 18 de febrero de 2019

INUNDABLES



«Se gira y me saluda por encima del hombro. Está sonriendo.» 
—Helen Garner—


Somos seres inundables. Y no discurrimos por el río de la vida, sino que, somos nosotros el río que baña los paisajes de nuestra existencia. De hecho, ni una sola gota de los que somos se malgasta. Todo lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos colma, satisface, acaricia, arriba a todo aquello, —gentes, lugares, olores y estados de ánimo—, por donde nuestro ser transita. Y aunque no volvamos nunca más a caminar por las sendas por las que ya hemos transitado todo queda en algún lugar. Aunque nosotros estemos en el olvido, ese algo nuestro está en otra realidad en ese instante. Aunque nosotros no recordemos, alguien o algo, disfruta a fecha de hoy de lo que una vez fuimos, sentimos y vivimos. Aunque para nosotros fue ráfaga sin importancia, sin ninguna duda, es huella indeleble en otras realidades. Aunque fue de extrema seriedad en nuestra vida fue ave de paso, brisa que corre, gota de lluvia en otras, pero en definitiva, fue, algo fue. Y en buena medida, somos inundables porque somos vulnerables, sobre todo al amor, poseedores y dadores de amor, sólo el amor nos empapa hasta el alma, sólo desde el amor crecemos sanamente y en positivo, pues es el amor quien hace que nos multipliquemos y discurramos como el río que somos. El amor, ese amor, que en todas las vertientes te catapulta a la sonrisa o al llanto, que es detonante de alegría o de zozobra, y que resulta ser la única vestimenta que nadie se quiere sacar, pero que paradójicamente es por lo único que nos desnudamos en cuerpo, corazón, alma, espíritu e intenciones. Somos seres inundables, también, porque la pasión es nuestro motor y porque por ella nos adaptamos, decimos y nos desdecimos, avanzamos, no retrocedemos, pero sí que nos retorcemos, subimos y bajamos, cambiamos de postura, aprendemos y nos desvivimos. Pasión por alguien u alguienes, por un oficio o por un modo de vida, y por habitar en esa pasión, por llevarla a término, inundamos cada poro de nuestra piel con una intensidad de una fuerza inusitada y nos dejamos calar hasta los huesos, anegar, desbordar, ahogar, con tal de comprobar cómo nos saca a flote y le da sentido a toda nuestra existencia. Ya que sin ella nos sentimos morir, nos secamos. De esa manera, como el amor, la pasión, nos enfrenta a nuestro verdadero yo, nos cuenta nuestros propios secretos y nuestras jugadas maestras, es decir, nos convierte y nos transforma finalmente en seres inundables. E, igualmente, somos seres inundables, por supuesto, porque no somos indiferentes a nada. Incluso el mayor arrogante y jactancioso tiene su propio talón de Aquiles, su punto débil. Somos porosos y permeables, seres empáticos, maleables, de ahí la necesidad de sentirnos inundables por lo que les sucede a nuestros congéneres en la medida en que podemos echarles una mano o convertirnos en un modo de salvación. La salvación de los otros nos libera de nuestro propios miedos. Nos gusta aun sin reconocerlo sentirnos puerto seguro y fortín ante la fragilidad de la vida. Por ello, nos dejamos inundar por las fragilidades ajenas y las propias, porque sentirse frágil y vulnerable es la antesala de sentirse poderoso, fuerte, lleno de vida y fascinación ante el regalo que es la vida en sí, a palo seco, sin necesidad de nada más. Acuclillada en el suelo en Manitoba mientras moldeo la nieve en forma de pelota para lanzársela a Nuna, levanto la vista y no veo nada ante mí, es un día blanco. No existe otro color. No se ve nada, más allá de unos pocos metros. Pienso: La vida es esto, no ver nada, sabernos ciegos, avanzar sabiéndonos inundables y que no nos importe. Seguir avanzando puesto que la vida nos va en ello, porque somos río. Es nuestro destino avanzar. Lanzo la pelota. Nuna salta, un salto inmenso, lleno de fuerza y vigor. Cincuenta quilos que vuelan. La luna llena de esta noche intentara romper esta quietud blanca. Los insomnes en la noche volveremos a bordear las maravillas de las horas sin tregua. Nuna volverá a saltar y a morder el aire con bocados de felicidad y yo volveré a admirarla. Nada se pierde, nada se malgasta y hasta los actos más repetitivos y repetidos llevan consigo algo supremo. La llamo por su nombre: «Nuna. Nuna. ¡Vamos!». Leal. Cinco años juntas, el veintidós de febrero. Lleva cinco años acoplándose a mi forma de ser y a mi vida y yo a la suya. Me agacho a su altura. La miro a los ojos. Le acaricio el cuello  por debajo de las orejas. Yo sé que mataría y moriría por mí y yo por ella. La lealtad es esto. Noto su aliento caliente en mi rostro helado. La miro a los ojos y le digo: «Todos sabemos por quién inundarse vale la pena. Y en la última hora, en el último día, su nombre será pronunciado a la entrada del desierto.» Me devuelve la mirada con sus ojos grandes, negros y eternos, y sé que comprende mis pensamientos vagabundos, sus esbozos y sus borradores, levanta su mano derecha y la apoya sobre mi hombro. Me empuja como cada vez que nota que estoy circunspecta y me tira al suelo. Ríe sin reírse. Lo sé. Avanza unos pasos. Se gira y me mira, con la mirada me habla: «Levanta». Me levanto. Ella me espera. Camino hacia ella. Sonríe, y emprende de nuevo, llevándome de la mano, la senda que nos ha de llevar. Avanzamos. Somos río. 



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

viernes, 15 de febrero de 2019

Naturaleza sin pausa



La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 



Una foto para el  día quince del mes. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil

jueves, 14 de febrero de 2019

NADA ESTÁ PERDIDO



«Nada está perdido si se tiene por fin el valor 
de proclamar que todo está perdido y 
que hay que empezar de nuevo.»  
—Julio Cortázar—



Anoche, mientras la noche dormía y un porcentaje elevado de los habitantes del hemisferio Norte eran poseedores de sueños dulces o, tristemente, de pesadillas, yo me preparaba una taza de chocolate caliente y distraía el insomnio trabajando. El día había sido agotador, la vida había pasado abruptamente por dentro de mí, zarandeándome, poniendo a prueba mi brío y mi capacidad de resistencia, y también la de reacción, con una serie de dislates que en nada me concernían pero que sin saber la razón habían modificado el curso de la jornada. En realidad nadie sabe el porqué de las vicisitudes que suceden a tu alrededor y que acaban salpicándote. Nadie sabe que se gana con los bretes ajenos, pero me gusta creer, —quizás para soportar lo incomprensible—, que es una de las tantísimas maneras que el Universo posee y utiliza para mostrarte a ti mismo tu propia resiliencia. Y, como siempre que el Cosmos me pone en esa tesitura, esta vez, también me sentí más viva que nunca, y también no pude dejar de pensar que la vida, que estar vivos, es un verdadero regalo. Entre sorbo y sorbo, en la noche de ayer, repasé mentalmente cada una de las conversaciones que había mantenido a lo largo del día y me pregunté, sin esperarlo: ¿Quién me había hecho las preguntas más interesantes, no en ese día, sino a lo largo de mi vida? ¿Qué persona a lo largo del tiempo había tenido la habilidad de formularme una serie de preguntas construidas a base de observarme el alma? La respuesta saltó inmediatamente. Alumbró la pregunta, como la luz del faro alumbra la oscuridad de la noche y de la mar. Me asombró que sólo hubiese sido una persona de las cientos con las que he intercambiado impresiones. Pero no me asombró conocer quién era. Y, saberlo, sinceramente me reconfortó. Acababa de echarle un vistazo a la prensa del día, había estado todo el día involuntariamente fuera del radio de acción de los noticiarios, y me vi comentando mentalmente las noticias con ese ser. Leer algunas noticias me había hecho reparar en que la maldad y la necesidad de constatar continuamente que se es amado van en proporción a la debilidad mental y muy probablemente a un infancia truncada que no le ha permitido al niño convertirse en un adulto solido con una vida en armonía. Sobre esa solidez  y sobre la armonía, sobre la búsqueda de la salvación a través de los otros y sobre el elevado precio que los otros han de pagar para que los débiles mentales sean salvados, he escrito en otras ocasiones, por eso no voy a detenerme en reflexionar sobre ello en este momento. Sólo es un breve apunte a colación de la prensa leída, así que una vez hecho el apunte, regresó a la noche de ayer, a la madrugada de hace un rato puesto que sentí el conmovedor impulso de ponerme en contacto con la persona que me había hecho preguntas deteniéndose en mí, dándome el lugar y la importancia, sin quedarse nunca en la superficie, de modo que viviendo como vivimos en la era de la comunicación veloz, le escribí. El corazón me galopaba como si cometiese una fechoría. No me respondió. Era de esperar. La insomne soy yo, pensé. Pero no me respondió en un primer momento, quince minutos después, sí. Recordé inmediatamente como si de golpe hubiese recuperado la lucidez que él también era uno de los insomnes en la noche. Y fue la noche de los insomnes la que envolvió nuestra conversación. Sin darnos cuenta estábamos el uno junto al otro, las palabras fluían recuperando con cada pausa la distancia y lo compartido, el sentir y la risa. En ninguno de los dos habita la nostalgia, no somos seres nostálgicos, las hechuras de nuestros caracteres no nos lo consienten. La nostalgia es para quien se puede permitir morar en la tristeza. Él y yo jamás hemos sido así. A ambos nos gusta echar raíces en el lado positivo, divertido y enérgico de la existencia, de modo que nos fue fácil tomarle el pulso a nuestras vidas en un párrafo, dos puntos y seguido y unas comillas. Entonces, cuando ambos comprobamos que estábamos pisando la superficie cálida y galáctica que es la noche en la que despegar los pies de la tierra es posible y en la que inconscientemente te sabes a años luz de todo, cuando ambos notamos la comodidad de la noche y la confianza de sabernos viejos en el tiempo y cómplices en la prosa, él me lanzó la pregunta: «¿Por qué es tan fácil conectar con aquello que nos emociona verdaderamente?» Fue una pregunta que atrapaba al vuelo el último pensamiento que se había prendido como un llamita en mi mente, al pensar cómo de fácil es la vida con los seres que conoces desde siempre y que siempre te han emocionado, fascinado y agitado. «Por el hilo rojo», le respondí. «¿Qué hilo rojo, María?», me preguntó él, y yo le contesté: «Existe una leyenda oriental que dictamina que un hilo rojo invisible conecta a aquellos seres que están destinados a encontrarse. El hilo rojo jamás desaparece y permanece constantemente atado a nuestros dedos, a pesar del tiempo y la distancia. No importa lo que tardes en conocer a esa persona, ni importa el tiempo que pases sin verla, ni siquiera importa si vives en la otra punta del mundo. El hilo rojo se estira hasta el infinito pero nunca se rompe, lleva contigo desde tu nacimiento y te acompaña tensado en mayor o menor medida, más o menos enredado, a lo largo de toda tu vida. Es un hilo rojo al que no podremos imponer nuestros caprichos ni nuestra ignorancia, un hilo rojo que no podremos romper ni deshilachar. Es un hilo rojo que va directo al corazón, que conecta a los amores eternos, a los profundos, esos que simbolizan el antes y para los que no hay un fin y son tan fuertes que no dejan lugar a dudas.» Tardó unos segundos en responder y yo le presumí hermoso y sonriente al otro lado. La respuesta llegó: «Muéstrame las manos. Tus dedos, María», me dijo. Le admiré de nuevo, como siempre he admirado su velocidad mental y su inteligencia despierta. Después, nos fuimos a dormir. 


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

lunes, 11 de febrero de 2019

NUESTRO OCHO MIL




«La cocina es una de las mejores maneras que los 
hombres hemos encontrado para cortejar la felicidad 
y —por eso mismo— la cocina es también una de las 
mejores maneras de bendecir la vida y celebrar el 
acto gratuito de existir.» 
—Ignacio Peyró—



Hoy es uno de esos días cálidos de invierno, la mañana ha amanecido tranquila, sosegada, en calma; y el silencio, y, las reverberaciones del mundo animal y natural es lo único que llega al oído humano. Amo los días como este. Compruebo que están en total sintonía con mi interior: pausado, sosegado, de quien trabaja como una hormiguita sin aspavientos ni ruido. Escribir es eso: trabajar en silencio. No hay otra forma de oír a los pensamientos, ni a la imaginación, abrazándose a ellos. Hay que sentir en silencio para poder convertir la realidad del ser humano en ficción. Hay que pensar qué es lo que se desea contar y hay que trasformar ese deseo en palabras. Escribir es eso. El verdadero escritor es quien ficciona la realidad. El contador de historias utiliza la realidad para la ficción hasta un límite que puede a menudo, muy fácilmente, hacerle pensar que no está sobre la faz de la Tierra para nada más, salvo, para convertirlo todo en ficción. Ya que para el contador de historias el mundo, la vida, es una fuente inagotable de material sobre el que escribir. «La realidad para la ficción», es la regla no escrita, la máxima no articulada que rige el día a día del verdadero contador de historias. Estoy escribiendo estas notas para poder construir un texto por encargo para la revista literaria de la red de bibliotecas de Manitoba sobre el oficio de contador de historias, en esta mañana soleada y cálida de invierno, cuando llega a la casa Alice Louise McGregor, con la que había quedado para comer. La observo enfilar el camino a mi casa con el andar típico de quien está acostumbrado a llevar raquetas en los pies. Lleva en una mano un cesto de fruta y verdura, sería extraño que Alice Louise se presentase en casa de alguien sin llevar algún presente. Ella es una de esas personas a las que les gusta guardar las formas y la educación. Es la única manera, —te dirá si le preguntas el motivo— de salvaguardar la poca civilización que nos queda. Alpinista jubilada forzosamente a los treinta y pocos años por culpa de una lesión sin solución, ahora, intenta encontrar una ocupación con la que sentirse plena, desde que lo que creía sería su vida para siempre, saltó por los aires a mediados del año pasado. Desde el pasado agosto, Alice Louise, se apoya en sus amistades para soportar tan gran chasco. Al entrar me dice que le recorre un placer eléctrico al sentir la caricia de la montaña en su piel. Sé que le gusta este lugar, el enclave en el que está situada nuestra casa. Sé que no se adapta a vivir en la ciudad. No obstante, al menos por un tiempo, debe vivir en ella para poder asistir al centro especializado donde intenta recuperar su forma física. Mientras acabo de preparar la comida, me dice: «Sabes, tenía un sueño. No sé cómo se puede vivir cuando un sueño se va al garete. No sé cómo se puede vivir sin un sueño. ¿Tú sabes cómo María?» Me giro sobre mis talones, dejo la cuchara de madera en un plato sobre la encimera y le respondo: «Fabricándote otro», y prosigo: «Debes fabricarte otro, inventarte otro sueño a tu medida. No puedes permitirte llevar a cabo el sueño de tu vida, pero sí que puedes permitirte crearte una ilusión nueva. La montaña nunca te robo nada. Tu esencia está intacta. Ella permanece en ti intacta. Sólo debes adaptarte a tu nueva realidad y a tu nueva forma de poder sentir la montaña en ti. Sólo es eso. Puedes permitírtelo, Alice Louise. Puedes permitírtelo, Ally.» Y, se queda mirándome de hito a hito: «¿Por qué nadie me habla como tú?» Se levanta de la silla en la que está sentada y se dirige al mueble donde el reloj marca las horas y lo voltea hacia la pared. «No soporto el tiempo», musita por lo bajini. «Ver como transcurren las horas y sentir que mi vida ha quedado detenida». «No ha quedado detenida. Estás aquí. Estás viva y estás sana», le indico. «¡No para escalar montañas!», me grita. No le contesto. La tomo por los hombros y la dirijo hacia un espejo. «Mírate», le ordeno. Se mira. «Tú eres la montaña. Tú eres tu propio ocho mil. Ese es el desafío que el destino te tenía reservado. No era ni el Everest, ni el K2, ni el Nanga Parbat, ni el Annapurna, eras tú y hasta que no lo comprendas y hagas el desafío tuyo, no encontraras sosiego en ninguna parte, Alice Louise». Noto como mis palabras van posándose en su cuerpo. Se relaja. Llora. Le seco las lágrimas. Esboza una tímida sonrisa que se ensancha con los segundos. «¿Estás segura de que podré?», me pregunta tímidamente. «¡Claro que sí! Deja que la vida se instale en ti y fluye con ella y de su mano. Así lo lograras, puesto que todos tenemos nuestro propio ocho mil, hecho a nuestra imagen y semejanza para que aflore en nosotros la fuerza y el ingenio que nos fueron dados al nacer», le respondo, porque de ese modo lo creo y nos sentamos a comer. «Sí, será lo mejor», dice, con la voz y la mirada confiadas por primera vez en muchos meses. Le aprieto la mano que tiene sobre la servilleta. «Pues entonces, comamos. Nos sentará bien», apunto y sirvo, en los platos, unos sabrosos macarrones con verduras, que hablan sin hablar.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

miércoles, 6 de febrero de 2019

NANNA EN EL DESVELO


«Es otra de las clemencias que la cocina 
aporta a la vida: si el mundo puede ser ingrato, 
en la cocina siempre hay algo bueno que esperar.» 
—Ignacio Peyró—



Nanna sabe que como en cada invierno su casa roja ha quedado sepultada bajo la nieve, sabe que si la buscasen no la encontrarían, que para encontrarla tendrían que olvidarse de las hechuras de una construcción y buscar, en su lugar, una mancha roja, como si un silo de zumo de grosellas rojas se hubiese desparramado en la blanca nieve. Entonces, sí que la podrían encontrar. Las encontrarían a las dos. A la casa en primer lugar y a ella en su interior. Odia el invierno. Son las nueve de la noche, bebe agua a punto de congelar de la jarra que tiene sobre la mesa y se acuesta. Se esconde debajo de un montón de mantas, colchas y demás. Ha convertido su cama en una madriguera. Allí está a gusto. De hecho, en invierno, es en el único lugar en el que está a gusto. Le gustaría ser un animal y no tener que salir para nada hasta la primavera o ya puestos hasta el verano. No. Mejor la primavera. La primavera le gusta. Acurrucada, cierra los ojos e intenta no pensar en nada. No lo consigue. Sus sentidos están atentos al golpeteo de algo metálico en alguna parte de la casa. Se da la vuelta y todavía se acurruca más. «Mañana después de abrir un sendero en la nieve, tendré que contestar, sí o sí», se dice a sí misma, se ordena. Sabe que tiene que responder a la carta que le llegó hace una semana, se dio un plazo de siete días para contestarla y el plazo ha vencido. No puede retrasarlo más. Además sabe la respuesta que tiene que escribir. Aunque eso ponga fin, al sueño, a la posibilidad de que las cosas dejen de ser como son. Sabe que tiene que contestar que no puede irse de allí, que no puede abandonar el parque a su suerte, aunque su deseo sea todo lo contrario. Nada le gustaría más que al llegar el día poder levantarse, salir de la cama, preparar una maleta, salir de la casa, ir al aeropuerto y coger un avión que volase hacia cualquier parte del trópico. Calor. Necesita calor como otros necesitan la naturaleza, los libros o el amor. Ella en estos momentos no necesita nada de todo eso. Sólo quiere vivir por encima de los veinticinco grados de temperatura. «Maldita herencia vikinga», susurra en su madriguera y le da un puñetazo al colchón. Diez años encargándose ella sola del parque que fundó su bisabuelo en Manitoba son demasiados años. Diez años sin vacaciones, ni días libres, aunque bien mirado, la primavera y el verano en el parque son como unas maravillosas vacaciones al aire libre; pero no, no es lo mismo. Debe ocuparse de tantas cosas que no se puede comparar al placer de no hacer nada, de no tener ninguna obligación durante días salvo la de alimentarse, cagar y dormir. Nanna sabe que cuando está realmente agotada habla mal, pronuncia palabras malsonantes e indecorosas que no utiliza de manera habitual. Pero en esta noche está harta. Su bisabuelo podría enviarle desde allá donde esté un ayudante o una ayudanta, así ella podría irse tan campante a tumbarse en una playa en un lugar donde fuese verano todo el año. En un arranque de rabia se destapa y salta de la cama. Va directa a la cocina y abre la alacena, y de ella saca: mantequilla, leche, un huevo, levadura fresca, azúcar, sal, pepitas de chocolate y harina de fuerza, que es lo que necesita para elaborar los bollos con pepitas de chocolate que su bisabuela Bjorg le preparaba de niña. Nanna nunca ha olvidado lo dulces y esponjosos que le parecían entonces y sabe que poco a poco a base de recuerdos y tesón está consiguiendo que los suyos cada vez se parezcan más a los de Bjorg. Necesita de su bisabuela en momentos de crisis. Necesita que acuda en su ayuda, que la rescate en la ofuscación del momento. Piensa, que nada como tener una bisabuela con el nombre de Bjorg. A Nanna seguir paso a paso la receta que Bjorg se trajo hasta Canadá desde el norte de Europa la reconforta, por eso no se salta ninguno. Y aunque sea de noche y nadie la mire y no se oiga nada más en el mundo, —tiene esa impresión —, salvo su trajinar en la cocina, hace las cosas en el orden en que deben hacerse, como si se estuviese examinando delante del más estricto de los tribunales. A Nanna no le gusta el desorden, no le gusta que en su vida haya desorden, y que la tienten desde otra parte del globo para que abandone el parque la trastorna porque altera y desordena su existencia, su vida pautada. Tal como elabora la receta, su ansiedad va calmándose, y sabe que cuando los bollos estén listos unas horas después y tome uno calentito entre sus manos y le dé un mordisco o lo parta por la mitad y lo tueste ligeramente y lo tenga en su paladar, toda su zozobra, se habrá convertido en humo y nada le vendrá tan cuesta arriba como antes de prepararlos. Sentirá lo mismo que si la abrazase Bjorg. La sentirá en ella, como se sienten en uno, los seres a los que se ha amado y que ya no están, y sabe que eso la hará sentir bien y el invierno no será tan invierno y la soledad del parque será menos soledad, y la idea de irse al trópico se desvanecerá hasta parecerle absurda, porque quien tuvo, tiene, y guarda en el corazón, que es donde se fijan para siempre los amores. Donde por esa razón la temperatura nunca cae en picado.  


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

viernes, 1 de febrero de 2019

INSOMNES EN LA NOCHE



«Mi intención no es tratar de decirle al lector 
cómo ver las cosas, sino simplemente hablar del arte de verlas.» 
—John Burroughs—



Los insomnes dormimos en mundos diferentes. Tenemos una vida paralela a nuestra propia vida y a la del resto de la gente. Vivimos más: el doble, el triple, el cuádruple en el mismo espacio de tiempo que otro ser. Sé que vivimos como el rayo. Intensamente. Ser insomne es agotador. Cansa. Y, o aprovechas esa forma tan personal de estar en el planeta o mejor te vuelas la tapa de los sesos. Así que: o te alias con el insomnio o el insomnio te destruye porque para los insomnes el día sí que tiene veinticuatro horas. Te acostumbras a darle su lugar a la noche y a planificar las horas, puesto que sabes, que la madrugada será más benévola si organizas bien tu existencia a favor del insomnio y no a la contra. El ardid y el éxito está en hacer mil tareas. En no estar quieto. En no parar jamás, nunca. Esto es algo que aprendes con los años, y, lo aprendes porque toda tu vida has sido insomne, incluso de niña. Si consigues que el insomnio no te irrite, si te tomas el insomnio como una rasgo de tu personalidad, si lo acoges con calma, si no te enfrentas a él como a un enemigo no hará de tu vida un imposible y no convertirá tu existencia en un estado perpetuo de mal humor y cansancio, sino que al revés, comprobaras que dormir o mal dormir únicamente durante tres o cuatro horas no te resta vitalidad para encarar el día. E igual estás más fresco que quien duerme como una marmota durante toda la noche. Es evidente que hace muchísimos años ya que aprendí a ser cómplice del insomnio, a crear un ambiente que facilite la llegada del sueño, a ocupar mis horas de insomnio con quehaceres que no alteren mi espíritu pero sí que entretengan mi desvelo. Y ahora, en esta negra noche, cuando pasan más de las tres de la madrugada en los relojes, como una más de los insomnes en la noche que pueblan el mundo, aquí estoy, escribiendo, mientras al otro lado de la ventana el vórtice polar trasnocha por Manitoba. Nunca pensé que se podía vivir a tantos grados bajo cero. Pero se puede. Sí, se puede. Se puede del mismo modo como se puede vivir en mitad del inmisericorde calor que se adueña del verano en otros lugares del planeta. No hay más mérito en esto que en aquello. Puede haber preferencias, pero más mérito, no. Puesto que los extremos nunca son buenos. No obstante, pocas cosas existen comparables a las praderas de Manitoba nevadas, a los parhelios o sun dog que nos brinda el sol en alguna mañana, a las luces del norte en la noche, como también, pocas cosas hay que se asemejen al dolor del tórax al respirar a causa del frío, un dolor que es como un grito o un lamento de unos pulmones que no desean quedarse a la  intemperie, o a como a la intemperie las palabras se congelan antes de salir de tu boca. Pero ahora no estoy en el exterior, estoy en el interior de la casa, que es más refugio de lo que nunca lo ha sido. Estoy aquí, el fuego arde en la chimenea, la casa amiga abriga en esta noche, y mientras entretengo el insomnio con el ciclón polar, engarzo palabras como quien engarza cuentas en un collar. Es en el silencio de la noche donde las historias más viejas toman cuerpo y te recorren con la cadencia de la música vieja, de las leyendas olvidadas y se apropian de ti a palabras, a pensamientos, en un sentir. Rascan en la superficie del cristal de la ventana, acompañando el azote de la tempestad, emborronan el papel en blanco, bailan en los párrafos del libro abierto, se presentan ante ti. Las botas descansan en el suelo, los pies descalzos escondidos en gordos calcetines de lana se mantienen posados sobre el lomo de Nuna, y la historia se entreteje con el insomnio. ¡Cuánta belleza poseen las historias que te sorprenden en la noche, a deshora y a trasmano! Tienen bastante de mágicas y de susurro, a sottovoce. Son una suerte de favor en la vigilia. Alegoría y romance unas veces; enrevesadas, obscuras e intrigantes, otras. Y de pronto, entretanto pienso en la materia verdadera con la que se componen las historias, veo sin ver, veo con los ojos del alma, como si se pasease, sin ser cierto, sobre la superficie de la mesa donde estoy escribiendo ahora mismo la figura de un zorro ártico blanquísimo que ya ha mudado el pelaje y ha dejado su marrón para confundirse con la nieve. Entonces sé, —como en las leyendas—, que se hará justicia con quien ha cometido una acción reprobable. Es eso lo que significa ver un zorro polar, ya sea con los ojos del alma o del rostro, como una viva imagen o como una sombra. Los zorros árticos son el recordatorio de que siempre hay alguien vigilante para que el mal jamás descabece al bien, para que se mantenga el equilibrio y el orden natural del planeta y sus habitantes de bien. Me reconforta saber que hay alguien ahí fuera custodiando la bondad y la honestidad. Nuna se estira bajo mis pies, sé que tiene calor, que en esta habitación hace demasiado calor para ella en esta noche glacial, recuerdo que la gruesa piel de los zorros polares cubre también la planta de sus pies para que puedan de ese modo desplazarse por el hielo. Nuna se levanta y se va a dormir a otro lugar de la casa. Antes de salir de esta estancia, se vuelve y me mira. A saber qué fue en otra vida, pienso, igual fue zorra y ártica, o quizás, una inspiradora de historias para que otros las hilen, piensen y escriban. A saber. Y aun sin saber, tengo la sensación de que siempre me da más de lo que yo le doy. Sé que me entrega algo intangible que no se puede adquirir de otra manera, solo compartiendo tiempo y silencio con ella. «A saber», musito a la noche. Dentro de unas pocas horas amanecerá. Miro de hito a hito al insomnio y le digo: «Ahora me toca a mí». Y apago las luces. Apago la luz.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz