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jueves, 30 de noviembre de 2017

Naturaleza sin pausa


La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 



Una foto para el último día del mes. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil

lunes, 27 de noviembre de 2017

AMBICIÓN



En infinidad de ocasiones le he oído decir con acierto a Alberto que todos llevamos un poquito de Navidad dentro, pues de no ser así, la existencia sería insoportable. Sé que cuando se refiere a la Navidad también alude, al mismo tiempo, a la ilusión, a la esperanza, incluso a la ambición de ser mejor persona, de vivir en un lugar o en un mundo mejor, de hacer de cada día un descubrimiento, de ir sumando y creciendo como individuos, de ir creando obra y vida desde la nada. Sé que cuando Alberto piensa en la palabra ambición, lo hace pensando en los frutos que pueden dar las ambiciones sanas. Pues en su forma de ser y de estar en el mundo no hay nada insano. Y en estas fechas en que la Navidad, evidentemente, está ya en el ambiente; al pensar en una ambición sana se reaviva en mí la gran ambición de mi abuelo que no era otra que el saber, la educación y la cultura. Ambición que canalizaba siempre a través de los libros. Ya que para él los libros eran un símbolo, eran la cultura y la educación, reunidos en un objeto. Para él con un libro el saber se volvía tangible y de ese modo nos lo trasladaba y nos lo mostraba. Sentía tal devoción por los libros, tal mezcla de pasión y salvación, que lo único que deseaba era tener una gran y enorme biblioteca que recorriese todas las estancias de su casa. De pared a pared. Por ello, nos acostumbró a todos a leer y amar los libros. Esa ambición tan suya y que tan bien lo retrataba fue su mayor anhelo como también el más desconocido. Sin embargo, no lo fue para quienes compartimos tiempo y secretos con él, ya que sembró en cada uno de nosotros el amor por los libros, por la curiosidad y el saber, y lo hizo siendo consciente de que la semilla que sembraba echaría raíces. Mi abuelo siempre fue listo, audaz, y veloz de pensamiento y de actos como una liebre, y sobre todo muy pero que muy original. Por ello, cuando ahora, año tras año, en vísperas de Navidad, aparece en la prensa el mismo artículo sobre que en Islandia cada Nochebuena sus gentes se regalan libros yo sonrío, porque recuerdo a mi abuelo y la costumbre que tenía de comprar libros para todos, para después envolverlos con papel de colores y pegar en cada paquete un minúsculo papel donde en vez de escribir el nombre del destinatario del mismo, escribía una palabra del título del libro. De tal manera que cuando te tocaba el turno y te hacía desfilar por delante del montón de libros podías pesarlos y sopesarlos, darles la vuelta y leer la palabra mágica para que así por unos instantes tuvieses todo un mundo de posibilidades delante de ti, y aun sabiendo que no te quedaría otra que acabar decidiéndote por uno, de contemplar las contemplabas. El que sólo pudiese ser uno el ejemplar elegido, te llevaba a valorar la importancia de la palabra clave escrita por mi abuelo, ya que era la puerta de entrada a una historia que tras desenvolverla cuidadosamente formaría parte de tu vida y tú de ella durante unas horas o si corrías la mejor de las suertes durante toda una vida. Era tan bonita e insólita esta costumbre de mi abuelo para aproximarnos a los libros que todavía a fecha de hoy seguimos con ella. Pues de todas las costumbres que uno puede heredar y ejercitar si hay una que tenga por objeto o como fin elevar el libro y la lectura como un bien supremo me parece que debe ser protegida como se protegen las raras avis. Como podéis comprobar, lectores míos, mi abuelo era muy ingenioso y divertido; tanto, que sin darte cuenta abrazabas sus causas. Y heme aquí, ahora mismo, ya de adulta utilizando sus mismas artimañas y martingalas. Haciendo mía su ambición. Encontrando dentro de mí la Navidad tal como Alberto la entiende, por ello, durante semanas he estado leyendo sinopsis y primeras páginas de decenas de libros para de ese modo escoger con acierto los que van a hacer las delicias de mis seres amados. Y cuando los he tenido a todos ellos en mis manos, los he envuelto cuidadosamente y he pegado la consabida etiqueta escribiendo en ella una palabra del título. Tal cual. Como lo hubiese hecho él. Son tantos los actos, las actitudes, las frases hechas y los matices de mi carácter en los que me reconozco como nieta de mi abuelo que aunque ya ha dejado de sorprenderme, sé que jamás me dejara indiferente y sé que siempre me sentiré bendecida por ello.
¡Feliz Navidad, lectores míos!


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

viernes, 24 de noviembre de 2017

ECOS




«Pies para qué los quiero si tengo alas para volar.»
—Frida Kahlo—


Aquí ya ha llegado el frío, el viento, la ventisca, y la nieve. El viento no para de aullar y de ulular, y si atiendes, oyes como te dice: «Soy el inviernooooooooo y ya estoy aquí de nuevoooooooooo. Dadme la bienvenidaaaaaaaaaa.» En ese momento, cuando oigo hablar al invierno, aplaudo y doy saltos de alegría. Pues el invierno me llena de dicha. El invierno me sienta bien. Y si en verano, —que no es mi época preferida del año—, disfruto de cada día como si fuese el último, qué decir del invierno. Estaba yo el otro día cocinando un rico y esponjoso bizcocho de invierno con manzanas y pasas, y reparé en que sólo me he aburrido una tarde en los once meses que llevamos de año. Al ser consciente de ello casi que me resultó increíble, pero es que no soy de aburrirme, no sé aburrirme, y eso que dicen que aburrirse de cuando en cuando es necesario e incluso saludable. Pero yo soy incapaz. No puedo. Y en esas cavilaciones estaba mientras colocaba la manzana sobre el bizcocho cuando oí el golpe seco de cuando alguien deja caer la tapa del buzón de correos después de introducir una carta o un paquete en él. Así que minutos después cuando deposité el bizcocho en el horno, salí con mis botas calentitas y mi abrigo, para ver qué encontraba y en el buzón hallé un sobre marrón del que al leer el remite rasgué enseguida el cierre para ver qué contenía. En él había tres fotografías de la misma imagen tomada de la luna llena reposando sobre el esqueleto de un viejo árbol muy conocido y muy amado por mí. Acompañando a las fotos una nota decía así: «Cuenta la leyenda de este lugar que con la luna llena de noviembre…» Me emocioné. Era un regalo de mi padre. Siempre ha utilizado las mismas palabras como pie para contar una historia que él inicia y que yo continúo, y de esa forma la contamos a dos voces, inventándonosla sobre la marcha, improvisando, creando de ese modo y de la nada una historia que igual puede hacernos desternillar de la risa como llorar. Pero el hecho es que ese ir tirando del hilo entre los dos siempre nos levanta el ánimo y por qué no decirlo siempre nos hace venirnos arriba como dos chiquillos. Y es que mi padre tiene como yo muy poco de aburrido. Es poco dado a aburrirse porque si no le gusta lo que hay: lo cambia, lo transforma o se lo inventa para crear un nuevo presente sin mirar atrás. Algo que he heredado. A ambos nos gusta crear vida donde no la hay. Nos gusta dibujar sonrisas en los rostros propios y ajenos. Nos gusta vivir disfrutando. Prueba de ello, de nuestro carácter positivo, de que siempre andamos trajinando con algo y en algo, es nuestro amado y perenne árbol que ahora es esqueleto, —puesto que un criminal, un ser perverso, decidió quitarle la vida sin compasión y sin piedad—, y aun así nosotros nos negamos en redondo a talarlo, a desahuciar a quien durante muchísimas décadas fue morada y plenitud. Es tal nuestra resistencia a acabar del todo con él que desde el minuto uno pensamos en su reconversión, en revertir la fatalidad en la medida de lo posible, y decidimos dejarlo ahí como testigo de la maldad humana, pero también y sobre todo, para que sirviese de agarradero para otras plantas, de hogar para los insectos, de percha y nido para los pájaros y de apoyo para la luna. De modo, que feliz como una perdiz como estaba, por haberme encontrado en el buzón con el eco de la voz y de la forma de ser de mi padre, entré en casa rauda y veloz, y en la nota tras sus palabras, escribí: «Cuenta la leyenda de este lugar que con la luna llena de noviembre la paz y la felicidad reinan en la vida de la niña que una vez decidió subirse a los árboles porque desde el suelo el mundo se le quedaba pequeño y al oír el eco de una voz que la llamaba, meditó sobre si volar era algo más que una posibilidad…» Dejé en ese punto la historia, porque supe que a mi padre le encantaría y se la envíe tal cual. Sabiendo que al cabo de unos días un nuevo párrafo escrito por él llegaría a mí, para que yo a continuación añadiese otro y seguir así hasta el fin de los tiempos. Y, si dejé la historia en ese punto fue a propósito puesto que uno de los sueños que mi padre y yo compartimos es el de poder volar. Y dada la imposibilidad de tal hecho para el ser humano, mi padre y yo, nos inventamos nuestra particular forma de hacerlo. Si no podemos volar, dejamos que vuele nuestra imaginación, siempre juntos y de la mano. Y en el aire y de esa manera permanece a todas horas suspendido y flotando el eco de nuestro gran sueño.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

martes, 21 de noviembre de 2017

FINALES FELICES


No sé hasta qué punto somos conscientes de lo mucho que las personas estamos necesitadas de finales felices. Por ello, aplaudo cuando estoy ante una creación cuya principal y tal vez incluso única ambición es esa, la de darle al espectador o al lector, un final feliz. Encuentro muy meritorio el llevar a cabo un proyecto que tenga por objetivo ese fin. Hay pocas cosas en el mundo tan hermosas como realizar a propósito algo para que otro ser sea feliz. 
Hacer feliz a los otros, ingeniárselas para provocar en los otros unos instantes de dicha es un acto de generosidad sin igual. Todo ser vivo, no sólo el ser humano, necesita su dosis de felicidad. Ya sea diaria, semanal, mensual. Por eso, no es inexplicable que en los días de frío, en las horas en que la niebla y el silencio son los únicos habitantes del exterior, en los días en que la lluvia es el sonido de fondo, o en las tardes y noches en que los copos de nieve dotan del marco ideal para no querer moverse, toda persona busque arrellanarse en un sofá y busque a través de la lectura o del visionado de una ficción la felicidad prometida en el título. Existen pocos momentos tan reconfortantes como los que se disfrutan viendo o leyendo una historia que aunque el protagonista pase malos ratos, se sabe de inicio que la trama acaba bien. ¡Pues a quién queremos engañar! Nos gustan, nos encantan los cuentos con final feliz. Y como la existencia en sí es ardua, trabajosa, incluso a ratos un imposible, es lógico querer envolverse a modo de manta con ficciones en que el final feliz del cuento es un hecho, para que así todo nuestro ser se pueda relajar. Los cuentos con final feliz son nuestra forma de tomarnos un respiro. Es como decirle a la vida: «Detente, necesito una tregua, unos minutos. Necesito aire, oxígeno, antes de proseguir.» Para después, cuando el final feliz se ha materializado ante nuestros ojos, sentirnos como niños el día de su cumpleaños, es decir, sentirnos infantiles, pletóricos, felices como si la vida se hubiese vuelto ligera y liviana en un pispás. La consecuencia de los cuentos con finales felices es que por unas horas no sentimos la gravedad del ser. Nos tornamos seres ingrávidos y eso resulta ser una maravilla. ¿A qué sí? 
Entonces, ya que estamos de acuerdo y visto lo visto, deseo, lectores míos, que ahora que noviembre ya ha recalado en nosotros para dar paso a diciembre, dispongáis para disfrutarlas de unas cuantas novelas y películas que os aseguren desde un principio un final feliz, y ya puestos, también deseo para vosotros que tengáis en vuestra vida un príncipe o una princesa que sin que tenga mucho cuento os ofrezca, os regale, os escriba un final feliz, pues no os merecéis menos.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

sábado, 18 de noviembre de 2017

PERMEABLES AL ODIO

 
 
La cotidianidad unas veces mediante unas personas y otras a través de otros canales, me plantea preguntas que se quedan en mí como pensamientos que vagabundean por mi cabeza hasta que no les doy voz. Esos pensamientos vagabundos me obligan a escribir, lo quiera o no, un artículo tras haber reflexionado sobre ellos durante horas incluso días, y es sólo entonces cuando les construyo un hogar a través de la palabra escrita cuando me dejan espacio para que dedique mi tiempo a otros asuntos. Y la pregunta o preguntas que hoy me han estado asediando durante unas cuantas horas a raíz de ver un documental, han sido las que a continuación os voy a trasladar: ¿Soy permeable al odio? ¿O la inteligencia en cierta medida nos puede dotar de la impermeabilidad necesaria para no sucumbir al odio?
Lo he estado rumiando durante la comida, masticaba y pensaba, como los camellos y cuando iba por el postre ya tenía en mi poder la respuesta, ya la había apresado: Sé que no soy permeable al odio. Os lo aseguro. El odio no deja de ser una especie de fanatismo. El odio desgasta más a quien odia que al odiado. Es un sentimiento demasiado irracional para alguien como yo. No odio a ninguna persona por algo que me haya podido hacer, puedo sentir rabia, una inmensa rabia, y si puedo vengarme sé que no me quedaré de brazos cruzados. Vengarse no convierte a las personas en malas personas. Es sencillamente un acto de justicia. De lealtad contigo mismo, con tu orgullo, con tu honor, con tu dignidad. Vengarse es la honestidad poniendo los puntos sobre las íes, es la restitución del daño. Es un decir: «Aquí estoy yo. Y es ahora cuando pongo el punto y final.» Mi ley es: «Si te metes conmigo, si intentas cagarme la vida, o si dañas a quien yo amo o a lo que amo, no saldrás impune.»
En cuanto a odiar, puedo no hacer aprecio, pues no hay mejor menosprecio ni desprecio que el de no hacer aprecio. Es decir, ser indiferente. El de la indiferencia sí que es un sentimiento que habita en mí, el odio no. El odio es un dislate, un sentimiento descabezado, una especie de locura, además es un arma de doble filo, un búmeran que acaba contigo. La indiferencia es racional. El odio no. Yo soy persona de sentimientos racionales, sólo le permito al amor, —el más irracional de los sentimientos—, aflorar en mí, pero tampoco le doy carta blanca, puesto que no me verás amando a alguien si antes no ha pasado por el filtro de la razón. Yo amo a quien amo por ser quién es, por ser cómo es. Porque tengo muchísimas razones para amarle. Pero soy incapaz de amar a alguien al que mi razón no le haya dado el visto bueno. De modo que como el odio no es un sentimiento que atienda a la razón, no está en mí, y, ya lo de odiar a un colectivo por el hecho de ser tal o cual cosa me parece que sólo obedece a una falta total de inteligencia. A un despropósito de una magnitud considerable. Me considero una persona inteligente, cabal y pragmática. Tengo los pies siempre en el suelo, y necesito saber por qué hago las cosas. No actúo sin antes haber reflexionado. Y sé que nunca he odiado, como también sé que no soy rencorosa, porque primero debería entender de qué me sirven esos sentimientos, qué me aportan. Salvo el socavar la paz de mí día a día. Puesto que lo que sé sobre el odio y el rencor es que van minando a quien los posee, si no mirad las caras de quien sabéis que odian o que son personas rencorosas. Quien me conoce bien, sabe que jamás pondré en jaque mi bienestar emocional ni personal ni físico. Jamás tiraré piedras sobre mi propio tejado. Ni perderé el tiempo en sentimientos que me hagan zozobrar a mí. Y cada vez que he constatado o comprobado cómo alguien me ha odiado, pero con un odio feroz fruto de una sinrazón total, me ha entrado la risa, porque he pensado que mejor les iría en la vida a todos los que odian, incluso a quien me odia a mí, si invirtiesen su tiempo y su vida en buscar sosiego y dicha. Odiar me parece un desperdicio de la vida que el Universo nos ha regalado, y sé que yo nunca desperdiciare ni un minuto de la belleza de la vida en sentir algo que no sea sentir en positivo. Si amas la vida no puedes odiar. Es tan reconfortante sentir en positivo que no concibo otro modo de estar en este mundo que ese. Así que de permeabilidad nada de nada. A odiar a otra parte, conmigo que nadie cuente para tal menester.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz 

domingo, 12 de noviembre de 2017

HALLAZGOS


Un día en que me sentía especialmente ávida de una lectura, me precipité, —como hago muchas veces cuando estoy en casa—, a escarbar entre los libros de la biblioteca familiar. Fue entonces cuando sin esperarlo hallé algo que iba más allá de lo que había ido a buscar. Pues al tomar entre mis manos dos libros para ver por cuál me decidía cayó a mis pies una postal que jamás había visto, y eso que la biblioteca familiar no es lugar desconocido para mí. En ese momento, pensé que si no la había visto con anterioridad, era porque igual en tantos años deambulando por aquellas estanterías nunca me había detenido exactamente delante de esos dos ejemplares para sacarlos de su hueco. Deduje inmediatamente que la postal no se encontraba dentro de ellos sino entre ellos. Y como si hubiese esperado ese momento durante toda su vida voló con un vuelo ligero de pluma hasta quedar a mis pies. Al agacharme para recogerla vi que el dibujo impreso en su anverso era especialmente hermoso y no sé por qué razón contemplarlo me llenó de sosiego, de calma. Facultad que todavía hoy conserva. La imagen de tonalidades grises, blancas y marrones de una escena de tres caballos en la nieve y envueltos en la niebla me resultó y me resulta balsámica. Eso fue en lo primero que reparé al observarla detenidamente, no pensé en nada más, ni siquiera intuí que el encuentro no acababa ahí. Pero os aseguro que estaba muy lejos de adivinar lo qué iba a descubrir y a sentir cuando le diese la vuelta. De modo que sin pensarlo dos veces, sin pensar en nada, sólo obedeciendo a mi curiosidad, giré la postal y al ver el reverso de la misma, todo mi cuerpo se estremeció y algo muy parecido a la felicidad del reencuentro me invadió, pues vi la letra de mi abuelo. Me encontré de bruces después de muchos años con la letra de mi abuelo y con dos frases que él había escrito con su letra pulcra. Un pequeño texto, dos frases, unas palabras que mi corazón y todo mi ser, inmediatamente, hizo suyas y abrazó y albergó como agua de mayo. No había reparado hasta ese momento de cuánto extrañaba la letra de mi abuelo; una letra que él había desarrollado a lo largo de su vida, impregnándola de su propia personalidad, desde que había aprendido a escribir durante la guerra. Frente a mí y entre mis manos tenía su letra y tenía sus palabras pero sobre todo le volvía a tener a él. Lo que en su día había escrito en el reverso de aquella postal eran frases que tenía su peso, eran oro puro y pura vida, eran consejo y consuelo, eran su sabiduría. Mi abuelo en el reverso de su postal había escrito: «Sé la sonrisa y la luz en la oscuridad de alguien. Pues en tu interior existe la fuerza y el poder para serlo.» Y del mismo modo como sabía sin ninguna duda que era su letra, desconocía la razón por la cual la postal se había quedado allí. Si era porque se había olvidado de enviársela a su destinatario del que no había escrito ni nombre ni dirección o si estaba allí por algo todavía más grande como presentarse ante alguien en el futuro. Contemplar la segunda posibilidad como algo factible no era extraño. Pues todo aquel que tuvo la fortuna de tratarlo, y me consta que fue mucha pero muchísima gente, sabe que siempre fue hombre de ocurrencias y sorpresas, intrépido y aventurero, por tanto no es para nada un hecho raro ni inconcebible encontrar a fecha de hoy, mensajes suyos repartidos por doquier. Pero lo cierto, lo que en verdad estaba sucediendo, más allá de las conjeturas que yo pudiese hacer es que allí estaba yo con la postal. Recuerdo que volví a leer el mensaje; una, dos, tres y cuatro veces: «Sé la sonrisa y la luz en la oscuridad de alguien. Pues en tu interior existe la fuerza y el poder para serlo.» Sentí un profundo orgullo de ser la nieta de un hombre como él y supe que no quería desprenderme de aquello que era un mandato de mi abuelo a alguien. Por tanto, me pregunté a mí misma: ¿Por qué no podía ser yo ese alguien? 
Así que yo que tengo sus mismas maneras en el modo de proceder y de ser, y con mi carácter idéntico al suyo, —aventurero e intrépido—, actúe como lo hubiera hecho él: con determinación. Me la quedé. La deslicé hasta el bolsillo trasero de mis jeans. Ya que era consciente de que no quería vivir en un mundo donde existiesen esas palabras de él, escritas años ha, y no tenerlas en mi poder para que me acompañasen a todas partes. 
Llamadme egoísta si queréis, os lo permito, lectores míos. Pero no pude resistir la tentación de no quedarme con la postal, y aunque pensé que lo correcto sería dejarla donde la había encontrado porque no era mía, no pude, porque en cambio, sentí que sí que lo era. Además, sabía que si la dejaba allí volvería a perder de nuevo a mi abuelo por enésima vez y no quería volver a pasar por lo mismo. Desconozco cuántas veces un ser vivo es capaz de perder a un ser al que ama y no poner remedio. Yo no pude, lo confieso, y ahora la postal habita dentro de uno de mis libros y me reconforta contemplarla y leerla casi que todos los días. Es para mí una especie de talismán, de amuleto. Porque sí tengo la postal, con las palabras escritas por mi abuelo, le tengo a él. ¿Y cómo renunciar a eso?


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz  

jueves, 9 de noviembre de 2017

LO QUE TIENE LA EDAD


«Hay que caminar como un camello, 
del que se dice es la única bestia que rumia mientras anda.»
—Henry David Thoreau—


Lo que tiene la edad paradójicamente es que tal como vas perdiendo vista aumenta tu habilidad y aptitud para ver. Lo ves todo con una clarividencia que te deja como poco perpleja. Ves cada matiz, cada requiebro, cada tonalidad. Tanto de los seres vivos como de los recuerdos yacentes y dormidos. No se escapa del filtro que otorga la experiencia acumulada durante años, ni las personas, ni la naturaleza, ni los animales, ni las cosas. Todo, absolutamente todo, tiene que enfrentarse a la sabiduría que ha apresado tu mirada. Pues si bien tu vista no es capaz de leer una letra de tamaño pequeño o minúsculo sí que tu mirada es capaz de ver lo que en otras épocas no le fue posible. Y ante tal hecho el asombro es tal que no puedes dejar de pensar que has alcanzado otro nivel, que has obtenido un gran logro. Y con esa mirada nueva, con esa habilidad para ver lo que antes no veías, puedes vislumbrar con claridad, y ya que estás comprender cómo de trascendental es saber detenerse a tiempo cuando uno ya ha conquistado la cumbre, puesto que de lo contrario, de seguir adelante lo único que se va a conseguir es una caída en picado que se llevará por delante el prestigio obtenido con tanto ahínco y esfuerzo. Sí, lo que tiene la edad es que te da las armas para ver el ridículo en los otros y en ti, por ello puedes librarte de él. Porque nada hay peor que el ridículo cuando uno tiene ya una edad. Del mismo modo como en la juventud todo es perdonable, el ridículo cuando se tiene una edad es doble ridículo. Así que lo que tiene la edad es que la edad en sí es el mejor de los regalos. Sólo hay que ir cumpliendo años para saber que lo que estoy relatando en estas líneas no es ninguna sandez. Por eso, cuando llegan los cumpleaños en mi deseo siempre está cumplir muchos más y hacerlo con coherencia y honestidad. Por tanto, os deseo tres cuartos de lo mismo a todos vosotros, lectores míos. Cuando cumpláis años no deseéis nada más para vosotros que ser quienes sois en realidad. Jamás os engañéis a vosotros mismos, sed honrados siempre con vuestro yo más íntimo, ya que es la única forma de vivir en paz. 



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

lunes, 6 de noviembre de 2017

Mr. Cohen


«The keep our hearts open is probably the most urgent responsability  you have as you get older.» 
Leonard Cohen

sábado, 4 de noviembre de 2017

Naturaleza sin pausa


La naturaleza sin pausa, ajena a todo. 
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar. 
#naturalezasinpausa 



Una foto para noviembre. 
Un abrazo a tod@s. 
© Alberto Fil