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lunes, 12 de junio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 7

LA NOCHE CAYÓ PROVISTA de una buena reserva de nieve. Su hijo les anunció que a la mañana siguiente se iría de excursión dos o tres días, a no ser que nevase muchísimo durante la madrugada y quedasen incomunicados. Neville (en un principio) no supo si rezar para quedarse incomunicado o para todo lo contrario. Al final rezó para que nevase a más no poder. Su casa era el refugio. Amaba a su mujer, y su hijo mediano siempre era la más entretenida de las compañías. En cambio, afuera, habitaban los locos y los lee pensamientos. Quedarse aislado el seis de febrero le pareció un inmejorable plan. Dios atendió a sus plegarias. Cuando descorrió las cortinas el miércoles siete de febrero sólo vio nieve, nieve y más nieve. No había signos de vida pululando más allá del cristal. Aplaudió y dio uno de sus típicos saltitos. Estaba radiante cuando entró en la cocina a desayunar. Margaret canturreaba y se deslizaba por la cocina como la bailarina por el teatro en mitad de la función del ‘Cascanueces’ la víspera de Nochebuena. Estaba en su escenario. Cómoda y segura de sí misma. La rodeó por la espalda, la pegó a sí, la abrazó ardorosamente y le besó la nuca. Los dos oyeron como su hijo estaba a punto de entrar en segundos. Se despegaron con delicadeza y sirvieron un copioso desayuno del que disfrutaron animadamente. Ninguno estaba molesto por tener que quedarse forzosamente en casa. Resignados o conformes la sociedad tras la pandemia del año dos mil veinte era así. Lo de permanecer entre cuatro paredes no se hacía raro. Real e injustamente era algo que ya no sólo se debía a la dureza de los inviernos. En menor o mayor medida, más  o menos a disgusto, ¿quién no estaba hecho a la costumbre de ver recortadas sus libertades? Además como la despensa de su hogar era el mercado de abastos de una excelente cocinera (de la que surtían materias primas de todo tipo y enlatados gourmet) y la cocinera estaba desayunando frente a ellos sabían que no pasarían hambre. Padre e hijo conocían de sobra que los siguientes días no serían en absoluto una tortura, sino al revés, en cada comida y en cada cena se chuparían los dedos. De manera que a lo largo de cuatro días, mientras Margaret cocinaba e ideaba recetas nuevas; ellos dos, ordenaron el sótano e hicieron reparaciones varias. Tareas a las que dedicaban sus esfuerzos siempre que se quedaban incomunicados. Tocaba a quien tocaba. En una suerte de lotería en aquella casa: quien quedaba atrapado tenía que arremangarse. Disfrutaron como niños del encierro forzado. A los tres les fue bien la desconexión. El hijo pudo dormir a pierna suelta sin atender al despertador, que buena falta le hacía. La madre cocinó y cocinó, a ritmo lento, que era como en verdad le gustaba cocinar. Y el padre recobró el equilibrio al no ser asaltado inesperadamente por voluntades y caprichos externos a él. Cada uno por razones diversas agradeció el parón. POR ELLO, cuando el once de febrero a primera hora descubrieron que no nevaba en abundancia, que las calles estaban transitables y que la rutina se imponía, sintieron ser objeto de burla de un aguafiestas. Después de desayunar con menos alegría que en las mañanas anteriores: el hijo, se despidió de los padres, y puso rumbo a su residencia habitual a unos cientos de kilómetros al norte; Margaret, besó en la boca a su marido, y caminó con brío hacia el trabajo, notando en cada músculo el anticipo de la adrenalina que empapa las cocinas profesionales; y Neville, con el sabor de su mujer en los labios, se quedó desganado mirando a través del ventanal. Tuvo que obligarse a salir de casa, a no prolongar más el aislamiento, a volver a caminar evitando los resbalones. 




LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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