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lunes, 11 de diciembre de 2023

LOS DESPOSEÍDOS ~ 4

LAS MANECILLAS EN EL RELOJ avanzan sin descanso hacia el fin de una noche indistinguible de otras, a no ser por la historia que el escritor está contando que la convierte en distinta a todas. Éste que no se ha dado un respiro desde que se sentó en lo que parece dos siglos antes, se detiene al notar como la voracidad de la tempestad se va diluyendo en la madrugada. Primero, levanta la cabeza y dirige la mirada a los objetos que hay sobre la mesa, los mira como si pasase lista; después, lleva su mano al estómago, lo acaricia y como volviendo en sí, se pone en pie. Abandona la estancia. Va al baño, se alivia, y se moja la cara con agua fría. Y ya en la cocina alimenta la fiable estufa que ha mantenido el frío a raya durante horas y horas; y registra varios botes de dulces, hasta que da con las galletas que más le apetecen. Calienta leche y se prepara un buen tazón. Son algunos, no muchos, cuartos de hora antes del amanecer. Mira por la ventana. Sigue sin ver nada, pero comprende que la tempestad, sea por aburrimiento, o por no sacar nada en claro, o porque le ha visto entusiasmado en otra historia: ya no está pendiente de su casa, ni de él. “No tardarás en esfumarte", le oímos decir. Es la segunda vez que escuchamos su voz. Nuestra noche no está siendo muy distinta a la del escritor. Nos mantenemos en vela y en vilo, concentrados en su proceder, testigos privilegiados de la tarea que desempeña. Ojalá poder leer parte de lo que está escribiendo, ojalá alcanzar a ser el primer lector. Ese para el que todo escritor en secreto en verdad escribe. De no ser así, de ser uno entre cientos o miles, de buena gana esperaremos el tiempo que haga falta, incluso sin saber de cuánto se trata. Sólo hay alguien aquí que lo sabe, y no es otro que el viejo hombre sabio que desayuna frente a nosotros antes del amanecer. Él sabe. Él conoce. Nosotros no. Termina de beberse la leche y de comer las galletas, y sin entretenerse se dirige con el paso firme de quien tiene una misión, del que está a punto de lograr su objetivo, hacia la estancia donde todo sucede en el más absoluto silencio, aunque los personajes vivan mil experiencias y la historia narrada se esté convirtiendo en un todo que acabará respirando y existiendo  mucho más allá del escritor. Sentado frente a la máquina de escribir se  queda un momento sin mover ni siquiera una pestaña, pareciera que está a punto de santiguarse como los toreros antes de salir al ruedo, pero no,  respira hondamente, inspira y expira, coloca un folio en blanco y comienza de nuevo a escribir. A ese primer folio, le siguen unos cuantos más. No cesa hasta algo más de una hora después. Saca del carro el que es el último folio mecanografiado, lo deposita sobre la pila con los otros, le da la vuelta a la pila, y sobre ella coloca la pera que le sirve de pisapapeles. A continuación, complacido, estira los brazos por detrás de la cabeza, y choca las manos como en un aplauso que no acaba de ser. Se levanta con aire renovado. Obviando el cansancio que ha ido acumulándose durante la noche en sus huesos, porque la tensión de contar en plazo lo ha espabilado. Se acerca a la ventana, mira a través de ella, el sol del amanecer alumbra los cuarterones y su rincón del mundo. Sale de la estancia sin mirar atrás. Va al baño (de nuevo) y después a la cocina, donde prepara un rico café, y un crujiente y sabroso bocadillo de calamares. Tiene un hambre brutal. Come con ímpetu,  come sonriendo, sonríe con la boca y los ojos. Los ojos negros le brillan de satisfacción y contento. Recoge la cocina, friega lo de antes y lo de ahora; y seguidamente, desatranca puertas y ventanas. Se abriga con su viejo anorak polar negro con capucha de pelo. Abre la puerta de la cocina. El exterior luce radiante con una belleza difícil de asimilar. Camina. Pisa los restos de la tempestad. Montículos de nieve aquí y allá, ramas por doquier. El frío le quema en los pulmones. El sol le deslumbra. Desposeído de todo se maravilla de que eso tampoco le importe demasiado. Podría quedarse ahí de pie si le importase algo más;  sin embargo, el afuera, el exterior dejó de resultarle interesante hace mucho, como tantísimas otras cosas. Así que decide entrar en la casa, y al ir hacerlo, ve conservadas a ras del suelo las huellas de los juegos entre tres niños y su perra. Ríe, como hace tiempo que no lo hace. Ríe, como el luchador que no se rinde fácilmente. Ríe, un poco fuera de sí. Entra en la casa, se desnuda mientras la recorre. Ya desnudo se dirige al baño, se ducha con el agua caliente al máximo, y al salir va al dormitorio mientras se seca con una toalla. En él se viste con el pijama azul a rayas, y se mete en la cama a dormir como quien llega a la meta. A saber las horas que dormirá. Presumimos que lo hará sosegadamente y contento consigo mismo. Entretanto nosotros regresamos junto a la máquina de escribir, a preguntarnos si es correcto levantar el pisapapeles con forma de pera y leer.



LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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