a nadie sin necesidad: “No tengo
tiempo”.
Sería negarse, so pretexto de otras ocupaciones,
a los deberes que nos
imponen nuestras relaciones con la sociedad.»
—Marco
Aurelio—
Libro Primero, XII
Hace mucho, mucho, pero que
mucho tiempo me encontré en la ciudad de Lisboa con un viejo conocido cuyas
señas prefiero que queden en el anonimato. Al referirme a él como viejo es más
bien por su edad, que por el tiempo en el que lo traté. No obstante, a pesar de
los años en que el contacto entre los dos había sido nulo pues poco teníamos en
común, al encontrármelo a los pies en la
Torre de Bélem estimé oportuno saludarle. Yo estaba de viaje en Lisboa y
recuerdo que había pasado los dos últimos días contemplando gustosamente y
encandilada las fachadas de la capital lusa y él estaba de paso. Al indicarme
que estaba de paso. Caí en la cuenta de que él siempre había estado de paso en
todos los lugares y también en todas las personas. Es más, recordé que siempre
había pensando de él que había nacido para estar de paso y no dejar huella ni
en los sitios que habían sido morada suya ni en las gentes que trataba. Conocía
a grandes rasgos su vida y me constaba que no había sido capaz de echar raíces
en ningún lugar, siempre me había dado la sensación de que estaba en una
permanente huida. Huía de algo, probablemente de sí mismo. Y siempre huía
sabiendo que no iba a regresar jamás ni a los lugares ni a las personas. Había
huido del seno maternal a muy corta edad, luego del internado en el que le
instalaron, más tarde de la pequeña ciudad en la que había encontrado su primer
trabajo, luego de una gran ciudad al marcharse de ella su gran amor, más tarde
huyo de un matrimonio fallido y no voluntario, y poco tiempo después huyo de un
trabajo que le podía dar más prestigio que solvencia económica, y en ese momento, transitaba por tierras lusas como alma en pena. En esa época ya se le notaba un
cansancio no del que está de vuelta de todo, sino del que ha hecho de la huida
un estilo de vida y está comprendiendo que no le ha servido para nada. Siendo
como era demasiado amigo del vino y de los fulares y enemigo del agua y de los
gestos que comprende la buena educación, me confesó que le era imposible
entender y hablar correctamente portugués, por ello, sabía que pronto partiría
también de esa ciudad. Me propuso quedar al día siguiente en el mismo sitio
puesto que poseía algo que quería que yo tuviese. Ese gesto me extrañó, la
amabilidad y los detalles no estaban en su haber, pero pensé que quizá se
estaba desprendiendo de sus pocas pertenencias y puesto que se había encontrado
conmigo pues en ese día me tocaba a mí en suerte ser la depositaria de a saber
qué, de la misma forma que hubiese podido serlo cualquier otra persona. Al día
siguiente, en el mismo punto le vi acercarse a mí con aquel caminar suyo
dubitativo, cargaba con una raída mochila en su espalda y cuando se detuvo frente a
mí con aquel semblante que de tan insolente te repelía, la depositó en el suelo
y empezó a trajinar con lo que fuera que contuviese su interior. Pensé que
sacaría una botella de vino. Para seguidamente, preguntarme qué diantres haría
yo con una botella de vino. Pues nunca he sentido ninguna inclinación sino más
bien repudio por los hombres que beben vino, mucho vino, y llevan fulares.
Recuerdo que maldije el haberme encontrado con él. Y recé para que si sacaba
una botella de vino no la quisiese compartir allí mismo conmigo, pues sabía que
si sacaba una botella de vino de su mochila, me negaría en redondo a quedármela.
Y se lo diría tal cual. Sin ninguna clase de miramiento. Que el fuese un
bebedor consumado no significaba que el resto del mundo lo fuese. Pero para mí
asombro sacó un viejo libro de los pensamientos de Marco Aurelio, entonces
recordé que a lo único que se mantenía fiel, de lo único que no huía era de su
pasión por la antigua Roma. Y me dijo, allí, a los pies de la torre de Bélem: «Para ti. Quiero que lo
tengas tú.»
No sé por qué razón cogí de sus manos aquel ejemplar, aunque creo que lo hice porque por un
momento encontré en su mirada tal desamparo que me supo mal negarme. Y le di
las gracias. Sé que pude haberle preguntado: «¿Por qué a mí?» Pero no quise. Sentí que
sería como hurgar en una herida de la que yo no tenía ni la más remota idea, ni
de la que en verdad quería saber nada. Porque por muy curiosa que sea, sé que
de existir, existen los límites y que ellos forman parte de la buena educación.
No sé qué fue de él. No sé por dónde andará. Si está vivo o muerto. Lo único
que sé es que yo al menos le dedico un minuto de mi día a leer un pensamiento
de Marco Aurelio para luego seguir con el día e ir paladeándolo, ya que siempre
me lleva a buenas reflexiones y a interesantes preguntas. A diferencia de quien
me regaló el libro, yo, como Marco Aurelio jamás espanto a mis semejantes ni a
nada con la excusa de no tener tiempo. Cuando recuerdo al antiguo propietario
del libro, lo primero que me viene a la mente es que jamás tenía tiempo para nada ni para
nadie, puesto que muy posiblemente necesitaba cada segundo para huir de sí mismo o
de lo que fuera que huyese. Seguramente con la lucidez que dan los
años de vejez se dio cuenta de que la vida que había elegido para vivir le
había dejado con las manos vacías, que con aquella actitud suya jamás había podido apresar nada, que vivir sin tiempo para los otros o vivir
huyendo para no regresar nunca, era como no haber vivido. Por ello, lectores míos, jamás renunciéis a invertir tiempo en los otros y en aquello que despierte vuestra curiosidad pues el tiempo es vida y la vida solamente es rica y plena cuando se vive con los cinco sentidos. Lo contrario es estafarse a uno mismo.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz