«Dichoso
es el hombre al que cada día se le permite
contemplar algo tan puro y sereno como
el cielo
de poniente a la puesta del sol, mientras las
revoluciones irritan el
mundo.»
—Henry
David Thoreau—
Si algo me fascina es el juego de luces que posee la naturaleza. Es todo un espectáculo en sí dentro del gran espectáculo. Es rizar el rizo de lo sublime y lo extraordinario. Amo la naturaleza, lo sabéis bien, puesto que me siento parte de ella, y amo el gran espectáculo que resulta ser para los ojos que saben mirar. Porque la naturaleza siempre nos premia, devuelve y regala más de lo que podemos esperar de nadie ni de nada. Lectores míos, no sé si lo habéis experimentado en vuestra persona, pero la naturaleza siempre nos habla, continuamente, solo hay que saber escucharla y estar atento con todos los sentidos abiertos; y entonces, recibes, recibes y recibes regalos en todas las formas pensables e impensables. La naturaleza es un gran libro abierto del que aprendes cada día si de ese modo lo deseas. Ella te muestra el camino para conocer tu interior, es mentora y maestra. La naturaleza posee una alquimia que si estás ahí, que si te mantienes a su vera, te será revelada, convirtiéndote en una persona mejor, hasta estar en paz contigo mismo, hasta que todo a tu alrededor sea perfecto. Y la prueba de ello es que por cada segundo de tu vida que le entregas, ella te enriquece de un modo único, insólito, genuino y muy superior al tiempo que tú le has dedicado. Recuerdo muy vivamente cómo me encontré a mí misma siendo testigo de un momento mágico, pues de otra forma no puedo llamarlo, cuando hace unos meses al acabar de escribir en la tarde de un día plácido, me senté en plena naturaleza con todos los sentidos desplegados y expectantes, —aun sin esperar nada en concreto—, pero siendo consciente de que no me iría con las manos vacías, puesto que de sobra sé cómo la naturaleza siempre da la talla a quien le ofrece su mirada, a quien le da su lugar, su tiempo, su espacio, su valor. No obstante, os debo confesar que recibí mucho más de lo esperable. Recibí lo impensable, mientras Nuna corría tras su pelota roja y yo la observaba a ella y a la naturaleza en su atardecer, ya que me gusta ver como la luz del sol va cambiando y resalta en unas horas unos matices del paisaje y en otras horas otros. Como os he dicho antes, me fascina el juego de la luz en la naturaleza. Me fascina verla jugar. Ver de lo que es capaz. Por ello, me encontraba mirando el cielo, fijándome en como el sol volvía dorada la cumbre de una montaña que tengo muy cerca, a la vez que no perdía de vista a la perra, y en una de esas, en un brevísimo intervalo en que mi vista iba del cielo a Nuna y de Nuna al cielo, al volver a alzar la vista de nuevo, me encontré con un arcoíris enorme que estaba allí sobre nosotras cruzando todo el valle y que a la vista del ojo humano tenía más de un metro de ancho. Fue un momento grandioso, sólo Dios sabe cuándo fue la última vez que vi un arcoíris de semejante tamaño. Pues aun estando en la bóveda del cielo parecía que lo tenía al alcance de la mano. Parecía que lo podía tocar con los dedos. Y me oí a mí misma decirle a Nuna: «Mira qué belleza. Mira qué cosa más linda.» Y con paso firme, sin albergar ninguna duda, sin titubeos, el arcoíris se fue desdibujando y en un pispás desapareció. Pensé que podría muy bien haberlo soñado, pero no: era real. Era el juego de luces que la naturaleza me regaló para ese día en concreto, una dádiva sin precio y de incalculable valor. Porque fue la naturaleza con todo su poder quien convirtió un día que transcurría como otro día cualquiera en algo grandioso, en algo digno de ser recordado. Y aunque la visión de aquel maravilloso arcoíris fue algo muy efímero, pues desapareció en un santiamén, tal como fue estrechándose y borrándose, la sensación de felicidad dentro de mí fue ensanchándose ya que supe que al haberlo vivido iba a quedarse conmigo para siempre, como la más perenne de las vivencias. Yo existo y ese arcoíris existe y existirá eternamente en mí. Y por ese arcoíris, como por otros muchos regalos que la naturaleza me da, es decir, por el espectáculo que es la naturaleza en sí, es por lo que vale la pena estar en este mundo. Por eso, la naturaleza es mi particular potosí junto a mi amor. La naturaleza es el potosí de los seres humanos, como el arcoíris fue una especie de milagro, pues lo cierto fue que aunque me había tenido que abrigar esa tarde ya, todavía no había caído ni una sola gota.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz