Deposito sobre la mesa una
taza de chocolate caliente, es enero, en el exterior la nieve lo cubre todo
hasta donde alcanza mi vista. Desdoblo una hoja que tenía doblada y
guardada dentro de una vieja carpeta de bordes rotos y cintas deshilachadas. Es una vieja carpeta que lleva conmigo desde
que tengo uso de razón. No sé de quién fue, ni por qué la tengo yo, ni por qué
motivo llegó a mí como si de una herencia se tratase. A veces reviso los
papeles que contiene su interior. Algunos de ellos están escritos con una letra
angulosa de una belleza extraordinaria y otros son hermosas acuarelas. Y aun revisándola a menudo siempre me percato de que aún me falta
mucho por ver, leer y descubrir. Sé que todavía hay mucho material que me va a
sorprender, como el papel que hoy he desdoblado y que con sumo cuidado he depositado
también en la mesa pero a suficiente distancia de la taza. En él puedo leer trazos de una breve historia.
Bosquejos. Frases sueltas. Intento encontrar el hilo que une a cada una de las
frases que sí que puedo leer. Es como querer completar un puzle sabiendo que
algunas piezas nunca estarán a mi disposición. Sé que si quiero leerlo al completo tendré que rellenar los huecos con lo que se me ocurra. De lo que no me cabe duda, es del título del texto, pues quién lo escribió, lo hizo con un tipo de tinta distinta al resto
del relato, lo que ha hecho que éste resista el paso del tiempo sin perjuicio. Así pues leo el título
del texto: El bosque encantado; y ahí, me detengo. El título
siempre es un buen punto de partida, pero no el que le da oxígeno a la narración. El
verdadero punto de partida de una historia es tener una idea más o menos clara
de lo qué se quiere contar, para luego, determinar sobre qué puntales se va
sostener. Así que utilizo como puntales las frases legibles y el resto de la historia
la pienso y la repienso, la imagino, la invento, mastico cada palabra,
hago mías todas las posibilidades, hasta que al final la escribo y al acabarla
de escribir y releer, tengo la certeza de que es imposible de que diste mucho
del original. ¡Pero cómo saberlo! Esa es una de las muchas preguntas con las que
convivimos sabiendo que jamás serán contestadas. De modo que a continuación,
lectores míos, os ofrezco la inédita historia escrita en un papel desgastado.
Palabras frescas para una vieja historia. Savia nueva para el bosque encantado
que en otro tiempo seguramente fue de alguien experimentado y veterano de la
vida, es decir, de un sabio.
EL BOSQUE ENCANTADO
»Edith MacField, se durmió
sobre un lecho de hojas, había buscado con desesperación un lugar para dormir,
y al encontrarlo pensó que si encontrase un arroyo para al menos saciar su sed,
aquel lugar se parecería al paraíso. Pero sólo encontró unas huellas. Un
rastro. Y lo hizo dentro del profundo sueño en el que se sumergió al quedarse
dormida. Al dormirse había olvidado que estaba sola y extraviada en un bosque.
Un sopor inusitado se había apoderado de ella, tal vez, como consecuencia del
cansancio o de saberse perdida. En su sueño las huellas la condujeron a lo que
le pareció era una silueta pero que una vez allí comprobó que no era nada, si
acaso alguna sombra con figura humana. Estaba rodeada de altísimos árboles.
Eran tan altos que se dio cuenta de que le era imposible vislumbrar su copa y
ya qué decir de contemplar el cielo para ver si en él había nubes de tormenta o
por el contrario estaba raso y a punto de nevar. Por ello, decidió estirar el
brazo con la mano abierta para ver si por chiripa caía alguna gota del
cielo o un copo de nieve para lamerlo y saciar su sed, fue entonces cuando un
pájaro se posó en la palma de su mano y le preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Edith
MacField», le contestó ella, y el pájaro le dijo: «Pues bien, Edith MacField,
si te encuentras por estos lares con una mujer que tiene dientes de morsa no te
detengas, escóndete. No le preguntes nada.» Y Edith MacField le respondió al
pájaro: «Así lo haré, descuida.» Y el pájaro alzó el vuelo. Al cabo de un rato
le pareció oír una voz que le llegaba desde muy abajo, desde lo que ella pensó
que eran las raíces de un árbol. Escuchó y escarbó, no sin miedo a encontrarse
con la mujer con dientes de morsa, a la que ella llamó Morsa para sus adentros.
Edith MacField, siguió escarbando pues la voz cada vez era más audible, aun
así, por mucho que escarbase no daba con nada y tuvo la sensación de que jamás
daría con nada, y cuando estaba a punto de desfallecer, oyó a la voz, ―que
no es que sólo fuese audible sino que era profunda como de tenor―, que le
dijo: «Edith MacField, lo que has venido a buscar hasta aquí no lo vas a encontrar
en este lugar, lo tienes en el sitio de dónde has venido. Está allí. Sólo
tienes que prestar más atención y cuidado y de esa forma podrás preservar para
siempre lo que sabes que te será arrebatado en un futuro.» «¿Quién me habla?»,
le preguntó Edith MacField a la voz. «Soy yo, el bosque», le contestó la voz.
«¿El bosque encantado?», le consultó Edith MacField. «Sí, pero no sé si soy un
bosque encantado. Solo sé que estoy encantado de poderte ayudar Edith MacField
y ahora despierta a la de tres. Uno, dos, tres», le respondió el bosque. Edith
MacField, despertó y al salir del sueño, reparó en que se hallaba plácidamente
tumbada en la cama de su conocido y confortable dormitorio, y se descubrió a sí
misma serena y plácida porque tenía ya la respuesta a lo que desde hacía meses
la atormentaba: la pérdida de los seres amados.«
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa
Sanz