No hay dos noches iguales.
Anoche el cielo estaba tan próximo a mí que pude tocar las estrellas con las
manos de haberlo querido. Me bastaba con ponerme de puntillas. Jamás he sido
tan feliz como ahora que poseo la capacidad de ver y formo parte del mundo natural.
Soy honesta conmigo misma al tomar conciencia de cómo en esta etapa de mi
existencia en que mí vida está totalmente ligada a la naturaleza la felicidad
ha tomado forma, cuerpo, se ha hecho tangible como nunca antes. Ser honesto es
vital para tener una vida plena. Es esencial para alcanzar la plenitud. Pues
existe una larga lista de cualidades de las cuales el ser humano puede hacer
gala, incluso presumir, pero todas se quedan en nada si no es la honestidad la
que la encabeza. La honestidad es la gran cualidad entre todas las cualidades.
La honestidad es la más poderosa y la más importante de las virtudes. La
honestidad es quien debería regir nuestras vidas. De hecho es la que prima y la
que destaca entre todos los valores que una persona sana debe poseer. La
honestidad es quien nos convierte en seres humanos íntegros. Sin honestidad
somos como una mesa sin patas, un billete de trescientos euros, un
amor nunca correspondido, una carta sin destinatario, un reloj
averiado, un tren sin estaciones, un texto sin vocales, un libro sin páginas. En definitiva, sin
honestidad somos unos inútiles. Sin honestidad sólo somos fracaso. La
ausencia de honestidad en una persona es el mayor de todos los fracasos y en
buena medida lo es porque el ser honestos responde a nuestra voluntad. Abocarse
o no a tal despropósito en sí mismo ya retrata la clase de persona qué somos y
qué mostramos al mundo. La honestidad tiene muchos sinónimos pero en cambio
sólo tiene un antónimo: la deshonestidad. Es decir, la falta de honestidad, de
ética, de rectitud y de honradez. O sea, lo que la inmensa mayoría de padres no
desearían para sus hijos. De modo que si ningún padre desea que su vástago se
convierta en un ser al que puedan tachar de deshonesto no alcanzo a comprender
cómo es posible que haya personas capaces de ser deshonestas consigo
mismas y se autoengañen con una facilidad incomprensible. Actitud que da debida cuenta de lo poco que se aman. Con lo
cual es fácil deducir que si alguien es capaz de no amarse, poco amor tendrá
para dar desde su más sincero y noble yo. La honestidad es verdad en estado puro.
Lo contrario puede servir en un momento dado de subterfugio, de trampantojo, de
excusa, incluso, de burladero; pero si se opta por mantener esa
actitud en el tiempo y en el espacio, flaco favor se hace uno a sí mismo. Puesto que de
llegar siempre llega la hora en que la verdad se planta frente a nosotros a
palo seco, sin parafernalias, ni florituras, ni embustes. La verdad como le dije
un día al genio de la botella es como
la mierda que siempre sale a flote. Y, qué patético, triste y penoso tiene que ser encontrarse a ciertas alturas de la vida con que toda la historia que sobre ti
te has contado es una auténtica farsa, una pantomima; y, por el contrario, qué
liberador y sano es saber que ni por un segundo te has ocultado nada, que siempre has sido honesto contigo y con todas las personas que se han cruzado en
tu caminar. Porque siempre has sido
consciente de que rechazar la honestidad es despreciar la
plenitud en la vida. Siempre has sabido que no ser honesto es como rehusar una medalla, no antes de haber llegado a la meta, sino antes de haber salido a correr. Lo que resulta ser una sandez. Sí, lectores míos, repudiar la honestidad es aislarse y abandonarse, es algo de lo
que arrepentirse siempre, hasta exhalar tu último
suspiro. Pues no hay forma de expiar, reparar, enmendar, borrar el no haber
sido honesto ni siquiera contigo. Así que seáis lo que seáis en la vida, por encima de todo, sed honestos.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
María Aixa Sanz