y empezó a lloviznar sobre el
jardín. Yo merodeaba en el interior de la casa,
ocioso y al mismo tiempo
aguijoneado por la curiosidad.
Élisa quitaba el polvo a los muebles del comedor.
Me habría gustado saber quién era, quién iba a ser.
Me demoré, vigilante, en mi
papel de discreto observador.
No me daba la impresión de que se hubiera
percatado de mi presencia, tenaz aunque salpicada de idas y venidas.»
—Jacques
Chauviré—
Ayer me senté a escribirle
una carta a alguien que es, ha sido, y siempre será una de las personas más
importantes de mi existencia. Tenía que escribirle una carta para adjuntársela al
libro que Santa dejó en mi casa para
él. No falto a la verdad si digo que lo que nos une es toda una vida en común.
No sé exactamente qué somos, pero de él y con él he aprendido muchas cosas a lo
largo de mi vida, una de ellas: que hay relaciones a las que no se les puede
poner una etiqueta. Nosotros somos buena demostración de ello, pues incluso sin etiqueta llevamos toda una vida juntos aun
en la distancia, aun en el tiempo, y en nuestro pensamiento siempre está ese contigo siempre, jamás sin ti con el que
nos despedimos cada vez que ponemos el punto y final a una carta. En muchas
ocasiones él me ha preguntado: «¿Qué
tenemos cómo prueba de que esta relación se mantiene además de en el tiempo
también en el espacio, amén de la eterna y urgente necesidad de saber el uno
del otro?» «Los libros, las lecturas», le respondo yo, cada una
de las veces, en que él me formula la misma pregunta como queriéndose asegurar
de algo que ya sabe. Es decir, de que nuestra relación sin etiqueta es de todo
menos efímera y temporal. Y se lo contesto como siempre se lo he dicho todo:
con la verdad en la boca y la confianza balanceándose en mi ser al saber que
estoy en lo cierto, pues a menudo cuando repaso mentalmente los libros leídos y
cuántos he compartido con él me da vértigo el número, puesto que son todos.
Todos los libros leídos a lo largo de toda una vida. Y toda una vida en nuestro caso no resulta ser una metáfora sino es
un hecho. Sólo tenemos que quedarnos de pie frente a nuestras bibliotecas
privadas o trasladarnos a cada lectura o a cada título que habita en nuestro
recuerdo para saber que no hay lectura sin el otro, que no hay libro que no
hayamos leído juntos, que no hay ningún título del que al leer las primeras
líneas no nos hayan devorado unas ganas apremiantes de hacer partícipe al otro.
Por ello, no falto al rigor, cuando le digo a mi adorado y cómplice C. que el
testigo de nuestra relación son todas las lecturas que hemos compartido, y con
ellas, los sueños que llevaban implícitos y el jugo que siempre le hemos sacado
a cada una de ellas. Personalmente, no imagino ningún instrumento más
maravilloso para ser testigo y testimonio de algo que un sinfín de historias
narradas que han elaborado, una a una, un tejido en el que ese nosotros particular y peculiar que somos
se sostiene con la fortaleza de una construcción vetusta a la que nada ni nadie
puede demoler ni destruir. De la mano y con la misma ilusión nos hemos adentrado con aire
de aventura y con las ganas de la pasión por descubrir juntos mundos nuevos en El café de la juventud perdida, en Memorias de África, en El buscador de oro, en La escritura secreta, en El maestro de las almas, en La palabra más hermosa, en El cielo es azul, la tierra blanca, en Póquer de Ases, en Ángulo de reposo, en La
librería, en La dama y el recuerdo, en La señora Lirripier, en La fábula de la alforja robada, en Alí y Nino, en La viola de Tyneford house, en
El insólito peregrinaje de Harold Fry, en La brújula de Noé, en
Mr.Gwyn, en Una dama extraviada, en Lucy Gayheart, en La cata, en La lluvia antes
de caer, en Saltaré sobre el fuego, en A la intemperie y un largo, largo,
largo etcétera. Para mí saber al recordar una historia o simplemente el título que la he compartido con mi adorado y cómplice C. es mi enorme tesoro, es mi placer y mi fortuna. Pues la nuestra es una de esas relaciones sin etiqueta que con
el paso del tiempo se vuelven sólidas, resistentes, que no mueren ni languidecen
sino que forjan el carácter de sus componentes como la
tempestad forja el carácter de los supervivientes. Y, lectores míos, si tuviera que
elegir otro testigo distinto a las lecturas, a los libros, para nosotros dos, en verdad no lo
quiero, las quiero a ellas: a las lecturas. Puesto que esa es la única forma de
compartir no sólo todo un mundo sino todo el Universo con otro ser. Y yo para
ese nosotros sin etiqueta que somos desde hace toda una vida, deseo el Universo
entero con todas sus constelaciones. Y ahora, a continuación, a la carta le
adjuntaré su ejemplar de Élisa de
Jacques Chauviré, una novela que sé
que le sabrá a gloria puesto que le conozco bien y sé de qué materia están
hechos sus sueños.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
María Aixa Sanz