“¿Puedo pensar que se ha vuelto loco, sin parecer que el loco soy yo?”, le preguntó Neville a Margaret, mientras caminaba cogido de la mano de su esposa. “No está loco. Se siente viejo y solo. Está asustado”, le indicó Margaret. “Pues la forma que ha ideado para remediarlo es bastante disparatada”, apuntó Neville. “Puede. Pero cosas más raras se han visto”, le contestó ella. “Me saca de quicio él y sus argumentos sin pies ni cabeza. ¿Lo has oído, Margaret? ¡Por el amor de Dios! Dos propuestas de matrimonio a dos desconocidas, que si reaccionan bien se reirán en su cara, y si reaccionan mal, le darán un merecido bofetón. Qué ganas de hacer el ridículo.“ Neville hablaba más para sí, que para ella. El asombro lo llevaba siempre a querer aclarar las ideas en voz alta. “Le he oído. Claro que le he oído”, le respondió Margaret sin poder contener la risa. Como cada una de las veces que en su vida en común eran testigos de situaciones realmente absurdas, ambos se miraron cómplices y estallaron en carcajadas. No pararon de reír hasta que se detuvieron frente a la puerta del centro donde ella trabajaba. Se despidieron demasiado amorosamente para lo habitual en la gente de su edad y para un matrimonio de décadas. Había veces que parecían novios que acababan de estrenar el mundo. Neville dio la vuelta y regresó a su casa hablando de nuevo consigo mismo. Al rato de llegar, cuando hacía poco más de diez minutos que intentaba leer sentado en su butaca, llamaron al timbre por segunda vez desde el amanecer. Resopló, se levantó, pasó por delante del escritorio y tras recorrer el largo pasillo y bajar un tramo de escaleras, llegó a la puerta. Una sonrisa como de mediodía abrazada a un paquete le dio los buenos días. Era la sobrina de Adelaida Whitaker (la que menos se parecía a ella) con la lámpara que había comprado el día antes. Neville se dio una palmada en la frente. Con todo el trajín de Aldo había olvidado por completo el regalo de Margaret y el reparto con la furgoneta. Le pidió disculpas a la chica. La chica rio. Tenía una risa limpia. Agua fresca en la mañana. Se ofreció a subir la lámpara hasta el piso. Neville accedió. Hizo aspavientos de lo bonita que le resultó la casa. Al despedirse, así como de corrillo, le confesó que ojalá de joven se hubiese casado con su tía. Neville sintió moverse el piso a sus pies. Se tambaleó y cerró la puerta de la calle como pudo. Directamente se fue al baño, presa de un fuerte retortijón de barriga. Sentado en el retrete, y después durante el resto de la mañana, no paró de preguntarse: ¿cómo diantres aquella muchachita podía leer su mente y saber de la existencia del terco pensamiento que se agarraba a su cerebro cada vez que veía a su tía? La exquisita crema de puerros y el pollo al limón que Margaret le preparó para comer la noche anterior, lo reconfortaron enormemente. La jornada le estaba resultando extraña y bastante exasperante. Al menos, en la comida de Margaret y en su cocina, halló la paz del hogar. Mientras fregaba los platos se prometió tener una tarde tranquila. Se sentaría en el escritorio y se sumiría en el aburrido letargo de la memoria; hasta que la vida que habitaba en el cuerpo de Margaret, le hiciese quedarse sin aliento. Se sentó, bostezó, hojeó las páginas que tenía escritas y cuando fue a transcribir el último audio que había grabado sintió terror. Auténtico terror. Una pregunta que le pareció horrorosa se instaló inesperadamente en su cabeza: ¿ y si era la propia Adelaida Whitaker quien había alertado a su sobrina sobre su enamoramiento? Imaginar que ella lo sabía, o peor, que incluso lo supiese desde siempre hizo que se le cayese el alma a los pies y que la hora se hiciese añicos. Estaba preparado para todo en la vida, excepto para que Adelaida Whitaker leyese su interior como leía una partitura musical. Deseó que el día acabase de una vez por todas. De vivir solo se hubiese acostado inmediatamente. Correría las cortinas, apagaría las luces y se metería debajo del edredón. Al llegar, Margaret, lo vio ordenando el escritorio. Intuyó que estaba nervioso. Neville encontraba en el orden, sosiego. Para cuando se sentó en la butaca como cada tarde, el rostro de su marido lucía relajado. Si para ella fue muy hermoso hacer el amor en esa hora con él; a Neville, le liberó. Hacía pie dentro de su mujer, cuando el exterior andaba revuelto.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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