A LA MAÑANA SIGUIENTE mientras los tres (padre, madre e hijo mediano) disfrutaban del desayuno, llamaron al timbre. Neville fue quien abrió la puerta e invitó a pasar a Aldo. Acudía a él (como siempre después de una pelea) con muestras de un pesar profundo. Llevaba consigo debajo del brazo una bandeja con un surtido de pastas y pasteles; y en la boca, la vieja cantinela de que se comportaba mal porque se sentía como un pez en una pecera. Continuamente observado. Le agobiaba notar tantísimos pares de ojos puestos en él. Hasta que llegaba la hora en que estallaba, se desdoblaba y de forma tosca salía al exterior. Invariablemente Neville era quien pagaba los platos rotos. Su amigo más antiguo. Aldo ponía mucho énfasis y teatralidad en la explicación. Era la risa de los tres hijos del matrimonio, que desde niños, a sus espaldas le parodiaban desternillándose. Entretanto daban cuenta de la bandeja, Neville, no pudo evitar notar un cambio súbito en el humor del hombre. De golpe y porrazo, vio como internamente se tronchaba de risa. La risa de quien oculta algo y se muerde la lengua para no desvelar. Miró a Margaret y a su hijo para que ambos viesen en Aldo lo mismo que él veía. En unos segundos otros tres pares de ojos le observaban en silencio. “¿Cuál es tu secreto? “, le preguntó Neville. Margaret casi se cae de la silla de la sorpresa, en el mismo instante en que su hijo vio imposible ocultar la risa. Su padre no solía ir con disimulos. Era franco hasta dejar desnudo al de enfrente. “Todo va a cambiar en los próximos días. Voy a realizar dos propuestas de matrimonio”, le respondió a su viejo amigo, mirándole a los ojos seriamente. Al pronunciar aquellas palabras se le había borrado todo rastro de estar riéndose para sus adentros. Se puso serio en exceso. Como si en vez de a Neville fuese a su propio padre a quien le daba la buena nueva. Esa vez fue Neville quien casi se cae de la silla de la sorpresa. Margaret y el mediano de sus hijos se dieron un codazo sin mediar palabra. Eran todo oídos. Todo atención. De pronto aquella primera hora de la mañana se había convertido en un ínterin de lo más entretenido. “Dos. Ni más, ni menos” , subrayó Neville. “Sí. La primera, a Selena. La mecanógrafa del coro. La segunda, a Evelyn. Una de las profesoras del instituto”, les informó Aldo. ”¿Ellas saben que existes?”, le preguntó Neville. “¡Menuda pregunta estúpida!”, respondió molesto Aldo. “Selena me conoce de siempre. Es la mecanógrafa del coro desde hace más de treinta años. Y Evelyn me saluda todos los días en la cafetería. Nos cruzamos en la puerta desde hace al menos unos cinco cursos”, le explicó Aldo. “No me refiero, viejo tonto, a si te conocen de vista. Te estoy preguntando: ¿si tienes tratos amorosos con ellas? ¿Si ellas saben de tus intenciones?“, le aclaró Neville. “No, a lo primero. Sería indecoroso sin estar casados. Y no, a lo segundo. No tienen por qué saberlo. Salvo vosotros tres, nadie más conoce mis planes. Es un secreto. ¿Lo comprendes, Neville? Un secreto, es un secreto. Ellas no tienen forma de saberlo. A no ser que vosotros les vayáis con el cuento, tras marcharme de vuestra casa”, les dijo Aldo. “Creo que hasta aquí ha llegado esta conversación, Aldo. Margaret, ¿quieres que te acompañe al trabajo? Y, tú, muchacho, ¿no habías quedado?”, les espetó Neville mientras respiraba profundamente, se levantaba de la silla y deshacía la improvisada reunión. Margaret se levantó a continuación, su hijo también. Besó a padre y madre, se puso el anorak y salió a la calle sin poder parar de reír. Había quedado con un par de amigos para organizar una caminata de dos días por el bosque nevado en el que jugaban de críos, durante las temporadas en que la familia pasaba allí las vacaciones. Margaret desapareció unos minutos y regresó de nuevo enfundada en su enorme abrigo de plumas y en sus botas de piel y lana. Cogió de la mano a Neville y lo arrastró hacia la calle. Aldo les siguió. Se había quedado mudo tras la reacción de su amigo. Dobló en la primera esquina sin despedirse, intentando calmar la agitación que notaba en el pecho. Repetía para sí, en bucle, cada palabra dicha y llegaba cada una de las veces a la misma conclusión: la reacción de Neville sólo podía deberse a los celos.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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