Cada tarde que pasaba en el escritorio sin darse cuenta se le iba el tiempo. No reparaba en la hora qué era hasta que su nariz percibía el olor del jabón que Margaret utilizaba al ducharse, y notaba en su coronilla, los labios de ella: besándosela. No la escuchaba abrir y cerrar la puerta de la calle, ni la oía entrar y saludarle, ni atendía a su prisa por meterse corriendo en la ducha antes de nada. Sólo volvía en sí realmente cuando se dejaba caer a su lado (en la butaca situada junto al escritorio) con una sonrisa feliz dibujada en el rostro magnífico y cansado. Al contemplarla recién salida de la ducha y con la bata de estar por casa entreabierta regresaba de allá dónde hubiese pasado la tarde al presente. Margaret tenía diecisiete años menos que él. Y se notaba. Siempre lo había notado. Puede que cada día lo notase más, y tal vez, en alguna hora le llegase a molestar. Pero por el momento encontraba la diferencia de edad como un elemento estimulante. Desde que la conoció se lo había parecido. Le fascinaba ser el centro de atención de una mujer más joven. Le resultaba adictivo. Adoraba como ella se instalaba en el hueco de su cuerpo, como se abrazaba a él, como lo hacía sentir su hogar, no sólo su hombre. Ambos sabían qué podían esperar y qué no del otro. Se respetaban. Se complementaban. Se deseaban. Se amaban. En un baile de a dos, como en un ritual de apareamiento, en una especie de necesidad a esa hora ella y él eran uno. Dos cuerpos, un deseo. Cada tarde de cada día se sentían más vivos e inmortales y menos vulnerables en el placer del otro. Podría decirse que el sexo les hacía sentirse valientes y el buen sexo unos privilegiados. Unos minutos antes de cenar oyeron la puerta de la calle y por la forma de caminar y de silbar, se miraron a los ojos y sonrieron, al comprender que el mediano de sus hijos iba a quedarse unos días con ellos. De los tres hijos que tenían era el que tendía más a sorprenderles con sus visitas. En la misma medida en que el mayor era el serio y formal, y la pequeña la inteligente y divertida, el mediano era el valiente y extrovertido, al que le gustaba más improvisar sobre la marcha. Así que como por arte de magia allí estaba de pie en mitad del estudio achuchando a su madre, chocando los cinco con su padre. Interrogándoles sobre sus días y sus noches. Neville estaba orgulloso de igual manera del buen corazón que poseían sus hijos; como de la relación de amistad, cercanía y confianza que había logrado establecer con cada uno de ellos. Cuando Margaret quedó embarazada del mayor, se prometió ser un padre al que su hijo pudiese acudir, se prometió tener siempre una respuesta y un abrazo en cada ocasión que su hijo la necesitase. Deseó ser lo opuesto a lo que su padre había sido. Lo consiguió. Jamás ninguno de sus hijos había encontrado en él un signo de rechazo, de desprecio o de hacer de menos su valía, su esfuerzo, sus sueños, sus logros. Desde la infancia Neville en su casa había experimentado la dureza de ser ignorado, de ser rechazado. Y, puesto que conocía de primera mano, la clase de erosión que serlo provoca en el corazón y en la confianza de un niño; nunca quiso algo semejante para sus hijos. No quiso para ellos una existencia anhelante de una palabra de reconocimiento, de un gesto de aprecio, una vida sin calor y amor. Sabía que si él era un tipo duro y noble, y si poseía la templanza para controlar las situaciones más adversas y salir de ellas sin ayuda, era porque su padre jamás sintió el más mínimo interés por él: ni de niño, ni de joven, ni de adulto. Nunca obtuvo su respaldo y mucho menos le tendió la mano. No pudo contar con él, celebrar, llorar, reír, disfrutar, y estaba al tanto de que cuando a sus oídos llegaban sus logros (los territorios que iba conquistando) siempre los hacía de menos. Sin embargo, Neville, aun a pesar de haberse convertido en un hombre de una gran solidez; de tener la facultad de variar la historia, la hubiese cambiado por ser un hijo amado, del que un padre se siente ilusionado y orgulloso. Cierto era que la fortaleza de su carácter y de su mente le habían llevado a conseguir sus sueños profesionales y personales; pero, por el contrario, había tenido que aprender a vivir y a lidiar con un niño rechazado en su interior. De adolescente, no tanto de joven (quizás por ello no le declaró su amor a Adelaida Whitaker) le provocaba un miedo irracional sentirse rechazado. Con la vida comprendió que no había ninguna tara en él, que las personas podemos gustar más o menos, ser aceptados o no, bienvenidos o no, pero eso no cambia nunca quienes somos. Con el rechazo nadie puede borrar del mapa a otro ser, modificar nada de su existencia, anular los triunfos, ensalzar las derrotas. A decir verdad, la mayoría de las veces (puede que todas) la cuestión que ofende de nosotros está interiorizada en quien nos rechaza. Es más un problema del otro que nuestro. En no pocas ocasiones, también al peinar canas, comentó que de poder elegir hubiese preferido tener un padre ausente al uso; de los que se largan y ya no los ves más, a uno que incluso estando presente está más ausente que nadie. Lo hubiese preferido por la sencilla razón de que lo que le provocaba dolor y una inmensa tristeza estaba a la vista cada día. El rechazo se producía en sesión continua. No era temporal, fruto de una mala hora, no era algo que iba y venía. No. Nunca variaba. Eso era lo peor. Era una certeza perenne. Hiciese lo que hiciese, su padre jamás daba muestras de que él existía. No lo veía. Podía estar delante, una y mil veces, que Neville no sólo se sentía ignorado, también trasparente e invisible a ojos de su progenitor. Unas Navidades mientras montaba el árbol con sus tres hijos, mientras la pequeña le entregaba con sumo cuidado cada una de las bolas a colgar, reparó en que eso era algo de lo que el niño que fue jamás había disfrutado, y de repente, vio como nunca antes a su padre. No creía en nada. Su padre no creía en nada. Ni en Dios, ni en sus congéneres, ni en la familia, ni en su propio hijo. Su existencia tenía la raíz en una falta total de fe. Por vez primera sintió sincera lástima de él porque era demasiado a lo que había renunciado voluntariamente. Se preguntó qué provecho había sacado (en lo personal) de ser así.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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