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jueves, 22 de junio de 2017

EL VIEJO LOCO DE LA ISLA


«Y en ese nuevo mundo había quien penaba sus penas de amor vertiendo lágrimas y otros, los más sabios, las penaban comiendo pan y dejando que el tiempo volatilizará aquel sentimiento de traición.» ¡Fascinante! Me pareció desde un primer momento realmente fascinante la historia que me contaba Didier. Didier es como el punto negro de la isla. Todos le evitan ya que creen y lo creen como si de una certeza se tratase que rondarle te echa encima la mala suerte, de modo que los vecinos llevan a rajatabla lo de evita la ocasión y evitaras el peligro. Didier es un viejo loco y se sabe que está loco porque se comportaba como tal, es decir, da vueltas sobre sí mismo, gira sobre su propio eje y repite sistemáticamente los mismos comportamientos y movimientos, y también tiene siempre la misma actitud. Cuenta desde hace muchísimos años la misma historia, una vez tras otra. La ha repetido tantas veces que ha erosionado su día a día, su tranquilidad y los mimbres con los que está hecho. Esa historia ha sido para él como la gota que cae siempre en la misma superficie hasta agujerearla, le ha agujereado a Didier el cerebro.
Descubrí a Didier una mañana en que Alberto se fue a fotografiar el fondo marino y Nuna y yo que le esperábamos correteando por la playa, le vimos sentado en un banco frente a la mar. Desde ese día nos dimos cuenta de que cada día que pasábamos por allí, Didier estaba siempre sentado en el banco, dándole la espalda al mundo. Pero cuando yo tenía la intención de acercarme a él, Nuna ladraba y yo obedeciendo a la perra, daba la vuelta y me marchaba, prometiéndome que a la mañana siguiente le preguntaría a aquel hombre quién era. De modo que una mañana en que el cielo estaba cubierto de nubes y éstas estaban preñadas de lluvia me decidí a verle el rostro y a escuchar su voz, y en un ataque de valentía e imprudencia mandé callar a Nuna y me acerqué al banco donde estaba sentado Didier. Aproximarme a él por detrás no me pareció correcto, no quería darle un susto por nada del mundo, así que grité: «Buenos días, señor.» Alcé tanto la voz que incluso yo misma me di cuenta de lo estridente que había sonado el saludo.
—Buenos días, forastera —me respondió Didier.
—¿Cómo sabe que soy forastera?
—Porque todas las mañanas, desde un tiempo a esta parte, os veo pasear a tu perra y a ti. Y sé que no sois de aquí.
—¡Ah!
—¿Ya os vais a vuestro país? —me preguntó Didier.
—No, de momento no, señor.
—¿Cómo se llama tu perra?
—Ella es Nuna.
—Mi nombre es Didier. Encantado de conocerte Nuna —Didier le hizo una reverencia a Nuna y yo no pude evitar reírme.
—¿Me permite hacerle una pregunta? Aunque esto ya es de por sí una pregunta. Me refiero a otra pregunta, además de la que le acabo de realizar.
—Sí. Claro ―me respondió el hombre.
—¿Por qué siempre está sentado aquí solo, sin hablar con nadie? —al verle la cara a Didier me di cuenta de que no era ningún adefesio, ni tenía verrugas, ni ninguna cicatriz, ni nada que pudiera resultar desagradable a la vista y repeler por tanto a la gente. Incluso, pensé, que alguna vez debió de ser guapo. Por eso me extrañó la soledad que desprendía, a no ser que fuese buscada.
—¡Huy! Porque ya nadie quiere oír mi historia. Todos los de esta isla la conocen. Están hartos de mí. La gente se harta y uno se vuelve invisible.
—¿Puede contármela a mí? Yo no la sé, y Nuna tampoco.
—Eso es magnífico. ¿En serio quieres escucharla?
—¡Claro que sí! Por supuesto. Me encantan las historias.
—¿Quieres que empiece ahora? Te aviso de que es larga.
—No. Ahora no. Mejor mañana. Ahora Nuna y yo debemos volver a la casa, además creo que de un momento a otro va a llover. ¡Mire, ya están cayendo las primeras gotas!
—Vale. De acuerdo. Entonces hasta mañana. ¡Corred chicas! ¡Corred antes de que os alcance la lluvia! —dijo Didier, y Nuna y yo echamos a correr hacia la casa. La tormenta había decidido descargar sobre la isla y corrimos bajo la lluvia, empapándonos felices pues había una cierta belleza salvaje en aquel acto de correr y no poder evitar calarse hasta los huesos. Cuando llegamos a la casa estábamos empapadas y sin resuello y Alberto nos miraba maravillado. Me percaté, en ese momento, de que cuando empezó a llover, Didier no se había movido del banco. Nos ordenó que corriésemos, pero él no se movió. Sin embargo, desestimé el pensamiento por absurdo y no le di más vueltas. Y a la mañana siguiente cuando el hermoso sol nos cubrió a todos de gloria, y Nuna y yo nos dirigimos al banco de Didier, sin entretenernos con nada, ni con nadie, ni en ningún lugar y le encontramos allí, en la misma posición y con el mismo semblante, con la ropa todavía húmeda, el pensamiento que había desechado el día anterior regresó a mí, pero no osé en preguntarle si lo que intuía era real. De modo que de nuevo lo dejé estar y tras darle los buenos días, le invité a degustar y comer unos panecillos rellenos de mermelada de melocotón que Alberto había traído de la panadería y que yo había colocado en una bolsa de papel para compartirlos con Didier.
—¡Oh! ¡Excelente! —exclamó Didier.
—¿Le gustan?
—Están riquísimos —me respondió Didier, que devoraba los panecillos como si llevase siglos sin comer.
—Me alegro de que le gusten.
—¿Por qué me has traído panecillos? —le preguntó Didier.
—Porque Alberto me ha enseñado que a quien te cuenta una historia, siempre se le debe dar algo a cambio. Si no trae mala suerte. Pues las historias no pueden ser gratis. Se le ha de pagar con algo a quien te las cuenta.
—Sabio consejo. ¿Quién es Alberto?
—Un viajero. ¿Me va a contar su historia?
—Si te empeñas forastera.
—¡Claro que sí! Soy toda oídos. ¡Vamos, Didier, cuénteme la historia! —y Didier se puso a contarme su historia y en verdad era larga porque habían trascurrido tres horas cuando llegó el final de la misma: «Y en ese nuevo mundo había quien penaba sus penas de amor vertiendo lágrimas y otros, los más sabios, las penaban comiendo pan y dejando que el tiempo volatilizará aquel sentimiento de traición.» La historia me fascinó y así se lo hice saber. Por ello aplaudí cuando Didier la finalizó y aunque la historia tenía todas las hechuras y componentes de una historia de amor que termina mal, por tanto, era muy triste, me pareció muy pero que muy hermosa. Didier no se tomó a mal los aplausos, entendió que aplaudía por la narración en sí, no porque me alegrase de que él fuese el protagonista de un romance malogrado. Y mientras Didier disertaba sobre la exactitud y lo gratificantes que resultan ser los aplausos, le pregunté:
―¿Podrá contarme otras?
—No. No tengo otras. Solo tengo una historia y es la que te he contado. Puedo contártela todos los días si quieres, pero siempre la misma. Por eso ayer te dije que toda la isla la conoce. Se me han acabado los oyentes.
—¿Y por qué no va por los caminos del mundo? En ellos, encontraría a muchísima gente dispuesta a oír su hermosa historia y cada vez los oyentes, como usted los llama, serían distintos. Podría ser algo que estuviese bien —Didier rió al oírme.
—No te digo que no. Me lo pensaré. Quizás sea hora de irme a otro lugar —me dijo Didier, pero lo dijo de la boca hacia afuera, para no desilusionarme. Sin embargo, Didier de sobra sabía que no se movería de aquel banco ni un centímetro. Y yo también lo supe. Pero no soy nadie para robarle la ilusión ni las esperanzas a otro ser vivo, ni mucho menos, para destapar una mentira piadosa. Por ello volví a callar como con lo de la lluvia. Cuando nos despedimos le prometí a Didier que Nuna y yo volveríamos y así lo hicimos, aunque más de un vecino me advirtió de que frecuentar a Didier atraía a la mala suerte. Sin embargo, yo me sentía inmunizada pues cada vez que iba le traía panecillos, es decir, pagaba por su historia y alejaba con ello lo gafe que pudiera haber en Didier. Pero incluso, Alberto, que no suele meterse en mis experimentos, ―que es como él llama a mi forma de intentar comprender el alma humana para retratarla después con palabras―, me dijo que fuese con cuidado. Al frecuentarlo me di cuenta de que si bien era verdad que contaba siempre la misma historia mientras comía panecillos, cada vez que lo hacía, cambiaba aspectos de la misma. Y como las variaciones y los matices eran diferentes y notables, la historia cada vez tenía un color distinto. Eso me tenía deslumbrada. Sé que hay muchas maneras de contar una misma historia y con Didier lo comprobaba y Nuna y yo volvíamos de cuando en cuando para oírla de nuevo, igual pero distinta. Y en esas visitas a Didier, me pregunté cuánta locura puede acarrear la soledad no buscada. Entendí que uno para hacer ciertas cosas tiene que sentirse muy solo, e intuí que de ahí a acabar loco sólo hay un pequeño trecho. Aunque al principio me costó admitirlo, al final acabé pensando como todos, que Didier está loco. Puesto que giraba sobre sí mismo y ni siquiera se percataba de que Nuna y yo estábamos delante; y aun pudiendo hablar conmigo de otras cosas, como había hecho los dos primeros días, se limitaba sólo a contar su historia. Didier jamás volvió a realizarme una sola pregunta. Y la sorpresa, el disgusto y la verdad me llegaron una mañana cuando le realicé a Didier una pregunta trivial y su respuesta me sumió en el desconcierto, pues gritó: «¡Ah! Esta maldita cabeza con su vocecita. ¿Por qué no me deja en paz? ¿Por qué me atormenta con estupideces?»
—Pero señor Didier… —le dije, turbada.
—¡No! ¡Cállate!
—Pero es que no es su cabeza, no soy una voz dentro de su cabeza. Soy real. Yo existo. Nuna existe. Somos reales. Estamos aquí —y le toqué la manga del gabán a Didier, pero ni siquiera se percató de ello.
—¡No! ¡Eres solo una vocecita que me atormenta! ¡Estás dentro de mi cabeza! ¡Eres una ilusión dentro de mí y a las ilusiones no hay que hacerles caso! ¡No existes! ¡No eres verdad! ¡Tan solo eres una ilusión!

Desde ese instante, desde ese día en adelante, no nos hemos acercado más a Didier. Ya que yo abandoné el banco francamente triste y Nuna ladrando como una fiera. Probablemente si hubiese querido regresar al lado de Didier, Nuna me lo hubiese impedido. Pero no hemos vuelto. Soy consciente de que seguramente Didier no sabe ni siquiera que existimos, ni que habló con nosotras. Y a una pregunta de Alberto, le dije: «Esta vez la gente tenía razón: Didier está loco de atar. Puedes estar tranquilo, no volveremos a ir nunca más.» Por tanto, Alberto, si estaba preocupado, ya no tiene de qué preocuparse. Pues, sabe que cuando cambio de opinión y renuncio a un experimento, jamás es un punto y seguido, sino siempre es el punto final. De ese modo, el experimento queda fuera de mi vida, quedándome yo con la enseñanza de la experiencia. Además los dos, tanto Alberto como yo, pensamos que cuando algo no se queda en la vida de uno es porque en realidad no le hace falta. Día a día se puede observar como la vida fluye y aleja de tu camino aquello que no es para ti y que incluso no te conviene, de la misma manera como coloca delante de ti lo que sí que te pertenece. Así que si dejas a la vida fluir, ella se encarga de ti y todo empieza a marchar. Entonces el sosiego toma forma y deshace las agitaciones. Serenamente, con los ojos abiertos, debes dejar siempre que la vida fluya y discurra y tú discurrir con ella. Y aunque al final, lo vivido con Didier ha resultado ser un chasco, una mala experiencia, nunca renunciaré ni renegaré de la humanidad. Pues lo importante es la enseñanza, el conocimiento, el aprendizaje que extraes de cada experiencia, y además de sobra sé que la vida está poblada de buenas y malas experiencias como de buenas y malas personas. Pero todo ello, al fin y al cabo, forma parte de eso que todos llamamos y conocemos como: vivir. Jamás renunciare a conocer gente y a experimentar, porque me atraen las personas y lo que sus corazones albergaban, como a otros les atraen las atracciones de feria. Alberto piensa que mi forma de ser me hace tener muchas más experiencias y con ello y por ello tengo más alegrías y desencantos o chascos de los que tiene una persona más reservada, menos curiosa y menos osada. Él, a menudo, querría aislarme y protegerme y de ese modo evitarme así todos los sinsabores y el daño que puedan causarme terceros, pero sabe que eso es un imposible. Lo sabe del mismo modo como sabe que en mi naturaleza está escudriñar el alma humana sin remedio y que así será hasta el fin de mis días. Lo sabe de sobra, pues es mi modo de crecer.


Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz