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jueves, 22 de junio de 2017

CUANDO AMANECE PARA EL VIAJERO


Al finalizar nuestro primer día en la isla le indiqué a Alberto de los dos dormitorios que tenía la casa cuál era el que prefería para dormir. No fue hasta la noche, cuando el sol se ocultó y dejó pasar a la luna, cuando tomé  la decisión, pues había estado todo el día observando la luz en toda la casa y más detenidamente en los dormitorios. Cuando la luna se asomó tuve claro que quería ocupar la habitación trasera por dos motivos: el primero, por el confidente y el visillo blanco bordado de la ventana; y el segundo, por la luz. El confidente le da al cuarto un aire romántico del que no estoy dispuesta a desprenderme fácilmente, y el visillo es el más hermoso que he visto jamás. En cuanto a la luz, comprobé durante todo el día cómo conforme avanzaba éste, la habitación, se inundaba de una luz blanca y radiante casi cegadora que se quedaba atrapada entre las cuatro paredes y no bajaba de intensidad con el paso de las horas. Era tal su intensidad, era tan radiante, blanca, consistente y duradera que cuando noté su peso cegador sobre mí, al ir a cerrar los ojos, la luz del día se fugó, huyo para dejar paso a la noche, liberándonos tanto a la estancia como a mí del poder de la naturaleza, de sus cambios de luz, de su encanto y de su encantamiento. Tenéis mi palabra de que el dormitorio se asemejó por un momento a un hechizo, y aunque fuese más pequeño que en el que habíamos dormido la noche anterior me dio exactamente igual. Puesto que en el que ya habíamos dormido, la luz no era deslumbradora, sino que en él, a partir de media mañana la luz que lo había bañado a primera hora, iba desapareciendo y la habitación se quedaba en penumbra. Así pues, al acabar el día ya sabía que si en un dormitorio la luz era pasajera, en el otro era radiante y se quedaba a morar y a vivir dentro de ella hasta su fuga. He constatado desde que lo habitamos cómo con cada anochecer la luz se fuga de la habitación para conquistarla de nuevo al día siguiente. Y a eso, a ese baile de la luz, no puedo renunciar. La luz tanto para Alberto como para mí es vida. Y de preferir, preferimos y preferiremos siempre la luz a la oscuridad. 
En la segunda noche en la casa dormimos como lirones, los dos tenemos bastante facilidad a la hora de dormir de igual forma en cualquier parte del mundo como en todo tipo de superficies; y cuando bajé a la mañana siguiente a la cocina comprobé algo que ya había intuido el día anterior, no obstante, verificarlo fue una grata sorpresa, como tener conocimiento de una magnífica noticia, como ser testigo de una buena nueva y era que la luz que invadía la cocina era dorada como las aureolas de los ángeles. Es muy pero que muy hermosa. Doy fe de ello. Pues recoge toda la belleza del amanecer. Ahora mismo son las siete menos veinte de la mañana. Alberto todavía duerme. En esta hora estoy aquí en la cocina con Nuna. Nuna duerme tranquila y confiada panza arriba sobre el cojín enorme que le hemos colocado adrede en el suelo. Me gusta levantarme temprano, ya que me gusta el silencio y los olores del amanecer, y también las infinitas posibilidades que éste me brinda. Si hay una hora en que desde niña todo me parece posible, esa hora para mí es el amanecer. Con cada amanecer el día se convierte en una historia por escribir, en una aventura por vivir. Me gusta sentir el fresco de esa hora en mi piel; respirar la primera bocanada de aire puro, estirar los brazos y espabilarme; oír el sonido de la cafetera y el olor del café recién hecho expandiéndose por cada rincón; y por supuesto, la luz dorada que bendice a cada ser vivo. Uno por uno. Me parece que en la hora del amanecer todos los sentidos están más receptivos a lo desconocido. En esa hora de algún modo todos somos más animales y menos humanos, más parte de un todo, del planeta y de la naturaleza, que de la sociedad.
Así que he decidido desde que estamos en esta isla, levantarme mucho antes de hacerse de día y escribir en mi cuaderno sobre la mesa de la cocina, después de haberme preparado el café, mientras espero ver amanecer, ver salir el sol. Es mi hora mágica. Los amaneceres en esta cocina se tornan momentos soberbios, tanto, que me quedaría a vivir en esa hora donde sólo tiene cabida la luz, el silencio y las historias que imagino en mi cabeza y que intentó plasmar en negro sobre blanco. Aquí y ahora cada una de esas historias se vuelven reales. Me llena de una profunda dicha el juntar palabras y darles un sentido y comprobar cómo lo que solo era una idea o un pensamiento se convierte en algo que puede cobrar verdadera importancia, tanto para mí como para mis lectores. Y que ello ocurra en la hora del amanecer es pura energía, es el sentido, el propósito, la raíz y el ser de toda una vida. Alberto sabe del valor de esta hora para mí y de cómo disfruto trabajando en este ínterin que va de la noche a las once de la mañana, para después tomarme el resto de horas libres y volver al trabajo por la tarde. Por ello, cuando la mañana ya ha tomado forma, va en un visto y no visto al Rey del Pan y como el primer día despliega sobre la mesa de la cocina delicias apetitosas, para seguidamente desayunar los tres juntos como el primer día. Es nuestra forma de celebrar el amanecer y el carácter positivo y vital que recorre esta casa y nuestros cuerpos. Y una vez saciado nuestro estómago, juntos y de la mano, nos vamos a descubrir la isla y las demás islas, tras el trote de Nuna, que camina siempre unos cuantos pasos por delante de nosotros, como si su misión es en este mundo fuese la de conquistar el mismo Universo. Y en su alegría desconoce e ignora que ya lo ha conquistado, que el mero hecho de existir es prueba de ello.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz