Sin ni siquiera darnos
cuenta, ni percatarnos de ello, los días nos pasan volando. Amanece y en un
parpadeo, en un abrir y cerrar de ojos, ya es de noche. Cuando tomo conciencia
de la hora que es, siempre recuerdo a Osbelia y sonrío. Osbelia me ha dicho en
infinidad de ocasiones que cuando pierdes la noción del tiempo es porque eres
feliz. Todavía me carteo con ella. Ayer mismo le escribí una carta, desde aquí,
desde la casa de la isla, desde este nuevo enclave que habitamos Alberto y yo. Osbelia de alguna manera, me recuerda a la Osbelia del
deshollinador de la historia que me contaba mi bisabuela. A veces,
me gusta imaginar que son la misma persona, aunque sé que es algo imposible,
pues cada una pertenece a una época distinta. Y además la Osbelia del
deshollinador se quedó detenida en el tiempo como una muchacha joven. En
cambio, mi Osbelia, a día de hoy es anciana, tanto, que su piel parece un
delicado pergamino. No obstante, su edad no le ha restado ni un ápice de
ingenio, ni de lucidez. Posiblemente, de todas las personas que pueblan mi
existencia, Osbelia es la persona más lúcida y de mente más abierta. Cuando la
conocí ya vivía en su pequeño apartamento de París donde todavía vive. Pero ahí
donde la ves, es una mujer que ha recorrido todo el mundo y ha vivido en
infinidad de lugares puesto que fue una de las primeras maquinistas de la
historia del ferrocarril. Vivió alrededor de cuatro décadas en América, sobre
todo en Boston, pero para su vejez decidió regresar a la ciudad que la vio
crecer: París. Y, en París, la conocí yo. Y es a París donde le envío las
cartas. Nos conocimos en unos prestigiosos grandes almacenes de la capital
francesa, concretamente en la sección de cosméticos. Ambas buscábamos una barra
de labios de un color determinado y ambas reímos al unísono al ver la cara de
la dependienta cuando pensó que tal vez ella tenía demasiados años para escoger
la misma barra que había escogido yo. Osbelia al ver el rostro de la muchacha
le espetó: «Debería saber mademoiselle que cualquier mujer,
tenga la edad que tenga, sólo está realmente preparada para afrontar los
avatares de la vida cuando lleva maquillados los labios. De ese modo, le
aseguro, que es capaz de todo. Así que déjese de remilgos y atiéndanos como es
debido a esta jovencita y a mí.» Al oír a Osbelia, el rubor cubrió las mejillas
de la dependienta, y automáticamente bajó la cabeza y musitó un: «Sí, madame.»
Y, sin haberlo hecho a propósito, ese instante fue el cimiento de nuestra
amistad. Desde ese glorioso momento, la admiro; por ello, la frase que le dijo
a la dependienta se quedó grabada en mí sin necesidad de memorizarla. Minutos
después, tras comprar nuestras respectivas barras de labios, las dos nos
sentamos en la chocolatería de los grandes almacenes y cuando Osbelia se fijó
en que pedimos lo mismo, soltó una sonora carcajada. Aquello me gustó. Yo
también reí. Me gusta la gente que ríe con facilidad y no esconde la risa.
Entonces fue cuando ambas nos dimos cuenta de que podíamos ser amigas y que la
diferencia de edad no iba a ser ningún impedimento para ello. Las dos tenemos
un carácter abierto y avispado, nos gusta conversar y con el tiempo nos hemos
dado cuenta de que compartimos la misma opinión sobre muchos temas. Allí
sentadas hablamos, hablamos y hablamos y perdimos la noción del tiempo, cuando
nos dimos cuenta, Osbelia me dijo por vez primera: «No te olvides nunca de que
cuando pierdes la noción del tiempo es porque eres realmente feliz.» Esa fue
una de las primeras enseñanzas sobre la vida que Osbelia me dio. Por aquel
entonces, Osbelia tenía la costumbre de darme consejos sobre la vida sin yo
pedírselos. Consejos que yo anotaba mentalmente para no olvidarlos cuando
abandonase París. Y fue al marcharme de París cuando empezamos a cartearnos, ya
que a las dos nos gusta saber de la otra, pero sobre todo porque nos gusta
escribir cartas. En las mías yo le cuento las aventuras que vivo en cada
momento y en cada lugar por donde Alberto y yo transitamos, mientras que ella
me cuenta en las suyas las que vivió en su tiempo. Me entusiasman sus cartas,
pues todas juntas forman un todo que da fe de la vida de una auténtica pionera
que es lo que para mí representa Osbelia. Valoro tanto sus cartas que las
guardo como un tesoro junto al regalo que me hizo antes de que yo me fuese de
París. Con emoción Osbelia me llevó a un estudio de fotografía. Concretamente
al de J. Briffault para que éste nos hiciese una fotografía de las dos juntas.
Luego nos hizo dos copias y cada una tiene la suya. Recuerdo bien ese día,
porque fue cuando me dijo que de tener una nieta le hubiese gustado que fuese
como yo, puesto que yo amo las palabras antes que los números, las historias
antes que los chismes, pero sobre todo porque tengo altura de miras, y según
ella, esa es la mejor de las virtudes, porque te permite volar libre. Y
añadió: «Las ataduras mentales son lo peor del mundo, hija mía.»
Besos y abrazos a
tod@s.
María Aixa Sanz
María Aixa Sanz