EN ESOS DÍAS A NEVILLE lo enamoró la belleza del silencio, de no ser molestado, del tiempo cuando transcurre a tu favor. Estuvo tan a gusto a solas consigo mismo que se replanteó incluso el lugar en el que pasar las vacaciones de verano. Cambiar una playa bulliciosa y noches de verbena, por una playa solitaria y veladas a la luz de la luna, sin otro ruido que el de la propia naturaleza. Si bien es verdad y aunque en un principio, tal como lo pensó, desechó la idea porque a Margaret le desagradaría; no dejó de fantasear con unas vacaciones distintas. Y cuando se concedía unos minutos de descanso, más que nada para levantarse del escritorio y estirar las piernas, en su interior se iba alzando como una construcción: la fantasía de disfrutar de unas vacaciones aislados en una casa solitaria sobre un acantilado. A la que sólo se pudiera acceder por un caminito asilvestrado y con un burro, o a lo sumo, con una mula de carga. Comprendió que la viabilidad de su fantasía dependía de tener bien estudiados todos los elementos y atados todos los cabos. Es decir, que para que ésta se materializase debía construirla con solidez, para que no acabase siendo un castillo de arena que la ola lo destruye y se lo lleva. Debía presentársela a Margaret como un concepto lo suficientemente atractivo, interesante y factible que le fuese imposible de rechazar. Se le ocurrió que le podría preguntar si le gustaría tomarse unas vacaciones de las vacaciones. Ya que cada verano al regresar por mucho que hubiese disfrutado, solía (con el rostro iluminado y una sonrisa contagiosa en los labios) quejarse de lo agotada que en realidad estaba. Cuando la oía Neville , le preguntaba (cada año) riéndose: “¿Agotada de qué, preciosa mía? ¿De tomar el sol todos los días y bailar todas las noches? ¿De hacer el amor durante la siesta y en las madrugadas bochornosas? ¿De leer sin distracciones y cocinar lo menos posible? ¿De no despegarte de mí? ¿O de darle (en definitiva, como todo hijo de vecino) un puntapié a la rutina?” Entonces Margaret protestaba para acabar riéndose ella también. A última hora del viernes cuando se sentó en el escritorio, aproximadamente, sobre las once de la noche (en un hecho sin precedentes) para revisar por un lado los cuadernos que le entregaría a Roy Stirling; y por otro, el cuaderno donde tenía el borrador definitivo que había escrito (con una docena de anotaciones al margen) y que le serviría de guía en las conferencias a impartir, se sintió terriblemente cansado, pero también muy satisfecho. De inmediato, se colgó todo el trabajo realizado como una medalla invisible, en una solapa de un traje que no llevaba. Una medalla al mérito y a la disciplina, pensó. Querer es poder, se dijo. La recompensa sólo podía ser una: conseguir unas vacaciones diferentes, se prometió. Así que sin ocultar su contento, planeó tomarse el asunto en serio, pasado el sábado y la visita a la granja con Niño Blas. Empezó a soñar despierto. Y soñando despierto se acostó sobre la medianoche; para amanecer con el sábado (cuando ni por asomo era de día) soñando sonriente todavía. Él, que jamás revelaba sus planes, ni vociferaba (ni con, ni sin aspavientos) lo que se traía entre manos; mientras se duchaba y vestía, intentando molestar lo menos posible a Margaret que dormía profundamente a esa hora, decidió por si las moscas, no decir (de momento) ni mu sobre la fantasía. A LAS SIETE DE LA MAÑANA la alegría en el rostro de Niño Blas bendijo la jornada. Con una puntualidad que daba la medida de su ilusión, igualó su paso al de Neville y fueron caminando hasta el cruce de La Vieja Ciega. Haciendo buena la creencia que tenía Neville sobre lo muchísimo que al crío le gustaba aprender, éste no tardó ni un minuto al poco de comenzar a caminar, en preguntar quién era La Vieja Ciega. “La Vieja Ciega es el sobrenombre de Eleanor Stoner (una maestra jubilada casi ciega) que fue atropellada en el cruce cuando paseaba en busca del tibio sol. Murió al rato sobre la calzada. Desde ese día (el tercer martes de marzo de 1984) nadie más ha muerto en ese lugar. Ni una sola persona, ni un perro, ni un zorro, ni una ardilla, ni un gato, ni un pajarito. Todo dolor finalizó con el que sintió ella en su postrer hora. Nadie más se ha visto obligado a abandonar el mundo desde ese punto. Ni tampoco ha habido un solo accidente. Ni grave, ni leve. Nadie se ha roto un hueso en ese cruce desde que murió Eleanor Stoner. Ningún coche ha chocado con otro; ningún conductor ha perdido el control del volante, ni de los frenos; ni una motocicleta se ha deslizado a causa de la lluvia, el hielo o la nieve; ni siquiera a una bicicleta se le ha salido la cadena. Nada de nada. Y todo el mundo sabe ( porque de ese modo lo han contado decenas de personas) que si por mala fortuna alguien ha estado a escasos segundos de tener un percance, se le ha aparecido La Vieja Ciega (como un ángel protector) advirtiéndole, haciendo aspas con los brazos. Dándole tiempo a rectificar, y salir ileso, para contarlo después", le explicó Neville a Niño Blas que lo observaba con cara de asombro y deleite mientras iban en dirección al cruce. También puntual llegó Cliff con su camioneta. Montaron en ella. Neville hizo las presentaciones, y para Niño Blas comenzó una etapa que se prolongaría en el tiempo, más de lo que nadie pudiese imaginar en ese día, y que le resultaría de las más hermosas y decisivas de su larga vida. Llegaría a vivir ciento dos años y se haría llamar Spencer, guardando para sí como un tesoro el nombre de Niño Blas. “¿Sería raro, o mejor dicho, puedo cambiarme el nombre y llamarme de otro modo , de hoy en adelante?”, le oyeron preguntar Cliff y Neville a Niño Blas momentos antes de llegar a la granja. “No es raro. Puedes hacer lo que te venga en gana con tu nombre. Si después deseas hacerlo oficial, que Adelaida te acompañe al registro y lo formalizáis", le respondió Neville. “¿Por qué quieres cambiarte el nombre?”, le preguntó Cliff. “Porque necesito un nombre de adulto, para una vida de adulto. Creo que todas mis posibilidades se verán mermadas con el de Niño Blas. Y no es que me sobren posibilidades. La vida me dio las justas", le contestó Niño Blas. “Es una magnífica manera de comenzar. Mi nombre es Cliff, ¿cuál es el tuyo?”, le dijo el granjero tendiéndole la mano y presentándose de nuevo. “Spencer", le respondió el muchacho. “Pues, Spencer, te anuncio que hemos llegado a la granja. Mira a tu derecha", le indicó Cliff. Niño Blas miró a su derecha y vio una gran instalación vallada con una hermosa casa, graneros, establos, grandes árboles, caballos, perros, vacas, todo tipo de animales, niños y adultos por doquier. Tenía los ojos como platos y la sonrisa le salía incluso por las orejas. “Gracias, gracias, gracias, Señor Neville”, le dijo a Neville contentísimo, tocándole el hombro desde el asiento de atrás. “No hay de qué, Spencer. Ahora la pelota está en tu tejado”, le respondió Neville. Niño Blas al oír de la boca de Neville su nuevo nombre se dio por bautizado y una ráfaga de gratitud hacia el piloto le invadió de cabeza a pies. “Gracias también a usted, Señor Cliff”, dijo Spencer. Cliff aparcó y bajaron de la camioneta. Seguidamente silbó para que todo bicho viviente atendiese, y gritó: “Venid a conocer a Spencer. Dadle la bienvenida.” Una marabunta de niños, animales, voces y pies corriendo se fue aproximando con algarabía al recién llegado. Pero antes de que llegasen, el chico, tuvo tiempo de dirigirse a Neville, y pedirle un último consejo, antes de estrenar su etapa en la granja. “Empieza como quieres continuar, y continúa como comenzaste, y que en todo esté siempre Dios”, le dijo Neville. Durante la siguiente hora: recorrieron la granja, visitaron cada una de las instalaciones y saludaron a cada ser vivo; Spencer, en la avanzadilla junto a otros niños de su edad, mayores y menores; y Neville, en compañía de Cliff y de su esposa, Lisa Sue. “Si le pone tantas ganas al trabajo y no se mete en líos, le irá francamente bien. No sólo aquí, también en la vida en general”, comentó Lisa Sue al contemplar cómo se desenvolvía Spencer. “Sí, le irá bien", suscribió Cliff. “No sé la razón, y Dios sabe que soy prudente, pero con este chico no tengo la menor duda. Sé que le irá bien", les confesó Neville que con alivio y orgullo vio como Spencer encajaba como anillo al dedo, sin perder la sonrisa (de hecho estaba radiante) en aquel microcosmos que era la granja. No sólo lo constató Neville, Cliff y Lisa Sue, también lo advirtió, el halcón que sobrevolaba el cielo y el mismo sol. Y nadie se equivocó. A partir de esa jornada Spencer comenzó a quedarse en la granja los fines de semana, cada festivo y en cada vacación. Estudió y trabajó como el que más, como si estuviesen siempre dispuestos a deshacerse de él. No perdió las ganas y la ilusión por aprender. Leyó sobre todo lo que despertaba su curiosidad. Preguntó, preguntó y volvió a preguntar para saber cada día un poquito más que el anterior. Llamó madre a Adelaida, una vez por casualidad, para pasar a llamarla de ese modo definitivamente porque así lo sentía. Fue haciéndose mayor. Soplando velas. Recibiendo de la vida más de lo soñado. Y con los años dejó atrás su piel de niño, mudándola por la de un hombre recto y justo. Se convirtió en un veterinario de prestigio; también, en el marido de la primera nieta de Cliff, Fanny Delilah. Tuvo cuatro hijas: Emma, Olivia, Sophia e Isabella. Siguió siendo el orgullo de Neville, al que ni una sola semana dejó de visitar o llamar para consultarle esto u aquello o nada en particular, porque le respetaba, admiraba y quería. Spencer jamás olvidó lo qué el piloto significaba para él. Neville era el hombre bueno que con generosidad se había tomado su existencia en serio, y le había proporcionado a Niño Blas, lo que todo niño necesita: un futuro libre y seguro.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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