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viernes, 28 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 27

EN ESOS DÍAS A NEVILLE lo enamoró la belleza del silencio, de no ser molestado, del tiempo cuando transcurre a tu favor. Estuvo tan a gusto a solas consigo mismo que se replanteó incluso el lugar en el que pasar las vacaciones  de verano. Cambiar una playa bulliciosa y noches de verbena, por una playa solitaria y veladas a la luz de la luna, sin otro ruido que el de la propia naturaleza. Si bien es verdad y aunque en un principio, tal como lo pensó, desechó la idea porque a Margaret le desagradaría; no dejó de fantasear con unas vacaciones distintas. Y cuando  se concedía  unos minutos  de descanso, más que nada para levantarse del escritorio  y estirar las piernas, en su interior se iba alzando como una construcción:  la fantasía  de disfrutar  de unas vacaciones  aislados en una casa solitaria  sobre un acantilado.  A la que sólo  se pudiera acceder por  un caminito asilvestrado y con un burro, o a lo sumo, con una mula de carga. Comprendió  que la viabilidad  de su fantasía  dependía  de tener bien estudiados todos los elementos y atados todos los cabos.  Es decir, que para que ésta se materializase debía  construirla con solidez, para que no acabase siendo un castillo de arena que la ola lo destruye y se lo lleva. Debía  presentársela a  Margaret como un concepto lo suficientemente  atractivo, interesante y factible que le fuese imposible de rechazar. Se le ocurrió que le podría  preguntar si le gustaría  tomarse unas vacaciones  de las vacaciones. Ya que cada verano al regresar por mucho que hubiese disfrutado, solía (con el rostro iluminado  y una sonrisa contagiosa en los labios) quejarse de lo agotada que en realidad estaba. Cuando  la oía  Neville , le preguntaba  (cada año) riéndose: “¿Agotada de qué, preciosa mía? ¿De  tomar el sol todos los  días  y bailar todas  las noches?  ¿De hacer el amor durante la siesta y en las madrugadas bochornosas? ¿De leer sin distracciones y cocinar lo menos  posible? ¿De no despegarte de mí? ¿O de darle (en definitiva, como todo hijo de vecino) un  puntapié a la rutina?” Entonces  Margaret  protestaba para acabar riéndose ella también. A última hora del viernes cuando se sentó en el escritorio,  aproximadamente,  sobre las once de la noche (en un hecho sin precedentes) para revisar por un lado los cuadernos que le entregaría  a Roy Stirling; y por otro, el cuaderno donde tenía el borrador definitivo que había  escrito (con una docena de anotaciones al margen) y que le serviría de guía  en las conferencias  a impartir, se sintió  terriblemente  cansado, pero también muy satisfecho. De inmediato,  se colgó todo el trabajo realizado como una medalla invisible, en una  solapa de un traje que no llevaba. Una medalla al mérito y a la disciplina,  pensó.  Querer es poder, se dijo. La recompensa  sólo  podía  ser una: conseguir unas vacaciones  diferentes, se prometió.  Así  que sin ocultar su contento,  planeó  tomarse el asunto en serio, pasado el sábado  y la visita a la granja  con Niño Blas. Empezó  a soñar despierto. Y soñando despierto se acostó sobre la medianoche; para amanecer con el sábado (cuando ni por asomo era de día)  soñando sonriente todavía. Él, que jamás revelaba sus planes, ni vociferaba (ni con, ni sin aspavientos) lo que se traía entre manos;  mientras se duchaba y vestía, intentando molestar lo menos posible a Margaret  que dormía profundamente  a esa hora, decidió por si las moscas, no decir (de momento) ni mu sobre la fantasía. A LAS SIETE DE LA MAÑANA la alegría en el rostro de Niño Blas bendijo la jornada. Con una puntualidad que daba la medida de su ilusión, igualó  su paso al de Neville y fueron caminando hasta el cruce de La Vieja Ciega. Haciendo buena la creencia  que tenía  Neville  sobre lo muchísimo  que al crío le gustaba  aprender,  éste no tardó ni un minuto al poco de comenzar a caminar, en preguntar quién era La Vieja  Ciega. “La Vieja Ciega es el sobrenombre de Eleanor Stoner (una maestra jubilada casi ciega) que fue atropellada en el cruce cuando paseaba en busca  del tibio sol. Murió al rato sobre la calzada.  Desde ese día (el tercer martes de marzo de 1984) nadie más  ha muerto en ese lugar. Ni una sola persona, ni un perro, ni un zorro, ni una ardilla, ni un  gato, ni un pajarito. Todo dolor finalizó  con el que sintió  ella en su postrer hora. Nadie más  se ha visto  obligado  a abandonar el mundo desde ese punto.  Ni tampoco ha habido  un solo  accidente. Ni grave, ni leve. Nadie se ha roto un hueso en ese cruce desde que murió Eleanor Stoner. Ningún coche ha chocado con otro; ningún conductor  ha perdido  el control del volante, ni de los frenos; ni una motocicleta se ha  deslizado a causa de la lluvia, el hielo o la nieve; ni siquiera a una bicicleta se le ha salido la cadena. Nada de nada. Y todo el mundo sabe ( porque de ese modo lo han contado  decenas  de personas) que si por mala fortuna alguien ha estado a escasos segundos  de tener un  percance,  se le ha aparecido  La Vieja  Ciega (como un ángel protector) advirtiéndole, haciendo aspas con los brazos. Dándole tiempo a rectificar, y salir ileso, para contarlo después", le explicó  Neville  a Niño Blas que lo observaba con cara de asombro  y deleite mientras iban en dirección  al cruce. También  puntual llegó  Cliff con su camioneta.  Montaron en ella. Neville hizo las presentaciones, y para Niño Blas comenzó  una etapa que se prolongaría en el tiempo,  más  de lo que nadie pudiese imaginar en ese día, y que le resultaría  de las más  hermosas y decisivas de su larga vida. Llegaría  a vivir ciento dos años y se haría llamar Spencer,  guardando para sí como un tesoro el nombre de Niño Blas. “¿Sería  raro, o mejor dicho, puedo cambiarme el nombre y llamarme de otro modo , de hoy en adelante?”, le oyeron preguntar Cliff y Neville a Niño Blas momentos  antes de llegar a la granja.  “No es raro. Puedes hacer lo que te venga en gana con tu nombre. Si después  deseas hacerlo oficial,  que Adelaida te acompañe  al registro y lo formalizáis", le respondió  Neville. “¿Por qué  quieres cambiarte el  nombre?”, le preguntó  Cliff. “Porque necesito  un nombre de adulto, para una vida de adulto. Creo que todas mis posibilidades  se verán  mermadas con el de Niño Blas. Y no es que me sobren posibilidades.  La vida me dio las justas", le contestó  Niño Blas. “Es una magnífica manera de comenzar. Mi nombre es Cliff, ¿cuál  es el tuyo?”, le dijo el granjero tendiéndole la mano y presentándose de nuevo. “Spencer", le respondió  el muchacho. “Pues, Spencer, te anuncio que hemos llegado a la granja.  Mira a tu derecha", le indicó  Cliff.  Niño Blas miró  a su derecha y vio una gran instalación vallada con una hermosa casa, graneros, establos, grandes árboles, caballos, perros, vacas, todo tipo de animales, niños y adultos por doquier. Tenía  los ojos como platos y la sonrisa le salía  incluso  por las orejas. “Gracias, gracias, gracias, Señor Neville”, le dijo a Neville contentísimo, tocándole el hombro desde el asiento de atrás.  “No hay de qué,  Spencer. Ahora la pelota está en tu tejado”, le respondió  Neville. Niño Blas al oír de la boca de Neville  su nuevo nombre se dio por bautizado y una ráfaga de gratitud hacia el piloto le invadió de cabeza a pies. “Gracias  también  a usted, Señor Cliff”, dijo Spencer. Cliff aparcó  y bajaron de la camioneta. Seguidamente silbó  para que todo bicho viviente atendiese, y gritó: “Venid a conocer a Spencer.  Dadle la bienvenida.” Una marabunta  de niños, animales,  voces y  pies corriendo se fue aproximando  con algarabía al recién  llegado. Pero antes de que llegasen, el chico, tuvo tiempo de dirigirse a Neville, y pedirle un último  consejo, antes de estrenar su etapa en la granja. “Empieza como quieres continuar, y continúa  como comenzaste, y que en todo esté siempre Dios”, le dijo Neville. Durante  la siguiente  hora: recorrieron la granja, visitaron  cada una de las instalaciones  y saludaron a cada ser vivo; Spencer, en la avanzadilla junto a otros niños de su edad, mayores y menores; y Neville, en compañía de Cliff y de su esposa, Lisa Sue. “Si le pone tantas ganas al trabajo y no se mete en líos,  le irá  francamente  bien. No sólo  aquí,  también en la vida en general”, comentó  Lisa Sue al contemplar cómo se desenvolvía  Spencer. “Sí, le irá bien", suscribió  Cliff.  “No sé  la razón,  y Dios sabe que soy prudente,  pero con este chico no tengo la menor  duda. Sé  que le irá  bien", les confesó  Neville que  con  alivio y orgullo vio como Spencer encajaba  como anillo al dedo, sin perder la sonrisa  (de hecho estaba radiante) en aquel microcosmos  que era la granja.  No sólo lo constató Neville, Cliff y Lisa Sue, también lo advirtió, el halcón  que sobrevolaba el cielo y el mismo sol. Y nadie se equivocó. A partir de esa jornada  Spencer comenzó  a quedarse en la granja los fines de semana,  cada festivo y en cada vacación. Estudió y trabajó como el que más, como si estuviesen siempre dispuestos a deshacerse de él. No perdió las ganas y la ilusión por aprender. Leyó sobre todo lo que despertaba su curiosidad.  Preguntó,  preguntó  y volvió  a preguntar para saber cada día un poquito más que el anterior. Llamó madre a Adelaida, una vez  por casualidad,  para pasar a llamarla de ese modo definitivamente porque  así  lo sentía. Fue haciéndose mayor. Soplando velas. Recibiendo de la vida más  de lo soñado. Y con los  años dejó atrás su piel de niño, mudándola por la de un hombre recto y justo. Se convirtió en un veterinario de prestigio; también,  en el marido de la primera nieta de Cliff, Fanny Delilah. Tuvo cuatro hijas: Emma, Olivia, Sophia e Isabella. Siguió  siendo el orgullo de Neville, al que ni una sola semana dejó  de visitar o llamar para consultarle esto u aquello o nada en particular, porque le respetaba, admiraba y quería. Spencer jamás  olvidó lo qué el piloto significaba para él. Neville  era el hombre bueno que con generosidad se había tomado su existencia en serio, y le había  proporcionado a Niño Blas, lo que todo  niño necesita: un futuro libre y seguro.  



LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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