“OTRA VEZ, NO", dijo Neville para sus adentros. Segundos después volvió a repetirlo. Esa vez en voz alta y visiblemente molesto, por no decir, disgustado. Acababa de regresar de caminar. Miró de nuevo por el ventanal de su estudio, y, a continuación, comprobó en el calendario de su escritorio que sí que era lunes, trece de marzo. Por tanto, no estaba reviviendo un día pasado. Notó como la suerte del día mudaba a peor. De hecho, a su parecer, estaba a punto de despeñarse por un barranco. Le fastidió advertirlo, porque realmente cuando salió a caminar (a primera hora) encontró cierta armonía entre él, la existencia que llevaba y las modas de la sociedad que habitaba. Él y Margaret habían pasado un buen fin de semana. Divertido. De igual manera, la noche del sábado como la del domingo, cenaron en las casas de distintos amigos con una serie de personas, algunas emparejadas entre ellas, que realmente les eran afines. Las dos cenas habían transcurrido en ambientes distendidos. Incluso en una de ellas había bailado. Pero en ese momento, unas horas después, la tensión se había colado ya por las rendijas que comunican la paz hogareña con el runrún del exterior. A su vuelta del camino, Samuel le detuvo. Inmediatamente Neville supo la razón, antes de que Samuel dejase de lado en un cubo la bayeta con la que estaba limpiando los cristales, y abriese la boca. “No te vas a creer lo que te voy a contar. Tenlo por seguro", le indicó a su vecino. Neville usó su paciencia y le sonrió. “¿Qué me has de contar?”, le preguntó entretanto se sentaba en el banco de enfrente del ultramarinos. Samuel sonrió ampliamente a causa del interés que había despertado en Neville. “Fue un total despropósito. Una mañana apoteósica. Lo nunca visto. Lo nunca imaginado”, le indicó. “¿El qué?”, le contestó Neville, guardando para sí, lo que intuía. “La boda de esos dos vejestorios. Si fue la risa la decoración con palomas de gran tamaño, las flores artificiales de colores llamativos y chillones, el grupo de mariachis que les seguía a todas partes, y las enormes fuentes de las que brotaba champán sin descanso; lo fue más, verla a ella vestida como un merengue y pintada como una puerta y ser testigos de como se besuqueaban todo el rato incluso con lengua. Aunque lo peor estaba por llegar. Fue muy bochornoso. Profundamente bochornoso. A las dos horas del convite llegó la policía, y al cabo de un rato, les esposaron y se los llevaron detenidos. Él, lloraba a mares. Ella, hecha un basilisco daba patadas a todo lo que encontraba a su paso. Se cayó en dos ocasiones y los policías tuvieron que levantarla no sin un gran esfuerzo. Se resistía a ponerse en pie, a irse de su casa. Porque esa es otra: al parecer el chalet ha sido el regalo de bodas del notario. Me pregunto, a cambio de qué. La gente que allí estábamos como invitados no dábamos crédito. El silencio era sepulcral. Teníamos los ojos como platos y los oídos a la caza de una explicación. No tardó en circular el rumor de que habían hecho algo muy malo, muy gordo; y cuando se concretó que eran ellos los que el otro día atropellaron intencionadamente a la prostituta el grito de horror fue coral. A más de uno se le atravesó el banquete. Créeme”, le explicó Samuel. “¿Te he oído bien? ¿Asesinaron a la chica? ¿La atropellaron adrede? ¿Esos dos?”, le preguntó Neville, mientras hacía aspavientos para disimular lo que sabía. “Sí. Sí. Sí. Como lo oyes. De película”, le respondió Samuel, extasiado al ver el impacto que su relato había tenido en Neville. Se preguntaron escandalizados cómo se podía caer tan bajo. Hicieron suya la máxima de que la realidad siempre supera a la ficción. Lamentaron no poder seguir charlando porque Samuel debía atender la cola que se estaba formando delante del mostrador. Al despedirse y cada uno seguir con su jornada, Neville pensó en el número de veces en que Samuel en ese día y en los siguientes contaría su relato, y en las inevitables variaciones que éste acabaría sufriendo.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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