“Sí. Niño Blas, atiéndeme. Acabo de tener una idea para que el aburrimiento no forme parte de tu existencia. Pero te advierto que sólo la llevaré a cabo si te comprometes a no escaparte más y a responsabilizarte de tus actos”, le explicó Neville. “Me comprometo. Odio aburrirme”, le respondió Niño Blas al mismo tiempo que en su joven rostro se dibujaba una sonrisa llena de una enorme ilusión. “Tengo un amigo que se llama Cliff. Él, su esposa, sus hijos y sus nietos tienen una granja a unos cuantos kilómetros de aquí. Siempre buscan ayudantes. Chavales con ganas de aprender el oficio de granjero. Tienen decenas de animales. Nunca les falta trabajo. Tú eres muy joven, pero me consta que no les importa. Como más joven es uno, mejor aprende un oficio. Si te portas bien y te comprometes con ellos y el trabajo, si acudes sin falta a la granja todos los fines de semana y te responsabilizas de tus actos, si no dejas de lado tus estudios en el colegio y aprendes rápido y correctamente: te prometo que divirtiéndote aprenderás un oficio, le dirás adiós al aburrimiento, y por si eso fuera poco, al final de mes te habrás ganado un salario para que lo gastes en lo que te apetezca o lo ahorres. Debemos convertir todo ese aburrimiento en algo de provecho. Canalizar y aprovechar toda esa energía que actualmente se desperdicia. Si no vuelves a escaparte, si te comportas y si a tus padres les parece bien, el sábado por la mañana puedo acompañarte a la granja si te interesa”, le explicó Neville a Niño Blas. De éste, podría decirse sin exagerar, que se quedó de piedra. Neville contempló su reacción con interés. Las mejillas del chico habían enrojecido como un tomate. E impulsado por ese muelle interior que todo joven posee a modo de resorte, saltó emocionado de su asiento y se tiró (literal) al cuello de Neville. “Eso sería maravilloso, Señor Neville”, exclamó el muchacho. “Lo será, querido muchacho. Lo será. Ahora tenemos que convencer a tus padres”, apuntó Neville. “Les convenceré. Estoy seguro. Adelaida no se opondrá. Creo que mi forma de ser le molesta un poco. A veces pienso que más de un día se arrepiente de haberme adoptado. No creo que le gusten mucho los niños, sino los hubiese tenido propios", le respondió Niño Blas. “Bueno, el que no tenga hijos propios puede ser por muchos motivos. No necesariamente tiene que ser porque no le gusten”, le aclaró Neville. “Si le hubiesen gustado muchísimo, antes hubiese adoptado, ¿no le parece?”, insistió el chico. “Puede ser, pero no debemos entrometernos en asuntos que no son de nuestra incumbencia”, le sugirió Neville. “Tiene razón. ¿Y cuántos animales hay en la granja?”, le preguntó Niño Blas demostrando al cambiar de tema lo inteligente que en realidad era; y una pizca de orgullo invadió, momentáneamente, a Neville. “No lo sé exactamente, pero muchísimos hasta descontarte. Más de los que sentados en estos sillones podemos imaginar. Tengo ganas de verlos. De hecho, me apetece", le confesó Neville. “A mí también. Se puede imaginar cuánto”, le dijo Niño Blas. “Me lo imagino, muchacho. Me lo imagino”, le respondió Neville. Quedaron en silencio por un espacio brevísimo de tiempo. Entonces el timbre de la puerta sonó. Se miraron, y de sus bocas (a la vez) salió un nombre de mujer: “¡Adelaida!” Al reparar en la coincidencia rieron: Neville, como un chiquillo, y Niño Blas, como un adulto. Fueron juntos a abrir. Niño Blas contentísimo y Neville sin pánico alguno. Ya no se quedaba mudo frente a Adelaida Whitaker. Lo comprobó la mañana que atropellaron a la prostituta; cuando le devolvió a su hijo adoptivo, tras descubrirlo por primera vez escondido en el cobertizo de su jardín trasero. La noche en que habló de ella con Margaret; Margaret con sus palabras, actuó de artificiero desactivando el mecanismo que provocaba que el corazón de Neville se volviese loco cuando se encontraba con Adelaida. Desde ese día había dejado de pensar en ella. Y como habitualmente ocurre con las obsesiones al dejar de pensar en ellas, al no prestarles atención, pierden todo su poder. Se tornan inofensivas. De manera que ahí estaba tranquilo y dueño de sí, a punto de abrir la puerta y hacerla pasar. A las once de la mañana de una jornada a la que Neville había conseguido con buena voluntad cambiarle el sino, obligándola a no despeñarse por ningún barranco, recomponiendo sus fragmentos e intentando hacer algo útil con ellos. “De nuevo, otra vez, molestando Niño Blas. Qué fastidio. Vamos acabar todos hartos “, exclamó la cantante de góspel de piel como la noche y de orígenes puertorriqueños que desde hacía dos décadas sostenía la batuta del coro con una firmeza y una generosidad dignas de contemplar. Y de repente, como si una nube hubiese ocultado el sol, la idea de haber pensado en ella en plan romántico en más de una ocasión le resultó a Neville insoportable, porque la mujer le pareció sumamente desagradable. Con una falta de tacto y empatía hacia el crío reprochables. Por ello, Neville, no pudo refrenarse: “Por el amor de Dios, señora. Un hijo requiere paciencia, ternura y amor. Sentimientos estos que jamás surgen de la obligación, nacen espontáneamente del corazón. Tener un hijo siempre es una bendición. Si no estaba preparada o no estaba dispuesta, no haber adoptado a su edad. A menudo cuando Dios no desea que algo suceda de manera natural es por algo. No hay que forzarlo. No por ser mujer, hay que ser madre. Pero, ahora, debe atenerse a la decisión que tomó. Oblíguese a quererlo. El chico realmente vale la pena.” La mujer enmudeció avergonzada. Nunca le habían leído la cartilla de esa manera. Pensó que el piloto de automóviles tenía razón. En toda su existencia no le había faltado de nada. O ella con su sueldo de cantante con su voz de contralto, o su amante (el que actualmente era su marido) habían hecho posible que todos sus caprichos se materializasen. Jamás había deseado tener hijos, y ahora no sabía porqué se había encaprichado de aquel niño. Del que si fuese un bolso lo devolvería todos los días. Le parecía terrible pensarlo, pero lo pensaba. Adelaida Whitaker había descubierto con sesenta y siete años que no le gustaba ser madre. Era demasiado egoísta para ello. Seguramente por eso nunca había querido serlo. Las palabras de Neville habían dado en el clavo. Inesperadamente, a modo de bofetón, la despertó y la puso frente a su verdad. “Lo siento mucho. He sido muy brusco. Discúlpeme”, le oyó decir a Neville. Niño Blas estupefacto observaba el rostro de Adelaida. Al oír las palabras de Neville le embargó una emoción y un amor desconocidos. Sintió a su corazoncito latir de una manera distinta, como nunca antes. Nadie, nunca, había luchado así por él. Nadie, jamás, le había defendido y protegido como aquel hombre. Introdujo su mano en la de Neville y cuando éste cerró la suya, manteniendo dentro, al resguardo, la mano del chico; él se sintió realmente amado. Pensó que por fin había encontrado un padre, aunque fuese de mentira. Para él, Neville, siempre representaría la figura del padre protector.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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