Niño Blas no era un gamberro, ni un mal educado; y del mismo modo, como había entrado a hurtadillas en los ensayos del coro en la iglesia, Neville tenía la certeza de que siempre entraría en cada lugar donde creyese que podía aprender. Muy probablemente el instinto de supervivencia del chico le dio a entender que ése y no otro era el camino a tomar. Niño Blas a lo largo de su vida aprendería, aprendería y volvería a aprender. Aprender sería el salvoconducto para no vivir ni acabar de la misma manera como comenzó su vida: solo y abandonado. En la vez anterior que lo encontró escondido en el cobertizo, el muchacho tardó pocos minutos en pedirle disculpas por haber arremetido contra él en plena calle y haberle sacado la lengua como un malcriado. Le explicó a Neville que huía de su madre porque le negaba la asistencia a una charla sobre los trenes de vapor que estaba a punto de comenzar en un anexo de la estación del ferrocarril. Tenía prisa por eso chocó con él. Lo del gesto con la lengua fue por rabia. Tuvo la sensación de que con tal de que no llegase a tiempo todos conspiraban en su contra. Adelaida le había dicho que no eran horas de asistir a ninguna charla, y él le respondió que para aprender cualquier hora era buena y empezó a correr hacia la estación como poseído. “Poseído por la curiosidad, por la inquietud”, le respondió Neville. Y sin ni siquiera ser muy conscientes de ello, en ese punto se fraguó su amistad. Igualmente, la primera vez que lo encontró en su cobertizo, mientras le dio de desayunar, el chico sacó del bolsillo de su abrigo una página pulcramente doblada de una vieja revista de motor en la que aparecía Neville. El piloto le preguntó la razón, y Niño Blas le respondió que sentía por él auténtica admiración. Seguidamente le resumió su trayectoria profesional, y a continuación, hizo lo mismo con la de Thomas Edison, Ray Bradbury, Elvis Presley, G. K. Chesterton, Charles de Gaulle, Michael Phelps y Rafael Nadal. Neville no pudo evitar sonreír. Entendió que era más inteligente de lo que podía aparentar, y que su manera de contar historias mostraba lo mucho que le apasionaba la vida. En ese día, Neville resolvió en un segundo, que en la medida de lo posible él no iba a defraudar al desconocido muchacho. Jamás había sido de los que pierden batallas antes de librarlas. En el actual, al cerrar la puerta tras de sí, estaba totalmente convencido de las decisiones que había tomado. Tranquilo con ellas. Notó como le inundaba la paz de quien obra correctamente, al entrar en la cocina a calentarse la comida que Margaret amorosamente había cocinado para él. Se deleitó con un delicioso rape al horno con beicon, calabacín y puerro, acompañado de patatas a las finas hierbas. Después de comer, un poco más tarde de lo que era habitual en él (por las visitas inesperadas de la jornada) cuando se sentó en su escritorio para trabajar, llamó a su amigo Cliff. Le expuso la realidad de Niño Blas y éste aceptó sin reserva alguna. A Cliff le gustaba echar una mano al prójimo si se presentaba la situación, como un modo de compartir fortuna y destino. Pensaba que era de bien nacido ser agradecido. No eran pocos los muchachos que en su granja se habían convertido en hombres de provecho, alejándose de caminos que no iban a ninguna parte. Recordando que Neville no conducía a no ser que fuese en casos extremos, le indicó que a las siete y media de la mañana del sábado dieciocho de marzo, les recogería a los dos (al muchacho y a él) en el cruce de La Vieja Ciega. Neville asintió, sin importarle estar hablando por teléfono. Segundos después Cliff colgó. Neville hizo lo propio y se recostó sobre el cómodo respaldo del sillón de piel que su esposa le había regalado para el escritorio, cuando decidió escribir sus memorias. Se quedó traspuesto. Soñó que estaba tomando el sol en una playa desierta. Al rato una silueta salida de la nada, empezó a caminar hacia él, hasta que con su sombra ocultó el sol, y él se estremeció de frío. Margaret le besó la coronilla, le acarició la mejilla, le rozó el hombro con la punta de los dedos y se sentó en su butaca con la bata de estar por casa como cada tarde. Neville dio un respingo, abrió los ojos lentamente, y fijó su mirada en la sonrisa divertida de su mujer. “Parece que me he quedado profundamente dormido. Ni siquiera te he oído “, le dijo. “¿Un día duro, mi amor?”, le preguntó Margaret. “No. Lo habitual. Nada del otro mundo, diría yo. De regreso a casa me han dado el parte del desenlace de un crimen, y unas horas después, he apadrinado a un niño”, le respondió Neville riendo. “Vaya, vaya, piloto. Sigue cundiéndote el tiempo. Siempre has sido de los que no lo desaprovechan", le indicó Margaret. “Así es. De modo que dejemos los cuentacuentos para la cena y dediquémonos a lo que en verdad importa" le sugirió Neville, mientras le tendía las manos para levantarla y hacerla volar. Ella secundó la propuesta. La riquísima sopa de galets que Margaret preparó para cenar cayó no sólo en el estómago de Neville, también en cada parte de su ser como una bendición. Le calentó el estómago, reconfortó su ánimo, y alegró su corazón; y cuando su esposa, de segundo le dio a probar una nueva receta con chuletas de cordero, creyó haber muerto y estar en el mismo cielo. Margaret tuvo que formular la misma pregunta dos veces para que volviera en sí. Neville se había quedado suspendido en alguna parte entre el paladar y los sentidos. “¿Así que has apadrinado a un niño?” “¿Así que has apadrinado a un niño?” “Efectivamente”, le contestó él. Su rostro irradiaba felicidad. Margaret pensó al observarlo que aun frisando los setenta todavía conservaba su atractivo. Además desde que se había jubilado la ausencia de tensiones lo había dotado de un aire despreocupado que lo convertía en un hombre sumamente apetecible. De no conocerse y encontrarlo por la calle le llamaría la atención, hasta el punto de desear tener una aventura amorosa con él. “¿Qué pasa? ¿Por qué me miras de ese modo tan tuyo?”, le preguntó Neville. “Estoy pensando en que si no te conociera y te encontrase por la calle, desearía tener una aventura contigo. Estás muy guapo”, le aclaró Margaret. “¿A mi edad?”, cuestionó Neville. “Exactamente por tu edad", puntualizó Margaret. Neville se la quedó mirando y no dudó de que su esposa hablaba completamente en serio. Notó la pulsión del deseo. Sabía que ella estaba excitada. Si él quería, podía. Cada centímetro de sí, supo lo que era sentirse enormemente complacido. A su edad, pensó. “Puedo contarte el desenlace del crimen, o puedo darte cuenta de la personalidad, origen y situación del niño que he apadrinado, o puedo… ”, le indicó Neville, maliciosamente, a Margaret sin acabar la frase. “¿Ahora mismo, piloto?”, preguntó ella. “Ahora mismo” respondió él. Ella respiró, se levantó, retiró de la mesa los platos vacíos. Neville admiraba el dominio de los tiempos terco y elegante que poseía Margaret. Sabía lo que deseaba. Le deseaba a él. Pero antes le conduciría a ese segundo anterior al punto en que la anhelase con impaciencia, sin aguante, de manera perentoria. La vio trajinar en la encimera. Y cuando, con apremio, fue a levantarse e ir a su encuentro la vio volverse hacia él. La vio servirse como postre. “Y bien, ¿ a quién has apadrinado, piloto?”, le preguntó Margaret al acabar. Neville le contó sin escatimar detalles su descubrimiento y posterior relación con Niño Blas. Le explicó cómo a Adelaida Whitaker lo de ser madre le quedaba un poco grande, y cómo a él, el chico le daba muy buena espina. Guiándose por su instinto sabía que podía confiar en él. No creía estar equivocado. Tenía que ayudarle. No se perdonaría no hacerlo, y en unos años arrepentirse, cuando alguien al referirse al chico le diese malas noticias. “De manera que en la medida de lo posible voy a encargarme. No te preocupes: no lo meteré en casa. Nuestras rutinas no van a variar. Por nada del mundo estoy dispuesto a renunciar a esta eterna luna de miel inesperada en nuestra vejez”, le indicó Neville a Margaret para cerrar el asunto. “No me preocupa, mi amor. Sabes de sobra que confío plenamente en tu buen juicio y en tu modo de proceder", le aclaró Margaret. Neville la besó y se entretuvo bastante en los labios de Margaret, como si le costase despegarse. “En resumen: has apadrinado al hijo adoptivo de tu novia de juventud“, le dijo Margaret riendo, mientras le pellizcaba y le hacía cosquillas. “Nooooo. No se trata de eso. No tiene nada que ver. Lo sabes bien. Además nunca fue mi novia. No seas mala”, protestó Neville. “Me gusta ser mala, piloto. Si con ello me castigas, me gusta muchísimo", le contestó Margaret, sentándose a horcajadas sobre él. Neville rio escandalosamente. Palmeó las nalgas de su esposa y dejó sus manos en ellas. Agarrando lo que era suyo. Ella le miró. Él la miró. “Voy amarte una y mil vidas", le confesó él. “Por cosas como estas”, añadió. “¿Por mis nalgas?”, le preguntó ella. “Evidentemente", le contestó él. “Ajá. Algo intuía”, respondió ella. “Dime algo”, le pidió Neville, dejando hablar al niño rechazado que llevaba dentro, que de tanto en tanto necesitaba reconocimiento. “Amo de una manera que a menudo no cabe en mí, al hombre bueno que hace lo correcto, incluso cuando no es necesario. Te amo, piloto. Estoy muy orgullosa de ti. De la persona que eres”, le dijo Margaret mirándolo a los ojos. Y el calor del reconocimiento sincero conquistó cada célula, cada recoveco, cada latido del cuerpo de Neville; recorrió su sangre; abrazó cada pensamiento de su mente; acalló y acunó al niño rechazado. Se quedaron dormidos relativamente temprano, y durmieron instalados en un sueño acogedor que les mantuvo alejados, por unas horas, de ese no parar que era su existencia.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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