«¿Qué puedo decirte yo que
no sepas
para volver a hacerte
temblar?»
―Louise Glück―
El aire de la mañana olía
a azúcar, a golosinas, a caramelo. El hada que tenía posada en su hombro le
preguntó: «¿Eres verdaderamente consciente de cuánto te llega a amar la chica?». La llamó así: «la chica», no por bajita sino por lo
joven que era comparada con él y porque él la llamaba de ese modo, aunque su
verdadero nombre era América. Entonces él, al escuchar la pregunta, se quedó pensativo
no porque no supiera qué responder, sino porque tenía miedo de verbalizar la
respuesta. Puesto que, ¡claro que sabía cuánto le llegaba a amar la chica!, pero no le gustaba responder
a ciertas preguntas, por lo que pudieran revelar de su forma de ser. Esa mañana
el cielo estaba azul, limpio como una patena. Había acabado de nevar, ―la
primera nevada del otoño―. Aquella nieve, era nada. Era sólo el comienzo. Era
el prólogo de lo que estaba por venir. Sintió alivio al pensar en las gansas
blancas, que desde hacía bastantes semanas habían surcado los cielos de
Manitoba en dirección al invierno mexicano. La
chica había dormido a pierna suelta. Siempre le pasaba lo mismo, como más
inclementes y fríos eran los días y las noches, ella, vivía mejor y por tanto
dormía mejor. La chica amaba la
naturaleza salvaje y por eso se acompasaba con ella, como algo instintivo. Ella
también era naturaleza salvaje, eso, lo sabía bien él, que tan distinto era de
ella, tan cuidadoso en sus gestos y en sus actos, no como ella, que de sutil no
tenía nada. Él que cuando la chica
entró en su vida, adoptó una postura frente a ella, distante, para hacerse el
interesante y el señor, para mostrar su poderío más allá de la diferencia de
edad, de fuerza y de veteranía. Una postura que a todas luces fue comprobando
conforme pasaba el tiempo que no la intimidaba. Es más, llegó a pensar que la chica ni siquiera reparaba en ella,
que todos los esfuerzos de él para mantener la distancia entre ellos caían día
tras día en saco roto. Ella era insufrible, una plasta de cuidado, que se hacía
la sorda con tal de conseguir lo que deseaba. Ella insistía, insistía, e
insistía hasta salirse con la suya, como una niña malcriada que llora hasta el
berrinche para conseguir que sus deseos se hagan realidad. Pero, era justamente
la determinación de ella de salirse siempre con la suya, lo que a él le hacía
sentirse importante, y aunque no llevase en su intención confesarle a nadie
nunca jamás que le encantaba sentirse único para ella, el hecho era que le encantaba.
Y cuando ella corría hacia él, habitualmente cuando él estaba ensimismando en
sus cavilaciones o atento al mundo pero indiferente a ella, se estremecía de
satisfacción al oír como ella se aproximaba a su oreja y con una pasión y una
firmeza rotundas se ponía a ladrarle como si en ello le fuese la
vida, para que él levantase el culo y la acompañase hasta la linde de la finca
para descubrir en el paseo todas las madrigueras habidas y por haber. A la chica le encantaba curiosear, salir a
campo abierto, correr aventuras y peligros, y encontrarse con la vida a la
intemperie; sin importarle, el clima ni la hora. A él, no. Él era más de salón,
estaba tan calentito frente a la chimenea en invierno, y tan fresquito y sin
mosquitos ni moscas en verano en una corriente de aire tras la puerta
mosquitera que no comprendía qué beneficios podía sacar de estar rondando por el exterior. Pero ella, ¡ay, ella, siempre conseguía de él lo inconcebible,
lo extraordinario! Y cuando con sus pestañitas, pestañeaba, y le miraba con sus
ojitos apoyada con sus cuatro patitas bien firmes en el suelo y le decía
amorosamente fascinada: «Pero, Millord, si no me acompañas tú, ¿quién?» A él,
le daba casi que un jamacuco de felicidad. El corazón se le aceleraba y le
latía como si en un solo día pudiese vivir todas las primaveras, los veranos,
los otoños y los inviernos de su vida. Él se derretía con ella, tanto que en esas horas estaba inventándose un cuento de Navidad en otoño para contárselo y satisfacerla,
porque en la última de sus andanzas cuando regresando a casa, ella le pidió: «Millord, ¿puedes contarme un cuento de Navidad?», a lo que él le
contestó: «Pero chica, ¡si estamos en
otoño»!, y ella a su vez, le indicó y sugirió: «Pues entonces, Millord, un
cuento de Navidad en otoño», él, francamente, no pudo resistirse. No había
podido negarse de tan importante, halagado y necesitado como se sentía con tal
inesperada petición. Si había algo que aquel perro viejo, educado y sabio no
podía soportar, aunque esto tampoco se lo confesase nunca jamás a nadie, era
que ella un día dejase de necesitarlo y de requerirle cosas. Dejar de ser
importante para ella, pensaba él, sería lo peor. Sería como morirse en la
puerta de una charcutería abierta expresamente para ti. Prefería una vida
repleta de jamacucos de felicidad, en su caso de “jamachuchos” de felicidad, a
una vida desierta de emociones. «¿Y, por qué no contarle un cuento de Navidad
en otoño?», se preguntó a sí mismo, si al fin y al cabo, la Navidad era eso, hacer realidad
los deseos del corazón; y, ¡ay!, su corazón tenía dueña: la chica.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz