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miércoles, 19 de septiembre de 2018

UN CUENTO DE NAVIDAD EN OTOÑO




«¿Qué puedo decirte yo que no sepas
para volver a hacerte temblar?»
―Louise Glück―



El aire de la mañana olía a azúcar, a golosinas, a caramelo. El hada que tenía posada en su hombro le preguntó: «¿Eres verdaderamente consciente de cuánto te llega a amar la chica?». La llamó así: «la chica», no por bajita sino por lo joven que era comparada con él y porque él la llamaba de ese modo, aunque su verdadero nombre era América. Entonces él, al escuchar la pregunta, se quedó pensativo no porque no supiera qué responder, sino porque tenía miedo de verbalizar la respuesta. Puesto que, ¡claro que sabía cuánto le llegaba a amar la chica!, pero no le gustaba responder a ciertas preguntas, por lo que pudieran revelar de su forma de ser. Esa mañana el cielo estaba azul, limpio como una patena. Había acabado de nevar, ―la primera nevada del otoño―. Aquella nieve, era nada. Era sólo el comienzo. Era el prólogo de lo que estaba por venir. Sintió alivio al pensar en las gansas blancas, que desde hacía bastantes semanas habían surcado los cielos de Manitoba en dirección al invierno mexicano. La chica había dormido a pierna suelta. Siempre le pasaba lo mismo, como más inclementes y fríos eran los días y las noches, ella, vivía mejor y por tanto dormía mejor. La chica amaba la naturaleza salvaje y por eso se acompasaba con ella, como algo instintivo. Ella también era naturaleza salvaje, eso, lo sabía bien él, que tan distinto era de ella, tan cuidadoso en sus gestos y en sus actos, no como ella, que de sutil no tenía nada. Él que cuando la chica entró en su vida, adoptó una postura frente a ella, distante, para hacerse el interesante y el señor, para mostrar su poderío más allá de la diferencia de edad, de fuerza y de veteranía. Una postura que a todas luces fue comprobando conforme pasaba el tiempo que no la intimidaba. Es más, llegó a pensar que la chica ni siquiera reparaba en ella, que todos los esfuerzos de él para mantener la distancia entre ellos caían día tras día en saco roto. Ella era insufrible, una plasta de cuidado, que se hacía la sorda con tal de conseguir lo que deseaba. Ella insistía, insistía, e insistía hasta salirse con la suya, como una niña malcriada que llora hasta el berrinche para conseguir que sus deseos se hagan realidad. Pero, era justamente la determinación de ella de salirse siempre con la suya, lo que a él le hacía sentirse importante, y aunque no llevase en su intención confesarle a nadie nunca jamás que le encantaba sentirse único para ella, el hecho era que le encantaba. Y cuando ella corría hacia él, habitualmente cuando él estaba ensimismando en sus cavilaciones o atento al mundo pero indiferente a ella, se estremecía de satisfacción al oír como ella se aproximaba a su oreja y con una pasión y una firmeza rotundas se ponía a ladrarle como si en ello le fuese la vida, para que él levantase el culo y la acompañase hasta la linde de la finca para descubrir en el paseo todas las madrigueras habidas y por haber. A la chica le encantaba curiosear, salir a campo abierto, correr aventuras y peligros, y encontrarse con la vida a la intemperie; sin importarle, el clima ni la hora. A él, no. Él era más de salón, estaba tan calentito frente a la chimenea en invierno, y tan fresquito y sin mosquitos ni moscas en verano en una corriente de aire tras la puerta mosquitera que no comprendía qué beneficios podía sacar de estar rondando por el exterior. Pero ella, ¡ay, ella, siempre conseguía de él lo inconcebible, lo extraordinario! Y cuando con sus pestañitas, pestañeaba, y le miraba con sus ojitos apoyada con sus cuatro patitas bien firmes en el suelo y le decía amorosamente fascinada: «Pero, Millord, si no me acompañas tú, ¿quién?» A él, le daba casi que un jamacuco de felicidad. El corazón se le aceleraba y le latía como si en un solo día pudiese vivir todas las primaveras, los veranos, los otoños y los inviernos de su vida. Él se derretía con ella, tanto que en esas horas estaba inventándose un cuento de Navidad en otoño para contárselo y satisfacerla, porque en la última de sus andanzas cuando regresando a casa, ella le pidió: «Millord, ¿puedes contarme un cuento de Navidad?», a lo que él le contestó: «Pero chica, ¡si estamos en otoño»!, y ella a su vez, le indicó y sugirió: «Pues entonces, Millord, un cuento de Navidad en otoño», él, francamente, no pudo resistirse. No había podido negarse de tan importante, halagado y necesitado como se sentía con tal inesperada petición. Si había algo que aquel perro viejo, educado y sabio no podía soportar, aunque esto tampoco se lo confesase nunca jamás a nadie, era que ella un día dejase de necesitarlo y de requerirle cosas. Dejar de ser importante para ella, pensaba él, sería lo peor. Sería como morirse en la puerta de una charcutería abierta expresamente para ti. Prefería una vida repleta de jamacucos de felicidad, en su caso de “jamachuchos” de felicidad, a una vida desierta de emociones. «¿Y, por qué no contarle un cuento de Navidad en otoño?», se preguntó a sí mismo, si al fin y al cabo, la Navidad era eso, hacer realidad los deseos del corazón; y, ¡ay!, su corazón tenía dueña: la chica.




Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz