«Hay una grieta en todo;
así es como entra la luz.»
―Leonard Cohen―
La casa aun sin estar
abandonada parece realmente abandonada al poco que acaba julio y agosto. El
verano se le ha colado por todos los rincones, escalando sus paredes,
enredándose en los pilares del porche, haciendo crujir el piso como si se éste
fuese a ceder de un momento a otro. La casa a todas luces es más vulnerable,
porosa y permeable, sobre todo en verano, de lo que es su inescrutable
habitante John John Porter, el agrimensor más veterano de Manitoba, que con
ceño fruncido y mirada pétrea mide los campos de izquierda a derecha y de
derecha a izquierda y de arriba a abajo y de abajo a arriba como otro determina
la línea defensiva incluso ofensiva de un campo de batalla; y al acabar de
hacerlo, John John Porter golpea el suelo con el talón de su bota. Un golpe que
es conocido por todos como el punto y final. Una vez acabada la jornada que a
veces puede ser muy bien al mediodía y otras al final de la tarde, John John
Porter, se atrinchera en su casa, se sienta en el porche a verlas venir o a
verlas pasar. Otros en su lugar desbrozarían un poco el jardín o rehabilitarían
el techo o le darían una mano de pintura a la casa, pero John John Porter, no.
Él vive, una vez cruza la linde de su casa, instalado en la inmovilidad.
Es como una varilla clavada en el porche y así permanece año tras año, verano
tras verano. En invierno, cambia su posición que no su rutina y se sienta en
vez de en el porche, en el interior de la casa, muy probablemente junto a una
cocina económica en la que además de cocinar se calienta. Vive tan atado a la
costumbre de permanecer quieto, como si habitase una jaula que se le olvida que
las puertas están abiertas y que puede entrar y salir a su antojo, y hacer lo
que en verdad le dé la gana. ¡Ah! ¿Pero, y si es concretamente esa nada, lo que
le gusta hacer? Eso ya sería harina de otro costal, no obstante, siendo de una
forma u otra, siendo así o asá, impuesto o por voluntad, a John John Porter a
principios de este verano no le quedó otra que levantar el culo de su mecedora
en el porche y acudir al murete que delimita la selva que tiene por jardín,
para responder a la vocecita que lo requería: «¡Señor John John! ¡Señor John John!»
Y allí, estaba ella, para su sorpresa: la dueña de la vocecita. John John
Porter, la descubrió tal como fue aproximándose al murete. La dueña de la
vocecita tenía una risa franca y tronchante semejante al punto álgido de una
fiesta de cumpleaños y unos ojos enormes, que él imaginó, capaces de descubrir
lo oculto en las almas, y algo se encendió dentro de él que le hizo tambalearse
y tener que apoyarse con los pies bien firmes en el suelo, cuando la niña haciendo gala
de una gran intrepidez y osadía, pues ningún otro niño se había atrevido en años que
parecían siglos a dirigirle la palabra a John John Porter, le dijo:
«Señor John John, ¿quiere un trozo de tarta de manzana con arándanos, sus
peniques serán bienvenidos para comprar un teatro de marionetas para la
sociedad de las Niñas descalzas y sensatas de Manitoba?». Entonces
John John Porter, respiró profundamente y oyó y sintió como una puerta vieja
por muchos años cerrada a cal y a canto en su interior acaba de abrirse. Y le
respondió a la niña: «Me la quedo toda, te la compro toda.» Y la niña
impasible, como si esa hubiese sido la respuesta que estaba esperando, le
respondió un sencillo: «¡Ajá!». Y a John John Porter esa respuesta le ensanchó
la vida y los límites de lo conocido para sus restos. Sí, todo llega y en todos
existe una grieta por la que entra la luz.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz