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viernes, 21 de septiembre de 2018

LOS NIÑOS BRODEUR



«Miramos el mundo una sola vez, en la niñez.
Lo demás es memoria.»
―Louise Glück―


La niña tiene sobre las piernas un álbum de recortes, uno de los niños unas tijeras y una barra de pegamento y el otro, un capazo redondo y viejo en el que va depositando una a una, las quebradizas hojas rojas que el viento ha arrastrado hasta sus pies. Están en su lugar de juego, en su reino de sueños. Los veo cada tarde cuando mis piernas que se ríen a carcajadas de mi paseo matutito me obligan a moverme, a dejar de lado lo que estoy haciendo en el interior de la casa y a salir a la búsqueda de tierra por la que andar. Sé quiénes son. Quiero decir, que sé quiénes son los niños. Son tres hermanos trillizos. Exactamente los trillizos de la granja de los Brodeur, una granja cercana. Los saludo al pasar. Ellos levantan la vista y dejan lo que están haciendo y me saludan con la alegría de los espíritus limpios y de pronto tal como están sentados, saltan como pequeñas gacelas, y corren con sus piececitos ilusionados hacia mí. Adele, la niña, me toma de la mano enseguida y los niños la siguen, primero Nathaniel, y luego Bernd, éste ya se agarra a la manga de mi camisa, al no quedarme una tercera mano para él. Los tres sienten la fascinación por mí de quien a través de ti puede llegar a un tercero, sienten fascinación por la contadora de historias, exactamente por las historias que les cuento de su abuelo. Pues la primera vez que vine a Manitoba hace años conocí por fin, en persona, a su abuelo, cuando ellos todavía entonces eran tan solo una hermosa y lejana promesa del futuro, y cuando tiempo después me los presentaron como personitas y les dije de pasada que había conocido a su abuelo, abrí sin darme cuenta, la puerta de sus deseos. Desde entonces no han sido pocas las horas que se han quedado pegados a mis talones, o más bien a mis palabras. Recuerdo una tarde de este verano que estando los cuatro en la cocina de mi casa vaciando una enorme sandía para hacer un gran farol, al comentarles que mi abuelo me había enseñado a hacerlo, vi como la tristeza por el abuelo ausente les tiñó su infantil rostro. Quise borrar inmediatamente su tristeza, como también quise recular y borrar las palabras que acaba de decir, pero hay algo que tienen las palabras dichas, y es que nunca más regresan dentro del tarro, una vez éste está abierto. Así que di un golpe de timón y encaré el barco hacia un punto en que a los cuatro se nos dibujase una sonrisa en el rostro y dejé de lado la sandía y fui hasta mi escritorio, revolví entre mis cosas y regresé a la cocina con algo que sabía que les haría muchísima ilusión: un libro de su abuelo que yo tenía entre mis pertenencias más valiosas y que había encontrado en una librería de viejo de Berlín. Su abuelo mucho antes de que ellos nacieran y mucho antes de que yo lo conociera en persona, había sido corresponsal en Alemania, y en aquella época escribió un libro que también ilustró. Siempre me había gustado su forma de escribir porque tenía un estilo muy particular que rallaba lo literario y una amplia visión sobre los acontecimientos del mundo que resultaba extremadamente enriquecedora. Mike Brodeur escribía sobre el mundo, al detalle, dejando entrever parte de su propia alma. En sus textos más personales cambiaba al periodista objetivo por el hombre, lo anteponía, y eso hacía de él un tipo realmente interesante, un escritor de los que al pulsar la vida, pulsaba algo en tu interior que te convencía de que aquel hombre era grande, y que se guardaba para sí, parte del mucho talento que poseía. En cuanto a sus dibujos, te indicaban, más de lo mismo: talento a raudales. Les entregué el libro a los niños, se titulaba: Nada nuevo bajo el sol. Y les dije: «Este libro lo escribió vuestro abuelo». Me miraron fijamente, habían heredado los tres, la mirada de su abuelo, una mirada negra que se te clavaba como un taladro, una mirada inquisitiva, que en unos segundos se transformaba en suavidad, generosidad, bondad, y, en una sonrisa, sí, los niños Brodeur y Mike Brodeur, sabían sonreír con los ojos, con la mirada. Cogieron con sus pequeñas y rechonchitas manos de niños, el libro, como si fuese algo que podía desaparecer de un momento a otro y empezaron a acribillarme a preguntas, el gen curioso de periodista de su abuelo había recalado también en ellos. Desconocía por qué no lo habían visto antes, como también ignoraba si en las estanterías de su casa tenían un ejemplar o varios del libro, pero de lo que no tuve ninguna duda es de que hasta ese momento nunca antes lo habían visto. No tenían edad para comprender ni mínimamente el contenido del libro, pero sí que había algo que comprendían y es que su abuelo existía también en negro sobre blanco como existían para ellos los héroes y heroínas de los cuentos. Fue Nathaniel, que era de los tres el más introspectivo, quizás el que más se le parecía, quien levantó los ojos del libro y me miro de hito a hito y me preguntó: «María, ¿mi abuelo fue un héroe?» Y le respondí: «Sí, rotundamente sí, vuestro abuelo fue un héroe. Es un héroe.» Y se lo respondí porque en verdad lo creía, no para contentar al crío, se lo respondí porque había conocido bien a su abuelo y a su manera siempre lo había sido. Mike Brodeur fue uno de esos hombres que calladamente hacen que el mundo avance, que los iletrados aprendan a leer, que los desinformados sepan dónde están y que la bondad de los seres humanos nunca quede empañada por la maldad. Sí, fue uno de esos hombres cabales y héroes, que no desfallecen ante la ardua tarea de poner los puntos sobre las íes, para que de ese modo, a nadie se le olvide diferenciar el bien del mal.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz