«Miramos el mundo una sola
vez, en la niñez.
Lo demás es memoria.»
―Louise Glück―
La niña tiene sobre las
piernas un álbum de recortes, uno de los niños unas tijeras y una barra de
pegamento y el otro, un capazo redondo y viejo en el que va depositando una a
una, las quebradizas hojas rojas que el viento ha arrastrado hasta sus pies. Están
en su lugar de juego, en su reino de sueños. Los veo cada tarde cuando mis
piernas que se ríen a carcajadas de mi paseo matutito me obligan a moverme, a
dejar de lado lo que estoy haciendo en el interior de la casa y a salir a la
búsqueda de tierra por la que andar. Sé quiénes son. Quiero decir, que sé
quiénes son los niños. Son tres hermanos trillizos. Exactamente los trillizos
de la granja de los Brodeur, una granja cercana. Los saludo al pasar. Ellos
levantan la vista y dejan lo que están haciendo y me saludan con la alegría de
los espíritus limpios y de pronto tal como están sentados, saltan como pequeñas
gacelas, y corren con sus piececitos ilusionados hacia mí. Adele, la niña, me
toma de la mano enseguida y los niños la siguen, primero Nathaniel, y luego
Bernd, éste ya se agarra a la manga de mi camisa, al no quedarme una tercera
mano para él. Los tres sienten la fascinación por mí de quien a través de ti
puede llegar a un tercero, sienten fascinación por la contadora de historias,
exactamente por las historias que les cuento de su abuelo. Pues la primera vez
que vine a Manitoba hace años conocí por fin, en persona, a su abuelo, cuando
ellos todavía entonces eran tan solo una hermosa y lejana promesa del futuro, y cuando
tiempo después me los presentaron como personitas y les dije de pasada que
había conocido a su abuelo, abrí sin darme cuenta, la puerta de sus deseos.
Desde entonces no han sido pocas las horas que se han quedado pegados a mis
talones, o más bien a mis palabras. Recuerdo una tarde de este verano que
estando los cuatro en la cocina de mi casa vaciando una enorme sandía para
hacer un gran farol, al comentarles que mi abuelo me había enseñado a hacerlo,
vi como la tristeza por el abuelo ausente les tiñó su infantil rostro. Quise
borrar inmediatamente su tristeza, como también quise recular y borrar las palabras que acaba de decir, pero hay algo que tienen las palabras dichas, y es
que nunca más regresan dentro del tarro, una vez éste está abierto. Así que di
un golpe de timón y encaré el barco hacia un punto en que a los cuatro se nos
dibujase una sonrisa en el rostro y dejé de lado la sandía y fui hasta mi escritorio, revolví entre mis
cosas y regresé a la cocina con algo que sabía que les haría muchísima ilusión: un libro de su abuelo que yo tenía entre mis pertenencias más valiosas y que había encontrado en una librería de viejo de Berlín. Su abuelo mucho antes de que ellos nacieran y mucho antes de que yo lo
conociera en persona, había sido corresponsal en Alemania, y en aquella época
escribió un libro que también ilustró. Siempre me había gustado su forma de
escribir porque tenía un estilo muy particular que rallaba lo literario y una amplia visión sobre los
acontecimientos del mundo que resultaba extremadamente enriquecedora. Mike
Brodeur escribía sobre el mundo, al detalle, dejando entrever parte de su propia alma. En sus textos más personales cambiaba al periodista objetivo
por el hombre, lo anteponía, y eso hacía de él un tipo realmente interesante,
un escritor de los que al pulsar la vida, pulsaba algo en tu interior que te
convencía de que aquel hombre era grande, y que se guardaba para sí, parte del mucho talento que
poseía. En cuanto a sus dibujos, te indicaban, más de lo mismo: talento a
raudales. Les entregué el libro a los niños, se titulaba: Nada nuevo bajo el sol. Y les dije: «Este libro lo escribió vuestro
abuelo». Me miraron fijamente, habían heredado los tres, la mirada de su
abuelo, una mirada negra que se te clavaba como un taladro, una mirada
inquisitiva, que en unos segundos se transformaba en suavidad, generosidad, bondad, y, en una sonrisa, sí, los niños Brodeur y Mike Brodeur, sabían sonreír
con los ojos, con la mirada. Cogieron con sus pequeñas y rechonchitas manos de niños, el libro, como si fuese algo
que podía desaparecer de un momento a otro y empezaron a acribillarme a
preguntas, el gen curioso de periodista de su abuelo había recalado también en
ellos. Desconocía por qué no lo habían visto antes, como también ignoraba si en
las estanterías de su casa tenían un ejemplar o varios del libro, pero de lo
que no tuve ninguna duda es de que hasta ese momento nunca antes lo habían visto. No
tenían edad para comprender ni mínimamente el contenido del libro, pero sí que
había algo que comprendían y es que su abuelo existía también en negro sobre blanco como existían para ellos los héroes y heroínas de los cuentos. Fue Nathaniel,
que era de los tres el más introspectivo, quizás el que más se le parecía,
quien levantó los ojos del libro y me miro de hito a hito y me preguntó: «María,
¿mi abuelo fue un héroe?» Y le respondí: «Sí, rotundamente sí, vuestro abuelo
fue un héroe. Es un héroe.» Y se lo respondí porque en verdad lo creía, no para
contentar al crío, se lo respondí porque había conocido bien a su abuelo y a su
manera siempre lo había sido. Mike Brodeur fue uno de esos hombres que
calladamente hacen que el mundo avance, que los iletrados aprendan a leer, que
los desinformados sepan dónde están y que la bondad de los seres humanos nunca
quede empañada por la maldad. Sí, fue uno de esos hombres cabales y héroes, que no
desfallecen ante la ardua tarea de poner los puntos sobre las íes, para que de
ese modo, a nadie se le olvide diferenciar el bien del mal.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz