«John ama el mundo. Tiene
un lema: no juzgues
si no quieres ser juzgado.
No
discutas este punto
con la teoría de que no es
posible
amar lo que uno renuncia
a comprender: renunciar
al discurso no significa
suprimir la percepción.
Fíjate en John, fuera en
el mundo,
corriendo incluso en un
día miserable
como hoy. Que
elijas no mojarte se
parece a la patética
preferencia del gato por
cazar aves muertas.»
―Louise Glück―
Me mantengo siempre alerta
a la poesía muy probablemente porque el hombre que comparte mi cama y mi vida
tiene muy presente que sin la poesía se embrutecen las almas. Fue en casa de
Margot, uno de esos sábados, donde advertí como por su culpa, por esa creencia
tan suya, siempre estoy ojo avizor, preparada para hallar una nueva poesía en
cada rincón de la vida. Tal vez, por eso, entre todos los muebles de la poblada
casa de Margot, me guiñó un ojo, una alta librería vetusta, cuyos bordes
debieron ser lijados por los primeros pioneros, e incluso muy bien podría haber
sido arrastrada hasta Manitoba desde la misma Suecia; una librería, que para mi
sorpresa y satisfacción contenía cientos de ejemplares delgadísimos de poesía, todos con la misma encuadernación artesanal en piel bovina de color ladrillo.
Así que ni corta ni perezosa me subí a una silla y me planté frente a ella y la
miré a los ojos, preguntándole secretamente, en una conversación que se produjo
en la intimidad de hora soñolienta que trascurre después de la cena: «¿Qué
tienes para mí, bonita?» Decidí no enfrascarme en los títulos y en los autores
y cogí al azar uno de aquellos volúmenes minúsculos, lo abrí, y sin haber
mirado el lomo, me encontré con Praderas de
Louise Glück, sabía que no había leído nada de la autora norteamericana y mis
dedos abrieron diligentes el pequeño libro por otra página, entonces mis ojos
se enfrentaron a Mañana Lluviosa, y
digo se enfrentaron, porque noté una sacudida, parecida a una descarga semejante a la que te abocaría tropezar de frente con algo que realmente produce un vuelco en tu interior,
que hizo que me bajase de la silla a tientas y que me sentase en la esquina del
sofá que estaba más cerca de mí. Aún no había leído la tercera estrofa cuando
me descalcé y aúpe los pies en el sofá, olvidando que no estaba en mi casa, y
ya cómoda le devolví a mi vida el placer de los versos que acababa de hallar.
Me sacudieron de nuevo, una segunda y una tercera vez. «La sacudida del arte»,
pensé. «Arte sólo es aquello que remueve algo en el interior de las personas
para bien o para mal» me dije. «Las creaciones artísticas cuando son arte te
sacuden, te calan hasta los huesos como te los calaría pasar una tormenta a la
intemperie y te estimulan el hambre de vida», me expliqué a mí misma. «Pero,
¡oh!, este arte, estos versos, estas palabras pensadas y escritas en este orden son algo más, pues han encontrado dentro de mí un puerto al que arribar,
encajando en mi existencia», manifesté mi sentir en voz alta, hablándole a la nada y a la
luna. Y tuve la urgente necesidad de contárselo a él, al hombre que no quiere
que por nada ni por nadie se me embrutezca el alma. Noté unas ganas enormes de
contárselo, como cada cosa que me pasa, y cuando un ratito después le dije cuál
había sido mi hallazgo, sé que me supo certeza para él y rio con su risa
atávica y me miró como sólo él me mira. Y yo me sentí profundamente dichosa,
porque la poesía no sólo está en las páginas de un libro, en la tinta de una
pluma o en un ejemplar que duerme a la espera de ser leído en una vetusta librería, también
está en su mirada y en la punta de los dedos cuando rozan mi piel. También en
eso hay sacudidas. Sacudidas que te hacen saber que la vida siempre es ese algo
más.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz