«Pasan unos años. El aire se llena de una música de chicas.»
―Louise Glück―
Le gusta tanto el café que
si por ella fuera viviría dentro de un bote de granos de café. Bebe café y
masca granos de café. Su casa huele a café y el peto con el que trabaja,
también. Extraño es que no trabaje con café y que sea maestra de escuela en
Manitoba, pero Margot es así, de ascendencia sueca, es todo lo contrario a lo
que a primera vista pudiera pensarse de ella. Los sábados organiza en la cocina
de su granja pequeñas reuniones solo para mujeres, donde en ese día y durante
esas horas, los hombres no pueden entrar ni siquiera para hablar con la mujer a
la que aman, allí se cocina mientras se charla y se ríe, se bebe vino y se come
fruta, se intercambian recetas y se crean otras, de ese modo transcurre la intensa
y divertida jornada, para acabar en una armoniosa cena sobre las siete de la
tarde con todo lo que se ha ido cocinando durante el día, y muy probablemente
lo más interesante y enriquecedor de esas cenas y del sábado en sí, además del acto de cocinar, es lo heterogéneo de las mujeres congregadas, de tan dispares como distintos son sus orígenes, procedencias, edades,
oficios, pensares y sentires. Cuando una mañana de finales de mayo me encontré
a Margot en el colmando concretamente delante de la estantería de pastas y me
preguntó si me apetecía unirme los sábados a su sequito, le dije que sí, sin
pensármelo ni treinta seguidos, las ganas afloraron en mi como un deseo ineludible. Margot me
indicó que el único requisito para poder asistir era llevar conmigo mi propia
tabla de cortar y mi cuchara de madera y la única premisa a cumplir la de quien ensucia, limpia. Cuando me planté el primer sábado frente a la granja
de Margot y atravesé la senda trillada hasta llegar al porche me noté cargada
de una infantil alegría que recorría mi cuerpo con la dicha y las expectativas
de una primera excursión, llevaba conmigo la tabla de cortar y las cucharas de
madera a estrenar compradas adrede y comprendí que todos los sábados sentiría
lo mismo de seguir yendo a la granja de Margot, porque sentí que Margot no me
había conquistado solamente a mí, sino también a la niña que habita en mí, la
que en todo ve un juego, una aventura, una complicidad que te arranca una
historia y una probabilidad convirtiéndose en posibilidad al alcance de las
manos. Y se confirmó mi sensación cuando al entrar en su inmensa cocina me
sentí atrapada en la red de complicidades que el Universo teje para todos y que
es de fácil entender a poco que se esté atento y se quiera formar parte de una
misma energía, la energía de sentirse a gusto con la vida, cuando vi que Margot
donde otros tendrían colgado un reloj tenía un cartel que rezaba así: «Nunca
jamás sabrás cuál es la receta pero siempre te alimentaré.» Una leyenda que
encajaba con mis creencias sobre cocinar y dar alimento, sobre darme y darnos de
comer. En la cocina de Margot me reafirmé en la opinión de que las gentes de
Manitoba son acogedoras, espontáneas, abiertas, gente que ofrece su casa, su
hogar, su morada, su cocina, su granja y la hace tuya, y entonces tú te sabes a
gusto, tanto, que te reconoces persona aportando tu vida a las suyas,
identificándote en su complicidad y en su forma de ser. Pensaba en eso y en lo
afortunada y en la fortuna de poder ser parte de sábados así, ―mientras cortaba
verduras―, y aunque cocinar siempre tiene la capacidad de abstraerme y evadirme
del mundo, por un momento no lo hice, pues al mirar a mi alrededor me dije:
«¡Menudo privilegio!», y lo que me hizo volver en sí, inmediatamente, y
aplicarme a mis tareas de nuevo fue la voz de Margot, diciéndome: «Al grano,
María», tragándose la primera vocal al pronunciar mi nombre. Un “al grano” que
utiliza todos los sábados para reprender nuestra conducta, cada vez que ve como
una de nosotras se despista o comparte conversación con otra y se distrae, el
mismo “al grano” que utiliza desde hace cuarenta años en la escuela con sus alumnos.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz