«Pequeña alma, siempre
desvestida,
haz esto que te ordeno,
trepa
por los estantes de las
ramas del abeto;
aguarda en la copa,
atenta, como un
centinela o un vigía.
Pronto llegará a casa;
te corresponderá a ti ser
generosa.»
―Louise Glück―
Cuánto tiene de sanador,
de reconfortante la quietud que va después del amanecer, la mañana apoderándose
de todo y de ti, con su silencio y también ahora ya con su frío matutino.
Cuánto de balsámico tiene cuando has dormido en vez de a pierna suelta sólo en
la superficie de la noche, sin que ésta te deje ahondar en ella, en sus
profundidades y en su mundo del olvido. De modo, que revitalizada por la misma
mañana, en una mañana en que las nubes acechan como el lobo a Caperucita
emprendo una de mis caminatas matutinas, en estos meses por Manitoba, hoy con
el ánimo extremadamente alegre porque es sábado y después tengo que ir a la
granja de Margot a cocinar. Y como es habitual, al poner un pie delante del otro, e imprimirle a mi cuerpo la fuerza de las pisadas, de los pasos, ―en esta
facultad nuestra tan poco valorada que es la de poder desplazarnos de un lugar
otro―, los pensamientos vagabundos se colocan en fila india y empiezan a
desfilar por delante de mí. Y es en ese ínterin que va de los primeros pasos a
los siguientes cuando constato como todo se mueve: mi corazón, mi sangre, mis
pies, mis pensamientos, mi alegría al sentirme viva, todo. Absolutamente todo
en nuestro interior y a nuestro alrededor se mueve, no para de moverse, está en
continuo movimiento, y aunque a veces pensemos que todo está relativamente
quieto, es mentira, es un espejismo, pues todo se mueve a distintos niveles y
en diferentes capas y estratos. Todo está siempre sometido al movimiento,
incluso nuestra forma de ver y de sentir, tanto a nosotros como a los otros, lo que nos
indica que lo que los otros ven y sienten por nosotros también está supeditado
a ese movimiento, con lo cual todo es proclive si no a la transformación, sí a la
variación o a la mutación. Es ese constante movimiento, el que nos lleva a tener que asumir, comprendiéndolo,
que nuestras percepciones y nuestros sentimientos y también nuestros sentires
son marea en tierra firme, marea sujeta al cambio, y lo que hoy nos colma de
dicha puede ser que pasado mañana no nos colme por igual, sin que por ello
nuestra vida se trastoque demasiado. Por lo tanto, como mujeres y hombres
consecuentes, debemos asumir esa marea en tierra firme como parte del tránsito
que es vivir, debemos hacerla nuestra con una sonrisa de oreja a oreja
construida en buena medida con las hechuras de la madurez y la resignación,
pensando algo tan ridículo y cierto como que todavía nos queda cambio en el monedero, ―aunque
solamente sea para comprarnos una piruleta―, y risas en nuestras ganas; pues ese
siempre es un buen punto inicial para seguir comiéndonos la vida a bocaditos
pequeños. Porque de ese modo es como debe encararse la vida: devorándola
poquito a poco, como si de un rico pastel se tratase. Esto es algo que se
aprende al vivir mucho e intensamente, entonces se descubre, que la mejor
manera de estar sobre la faz de la Tierra es comiéndonos la vida a
mordisquitos, da igual por donde se encaminen nuestros pasos, de la misma forma
nos sirve una senda solitaria que pasa por los por los márgenes de un bosque
como el caminar a pasitos cortos y divertidos desde el puesto de frutas,
pasando por el rincón donde los donuts
están recién hechos, hasta llegar a librería. Lo importante es saber
concentrarnos y saborear al mil aquello que nos ocupa en cada momento. Lo importante es ver el
momento como si no existiera ni nadie ni nada más en el mundo, ya que esa es la
única forma de echar el ancla en nuestra marea en tierra firme. Es nuestra
forma de protestar. Debe ser así, lo de anclarnos, sin que el deber sea una
obligación, sino un convencimiento, una manera de vivir. Debemos anclarnos a
los momentos y a lo que nos obligan a sentir, porque cada momento es único,
sublime, irrepetible y delicioso por muy amargo que a veces pueda llegar a ser, puesto que
ningún momento jamás deja de ser nuestro. Mi caminata del día de hoy me ha ido
regalando, al compás de mis pasos y mi respirar, estos pensamientos vagabundos
que han tomado forma como un todo, y al regresar a casa me encuentro oxigenada
y contenta. Y soy todavía más consciente que al despertar, que el
sábado que tengo por delante, en unos minutos se va a plantar frente a mí
como algo extremadamente divertido, como por ejemplo: no encontrar el punto de caramelizar un
alimento y acabar convirtiéndolo en mármol; y tan enriquecedor, como saber que en
el mundo entero hay un número exacto de corazones que siempre me amaran por
encima de todas las cosas y que me acogerán en su seno, como la niña descalza y
de corazón generoso y noble que siempre he sido y seré para ellos.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz