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domingo, 25 de febrero de 2018

QUISIERA QUE THOREAU HUBIESE SIDO TAMBIÉN UNO DE MIS ABUELOS



«No dejes que tu vida pase sin tener un objetivo, 
aunque sea solo el de llegar a probar el sabor de un arándano, 
pues no será solo la calidad de una baya insignificante lo que vas a probar, 
sino el sabor de tu propia vida expandiéndose, 
una salsa o mermelada que ningún dinero puede comprar.»
 ―Henry David Thoreau―



El pasado domingo Alberto y yo encontramos un muro donde apoyar nuestra espalda y sentarnos al sol de invierno. Allí estábamos los dos sin pensar en nada. Contemplativos. Sintiendo el sol de invierno sobre nuestros cuerpos vestidos. Ambos nos dimos cuenta, allí en silencio, de que echábamos de menos el acto de desabrigarnos y fuimos conscientes de que estábamos ante el último sol de febrero, delante del último sol de este invierno. Muy probablemente el deseo de quitarte una capa tras otra de ropa es el primer indicio de que va a comenzar de un momento a otro la vida en el exterior para los que en invierno hibernan. No, en cambio para nosotros dos, pues somos seres de exterior. Ninguno de los dos concibe la vida sin estar presentes cada día del año en plena naturaleza respirando bocanadas de aire fresco, cortante, helado, congelado, o por el contrario: asfixiante en el sofoco del verano. Tanto a Alberto como a mí someternos a lo contrario sería una forma de muerte sin clemencia. Necesitamos respirar campo. Necesitamos que nuestros pulmones y todo nuestro ser se llene de mundo natural. Por ello, vivimos al compás de las estaciones. Habitamos en su tiempo y en su clima y jamás deseamos que alguna de ellas pase rápido o desaparezca, ya que todas nos son necesarias, todas son vitales para el ser vivo. Pero sí que es verdad que el pasado domingo estábamos como ilusionados por ese último sol de invierno, pensando que la primavera con su explosión de colores y con la música alegre de la vida animal está como aquel quien dice a la vuelta de la esquina. En esa cálida hora de invierno, allí, dejando que los pensamientos se tumbasen a nuestro lado le dije a mi marido que me habría gustado que Thoreau hubiese sido también uno de mis abuelos. Algo que Alberto, comprendió de inmediato. Pues al igual que yo, fue niño de exterior, por eso somos adultos de exterior. He de confesaros, lectores míos, que desde principios de año he estado sumergida en los Diarios de Henry David Thoreau. Estar con él por Concord, ―Massachusetts―, ha sido una de las aventuras más fascinantes de mi vida. Me pareció una buena idea querer conocerlo ahora cuando Alberto y yo disfrutamos de la misma edad en que murió Thoreau. Pensé que indagar en  los escritos de Thoreau a mis cuarenta y cuatro años podía aproximarme más a él, ―que de hacerlo a una edad más temprana―, y acerté de lleno. La idea se convirtió con el transcurso de los días en un privilegio sin igual. Página a página, anotación tras anotación, Thoreau ha hecho que rememore toda una vida de existencia natural. Thoreau me ha hecho reafirmarme en lo que yo ya sabía y es que toda mi vida ha discurrido abrazada y hermanada con la naturaleza. Cada recuerdo que me venía a colación de la lectura era silvestre, salvaje, libre y feliz. Thoreau ha hecho que me diese cuenta de que mí verdadera familia, mi hogar, mi casa ha estado siempre hecha de árboles, de animales, de plantas, de cielos y que si siempre he sido de tierra, mar y aire no ha sido por casualidad. Han sido tantos los momentos rememorados, los recuerdos que han regresado a mí, que con Thoreau he realizado un viaje en el tiempo. Y, al ver de nuevo con mis ojos, cómo y dónde crecí y me eduqué y dónde se forjó mi carácter y mi personalidad he entendido la razón por la cual he encajado a la perfección en el mundo natural que Alberto me ofrecía para vivir. Y la razón, ―más allá de que soy intrépida y aventurera, más allá de que amo a Alberto y de que no concibo mi vida lejos de él―, la verdadera razón, no es otra que para mí regresar a la naturaleza significa regresar al hogar verdadero. El motivo principal ha sido el retorno al hogar, de ahí mi plenitud. Al leer los diarios de Thoreau he percibido que me encontraba igual de bien, de cómoda, de en calma, de en paz con todo y con todos como cuando vivía en Caótica y caminaba por ella, por ese mundo natural que me pertenecía del mismo modo como yo a él. Caótica era mágica. El mundo natural es mágico. La naturaleza es mágica. Por ello, cuando andaba por Caótica todas las opciones eran mágicas y por ejemplo si al llegar al recodo de un camino en concreto se te presentaba la disyuntiva de tener que elegir si seguir caminando o quedarte en el recodo y adentrarte en el pequeño bosque ubicado a su derecha, elegir seguir o quedarte eran ambos hechos mágicos. Pues en cada una de las opciones la apuesta siempre era la misma: estar conectada exclusivamente con la naturaleza y por ende con el Universo. Cualquier elección que tomases en Caótica era acertada. Porque en Caótica quien reinaba siempre era la inigualable naturaleza. Y, Thoreau, ha hecho que muchísimos años después me sienta profundamente afortunada y agradecida. Por eso intentaré rescatar de mi infancia para plasmarlos en negro sobre blanco instantes que no recordaba recordar. Y soy muy consciente de que tengo para ello al mejor compañero de vida posible, con el cual sé que con un martillo y un cincel, palabras y fotografías, curiosidad y aprendizaje, y un amor profundo, esculpiremos nuevos capítulos de esta gran aventura que es nuestra ya larga vida juntos en el mundo natural. 


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz