«Quieres ver tu propia
mente, mira al cielo.
Quieres saber tus estados
de ánimo, estate atento al tiempo.
Aquel a quien el tiempo
frustra, se frustra a sí mismo.»
―Henry David Thoreau―
Me fascina cómo la mente
es capaz de hacer desvanecer en un tris tras los chascos, decepciones y
desengaños que aparecen en la vida como consecuencia de las interrelaciones
humanas. El aprendizaje extraído de las experiencias vividas acaba siendo el
sistema inmunitario para lo sentimental y creamos antivirus de tal manera que
cuando se cuela dentro de nosotros un sentimiento negativo llamémoslo chasco,
decepción o desengaño, por no llamarlo virus, tal como la vida va
transcurriendo y los años sumándose, la resilencia y la resistencia es mayor y
el “virus/chasco” no te daña como te dañó las primeras veces y por tanto el tiempo
en sanar es cada vez menor. Me impresiona constatar cómo ante un daño
emocional, ―en vez de tener que recurrir a un botiquín farmacéutico como cuando
es el cuerpo quien resulta ser el lesionado o el perjudicado―, las personas
recurrimos a la sabiduría adquirida. Y, eso, es de un enorme valor. El poder
sanarnos por nuestros propios medios, el poder sanarnos desde nuestro interior,
es de una valía colosal, inmensa y brillante. Y equipara al sistema inmunitario
de lo emocional con el sistema inmunitario de los microorganismos que habitan
en la naturaleza descubierto por el microbiólogo ilicitano Francisco Martínez
Mojica. Así que del mismo modo como en los microorganismos las bacterias tienen
sus propios recursos para defenderse de los virus, hasta tal punto, que guardan
en su memoria el modo de defenderse de un mismo virus si son atacadas en
distintas ocasiones, nosotros también poseemos nuestros propios recursos y la
memoria para curarnos en lo emocional. Eso es una realidad. Y es una realidad
puesto que la mayor parte de los seres humanos tenemos la facultad de restablecernos por nosotros mismos del daño emocional, sin que intervenga, ni
medie, ningún tipo de droga o fármaco, al no rendirse jamás el superviviente
que habita dentro de nosotros. Por ello, cuando nos dañan emocionalmente:
volvemos la cabeza inmediatamente hacia el cielo, dejamos que el viento nos
limpie, el sol nos caliente y la lluvia cicatrice nuestras heridas. Pues el ser
humano es capaz, ―como
el ser nacido por su propio esfuerzo que es―,
de encontrar armonía en los cielos, de hallar sonrisas en el abatimiento, de
ver luz en la oscuridad y también más que ningún otro ser vivo de tener la
conciencia y la sensibilidad para ver cómo la vida siempre va abriéndose paso,
por encima de todas las cosas. Por ello,
nunca dejará de deslumbrarnos el hecho de ver cómo cualquier planta es capaz incluso de brotar en la corteza helada de un árbol, en las
grietas de un muro, entre un adoquín y otro adoquín en una plaza de suelo
empedrado, en una grieta en el cemento de un camino asfaltado, entre los
escombros de un edificio demolido, incluso, en la lápida de una tumba. Por eso,
no nos extraña, ni encontramos raro, decirle a ese otro ser vivo que se abre
paso: «Eres un valiente. Si tú eres capaz, ¡cómo no voy a serlo yo!» Y ante tal
hecho, nuestra mente registra, guarda y conserva ese instante de sabiduría para
cuando lo necesitemos. Y, así, momento a momento, instante a instante,
construimos un sistema inmunitario emocional de una magnitud considerable, del que ojalá, un
día el cuerpo tome ejemplo. Ya que entonces podremos decirle a la industria
farmacéutica: «Bye, bye. Adiós. Au revoir.» Puesto que quizás, tal vez, la cura
de todos los males reside en saber ir al compás, en estar en armonía con los
latidos de la tierra, en que el ritmo de las estaciones y el tuyo vayan a la par, en
vivir la vida que tu yo en verdad desea; y por supuesto, en desterrar el querer
ir siempre a la contra de nuestra voz interior, de nuestro bienestar real, de
nuestra calma. Es decir, al final, igual resulta ser que lo que el ser humano sólo necesita es dejar de hostigarse e imponerse, para aceptarse y adaptarse.
Tal vez, todo es tan sencillo, como en vez de escudarse cuando un perro corre
hacia ti, silbar para llamarlo.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz