«El escritor fuerte se
sostiene, de cuerpo entero,
con su experiencia tras sus palabras.
No hace
libros, sacados de libros;
ha estado ahí en persona.»
―Henry David Thoreau―
Cuando hablo con mi madre
la primera pregunta que me realiza es: «¿Y
ahora cómo te encuentras: sembrando, cosechando o en barbecho?» Porque ella sabe
que cuando no estoy en barbecho, continuamente busco, siembro y cosecho. Para
mí buscar es vivir, pero vivir con los cinco sentidos, nada de pasar por la
vida de puntillas o de perfil. Vivir es sumergirme en la vida
estando dispuesta a no dejarme nada en el tintero. Por ello, como escribo como
vivo y vivo dejándome la piel, la mayoría de veces después de sacar
adelante la cosecha y poner en negro sobre blanco lo que tenía en mente; y tras
haber puesto en fila mis pensamientos vagabundos, engarzado unas
palabras con otras y haber creado algo de la nada, noto con el paso de las horas, todavía estando orgullosa y feliz por el trabajo realizado que estoy a la
intemperie de nuevo, sin abrigo, desamparada, con ganas de más: atenta, alerta y hambrienta como cualquier animal; y eso, resulta ser algo muy distinto a
estar en barbecho. Porque estar en barbecho es estar ociosa y no buscar nada durante
semanas expresamente, y ese sentirme a la intemperie es saberme fuera de la
madriguera que es mi oficio, para tener que volver a empezar a buscar, para
sembrar y seguir cosechando. Y, si bien es verdad, que tras la cosecha puedo estar
veinticuatro o cuarenta y ocho horas o más sin ganas de pensar en nada, panza arriba,
saciada y feliz; también es verdad, que una vez transcurridas esas horas, mi
cuerpo, mi mente, mi espíritu y mi alma necesitan volver a vivir con los cinco
sentidos, necesitan salir a buscar, a apresar y a aprender puesto que de lo
contrario no sé para qué diantres estoy sobre la faz de la Tierra. Como
contadora de historias que soy, necesito escribir como respirar, y para escribir
hay que tener algo que contar. Y yo sólo sé contar desde la experiencia, desde
lo aprendido, desde lo vivido, desde la vida. Por mucho que luego escriba
novelas que son ficciones, los cimientos, el forjado, sobre el que se apuntalan y sostienen es la vida vivida con los cinco sentidos en primera persona, de
primera mano y en primera fila. Siempre ficciono y fabulo desde lo vivido, ficciono
la vida, reflexiono sobre ella y retrato el alma humana para contar
historias. Y, evidentemente, mi relación con los demás varía según en el estadio en
que me encuentre. No soy la misma cuando estoy a la intemperie y busco y voy
sembrando, ―sembrar
es ir guardando en la mente lo que voy viviendo, sembrar es interiorizar la
vida, sembrar es darle material a mis pensamientos para que afloren y me hagan
compañía, sembrar es nutrirme de sabiduría, sembrar es alimentarme― a cuando cosecho, ―que es
el momento en que plasmo en negro sobre blanco desde la ficción o desde mi yo
más sincero lo aprendido de mis experiencias―, a estar en barbecho. Por ello, es
lógico preguntarme en qué fase estoy, ya que así mis interlocutores, saben qué
esperar de mí. A mi madre y a mí nos gusta utilizar el símil del proceso del cultivo para
que ella pueda hacerse a la idea de si tengo más o menos disponibilidad de tiempo o si necesito más o menos silencio. Entonces si hoy me preguntase al llamarme por teléfono: «¿En qué fase estoy?» Le tendría que responder que estoy a la intemperie, en plena búsqueda. Ya que hoy después de haber escrito muchísimo en las últimas semanas y
después de haberme tumbado a la bartola durante unas cuantas horas, al volver a
saberme a la intemperie y sentir la necesidad de buscar, he encarado mi paseo invernal a
lo Thoreau con unas ganas inmensas de ser sorprendida. Por ello, podría contarle que lo he logrado, que he sido premiada como tantas otras veces por el mundo natural. En esta ocasión viendo por primera vez en mi
vida, puesto que ha saltado a unos pasos de mí, una liebre de invierno. Toda ella
blanca, como un copo, con unos grandes ojos negros fijos en mí, atenta y
alerta, y que con sus orejas tiesas ha estado mirándome
hasta que ha desaparecido camuflándose en la nieve con la presteza típica de
las liebres. Me ha hecho mucha ilusión porque ella me ha llevado al recuerdo del primer día en que de niña saltó una
liebre ibérica junto a mí y me maravilló por su velocidad y su astucia para esconderse.
Recuerdo dónde estaba, con quién, los años que tenía y el momento como si fuese
ayer. Y hoy, al emprender, mi caminata matutina e
invernal lejos estaba de imaginar que sería en este día cuando contemplaría por primera vez una liebre de invierno aquí en Canadá. Aunque en realidad me ha hecho tanta ilusión porque quizás, tal vez, seguramente lo que verdaderamente he recordado, ―cómo
si eso fuese algo que se pudiese olvidar―,
que yo también soy una liebre. Sí, soy liebre. De hecho toda mi familia por
parte de mi abuelo materno lo es. Es nuestro alias, nuestro mote, nuestro
apodo. Un renombre del que jamás he sabido su origen, ni su razón de ser, de
tanto como se remonta en los tiempos. En infinidad de ocasiones he
preguntado si era por la velocidad, por ese estar alerta, por ese
oído sagaz, por la astucia que caracteriza a este animal o si era por otro motivo.
Nunca lo he sabido, nadie jamás ha podido responder a mis preguntas. No obstante, hoy, ahora y aquí, en Canadá, ha dejado de importarme su
procedencia porque es hoy cuando me he dado cuenta de que mi forma de vivir y
de estar en el mundo está en total consonancia con las liebres. Pues no hago
otra cosa que salir de la madriguera para buscar y aun dentro de la madriguera,
siempre, a todas horas permanezco atenta y alerta, ojo y oído avizor para ver
qué puedo encontrar, qué puede sorprenderme, qué puede captar mi mirada y mi
interés para descubrir mundos e hilos nuevos de los que tirar para aprender y de ese modo contar
historias. Así que hoy el fruto que he recogido de mis siempre fértiles
caminatas matutinas e invernales ha sido que muy probablemente y por primera
vez he comprendido por qué soy liebre como mote. Y claro, de ese modo todo encaja.
Pues la necesidad que hay en mí de buscar y de encontrar, el saber que pertenezco
al mundo natural, estaba ya en mis genes desde antes de nacer. Y si vivir para contarla me entusiasma, aun me fascina más contar lo imprevisible, lo sorpresivo, lo inesperado de la vida, tal como saltan las liebres. No podía ser en mi caso de otro modo. Por ello, por tanto y por todo, para mí la experiencia de vivir siempre será la mejor base para contar cualquier historia.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz