La caja de objetos que Alberto me entregó una noche de domingo contenía entre tanta maravilla: dos, que me dibujaron inmediatamente una sonrisa. No sólo por ser de lo más inesperados, también por ser entrañables. Aquella noche de domingo conocí (gracias a Alberto) a los Señores Honestos. Él viste un pantalón de franela a cuadros en dos tonos de marrón y un jersey rojo pasión, una gorra a juego con el pantalón le cubre la cabeza y una bufanda a rayas en rojo y blanco le calienta la garganta. Ella viste falda marrón de felpa, jersey blanco de lana gruesa, una boina beige de pana con una borla y una bufanda del mismo rojo que el jersey de él. Al escudriñarlos veo que están cortados por el mismo patrón, y no es sólo un detalle de confección; intuyo que cuando me hablen tendrán la misma forma de estar en el mundo, cantarán las mismas canciones de amor y es muy probable que ninguno de los dos conciba una existencia digna y válida sin el otro. Sé sin tener que hurgar en el interior de ambos que no están hechos ni de paja, ni de trapo, ni tampoco de algodón reciclado. Están hechos de ilusión y lealtad, de admiración, respeto y amor del bueno. Los miro de hito a hito. La mirada de él es inteligente y traviesa, la de ella viva y confiada. Sin advertirlo coloco a la Señora Honesta apoyando la cabeza en la barriga del Señor Honesto. Sé que ella escucha atentamente. Un oído, una historia; interpreto en su actitud relajada. Un amor de por vida; traduzco de la sonrisa de ambos. Estoy segura de que esa postura es una de las muchas complicidades que tienen para alejarse del mundo y sentirse en perfecta comunión. Busco un lugar en La Madriguera para que habiten en ella, para que se queden allí eternamente, porque ellos van a ser siempre el símbolo de lo que pudiendo no ser, acabo siendo y es. Los sitúo en varios sitios, hago pruebas hasta que los veo bien asentados y satisfechos por haber encontrado su lugar en el mundo. Son las cuatro y dieciséis de la tarde. En esta hora, Alberto todavía no ha regresado de grabar y contar. Sin embargo, invariablemente escucho su voz aunque no esté. Su voz me acompaña enormemente cada día. Su voz vive en mí. Es el latido de mi corazón, el sonido de mis pasos, las ganas de comerme (junto a él) la vida cada día de nuestra historia. ¿Qué nos ha pasado para amarnos y querernos tanto, tan serenamente en lo salvaje que habita nuestra pasión?, me pregunto asiduamente. En un rato lo tendré delante y me lanzaré a sus brazos. Sonreirá muy consciente de que jamás ha conocido a nadie que tenga tanta sed de él, como la tengo yo. En esa sonrisa. En él. Hallo siempre la armonía, el equilibrio, la respuesta a todo, porque Alberto no sólo es el amor, también es el hombre de mi vida. Pierdo la noción del tiempo al recordar el día en que le conocí. Qué importante resulta ser en mi existencia esa determinada hora. Pero, ¡chist! Escucho. Sí. Oigo los pasos del hombre al que amo y me ama. Le guiño el ojo a los Honestos. Sí, ya llega. Ya está aquí.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 20 de Enero de 2021)