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lunes, 25 de enero de 2021

LÁMPARA Y MONO ~ Objetos del 21 📦



En las últimas horas he estado preguntándome otra razón por la que me gustan los objetos que poseen una línea, un aire, un aspecto bastante colonial; además de por ser, habitualmente, piezas muy ricas en detalles y enormemente hermosas. No encuentro otra respuesta que no sea la siguiente: me hacen sentir que un lugar determinado es mi hogar, mi casa. Por lo tanto, un sitio confortable y libre de peligro. Me viene a la mente ahora mismo las distintas secuencias de la película ‘Memorias de África’, en la que la Baronesa Blixen, perseguía (literalmente) a su llegada a Mombasa  a todo aquel que debía cuidar de su porcelana. Puedo intuir que aquel jaleo se debía a que su porcelana le daba seguridad. Imagino que tomar el té en una de sus tazas, o comer en sus platos, le aportaba la sensación (aunque fuese falsa) de tener controlada la situación frente a lo que representaba ser para ella la desconocida Kenia. En concordancia con este pensamiento me llegan imágenes con olor a polvo y sabor a viento de pioneras y carromatos con toda suerte de vajillas, manteles bordados, cortinas y otros enseres de hogar cruzando las praderas del Medio Oeste para instalarse en el Oeste; y también llegan a mí, párrafos en negro sobre blanco, de alguna que otra novela donde el menaje y el mobiliario de hogar, era el único asidero que tenían las esposas de los funcionarios diplomáticos y del orden destinados a países lejanos y australes, nebulosos y asiáticos, lentos, asfixiantes y tropicales donde iban a parar. No es difícil pensar que para todas aquellas mujeres  (las del Oeste y las buenas súbditas de los Imperios) sus frágiles, delicadas y pequeñas posesiones eran la certeza de una existencia en orden, en lugares tan remotos e ignotos; como lo fueron para la Baronesa Blixen. Les servían de escudo ante, a menudo, las escasas garantías de certidumbre y seguridad que les ofrecían sus nuevos destinos; y de amuleto, para salvaguardar la cordura y la decencia al verse expuestas a conductas y normas sociales (si las había) tan distintas siempre de sus sociedades de origen. He advertido en muchísimas ocasiones que en mí se esconde una colona, pues nunca me ha supuesto gran desbarajuste los cambios si conmigo están mis objetos. Del mismo modo como la fe es el bastión desde donde nace y se apoya mi fortaleza y mi ilusión; los objetos, son los pilares materiales donde se sustenta mi existencia. De ellos obtengo tranquilidad, al ser al mismo tiempo compañía y testimonio. Que a cada uno de ellos, les acompañe su historia por muy pequeña que sea; relatos que acaban siendo en la mayoría de los casos la memoria de otro tiempo hermoso, a mí me produce bienestar. Sí. Los objetos, por el mero hecho de existir, me hacen sentir bien. Y, en este punto, centrándome en los dos últimos objetos que contenía la caja que me regaló Alberto, lo primero que tengo que decir es que son fantásticos, largamente esperados, e inconscientemente deseados. Me explico. Son fantásticos porque ambos están en la línea de lo colonial, podrían encontrarse fácilmente en una granja en África, en un apartamento en Cabo Verde, o en una mansión en Nueva Orleans. Tienen ese poso colonial que a mí me enamora. Y los dos son (a la par) esperados y deseados; puesto que secretamente, siempre espero la mayor parte del tiempo de manera fortuita descubrir esa pieza que me deja sin aliento, que no me canso de mirar y que deseo (como si en ello me fuese la vida) tenerla eternamente lo más cerca posible de mí. Creo y lo digo pensando muy bien lo que digo: que nadie que no sea Alberto sabe de mi querencia por los cachivaches que en un pispás me trasladan a esa época. De modo que cuando vi la espectacular y enorme lámpara con la pantalla de un excelente lino beige estampado, y, el fabuloso y robusto mono aupado en un pedestal de hojas selváticas y verdes que contenía la caja supe tres cosas: la primera, que sin ninguna duda cuando me refiero a Alberto como el hombre al que amo y me ama, yo también vivo al pie de la letra como él vive; la segunda, que contemplar cada noche la lámpara en nuestro refugio verde es tener la certeza de que amarse de verdad es saberse; y, la tercera, que sonreír de felicidad al posar la mirada sobre el mono, es constatar que quererse (realmente) es existir sin lagunas.



María Aixa Sanz 

(La Madriguera,  25 de Enero de 2021)