Ayer por la mañana al caminar comenzó a soplar un extraño viento suave y disimulado que borraba en círculos el camino y también sus márgenes, comencé a observar el comportamiento de los pájaros que todos los días fielmente custodian mi sombra y mi alma. Estos empezaron a volar a ras de mi cabeza y en vez de posarse en las copas de los árboles se detenían en las ramas inferiores, agachándose, como si no tuviesen ninguna intención de mirar ni al día ni al futuro. Todo me hubiese parecido raro si yo fuese una persona no habituada al exterior y a lo natural, sin embargo, son esas maneras sorpresivas que tiene la naturaleza de manejarse lo que provoca en mí un embelesamiento continuo. Lo que me pareció más excepcional fue que en un recodo del camino, por el que transcurren mis mañanas, oliese a mar. Mis fosas nasales se impregnaron de un fuerte olor a salitre que me hizo estornudar.《María ni está la mar, ni esto son los primeros pasos de la primavera》, me dije. Ni cobarde, ni perezosa, seguí caminando, sonriendo no como una pardilla, sino, más bien como la aventurera valiente que en realidad soy. 《Sorpréndeme, ¿qué me traes Dios, sol?》, le grité al cielo. 《 ¿Será un huracán, un vendaval, un nuevo límite para el alma o quizás sólo sea la forma en que tiene la naturaleza de reconocer a sus semejantes, personas alborotadoras de mente inquieta que jamás se detienen y que perciben el latir de la vida donde otros no ven nada?》, me pregunté a mí misma. Me detuve, respiré profundamente, cerré los ojos y los volví abrir: todo a mi alrededor me transmitía una serena firmeza, una confianza segura y sólida; no era la calma de antes de que ocurra algo, no, al contrario, lo que fuese ya había ocurrido, era el después. Me supe instalada en el después, como si estuviese situada en la urdimbre de lo que fuera aquello, allí donde se percibe hasta el más mínimo movimiento, suspiro y variación, donde se observa cada minúscula partícula que ha formado parte de un todo y también de una transformación, donde se comprende las modificaciones de lo que acaba de mudar invisible e imperceptiblemente, donde se entiende definitivamente las razones de los cambios innegables. Miré el cielo, no era azul, ni gris, lucía un color plata como la moneda que nunca será de oro. Saqué el podómetro del bolsillo del abrigo. No había registrado ni la mitad, de la mitad de los metros que llevaba andados. O mis pasos le resultaban demasiado silenciosos o el murmullo de mi alrededor los amortiguaba o alguna energía lo había detenido en quinientos setenta metros y siete minutos, muy lejos de lo que había recorrido en realidad. Lo guardé y puse un pie detrás de otro. Seguí caminando, se me taponaron los oídos y al destaponarse oí como un animal enjaulado arañaba el metal de su jaula.《Todo esto también pasará》, le indiqué al aire. Recé mi oración. La fe jamás me abandona. El abrazo de Dios está constantemente en nosotros. Caminé, caminé, caminé con las manos y los pies, con átomos de voluntad, con la actitud del que mira de frente y con pasión a las horas, con la sabiduría de mi fortaleza, terca y disciplinadamente, creyendo siempre en mí por encima de todas las cosas, asumiendo que nací para ser derrotada, pero aun así y con humildad, conociendo que la vida es la verdadera aventura que todos poseemos. El corazón se me inundó de paz. El sonido del animal se alejó. La plata del cielo por unos momentos se convirtió en oro. 《Caminar es un acto de fe, como todas las respuestas están en el camino》, pensé. Amo la vida viva, escribir, el viento en la cara y dormir tranquila. No hay más y es todo. Ese es el milagro de mi vida. Ese es mí aprendizaje del cruel veinte veinte.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 27 de Enero de 2021)