《Las comunidades humanas
deberían recoger hojas e historias y otorgarles
el valor que se merecen.》
[Wendell Berry]
Estoy viviendo el peor febrero de mi existencia, el más duro, el más triste, pero ay, qué hermoso resulta siempre vivir; de ahí, que acabo de escribir: estoy viviendo; y no, por ejemplo, estoy pasando. Mis días transcurren entre el gimnasio y la galería cálida y acristalada que da a la pradera. En los dos lugares lentamente intento con mucho esfuerzo y dolor recuperarme del accidente que tuve el veintiuno de enero. Cuando estoy en la galería, Nuna, a mis pies manifestándose como la gran protectora que es, no me quita la vista de encima, por fortuna para las dos, en alguna u otra hora encontramos cierta paz. Ella se queda hermosamente dormida y entonces yo me dedico a escribir y me digo a mí misma que esto siempre va a ser así, que nací y moriré contadora de historias, y que entre un suceso y otro, escribir, contar, siempre será mi razón de ser, lo que me mantiene cuerda. Lo que en definitiva, me salva la vida. Vivo porque amo vivir. No sé simplemente estar viva. No me sale, no está en mi naturaleza simplemente estar. Soy así, lo sé, pero también sé que sin poder evitarlo todo lo que vivo acaba convirtiéndose en literatura, en historias escritas, en novelas o en textos que en principio no tienen entre ellos ninguna conexión salvo ser fruto de la experiencia, de la imaginación y de las vivencias de quien los ha escrito, o sea yo. A esta edad ya sé que estoy hecha de palabras acumuladas y de mucha vida. Tal vez por ese filtro que es escribir, ficcionar lo vivido, por el reposo que es menester para que una acción se convierta en literatura, mi carácter se ha tornado con el paso del tiempo acogedor, calmo, sereno y amigable. En estas últimas semanas, en este mes feo para mí y glacial para mi bienestar, he comprobado cómo afronto los días y lo que cada uno guarda en los pliegues de sus horas con templanza. No ignoraba que tipo de persona soy, pero desconocía hasta que punto aguantaría mi carácter siendo el mismo frente a algo tan perturbador como es un accidente. Me doy cuenta de que mi manera de vivir, -suspendida como en una red entre ficción y realidad- , el hecho de no mantener aisladas ni separadas la escritura de la vida y la vida de la escritura, la actitud de enfrentarme a la realidad mediante la reflexión, la aceptación y la palabra escrita, es quien ha forjado mi carácter. Entonces cuando me percibo de ese modo me sé bosque. El bosque protege con un capa de vegetación su suelo y todo lo que nace del mismo acaba regresando a él para pudrirse allí y seguir nutriéndolo. Pensarlo, saberme bosque, imaginar que yo misma protejo mi suelo que es para mí mi existencia con la capa de vegetación que en mi caso es la literatura y que lo que vivo regresa a mí a través de la escritura para seguir nutriéndome en un proceso que jamás va a acabar ni a detenerse me sienta bien. Me resulta en alguna hora incluso relajante, y en más de un momento en estos duros días veo caer sobre mí como hojas a mis historias para protegerme e impulsarme de nuevo siempre hacia arriba. Me llena de quietud y belleza verme de ese modo. Es fascinante comprobar cómo lo qué vivimos acaba convirtiéndonos en lo que somos; y que el modo de transmutarse, en mi persona, sea la escritura me maravilla por obvio. A través de la escritura mis vivencias de una forma natural se convierten en vida que nutre la vida, mi vida. Febrero acaba y aun siendo mi mes preferido, de manera excepcional, este año necesito que termine. Necesito avanzar a través del sol. Mi suelo en este invierno necesita luz y calor, pues la capa de vegetación que lo protege, es decir, mi literatura también de manera extraordinaria o en mayor dosis necesita de la alegría y del contoneo, de las risas y de los besos, del verde que te quiero verde, de la primavera cuando arranca.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz.